lunes, 5 de noviembre de 2012

Día Setenta y nueve: La Madre Rusia, el alma rusa y la «troika rusa»

La premura me ha aconsejado ahondar de nuevo y por última vez en autores rusos. Teniendo en cuenta que se aproxima el último día de este blog, que tal como me propuse al comenzarlo será el «Día Cien», he decidido que no debo esquivarlos más; otros pueden esperar.
    De aquellos dos gigantes que están en la mente de todos ya dijimos al principio algo; ahora toca ir a los demás. Y ese es el problema, porque ¿quiénes son los demás?; ¡los demás puede que sean muchos! Y tal es así que he decidido centrarme exclusivamente en aquellos que al tiempo de dejarnos una gran huella literaria nos hayan legado también el más puro sentir de la que se conoce como el alma rusa; aquellos que nunca se occidentalizaron y que, inclusive viajando y residiendo en la Europa más alejada, mantuvieron su «eslavofília». Aquellos que contemplaban a la Madre Rusia como uno de ellos mismos escribía: ¿Y tú, Rusia, ¿no vuelas también como una troika ardorosa que nadie podría adelantar? (...)¿Adonde vas? Contesta. No hay respuesta. (...) Todo lo que se encuentra en la tierra queda atrás y, con mirada de envidia, las otras naciones se apartan para abrirle paso».

    Podríamos comenzar por Pushkin y, sin embargo, a pesar de haberlo sido todo para el resto de ellos, también lo he desechado. He prescindido de él a pesar de aquellas palabras con las que Dostoievski comenzó su discurso con motivo de la inauguración del monumento en su honor: «Pushkin es un fenómeno extraordinario, y quizá la única expresión del espíritu ruso». Lo he excluido porque incluso siendo el «padre» de todos ellos y el iniciador de aquella invasión literaria, había nacido en la nobleza y no pasó miseria alguna, eso además de que en su casa ya se vivía intensamente la literatura. También porque murió a los treinta y siete años la cual es una edad demasiado temprana para morir y, además, a consecuencia de un estúpido duelo de honor de los que había mantenido bastantes; pero también porque fue más romántico que sus «hijos» hasta el punto de habérsele comparado con Byron, y, finalmente... porque nunca salió de su país.
    Lo siento, pero me he quedado con una troika —aquel pesado carruaje ruso tirado por tres caballos— que pienso es representativa de lo que vengo diciendo y que he llamado «la troika rusa». Helos aquí ordenados atendiendo exclusivamente al tiempo en que les tocó vivir: Gógol, Chéjov y Gorki. En los tres se dan algunas ineludibles constantes: los tres trabajaron indistintamente el cuento, la novela y el teatro; conocieron lo que había fuera de las fronteras de su país y siempre volvieron a su amada Rusia. De alguna manera vivieron intensamente aquellos sentimientos que se nos ha dicho representan el alma de los rusos: la resignación, la tristeza, el desapego material, la melancolía, el ascetismo, la aceptación del sufrimiento, el misticismo... Mantuvieron así aquella doctrina «eslavófila» en la que el principio de la ley moral descansa en la Rusia antigua y en la Iglesia ortodoxa, al tiempo que rechazaron la influencia de occidente. Y, no obstante, simultáneamente y entre páginas de ironía, dolor, sarcasmo y hasta humor denunciaron con sus escritos la opresión de aquel sufrido pueblo y los aspectos más infamantes siempre omitidos hasta entonces: la corrupción, la burocracia, el despotismo, la represión, los abusos y el autoritarismo, las injusticias sociales y la miseria del pueblo. «¡Dios mío, que triste es nuestra Rusia!» exclamó Pushkin escuchando la lectura de algunos párrafos que Gógol le hacía de su novela Almas muertas.
Y ya que acabo de citar a Gógol, debo aclarar que eran suyas aquellas palabras entrecomilladas que antes he transcrito tratando de expresar el concepto de Madre Rusia; lo mismo que aquellas con las que Dostoievski comenzó su también citado discurso en honor de Pushkin.

