Si «Vivir es siempre haber caído prisionero de un contorno inexorable» según lo entendía y había escrito Ortega y Gasset, con la invasión nazi sobre Europa y su incierto futuro la vida resultó ser una prisión aún más implacable y asfixiante. «El mundo, ajeno a los interrogantes humanos, se vuelve de una densidad irrespirable, se nos ofrece extraño y sin sentido...»(1). Durante aquellos años de lóbrego cambio se comenzaba a gestar una nueva manera de enfocar la existencia. No podía ser de otra manera: Europa, que había leído a Husserl, a Heidegger y a Kierkegaard estaba madura y a punto de dar a luz al existencialismo. Y se encargaron especialmente de hacerlo dos mentes privilegiadas que destacaron vigorosamente del resto de la intelectualidad europea. Los dos eran escritores además de pensadores, y de esta suerte pudieron llegar a todas los estamentos de la sociedad.
La historia en este caso es más que apasionante, porque
con Jean-Paul Sartre y Albert Camus se inicia una época que no sólo
se reflejará en el mayo francés del 68 sino que durará, así lo
entendemos hoy, hasta después de la caída del muro de Berlín y es
posible que todavía esté incidiendo en nuestras vidas.
Mas,
aunque no tenemos
otro remedio que comenzar hablando de existencialismo, que nadie se
moleste: líbreme Dios de hablar de filosofía alguna en un blog
literario. Y, en este sentido, únicamente me atreveré a desgranar
rudos conceptos de aquel sentir existencialista: el asalto a las
mentes de lo absurdo de la existencia, el sentimiento de angustia
ante la rutina y la vulgaridad, el colapso de los principios y la
falta de esperanza, la idea de que vivir no vale la pena, la
desesperación, la finitud. Puede que hubiera más pero en estos
planteamientos, más o menos, —sin entrar en el ethos
y en el pathos—
radicaba el vacío de certezas que la guerra trajo y la paz
subsiguiente agudizó.
Hemos
de rectificar —¡tan temprano!— y matizar que uno de ellos era
más filósofo que escritor, y el segundo a la inversa. Y ya que
hemos entrado en matizaciones ¿qué mejor que retratarlos en
principio atendiendo a sus concordancias y a sus divergencias? Sartre
y Camus eran franceses y ambos huérfanos
de padre; estudiaron filosofía
y vivieron los mismos acontecimientos
históricos; participaron de la misma cultura y militaron en la
izquierda; los dos colaboraron con la resistencia frente a los nazis
y fundaron dos plataformas de difusión: Les
Temps Modernes y
Combat; sin reserva alguna se atrevieron a
apoyar al frente de liberación argelino
frente a sus país y denunciaron los crímenes de Stalin. Pero sobre
todo utilizaron la literatura para difundir su pensamiento, y su fama
les nace con la publicación de sus dos primeras novelas: La
náusea, 1938 y El
extranjero, 1942 consideradas ambas novelas
de tesis. ¿Hay que decirlo?: a los dos les fue otorgado el Nobel de
Literatura.
Sus
desemejanzas fueron muy pocas: el primero era hijo de familia
burguesa y el segundo hijo de familia humilde; aquel un parisino
cosmopolita y este un pied noir nacido
en una colonia francesa; uno, además de miope y con gafas era algo
pequeño, achaparrado y estrábico, y tuvo que soportar a su lado a
un apuesto galán al estilo de los de Hollywood de los años
cuarenta.
Helos
ahí. Se llevaban ocho años —los que median entre 1905 y 1913— y
fueron las voces principales de la vida intelectual francesa de la
posguerra europea. Terminaremos diciendo que compartieron diez años
de amistad los cuales, desafortunadamente, acabaron tirando por la
borda tras una intensa discusión en materia filosófica y política
y hasta en cuestiones muy personales.
Casi siempre que el mundo ha escrito de Sartre ha
escrito también de Camus, y además, cada vez que se los ha citado
juntos, salvo raras excepciones ha sido por ese orden; al parecer al
argelino Albert Camus ello llegó a molestarle —aunque no debiera.
