La premura
me ha aconsejado ahondar de nuevo y por última vez en autores rusos.
Teniendo en cuenta que se aproxima el último día de este blog,
que tal como me propuse al comenzarlo será
el «Día Cien», he decidido que no debo esquivarlos más; otros
pueden esperar.
De aquellos
dos gigantes que están en la mente de todos ya dijimos al principio
algo; ahora toca ir a los demás. Y ese es el problema, porque
¿quiénes son los demás?; ¡los demás puede que sean muchos! Y tal
es así que he decidido centrarme exclusivamente en aquellos que al
tiempo de dejarnos una gran huella literaria nos hayan legado también
el más puro sentir de la que se conoce como el alma rusa; aquellos
que nunca se occidentalizaron y que, inclusive viajando y residiendo
en la Europa más alejada, mantuvieron su «eslavofília». Aquellos
que contemplaban a la Madre Rusia como uno de ellos mismos escribía:
¿Y tú, Rusia, ¿no vuelas también como una
troika ardorosa que nadie podría adelantar? (...)¿Adonde vas?
Contesta. No hay respuesta. (...) Todo lo que se encuentra en la
tierra queda atrás y, con mirada de envidia, las otras naciones se
apartan para abrirle paso».
Podríamos
comenzar por Pushkin y, sin embargo, a pesar de haberlo sido todo
para el resto de ellos, también lo he desechado. He prescindido de
él a pesar de aquellas palabras con las que Dostoievski comenzó su
discurso con motivo de la inauguración del monumento en su honor:
«Pushkin es un fenómeno extraordinario, y
quizá la única expresión del espíritu ruso». Lo
he excluido porque incluso siendo el «padre» de todos ellos y el
iniciador de aquella invasión literaria, había nacido en la nobleza
y no pasó miseria alguna, eso además de que en su casa ya se vivía
intensamente la literatura. También porque murió a los treinta y
siete años la cual es una edad demasiado temprana para morir y,
además, a consecuencia de un estúpido duelo de honor de los que
había mantenido bastantes; pero también porque fue más romántico
que sus «hijos» hasta el punto de habérsele comparado con Byron,
y, finalmente... porque nunca salió de su país.
Lo siento,
pero me he quedado con una troika —aquel pesado carruaje ruso
tirado por tres caballos— que pienso es representativa de lo que
vengo diciendo y que he llamado «la troika rusa». Helos aquí
ordenados atendiendo exclusivamente al tiempo en que les tocó vivir:
Gógol, Chéjov y Gorki. En los tres se dan algunas ineludibles
constantes: los tres trabajaron indistintamente el cuento, la novela
y el teatro; conocieron lo que había fuera de las fronteras de su
país y siempre volvieron a su amada Rusia. De alguna manera vivieron
intensamente aquellos sentimientos que se nos ha dicho representan el
alma de los rusos: la resignación, la tristeza, el desapego
material, la melancolía, el ascetismo, la aceptación del
sufrimiento, el misticismo... Mantuvieron así aquella doctrina
«eslavófila» en la que el principio de la ley moral descansa en la
Rusia antigua y en la Iglesia ortodoxa, al tiempo que rechazaron la
influencia de occidente. Y, no obstante, simultáneamente y entre
páginas de ironía, dolor, sarcasmo y hasta humor denunciaron con
sus escritos la opresión de aquel sufrido pueblo y los aspectos más
infamantes siempre omitidos hasta entonces: la corrupción, la
burocracia, el despotismo, la represión, los abusos y el
autoritarismo, las injusticias sociales y la miseria del pueblo.
«¡Dios mío, que triste es nuestra Rusia!»
exclamó Pushkin escuchando la lectura de
algunos párrafos que Gógol le hacía de su novela
Almas muertas.
Y
ya que acabo de citar a Gógol, debo aclarar que eran suyas aquellas
palabras entrecomilladas que antes he transcrito tratando de expresar
el concepto de Madre Rusia; lo mismo que aquellas con las que
Dostoievski comenzó su también citado discurso en honor de Pushkin.
