Cuando
lei por primera vez en aquella edición en español
los «Trópicos»
de Miller, el traductor
le hacía saber al lector que había revisado y corregido el texto
después de los diez años transcurridos y que había aprendido mucho
sobre su «oficio u hosco arte»; y acababa diciendo: «...sólo en
su estado actual merece este texto las críticas elogiosas que
recibió diez años atrás». Verdaderamente, además de refrendarme
la sospecha de que hasta era posible que el texto original hubiera
ganado al ser traducido —tan bueno lo había yo encontrado—
quedaba patente que este traductor era, además de modesto, un
verdadero profesional.
Supongo
que a todos nos preocupa llegar a leer a un clásico en una buena
traducción cuando no hay más remedio que leer en nuestra lengua
nativa para disfrutar plenamente de la lectura sin ayuda exterior
alguna —como nos ocurre cuando leemos algún libro técnico o un
manual. Desgraciadamente no todos podemos leer a los rusos en ruso, a
los franceses en francés y a los alemanes en alemán, ¡quién
pudiera!, y tenemos que recurrir a esa imprescindible figura, la del
traductor.
Pero
no siempre es posible encontrar esa buena traducción. Si
para Borges «cualquier traducción es necesariamente una
"malatraducción", una deformación del original» a mí me
gusta pensar, como en algún sitio y
momento he leído, que
traducir es una forma de reponer algo que faltaba en el texto
original. No se trata solamente de que el deber y el trabajo de un
escritor es el deber y el trabajo de un traductor,
que decía Proust,
sino que el traductor se ponga en la piel del lector y trate de
completar de cualquier forma posible lo que el autor quiso
transmitir.
Recuerdo
que leyendo a Flaubert, concretamente su Madame
Bobary, me encontré
con un traductor que realizaba muchísimas aclaraciones a pie de
página. Eran notas de varios tipos: unas
sobre la fuente de la cual extrajo Flaubert algunos hechos,
panfletos, discursos, textos de cualquier índole, etc.; otras eran
aclaraciones acerca de sucesos auténticos, citas de lugares o
personajes reales que se iban cruzando por la novela y que pueden
carecer de sentido para el lector de otra época. ¡Cómo se agradece
todo eso!
En
el lado contrario no he olvidado la insufrible lectura que hice de
El tío Goriot. En
la introducción decía la traductora de la obra: «...conservo lo
más posible la puntuación de Balzac (nada menos que de una edición
corregida "de puño y letra'' por el autor). Por anárquica que
parezca o que sea, con ella Balzac es quien es, y modificarla sería
modificar, sin derecho, la obra de Balzac». Precisamente por esa
«anarquía» la obra era difícil de leer; el abuso de la coma (a
menudo indebida según las más elementales normas de la gramática)
llegaba al paroxismo y hacía embarazosa su lectura. Lo siento, no
puedo estar de acuerdo con ese «Balzac es quien es», y creo que
para eso también existe el traductor. Escuchemos esta declaración
de Dostoievski: «Pongo
comas donde las juzgo necesarias y, donde las juzgo innecesarias,
otros no deben agregarlas». Aquella
traductora desde luego se había pasado quizás porque había leído
recientemente esta afirmación de Dostoievski.
Guardo por otro lado un imborrable recuerdo de la lectura de el libro
II de los Ensayos de
Montaigne, y especialmente de su Capítulo XVIII «De la presunsión»,
en el que se explaya hablando magistralmente sobre sí mismo. Es tan
buena su prosa que, o bien miente cuando habla de sus imperfecciones,
torpeza, falta de virtudes, limitaciones y defectos, o el traductor
realizó un trabajo que superó lo que aquel escribió. Posiblemente,
a diferencia de la traductora de Balzac, puso y quitó comas de donde
le vino en gana teniendo en cuenta lo que decía Montaigne: «Yo
no me ocupo ni de la ortografía, ni de la puntuación: soy poco
experto tanto en una como en otra».
En cualquier caso, aquella máxima sobre la traducción
del humanista Leonardo Bruni: «conservar de la mejor manera la
estructura de la frase original, sin que las palabras traicionen el
sentido, ni el esplendor, ni la belleza de las propias palabras»,
debe ser muy difícil de conseguir. ¡Y no digamos si se trata de
traducir poesía! Precisamente ahí puede ser que no sea conveniente
ajustarse a lo que Bruni predicaba.