Trataré
de explicarme: me parece entendible y aceptable que aquel descollante
intelectual parisino fuera casi siempre por delante, en primer lugar
porque ya era admirado desde 1939 por un desconocido Camus que
justamente dos años antes —contaba sólo veinticuatro— había
viajado a Francia por primera vez desde su Argelia en la que había
nacido. Sartre había publicado aquel año La
náusea en la
editorial francesa de más prestigio, la cual lo había dado a
conocer súbita y brillantemente. Al entonces desconocido profesor de
filosofía en Le Havre le había llevado cerca de cinco años
escribir aquella novela que llevaba el
título de Melancolía, y
que con él le fue rechazada en 1937 por
la editorial Gallimard la cual le aconsejó cambiarla al título
definitivo. El rechazo le abatió, pero la publicación anterior de
El muro —aunque no
en formato de libro— le había compensado de alguna manera. Aun así
necesitó recomendaciones para que La náusea
viera la luz.
Es
cierto que cinco años más tarde, sorprendentemente, ese muchacho
«extranjero», tuberculoso e hijo de una limpiadora analfabeta,
llegado de África con un título de filosofía de la universidad de
Orán y con el carné del partido comunista en el bolsillo, el cual
durante su estancia en la metrópoli ha estado trabajando en el
París-Soir, dejará
también boquiabiertos a todos los públicos con una novela, El
extranjero, que
junto a la anterior de Sartre transmitirán en forma literaria al
mundo de entonces la angustia de aquellos años: la inutilidad de la
existencia. Un año más tarde ambos autores se llegarán a conocer
personalmente: «Hola, soy Camus», o algo muy similar le dijo a
Sartre presentándose a sí mismo en el vestíbulo del teatro en el
que se estrenaba Las
moscas, del mismo
Sartre.
Si
en 1939 Camus admiraba a Sartre, en 1943 Sartre comenzó a admirar a
Camus. Tras la Liberación de los nazis el genio bizco, feo y
rechoncho elogiaba y destacaba a aquel norteafricano con aires de
Bogart —a menudo también con el pitillo entre los labios— y lo
mostraba como el más notable de los
escritores franceses comprometidos. El «Castor» —Simone de
Beauvoir— reconocía su magia, su encanto y su ingenio y llegó a
temer que a pesar de la prensa de Sartre y de su público, llegase un
día a elevarse por encima de él. Pero Camus respetaba todavía
entonces aquella «mente de una virtuosidad, poder, profundidad y
creatividad asombrosa»(2). Y, por otra parte, los temas compartidos
por ambos en un principio eran los mismos: «el absurdo, el humanismo
enérgico, la necesidad de lucha, la voluntad de enfrentarse a
situaciones extremas y el rechazo a la evasión y a posturas
heroicas»(2).
Pero
la guerra ha terminado y los tiempos son otros; y en esa paz
sobrevenida Camus publica tres años después su definitiva y gran
novela que superará a la anterior. La
peste no es ya una
historia engendrada exclusivamente en el absurdo como la primera;
para él esa época ha transcurrido y se abre una nueva etapa, la de
la rebeldía, la lucha contra el absurdo como un compromiso de
enfrentarse a él. «El
extranjero describe la desnudez del hombre
frente al absurdo. La peste,
la equivalencia profunda de los puntos de vista individuales frente
al mismo absurdo». Puntos
de vista individuales fundidos en una responsabilidad colectiva que
exige aunar esfuerzos y trabajar en equipo. Ante una amenaza total a
la seguridad de los habitantes de una ciudad en cuarentena por una
peste, sin escatimar esfuerzos junto con
la voluntad de someterse a las exigencias del momento, aceptando los
riesgos que sean necesarios, todos sus ciudadanos
se comprometen en la lucha sin «atribuir
demasiada importancia a las acciones dignas de elogio».