Nuestra
historia comienza en el 1809 y dura hasta el 1936. Pero no; esas
serían la edad del nacimiento del primero y la del fallecimiento del
último. Habría que decir mejor que la historia es como una ráfaga
de luz en el firmamento que tiene varios momentos de fulgor. A saber,
en los años treinta del siglo con una obra teatral y una novela: El
inspector y Almas
muertas. Después, en los años finales del
mismo con dos obras para teatro: La gaviota
y El tío Vania. Por
último, y ya en el siglo veinte, con más teatro: Los
bajos fondos, y con una novela: La
madre. ¿Habéis reparado que han sido
destellos de teatro y novela? Pues no obstante también los tres
dominaron esencialmente el cuento.
Sigamos con
nuestra historia; conocieron la miseria pero tenían un empeño y una
voluntad de hierro. Ved a Gógol, hijo de madre polaca y de padre
cosaco ucraniano; ha permanecido en una escuela de la que le ha
quedado para siempre un recuerdo de suciedad, frío, desnutrición y
castigo corporal. Marcha desde Ucrania a San Petersburgo con
diecinueve años y con un manuscrito de poemas que allí edita por su
cuenta y, ante el descomunal fracaso, adquiere todos los ejemplares y
los quema prometiendo que nunca más escribirá poesía. Gógol
representa la impaciencia, el ansia por la fama, el volver a empezar
una y mil veces, el no parar hasta tener a Pushkin delante de él
para mostrarle sus manuscritos; un Pushkin de treinta años que
reconoce su madera de escritor y le apoya, le alienta y le aconseja.
Por sugerencia de él nacerá la obra teatral aparentemente cómica
El inspector, que se
estrena cuando su autor cuenta veintisiete años —durante dos
estuvo censurada sin poder estrenarse.
Pero su
destello brillará mucho más con su novela Almas
muertas publicada a sus treinta y tres años.
Si con aquella obra teatral puso al
descubierto, no sin problemas como hemos dicho, parte de la corrupción
de la sociedad zarista, con el relato sobre aquellas «almas» (a los
siervos se les llamaba así piadosa y compasivamente) su crítica se
hace más ácida. Aquellas almas ya muertas son los siervos
fallecidos que alguien va comprando a los terratenientes —compra su
título de propiedad— antes de que se realice el censo; así podrá
acreditar un patrimonio ante las autoridades administrativas para
seguir haciendo negocios. Dado que había trabajado como empleado
público, Gógol conocía algunos de los entresijos de aquella
administración. Por cierto, ¿Sería después Gógol muy leído por
Kafka?; hay mucho de incongruente, irreal, fantástico e inexplicable
en algunas de sus obras, eso además de mucha mordacidad. Leed El
capote; de ella dijo Dostoievski: «Todos
hemos salido de El capote
de Gógol». En el fondo, la impenetrable maraña burocrática e
injusta de aquel régimen corrompido que todo lo controla y ante el
que el ciudadano viene a ser el simple K. protagonista de El
castillo, ¿no es el continuo argumento de
Kafka, pero allí auténtico y real?
Como todos
los poetas malditos de los que hemos hablado Nikolái Gógol murió
joven, y además loco. De nuevo la literatura y la demencia van de la
mano; unas veces lo hacen como argumento y otras como realidad. Gógol
resulta ser persona que no es grata al régimen y se ve obligado a
exilarse fuera del país: Alemania, Suiza y, sobre todo, Italia.
Después, ¿una neurastenia?..., ¡quién sabe!; un misticismo
religioso exasperado que lo lleva hasta Jerusalén se apodera de él.
Cuando regresa, en cuanto a prácticas ascéticas es lo que será
después Tolstói pero elevado al cubo —si se me permite la
expresión. Tiene cuarenta y dos años y, un día, llevado de aquel
paroxismo religioso decide quemar el manuscrito de la segunda parte
de sus «almas» al que había dedicado muchos años. A continuación
se acuesta y rechaza todo alimento; días después fallece entre
terribles convulsiones y dolores. Antes había escrito El
diario de un loco.