Walter Benjamin estaba convencido de que la poesía no
podía ser traducida; no desde luego en los términos que él
aceptaba la traducción: «La verdadera traducción es transparente,
no cubre el original, no le hace sombra...», lo que más o menos, con
otras palabras, viene a ser aquello que Goethe razonaba: que en
nuestras traducciones pretendemos convertir a nuestro idioma lo que fue
escrito en una lengua extranjera, en vez de darle aquella forma
extranjera a nuestra lengua.
T.
S. Eliot dejó escrito que: «Genuine
poetry can communicate before it is understood»(1).
O sea, cualquiera que sea la traducción, debemos entender que no
será ya poesía pura, natural, auténtica, y es posible que no nos
diga nada ni siquiera si entendemos lo que se quiere expresar. Y
esto, lamentablemente, puede ser muy cierto.
A
mí se me ha ocurrido traer a estas páginas dos ejemplos de poesía
traducida. En primer lugar he tomado los tres primeros versos de la
Elegía a Ramón
Sijé del poemario
El rayo que no cesa
de Miguel Hernández
junto con una traducción realizada al inglés de la misma. A
continuación he realizado la prueba inversa: de la obra de Yeats The
Land of Heart's Desire he
tomado también tres versos muy conocidos y una traducción al
español de los mismos. Veámoslos:
«Yo quiero ser llorando el hortelano «I want to be, crying, the peasant
de la tierra que ocupas y estercolas, that works the earth you occupy and fertilise
compañero del alma, tan temprano» companion of my sould, so soon»
«The wind blows out of the gates of the day, «Por las puertas del día salió el soplo del céfiro
The wind blows over the lonely of heart, La soledad del alma oreó con su aliento.
And the lonely of heart is withered away» La soledad del alma va desapareciendo»
No voy desde luego a realizar un análisis ni comentario
alguno sobre los dos ejemplos; tan sólo los dejo ahí para que el
lector saque consecuencias de dos modos o maneras muy diferentes de
traducir poesía.
* * *
Goethe
tradujo a Voltaire, Dostoievski tradujo a Balzac, Tolstói tradujo a
Lao-Tse, Turguéniev tradujo a Montaigne, Galdós tradujo a Dickens,
Camus tradujo a Calderón, Proust tradujo a Ruskin, Miguel Hernández
tradujo a Rilke, Rilke tradujo a Valéry, Valéry tradujo a san Juan
de la Cruz, Baudelaire tradujo a Poe, Cortázar tradujo a Gide, Gide
tradujo a Conrad, y Borges tradujo a Woolf, a Wilde, a Poe, a
Faulkner, a Kafka, a Carlyle, a Chesterton, a Kipling..., y a otros
muchos más; al parecer trabajó también en la traducción de una
parte de Ulises
y le significó un gran desvelo. Dice Sergio Waisman que «...en los
textos borgeanos traducir y escribir se vuelven prácticas casi
inseparables de creación»(2). Y yo me pregunto: ¿es necesario
traducir para llegar a escribir? —se supone que para llegar a
escribir bien.
Finalizo
esta «entrada» ochenta y seis con una bella prosa poética de
Umbral, la cual dejo aquí para que el lector cuya lengua nativa o
materna no sea el español se ejercite en traducir a su idioma, si es
que le place.
«Han
venido a mi casa dos palomas de barro.
Tienen
el color gris de los viajes.
Están tomando posesión del mundo.
Se acercan a la fuente como a una pagoda.
Y mi jardín se ensancha cuando vuelan»
Traducir, traducir bien, es un noble arte. No es un
oficio ni es un arte hosco. Cuando se ha traducido un texto literario
no se ha plagiado, tal como alguien se ha atrevido a decir. Entonces hemos
creado.
————————
(1)
Tal como ha venido ocurriendo a lo largo de estas Notas,
no he traducido
esta sentencia que he encontrado en otra lengua, pues no me atrevo a
hacerlo. Sólo me atrevo a traducir cartas, manuales y documentos de
trabajo. No soy traductor literario.
(2)
Sergio Waisman,
Borges y la traducción