«Heme aquí,
pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo
mismo...» Así
comienza la última obra escrita por Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario. Y lo que decía era muy
cierto; la había comenzado a escribir a los sesenta y cuatro años cuando tan
sólo le quedaban algo menos de dos para morir después de haber vivido una
existencia contra todo y contra todos.
He
decidido comenzar exactamente por el final de su vida por una exclusiva razón:
justificar el título dado a estas notas de hoy; concretamente ese quizás
atrevido: «fue único». Y es que, increíblemente, lo fue tanto por su azarosa
existencia como por su obra.
En
pocos escritores, posiblemente en ninguno, se han dado en sus vidas tantas y
tan extrañas circunstancias. Huérfano de madre a la que no conoció pues murió
tras el parto; enfermo desde su nacimiento del aparato genito-urinario para
toda la vida; perpetuo errático desde los doce años en que comenzó a trabajar;
desde entonces autodidacta y diletante siempre; protestante y después católico
y una vez más protestante; enamorado de la música y de la botánica; inventor de
un nuevo método de notación musical; escritor de óperas, comedias y obras
musicales; pensador y célebre a los treinta y ocho años y sin embargo unido
hasta su muerte a una humilde e ignorante criada; amigo de Voltaire, de Diderot
y de Rameau; interesado en la educación y autor de novelas pedagógicas;
sufridor de constantes persecuciones y huidas por sus ideas innovadoras;
atacado y rechazado por sus antiguos admiradores y el resto de los filósofos;
odiado por la sociedad en general y sufriendo por ello una paranoia
maníaco-persecutoria..., ¡no sé qué más nos queda por decir y todavía no hemos
dicho casi nada!
Ese fue el más universal de
los escritores del siglo XVIII. A mí, ahora, escribiendo y recordando su
figura, me ha venido a la memoria una cita que guardo en una de mis alforjas:
«...el honor ha de
ser para quien permanece en la arena con el rostro manchado de tierra, de sudor
y de sangre combatiendo con ánimo; para aquel que aunque incurre en un yerro
vuelve a la carga una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin errores ni fallos;
(...) y aun en caso de sufrir lo peor y salir derrotado lo acepta con valentía
sin querer ocupar un lugar junto a las frías y tímidas almas que no supieron
nunca lo que es una victoria ni una derrota»(1).
Esto, creedme, nos puede
servir como un escorzo de Jean-Jacques Rousseau. Un escorzo breve y tímido, sí,
pero esa forma de comportamiento fue un rasgo muy notable de su carácter, su
nadar contra corriente, volver a la lucha sin amilanarse jamás. A los sesenta y
cuatro años, sintiéndose impotente para divulgar su
mensaje, concibe la singular idea de escribir y hacer copias a mano de un
panfleto dirigido A todo francés que
todavía ame la justicia y la verdad y se dedica en un gesto desesperado a
repartirlo por las calles de París buscando en las miradas de los que se le
cruzan los que le parecían más honestos para entregárselo.
Victoria Nelson decía que «debemos escribir movidos por la más
profunda sinceridad», y este fue otro rasgo sublime en él: «Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir sobre
política. Contesto que no, y que por eso escribo sobre política. Si fuera
príncipe o legislador no perdería el tiempo en decir lo que hay que hacer; lo
haría o me callaría». Está en el segundo párrafo de su Contrato social y se entiende que moleste a cierto clase de lector,
pero así era él ¿Más sinceridad?: «Ruego
a mis lectores que tengan a bien dejar al margen mi bello estilo y examinen
sólo si razono bien o mal». ¡Genial Rousseau!, ¡Increíble Rousseau! Que se
me perdone, pero voy a dejar escrito que si no hubiera existido habría que
haberlo inventado.
Decía Stendhal que «Rousseau es
uno de esos autores insolentes que obligan a los lectores a pensar». ¿Qué
más pruebas queréis de su sinceridad e insolencia? Rousseau, con muchos errores
y dando palos de ciego, escribiendo sobre el pacífico salvaje y el corrupto
hombre civilizado debió de dejar boquiabiertos a los ciudadanos del dieciocho
—al menos durante un tiempo—, pero con toda la crítica surgida a «su crítica»
de la Ilustración acababa de poner en marcha la gran sacudida que iba a cambiar
todas las formas sociales conocidas hasta el momento; sólo hay que leerse las
cinco últimas líneas de su Discurso sobre
el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. El
republicano, plebeyo y ginebrino Rousseau,
hijo de un relojero, puso a los pies de los caballos con agudeza, insolencia,
osadía, y quizá con su desconocimiento, el final de un régimen que nadie imaginaba
iba a tardar tan poco en caer y tan profundamente. ¡Que este hombre, Rousseau,
llegara a influir en Kant! (y en tantos otros prestigiosos pensadores y
políticos) hasta el punto de que la lectura de sus obras le significara nada
menos que a aquel un punto de inflexión en su raciocinio: «Rousseau es el
Newton de la moral», es casi inconcebible. ¡El hijo de un relojero suizo sin instrucción
alguna!: «...si nunca se dio a un niño una educación
razonable y sana, fue la mía». Pero Rousseau
«...como en El proceso de Kafka, es
acusado por jueces invisibles, vigilado por espías sin rostro, sin poder
conseguir que se le diga de qué se le acusa...»(2)
¿De qué se le acusa?, ¿quién le acusa?: «Hay algo horrible en el oficio de autor»; «...desde el momento en que
empecé a publicar, mi vida no ha sido más que pesadumbre, angustia y dolores de
todas clases». El Emilio y El contrato social fueron condenados por
el Parlamento de París al tiempo que se dictaba un orden de detención contra
él, mientras que el arzobispo de París lo declaraba enemigo del catolicismo y
el Gobierno calvinista de Ginebra lo declaraba también su adversario.