    Nuestra historia comienza en el 1809 y dura hasta el 1936. Pero no; esas serían la edad del nacimiento del primero y la del fallecimiento del último. Habría que decir mejor que la historia es como una ráfaga de luz en el firmamento que tiene varios momentos de fulgor. A saber, en los años treinta del siglo con una obra teatral y una novela: El inspector y Almas muertas. Después, en los años finales del mismo con dos obras para teatro: La gaviota y El tío Vania. Por último, y ya en el siglo veinte, con más teatro: Los bajos fondos, y con una novela: La madre. ¿Habéis reparado que han sido destellos de teatro y novela? Pues no obstante también los tres dominaron esencialmente el cuento.
    Sigamos con nuestra historia; conocieron la miseria pero tenían un empeño y una voluntad de hierro. Ved a Gógol, hijo de madre polaca y de padre cosaco ucraniano; ha permanecido en una escuela de la que le ha quedado para siempre un recuerdo de suciedad, frío, desnutrición y castigo corporal. Marcha desde Ucrania a San Petersburgo con diecinueve años y con un manuscrito de poemas que allí edita por su cuenta y, ante el descomunal fracaso, adquiere todos los ejemplares y los quema prometiendo que nunca más escribirá poesía. Gógol representa la impaciencia, el ansia por la fama, el volver a empezar una y mil veces, el no parar hasta tener a Pushkin delante de él para mostrarle sus manuscritos; un Pushkin de treinta años que reconoce su madera de escritor y le apoya, le alienta y le aconseja. Por sugerencia de él nacerá la obra teatral aparentemente cómica El inspector, que se estrena cuando su autor cuenta veintisiete años —durante dos estuvo censurada sin poder estrenarse.
    Pero su destello brillará mucho más con su novela Almas muertas publicada a sus treinta y tres años. Si con aquella obra teatral puso al descubierto, no sin problemas como hemos dicho, parte de la corrupción de la sociedad zarista, con el relato sobre aquellas «almas» (a los siervos se les llamaba así piadosa y compasivamente) su crítica se hace más ácida. Aquellas almas ya muertas son los siervos fallecidos que alguien va comprando a los terratenientes —compra su título de propiedad— antes de que se realice el censo; así podrá acreditar un patrimonio ante las autoridades administrativas para seguir haciendo negocios. Dado que había trabajado como empleado público, Gógol conocía algunos de los entresijos de aquella administración. Por cierto, ¿Sería después Gógol muy leído por Kafka?; hay mucho de incongruente, irreal, fantástico e inexplicable en algunas de sus obras, eso además de mucha mordacidad. Leed El capote; de ella dijo Dostoievski: «Todos hemos salido de El capote de Gógol». En el fondo, la impenetrable maraña burocrática e injusta de aquel régimen corrompido que todo lo controla y ante el que el ciudadano viene a ser el simple K. protagonista de El castillo, ¿no es el continuo argumento de Kafka, pero allí auténtico y real?
    Como todos los poetas malditos de los que hemos hablado Nikolái Gógol murió joven, y además loco. De nuevo la literatura y la demencia van de la mano; unas veces lo hacen como argumento y otras como realidad. Gógol resulta ser persona que no es grata al régimen y se ve obligado a exilarse fuera del país: Alemania, Suiza y, sobre todo, Italia. Después, ¿una neurastenia?..., ¡quién sabe!; un misticismo religioso exasperado que lo lleva hasta Jerusalén se apodera de él. Cuando regresa, en cuanto a prácticas ascéticas es lo que será después Tolstói pero elevado al cubo —si se me permite la expresión. Tiene cuarenta y dos años y, un día, llevado de aquel paroxismo religioso decide quemar el manuscrito de la segunda parte de sus «almas» al que había dedicado muchos años. A continuación se acuesta y rechaza todo alimento; días después fallece entre terribles convulsiones y dolores. Antes había escrito El diario de un loco.

    Chéjov viene al mundo ocho años después de este triste suceso; es también ucraniano pero en su caso las miserias de su familia —sus padres son hijos de siervos— son mucho mayores que las de Gógol. Las indigencias y los castigos corporales los sufre también en su casa y no sólo en la escuela; su padre, un individuo violento, ávido de dinero y a menudo ciego de alcohol y de fanatismo religioso, utiliza con frecuencia el cinturón.
