miércoles, 18 de julio de 2012

Día Sesenta y seis: Jean-Jacques y, punto. Fue único


«Heme aquí, pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo...» Así comienza la última obra escrita por Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario. Y lo que decía era muy cierto; la había comenzado a escribir a los sesenta y cuatro años cuando tan sólo le quedaban algo menos de dos para morir después de haber vivido una existencia contra todo y contra todos. 
    He decidido comenzar exactamente por el final de su vida por una exclusiva razón: justificar el título dado a estas notas de hoy; concretamente ese quizás atrevido: «fue único». Y es que, increíblemente, lo fue tanto por su azarosa existencia como por su obra.
    En pocos escritores, posiblemente en ninguno, se han dado en sus vidas tantas y tan extrañas circunstancias. Huérfano de madre a la que no conoció pues murió tras el parto; enfermo desde su nacimiento del aparato genito-urinario para toda la vida; perpetuo errático desde los doce años en que comenzó a trabajar; desde entonces autodidacta y diletante siempre; protestante y después católico y una vez más protestante; enamorado de la música y de la botánica; inventor de un nuevo método de notación musical; escritor de óperas, comedias y obras musicales; pensador y célebre a los treinta y ocho años y sin embargo unido hasta su muerte a una humilde e ignorante criada; amigo de Voltaire, de Diderot y de Rameau; interesado en la educación y autor de novelas pedagógicas; sufridor de constantes persecuciones y huidas por sus ideas innovadoras; atacado y rechazado por sus antiguos admiradores y el resto de los filósofos; odiado por la sociedad en general y sufriendo por ello una paranoia maníaco-persecutoria..., ¡no sé qué más nos queda por decir y todavía no hemos dicho casi nada!  
   Ese fue el más universal de los escritores del siglo XVIII. A mí, ahora, escribiendo y recordando su figura, me ha venido a la memoria una cita que guardo en una de mis alforjas:
«...el honor ha de ser para quien permanece en la arena con el rostro manchado de tierra, de sudor y de sangre combatiendo con ánimo; para aquel que aunque incurre en un yerro vuelve a la carga una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin errores ni fallos; (...) y aun en caso de sufrir lo peor y salir derrotado lo acepta con valentía sin querer ocupar un lugar junto a las frías y tímidas almas que no supieron nunca lo que es una victoria ni una derrota»(1).
Esto, creedme, nos puede servir como un escorzo de Jean-Jacques Rousseau. Un escorzo breve y tímido, sí, pero esa forma de comportamiento fue un rasgo muy notable de su carácter, su nadar contra corriente, volver a la lucha sin amilanarse jamás. A los sesenta y cuatro años, sintiéndose impotente para divulgar su mensaje, concibe la singular idea de escribir y hacer copias a mano de un panfleto dirigido A todo francés que todavía ame la justicia y la verdad y se dedica en un gesto desesperado a repartirlo por las calles de París buscando en las miradas de los que se le cruzan los que le parecían más honestos para entregárselo.
Victoria Nelson decía que «debemos escribir movidos por la más profunda sinceridad», y este fue otro rasgo sublime en él: «Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Contesto que no, y que por eso escribo sobre política. Si fuera príncipe o legislador no perdería el tiempo en decir lo que hay que hacer; lo haría o me callaría». Está en el segundo párrafo de su Contrato social y se entiende que moleste a cierto clase de lector, pero así era él ¿Más sinceridad?: «Ruego a mis lectores que tengan a bien dejar al margen mi bello estilo y examinen sólo si razono bien o mal». ¡Genial Rousseau!, ¡Increíble Rousseau! Que se me perdone, pero voy a dejar escrito que si no hubiera existido habría que haberlo inventado.