Voltaire —su admirador en un
principio— a la cabeza de los philosophes
lo llegó a odiar de una forma espantosa y procuró hacerle todo el daño
posible. Partir fue la constante de su vida; su existencia fue a veces una
desaforada búsqueda del destino o una perenne huida de él. Esta controvertida
criatura, esta paradójica
figura... Contando quince años se expatrió para el
resto de sus días y fue vagabundo, buscavidas, seminarista, músico, traductor,
compilador, dramaturgo, literato, copista de música, lacayo, preceptor, secretario,
pedagogo, herborizador, pensador; solitario y andarín. Torpe, metepatas y
contradictorio fue perseguido, maldecido, odiado y considerado loco...
Sí; he
escrito torpe, metepatas y contradictorio, al menos es como él se veía: «...sin ser un tonto, muchas veces he
pasado por tal»; «...era tan imbécil y tan desdichado»; «...esta lentitud de
pensamiento...»; «...mi escasa capacidad...»; «...siendo como soy tan
negligente y atolondrado»; «...el sinnúmero de patochadas que se me escapaban a
cada instante en la conversación»; «...mi increíble estupidez...» A
Rousseau hay que encuadrarlo sin duda entre aquel grupo de hombres selectos de
los que decía Ortega que se exigen más que los
demás, aunque no logren cumplir en su persona las exigencias superiores: «...la división más
radical que cabe hacer en la humanidad es esta en dos clases de criaturas: las
que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las
que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada
instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que
van a la deriva»(3)
¿Su éxito? Yo creo que además de sus revolucionarios pensamientos e
ideas —es posible que hubiera entonces muchos con las mismas o parecidas—
debieron ser su elocuencia, su retórica y su vehemencia las que lo condujeron
hasta alcanzarlo. Saber decir lo que pensaba, la forma en que lo escribía, su
«afilada y temible pluma».
* * *
Aunque
escribiendo hay un Rousseau político, otro pedagogo y, sobre todo uno
autobiográfico, los tres conforman un único Rousseau literario; en sus novelas
hay política igual que hay pedagogía, y sus discursos y escritos
autobiográficos irradian una personalidad eminentemente literaria. A Rousseau
se le lee siempre con placer, su prosa es abierta, noble, clara, luminosa; yo
añadiría que hasta emocionante. ¿Dónde aprendió a escribir?:
«De ahí esa dificultad extrema que siento al
escribir. Mis manuscritos llenos de borrones, embrollados, mezclados,
ininteligibles, prueban el trabajo que me cuestan. Ni uno solo he dejado de
tener que copiarlo cuatro o cinco veces, antes de darlo a la prensa. Sentado a
una mesa, con la pluma en la mano y el papel enfrente, jamás he podido hacer
nada. En el paseo, en la montaña, en medio de los bosques, por la noche en la
cama durante mis insomnios, es donde escribo mentalmente». «Voltaire ...me inspiró el deseo de aprender
a escribir con elegancia».
Más inquietante todavía: ¿de
qué forma llegó a adquirir tanto conocimiento y erudición?:
«...compré
libros de aritmética y la aprendí bien porque la estudié solo»; «...heme aquí
apegado como un viejo chocho a otro estudio inútil del que no entiendo una
palabra...»; «...me sucede con todas las cosas a que empiezo a dedicarme: me
encariño con ellas, me apasiono, y luego ya no existe para mí en el mundo otra
cosa más que aquella que me domina»; «...se iba desarrollando en mí la afición
a otro estudio...»
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(1)
De la conferencia pronunciada el 23 de abril de 1910 por el ex presidente
norteamericano Theodore Roosevelt en París, en la Sorbona, bajo el título Citizenship in a Republic.
(2)Raymond Trousson: Jean-Jacques Rousseau;. Gracia
y desgracia de una conciencia.
(3) Ortega y Gasset: La rebelión de las masas