    Acerca de Chéjov —de nuevo voluntad, voluntad y voluntad— cabe preguntarse: ¿Cómo pudo ser que aquel chaval que se dirige desde su ciudad natal a Moscú, donde ya antes se ha establecido su familia huyendo de la miseria que produce el tienducho que poseen en su aldea, cómo puede ser —repito y me pregunto— que acampados todos en principio en un húmedo sótano, y luego en un piso de mala muerte en el barrio de la prostitución, llegue a iniciar y terminar la carrera de medicina en la universidad? Bueno, pues, uno de los recursos de Antón Chéjov —además de voluntad— fue colaborar con escritos que algunas revistas le iban publicando, la mayoría humorísticas. No era una vocación sino una necesidad; tenían que comer puesto que además él, segundo de los hermanos, había tomado las riendas del hogar. «Tras la comicidad se encuentra la dolorosa representación de la existencia»(1).
    Este joven cabeza de familia acabará la carrera y ejercerá su profesión con verdadera entrega ayudando y cuidando de aquella. Con frecuencia, incluso después de sonreírle la fama en el campo de la literatura, mantendrá ésta subordinada al ejercicio de la medicina. Célebre es aquella su frase: «La medicina es mi esposa, la literatura es mi amante». Y al parecer ejerciéndola, contraerá pronto la tuberculosis.
    ¡Habría tanto que contar sobre Chéjov! A ver si soy capaz de sintetizar lo más esencial en pocos renglones, por ejemplo en plan telegrama: primero que su vida fue una entrega total a su trabajo y a su «amante»; segundo que su fe en la ciencia, la técnica y el progreso era inmensa; tercero que... No; es muy frío seguir así, y Chéjov era una persona cálida que disfrutaba de los bienes que la vida pueda ofrecer, por ejemplo la amistad. Tenía no sólo la de Tolstói, sino también su admiración: «¡Qué hermoso cuento ha publicado Chéjov en la revista Vida! ¡Me hace extraordinariamente feliz!»; se estaba refiriendo a En el barranco, del que un siglo después Nabokov dirá que se trata «del más asombroso de Chéjov». ¿Cuentos?, ¿tan sólo cuentos?, era lo que mejor se le daba; ejercía al tiempo la medicina y posiblemente no estaba preparado para el relato largo. Pero con el tiempo, quizá debido a sus obligadas y largas estancias de reposo por su enfermedad, Antón Chéjov aborda escritos más dilatados, y, especialmente el teatro. Aquel exilado en Yalta por culpa de su tuberculosis, con unos pulmones encharcados en sangre que con frecuencia hace su aparición al toser, nos dejará obras teatrales que llegarán a ser tan renombradas como aquellas dos que hemos citado al principio; la última, siendo ya un gran dramaturgo será El jardín de los cerezos.
Si en las obras de Dostoievski siempre aparece un enfermo de epilepsia, en las de Chéjov es muy grande el número de tuberculosos que acaban muriendo por esa dolencia. Había recorrido dos veces la Europa más occidental y había viajado una vez a la isla de Sajalín, la penitenciaría más cruel de la Rusia zarista, en la que investigando permaneció cuatro meses mientras rellenaba diez mil fichas con datos sobre los allí condenados; algo que a pesar de su mala salud se empeñó en hacer, y acerca de lo cual publicó un ensayo. 
Toda Europa —y Rusia claro está— disfruta su teatro cuando a los cuarenta y cuatro años fallece a consecuencia de su enfermedad. Pirandello podría decir que se acababa de convertir en uno de los personajes de sus mismas obras.

Hablábamos hace un momento sobre la amistad. Si Chéjov apreciaba las cosas buenas de este mundo —aunque sufriendo por lo que en su patria veía— la amistad que mantuvo con Gorki, y que nació cuando este no era nadie y él ya estaba consagrado, dice mucho en su favor. Con Alexei Pechkov, ocho años más joven que Chéjov, nacido en la miseria en la desembocadura del Volga, huérfano a los nueve años y analfabeto durante algunos más, vamos a cerrar estos apuntes de hoy.
Habría que resaltar que el caso de Gorki —seudónimo con el significado de «amargo» en ruso— es realmente sublime. Auténtico y pleno autodidacta desde que aprende a escribir navegando por el Volga gracias a un cocinero con el que venía trabajando de pinche, su vida es pura superación y vencimiento de obstáculos. Si hay en la historia de la literatura protagonistas que lucharon para salir de la fosa de la ignorancia y conquistar el éxito, él estará siempre entre los primeros de la lista. En su caso, no obstante, se confunde la pasión por escribir con el ímpetu de redimir a los desheredados. Gorki no tiene ante sus ojos de muchacho tan sólo las estepas rusas con sus mujiks, sino también la inmensidad del Volga con sus bosiaks: los desarrapados de sus puertos y centros industriales y que serán los primeros revolucionarios. Al igual que Chéjov el cual llegó a armonizar el ejercicio de la medicina con la literatura, Gorki compartirá la lucha del proletariado con su amor a las letras.