Decía Stendhal que «Rousseau es uno de esos autores insolentes que obligan a los lectores a pensar». ¿Qué más pruebas queréis de su sinceridad e insolencia? Rousseau, con muchos errores y dando palos de ciego, escribiendo sobre el pacífico salvaje y el corrupto hombre civilizado debió de dejar boquiabiertos a los ciudadanos del dieciocho —al menos durante un tiempo—, pero con toda la crítica surgida a «su crítica» de la Ilustración acababa de poner en marcha la gran sacudida que iba a cambiar todas las formas sociales conocidas hasta el momento; sólo hay que leerse las cinco últimas líneas de su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. El republicano, plebeyo y ginebrino Rousseau, hijo de un relojero, puso a los pies de los caballos con agudeza, insolencia, osadía, y quizá con su desconocimiento, el final de un régimen que nadie imaginaba iba a tardar tan poco en caer y tan profundamente. ¡Que este hombre, Rousseau, llegara a influir en Kant! (y en tantos otros prestigiosos pensadores y políticos) hasta el punto de que la lectura de sus obras le significara nada menos que a aquel un punto de inflexión en su raciocinio: «Rousseau es el Newton de la moral», es casi inconcebible. ¡El hijo de un relojero suizo sin instrucción alguna!: «...si nunca se dio a un niño una educación razonable y sana, fue la mía». Pero Rousseau «...como en El proceso de Kafka, es acusado por jueces invisibles, vigilado por espías sin rostro, sin poder conseguir que se le diga de qué se le acusa...»(2)
¿De qué se le acusa?, ¿quién le acusa?: «Hay algo horrible en el oficio de autor»; «...desde el momento en que empecé a publicar, mi vida no ha sido más que pesadumbre, angustia y dolores de todas clases». El Emilio y El contrato social fueron condenados por el Parlamento de París al tiempo que se dictaba un orden de detención contra él, mientras que el arzobispo de París lo declaraba enemigo del catolicismo y el Gobierno calvinista de Ginebra lo declaraba también su adversario.
 Voltaire —su admirador en un principio— a la cabeza de los philosophes lo llegó a odiar de una forma espantosa y procuró hacerle todo el daño posible. Partir fue la constante de su vida; su existencia fue a veces una desaforada búsqueda del destino o una perenne huida de él. Esta controvertida criatura, esta paradójica figura... Contando quince años se expatrió para el resto de sus días y fue vagabundo, buscavidas, seminarista, músico, traductor, compilador, dramaturgo, literato, copista de música, lacayo, preceptor, secretario, pedagogo, herborizador, pensador; solitario y andarín. Torpe, metepatas y contradictorio fue perseguido, maldecido, odiado y considerado loco...
    Sí; he escrito torpe, metepatas y contradictorio, al menos es como él se veía: «...sin ser un tonto, muchas veces he pasado por tal»; «...era tan imbécil y tan desdichado»; «...esta lentitud de pensamiento...»; «...mi escasa capacidad...»; «...siendo como soy tan negligente y atolondrado»; «...el sinnúmero de patochadas que se me escapaban a cada instante en la conversación»; «...mi increíble estupidez...» A Rousseau hay que encuadrarlo sin duda entre aquel grupo de hombres selectos de los que decía Ortega que se exigen más que los demás, aunque no logren cumplir en su persona las exigencias superiores: «...la división más radical que cabe hacer en la humanidad es esta en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva»(3)
¿Su éxito? Yo creo que además de sus revolucionarios pensamientos e ideas —es posible que hubiera entonces muchos con las mismas o parecidas— debieron ser su elocuencia, su retórica y su vehemencia las que lo condujeron hasta alcanzarlo. Saber decir lo que pensaba, la forma en que lo escribía, su «afilada y temible pluma».
* * *
     Aunque escribiendo hay un Rousseau político, otro pedagogo y, sobre todo uno autobiográfico, los tres conforman un único Rousseau literario; en sus novelas hay política igual que hay pedagogía, y sus discursos y escritos autobiográficos irradian una personalidad eminentemente literaria. A Rousseau se le lee siempre con placer, su prosa es abierta, noble, clara, luminosa; yo añadiría que hasta emocionante. ¿Dónde aprendió a escribir?:
     «De ahí esa dificultad extrema que siento al escribir. Mis manuscritos llenos de borrones, embrollados, mezclados, ininteligibles, prueban el trabajo que me cuestan. Ni uno solo he dejado de tener que copiarlo cuatro o cinco veces, antes de darlo a la prensa. Sentado a una mesa, con la pluma en la mano y el papel enfrente, jamás he podido hacer nada. En el paseo, en la montaña, en medio de los bosques, por la noche en la cama durante mis insomnios, es donde escribo mentalmente». «Voltaire ...me inspiró el deseo de aprender a escribir con elegancia».
Más inquietante todavía: ¿de qué forma llegó a adquirir tanto conocimiento y erudición?:
   «...compré libros de aritmética y la aprendí bien porque la estudié solo»; «...heme aquí apegado como un viejo chocho a otro estudio inútil del que no entiendo una palabra...»; «...me sucede con todas las cosas a que empiezo a dedicarme: me encariño con ellas, me apasiono, y luego ya no existe para mí en el mundo otra cosa más que aquella que me domina»; «...se iba desarrollando en mí la afición a otro estudio...»
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(1) De la conferencia pronunciada el 23 de abril de 1910 por el ex presidente norteamericano Theodore Roosevelt en París, en la Sorbona, bajo el título Citizenship in a Republic.
(2)Raymond Trousson: Jean-Jacques Rousseau;. Gracia y desgracia de una conciencia.
(3) Ortega y Gasset: La rebelión de las masas