Es cierto; todos tememos vivir sin ilusiones aunque siempre sean falsas y quiméricas; sabemos que sin ilusión no se puede vivir. ¡Si la excepcional autora británica hubiera llegado a saber cuanta fama le iba a proporcionar a su nombre el título de una obra teatral! Obra la cual llegaría después a las pantallas de todo el planeta interpretada por unos espléndidos actores representando el cuadro de un matrimonio descompuesto, que a base de violencia verbal se despedazan cruelmente. Virginia Woolf, que «siempre se había resistido a la fama (...) que había desarrollado la doctrina del anonimato, lo que significaba rehuir la publicidad y liberar la obra creativa lo máximo posible de las preocupaciones materiales»(1); ella, que había dejado escrito en sus diarios: «No seré "famosa", "grandiosa"»... Lo siento, me estoy precipitando.
Recomencemos: En el año 1962 el dramaturgo norteamericano Edward Albee estrena en Broadway una obra que lleva por título Who's afraid of Virginia Woolf? o en español ¿Quién teme a Virginia Woolf? Algo realmente en principio chocante porque, sencillamente, muy pocos incluso en occidente sabían quien era aquella Virginia; y, lo que es peor: viendo la obra tampoco se llegaban a enterar. Sin embargo aquello tenía una explicación: Albee recordaba que cuando universitario, la canción que en la película de Disney Los tres cerditos era cantada con aquel famoso tonillo: «Who's Afraid of the Big Bad Wolf?», se acostumbraba a cantar sustituyendo su final por «Virginia Woolf», que fonéticamente resultaba muy parecido. Aquel «the big bad wolf» («lobo feroz» en versión española) transformado en «Virginia Woolf» no significaba otra cosa para ellos, los estudiantes, que «vivir la vida sin falsas ilusiones». Para darle aquel título a su obra Albee tuvo que pedirle permiso a Leonard Woolf, el viudo de Virginia, que accedió a ello.
Hacía prácticamente veinte años, exactamente en 1941, que presa de una de sus crisis maníaco-depresivas Virginia Woolf se había sumergido en el río Ouse, el cual pasaba a poco menos de un kilómetro de su casa, habiéndose puesto antes piedras en los bolsillos de su abrigo. Contaba cincuenta y nueve años y detrás dejaba una extensa obra literaria y una no menos sorprendente vida.
Pero yo quiero hoy hablar sobre esta escritora, encuadrada en el eje de la novela experimental y el modernismo literario del siglo veinte, trayéndola de la mano de Joyce, que con Proust puede que sean los tres genuinos y máximos representantes de ese tipo de novela surgida a principios del mismo. Y ¿por qué precisamente «de la mano» de Joyce? Pues yo diría que porque en la historia de la literatura británica él ha quedado como el «hermano mayor» de ella.
Trataré de justificarme. Tómese un ranking serio de literatura británica del siglo pasado; siempre aparecerá James Joyce por delante de Virginia Woolf. Pero, incluso, ¡los unen y los separan radicalmente tantas cosas! Escuchad; así, a bote pronto: ¡ambos nacen y fallecen en los mismos años!; 1882-1941 son las fechas límites de sus biografías, e inclusive para ambos todo comenzó y acabó entre enero y marzo de esos dos años con una diferencia de pocas semanas. Quiere ello decir que en realidad se pasan la vida escribiendo simultáneamente; pero también da la casualidad de que ambos utilizan el monólogo interior o flujo de conciencia; y, para terminar, que Leopold Bloom protagoniza durante veinticuatro horas en Dublín la obra cumbre de Joyce, y que Clarissa Dalloway también durante veinticuatro horas, y en el mes de junio como aquel, aunque en Londres, protagoniza la obra más representativa de Virginia Woolf.