El modo y las maneras con las que aquel muchacho de dieciocho años, que nunca ha dejado de leer, y que a pesar de ello intuye que jamás logrará superar el foso que le separa de los instruidos —lo cual le lleva a intentar el suicidio—, el modo y las maneras, repito, con las que alcanza sin embargo la cima de la literatura, no es un misterio; él lo dejo escrito explicándonos cuales fueron «sus universidades». Después de que aquella bala le atraviese el pulmón en lugar del corazón, recorrerá casi toda Rusia a pie trabajando en mil y un empleos. Este rudo hijo del Volga, como ha sido llamado, para el que Rusia era sobre todo ese gran río, conseguirá que le editen su primer libro Ensayos e historias en 1898, cuando cuenta treinta años y ya viene colaborando en periódicos como aficionado o corresponsal.
Con Chéjov, por el que siente auténtica admiración, viajará por el Cáucaso y juntos irán a visitar a Tolstói hasta el balneario de Graspa en el mar Negro, donde se llegará a fotografiar junto a él. ¡Precisamente con Tolstói!, nada menos que con Tolstói, al que uno de los comités revolucionarios le había comisionado mucho tiempo antes que lo fuera a ver a Yásnaia Poliana para solicitarle que se deshiciera de sus propiedades en favor de los siervos.
Chéjov, el cual había decidido que siempre se mantendría al margen de cualquier exteriorización y enfrentamiento político en los que Gorki acostumbraba a tomar parte muy activamente, renunció sin embargo —¡hay que decirlo!— a su puesto en la Academia de Ciencias de San Petersburgo, de la que era miembro desde hacía dos años, como protesta por la exclusión de Gorki debido a sus actividades políticas que la Academia consideraba subversivas. Sucedía ello el año 1902, el mismo en que Gorki daba a conocer su obra escénica Los bajos fondos que hoy se sigue representando en todo el mundo.
¡Qué ironías nos suele deparar el destino! En su caso nada más ni nada menos que escribir la que será considerada su mejor novela, La madre —una novela en la que se pone de relieve el fervor de la lucha bolchevique— ¡nada menos que en los Estados Unidos de América!, y precisamente en el estado de Nueva York, concretamente en  sus montañas de Adirondack durante el verano de 1906, en un cottage que le había cedido un simpatizante norteamericano. Quizá nos pueda decir ello mucho de su impenetrabilidad a todo lo que le rodeaba y que fuera ajeno a la madre Rusia. A aquel país había llegado no por otra razón que comisionado a fin de recaudar fondos para la causa bolchevique.
Durante su azarosa vida, la espiral de la revolución en su país y los cambios que se sucedían le dejaron huella. Como todo notable fue tratado de utilizar por las distintas facciones en lucha por el poder, sintiéndose posteriormente desilusionado y engañado; lo contará en Pensamientos últimos.
Alexei Pechkov el «amargo», después de haber conocido la amarga verdad de las pasiones de su país, de haber vivido fuera de él varias veces por causa de la represión, de la enfermedad o de las luchas por el poder —concretamente en Alemania, y especialmente en Italia en dos ocasiones— siempre llevó y tuvo a Rusia con él ajeno a cualquier mundo exterior. Murió en extrañas circunstancias relacionadas con aquellas luchas personales de la revolución.
Es bueno recordar quizás ahora, hablando de su final, aquella rabia que muchos años antes sintió cuando se enteró de que el cadáver de su amigo y mentor Chéjov había sido trasladado a Moscú desde Alemania —en uno de cuyos balnearios había fallecido— en un vagón refrigerado repleto de «ostras frescas» en el que figuraba ese mismo rótulo. Su indignación, concordante con su espíritu siempre inquieto, efusivo y desazonado, fue puesta de manifiesto repetidamente por lo que él consideraba una burla y una ignominia, recordando la gran personalidad de su amigo Chéjov.
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(1) Natalia Ginzburg, Antón Chéjov