Y
el público recibió bien esta novela porque apareció en el momento
preciso: el público esperaba un libro
sobre los años de adversidad pero sin alusión directa a aquellos,
ni a la derrota ni a la ocupación ni a las atrocidades. En La
peste está alegóricamente representada la
ocupación nazi, esta es la plaga que sufren aquellos habitantes, eso
además de interpretarla como una respuesta cargada de humanidad
durante aquella ocupación. Lo que venía a proponer Camus era
alcanzar la solidaridad con nuestros semejantes; de lo que se trataba
en aquel asedio era de alimentar un ideal. Posiblemente fue ese el
motivo de proponer a Camus para el premio Nobel desde el momento en
que se publicó. Camus renacía como un escritor comprometido pero no
idealista o ideólogo y, al tiempo, como un trovador de la libertad.
Fue reconocida como la novela más personal de Camus y posiblemente
su preferida. Lo mismo que a Sartre La náusea,
le había llevado cinco años y mucho
desasosiego, dudas e incertidumbres: «La peste
es un panfleto» escribió en su diario
cuando la hubo terminado. Y
no obstante le valió el Nobel y The New York
Times dijo de él que era «una de las raras
voces literarias que ha emergido del caos de la posguerra con el tono
armonioso y medido del humanismo». «Aceptar
lo absurdo de todo lo que nos rodea es una etapa, una experiencia
necesaria: no debe convertirse en un callejón sin salida».
La
náusea y La peste
fueron escritas por sus autores —y también
publicadas— cuando tenían la misma edad, pero como hemos dicho en
épocas diferentes, justamente en las precisas.
Al
protagonista de La náusea le
salva del suicidio y del absurdo la música, concretamente el jazz.
Le salva la música que tocan en los cafés, y en especial aquel
«Some of these days you'll miss me honey»
que canta una negra.
A su autor, que era capaz de escribir prólogos de 350 páginas y
admiraba la literatura norteamericana (sobre todo Dos Passos y
Faulkner), le encantaba Italia, el cine —llegó a ser guionista—
y el jazz. Sartre se
propuso escribir con ese monólogo de Antoine Roquentin una novela
que relatara una existencia vulgar, y la
forzó con esa arcada que dice sentir el protagonista. Pero lo que
verdaderamente subyace en la magistral narración no es sólo un
sentimiento sino un argumento, unos personajes, un ambiente. El
diálogo —de los pocos de la novela— sostenido con el Autodidacta
en el restaurante es soberbio; este personaje está excepcionalmente
bien retratado. Se envidia la oportuna y minuciosa narración de
detalles que hace el autor y cómo plasma los pensamientos de
Roquentin a lo largo de la conversación mantenida con el tal
Autodidacta; diálogo que resulta antológico. No parece acertado
aquel juicio sobre sus carencias estilísticas:
«Es verdad que no tengo talento para escribir. Me lo han dicho
tantas veces...». En La
náusea se aprecia la calidad literaria de su
autor describiendo, o más bien retratando personajes y escenas. Hay
en la novela, además, flujos de conciencia extraordinarios.
Los amores
de Sartre con el totalitarismo, su posicionamiento ante el comunismo
en la segunda etapa de su vida en sentido inverso a la actitud que
con el tiempo adoptó Camus, definitivamente los dividió.
En el caso
de Camus parecía que el éxito se le había subido a la cabeza, pero
no. Su general distanciamiento era debido a un bloqueo que hasta le
hizo temer por su falta de memoria; un típico bloqueo de escritor
debido a su enfermedad —y la de su mujer— que le exigía
especiales tratamientos y curas de reposo; un bloqueo también
originado por otros problemas familiares y el de su origen y por su relación
extramatrimonial... Al parecer llegó a sentir la amenaza de una
muerte temprana.
Albert
Camus murió en un accidente de automóvil en enero de 1960; contaba
cuarenta y seis años. Jean-Paul Sartre le sobrevivió veinte años
más; tuvo tiempo de participar con Russell en el Tribunal
Internacional organizado por aquel, y en el mayo francés del 68
nacido en la Sorbona. Murió en París en 1980 y, por ello, como se
ha dicho, «suya fue la última palabra». Aunque, sin duda, Camus es hoy
recordado como el más fascinante de los dos.
———————
(1)
María Zárate, Albert
Camus
(2)
Ronald Aronson, Camus
y Sartre