Y, ahora, contemplad íntimamente a ambos. Se han movido en los ambientes más dispares que podamos imaginar: él está casado con Nora, que ya sabemos quién fue, y ella con Leonard Woolf que es escritor, editor y comentarista político; a James le ha asediado constantemente la miseria y ha vivido en el exilio mientras Virginia ha sido siempre clase media londinense acomodada, algo que significa sirvientes, viajes en automóvil, casa en Londres y «cabaña» en el campo; Virginia cuando joven no ha podido ir a la universidad porque las mujeres entonces tenían que recibir la enseñanza en el claustro familiar y consultar a menudo la biblioteca de su padre, todo al tiempo que James además de ir a la universidad se ha dedicado a conocer los barrios bajos de su ciudad natal; simultáneamente a las visitas que Joyce realiza a los prostíbulos, Virginia participa en las reuniones de un grupo de artistas e intelectuales que quiere cambiar las imperantes reglas victorianas; ella ha nacido y crecido en un ambiente agnóstico y él respirando en casa y en el colegio una asfixiante atmósfera religiosa; James no se enteró de que en Europa hubo dos guerras puesto que durante ambas se marchó a Suiza, sin embargo Victoria las vivió intensamente imprimiéndole traumatismos psicológicos; a él jamás le preocupó la política y menos la lucha por la independencia de su país mientras que ella militó toda su vida en el laborismo y en la lucha civil por los derechos de la mujer; en el matrimonio de Joyce «la carne se come cruda» y en el de la Woolf, probablemente, ni se llegó a consumar; a ella le preocupa desde siempre la autonomía del sexo y tiene experiencias que hoy llamamos gay, algo que jamás —que sepamos— se dieron en Joyce. Finalmente, y lo más terrible, Virginia Woolf sufre intermitentemente ataques de demencia que durante toda su existencia la llevan a reiterados intentos de suicidio; James Joyce sufre tan sólo la esquizofrenia de su hija Lucía que le atormentará mientras viva. «¿Es la locura en cualquiera de sus grados, intensos o larvados, un ingrediente más del proceso creativo en las mentes privilegiadas?»(2).
Comenzábamos hablando del temor a vivir sin falsas ilusiones. ¿Temía Virginia Woolf a "Virginia Woolf"?: mucho, y sin duda alguna. Ello la llevó al suicidio y pudo ser una de las causas de su demencia. Es posible que cuando se encaminaba hacia el río Ouse careciera totalmente de eso que conocemos como esperanza: «...la esperanza: maravillosa emanación humana perfectamente infundada y sin razón, gloriosamente arbitraria, que segregamos continuamente frente al albur que es todo mañana», según la definió acertadamente Ortega y Gasset —el resaltado en negrilla es suyo.
Se llamaba Virginia Adeline Stephen —el Woolf era de su marido— y en su familia cuando era joven se la conocía cariñosamente como «la cabra». Pero a mí me gustaría hoy, para terminar momentáneamente con esta larga presentación, que al tiempo de enfocar nuestro catalejo en su figura, no dejemos de ver simultáneamente al que yo he llamado literariamente su «hermano mayor»; tiempo tendremos de continuar exclusivamente con ella:
Cuando Joyce trata de que su obra Ulises se convierta en libro tras ser prohibida su publicación en una revista de Norteamérica, se piensa en utilizar la prensa Hogarth Press que Virginia y su marido Leonard habían adquirido. No fue posible, se negaron. Adujeron razones técnicas: aquello era un artilugio antediluviano en el que ellos mismos se ponían perdidos de tinta colocando los tipos artesanalmente, y que en el caso concreto del Ulises dada su extensión les llevaría dos años. Sin embargo, también he leído que el carácter obsceno (y para aquellos tiempos pornográfico) de la obra fue también una razón que los Woolf alegaron: estaban los tribunales y las consecuencias legales derivadas de llevar a cabo aquella impresión. Ello, desde luego, me parece lo más lógico al tratarse no sólo de la vulneración de la ley, sino que se trataba además del propio carácter, posición social, estilo y sensibilidad de la pareja.
Seguimos. Ya editado Ulises, en agosto de aquel año de 1922 deja escrito Virginia sobre el libro en su diario: «obra de autodidacta (...) nauseabunda. (...) Cuando se puede comer la carne guisada ¿por qué comerla cruda? Y al mes siguiente: «He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida (...) de baja estofa» Años después: «Lo que estoy haciendo yo, probablemente lo esté haciendo mejor el señor Joyce». Parece ser que sí, que más adelante y quizás influida por otros intelectuales, como Eliot, reconoció que aquella obra tenía valores descollantes.
Y terminamos; Joyce jamás hizo comentario alguno o dejó nada escrito sobre la obra de Virginia Woolf. ¿Sería por ello que Virginia en su viaje de placer a Irlanda para conocerla, ya en 1934 cuando ambos eran renombrados y sus obras suficientemente conocidas, no se dignó hacer la menor referencia a Joyce en su diario ni siquiera cuando visitó Dublín?
A mí todo esto me recuerda las relaciones entre Dostoievski y Tolstói de las que ya hemos hablado.
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(1) Marder, Herbert: Virginia Woolf. La medida de la vida
(2) Mora, Francisco: Genios, locos y perversos