Chéjov
viene al mundo ocho años después de este triste suceso; es también
ucraniano pero en su caso las miserias de su familia —sus padres
son hijos de siervos— son mucho mayores que las de Gógol. Las
indigencias y los castigos corporales los sufre también en su casa y
no sólo en la escuela; su padre, un individuo violento, ávido de
dinero y a menudo ciego de alcohol y de fanatismo religioso, utiliza
con frecuencia el cinturón.
Acerca de
Chéjov —de nuevo voluntad, voluntad y voluntad— cabe
preguntarse: ¿Cómo pudo ser que aquel chaval que se dirige desde su
ciudad natal a Moscú, donde ya antes se ha establecido su familia
huyendo de la miseria que produce el tienducho que poseen en su
aldea, cómo puede ser —repito y me pregunto— que acampados todos
en principio en un húmedo sótano, y luego en un piso de mala muerte
en el barrio de la prostitución, llegue a iniciar y terminar la
carrera de medicina en la universidad? Bueno, pues, uno de los
recursos de Antón Chéjov —además de voluntad— fue colaborar
con escritos que algunas revistas le iban publicando, la mayoría
humorísticas. No era una vocación sino una necesidad; tenían que
comer puesto que además él, segundo de los hermanos, había tomado
las riendas del hogar. «Tras la comicidad se encuentra la dolorosa
representación de la existencia»(1).
Este joven
cabeza de familia acabará la carrera y ejercerá su profesión con
verdadera entrega ayudando y cuidando de aquella. Con frecuencia,
incluso después de sonreírle la fama en el campo de la literatura,
mantendrá ésta subordinada al ejercicio de la medicina.
Célebre es aquella su frase: «La
medicina es mi esposa, la literatura es mi amante». Y
al parecer ejerciéndola, contraerá pronto la tuberculosis.
¡Habría
tanto que contar sobre Chéjov! A ver si soy capaz de sintetizar lo
más esencial en pocos renglones, por ejemplo en plan telegrama:
primero que su vida fue una entrega total a su trabajo y a su
«amante»; segundo que su fe en la ciencia, la técnica y el
progreso era inmensa; tercero que... No; es muy frío seguir así, y
Chéjov era una persona cálida que disfrutaba de los bienes que la
vida pueda ofrecer, por ejemplo la amistad. Tenía no sólo la de
Tolstói, sino también su admiración: «¡Qué hermoso cuento ha
publicado Chéjov en la revista Vida! ¡Me
hace extraordinariamente feliz!»; se estaba refiriendo a En
el barranco, del que un siglo después
Nabokov dirá que se trata «del más
asombroso de Chéjov». ¿Cuentos?, ¿tan sólo cuentos?, era lo que
mejor se le daba; ejercía al tiempo la medicina y posiblemente no
estaba preparado para el relato largo. Pero con el tiempo, quizá
debido a sus obligadas y largas estancias de reposo por su
enfermedad, Antón Chéjov aborda escritos más dilatados, y,
especialmente el teatro. Aquel exilado en Yalta por culpa de su
tuberculosis, con unos pulmones encharcados en sangre que con
frecuencia hace su aparición al toser, nos dejará obras teatrales
que llegarán a ser tan renombradas como aquellas dos que hemos
citado al principio; la última, siendo ya un gran dramaturgo será
El jardín de los cerezos.
Si
en las obras de Dostoievski siempre aparece un enfermo de epilepsia,
en las de Chéjov es muy grande el número de tuberculosos que acaban
muriendo por esa dolencia. Había recorrido dos veces la Europa más
occidental y había viajado una vez a la isla de Sajalín, la
penitenciaría más cruel de la Rusia zarista, en la que investigando
permaneció cuatro meses mientras rellenaba diez mil fichas con datos
sobre los allí condenados; algo que a pesar de su mala salud se
empeñó en hacer, y acerca de lo cual publicó un ensayo.
Toda
Europa —y Rusia claro está— disfruta su teatro cuando a los
cuarenta y cuatro años fallece a consecuencia de su enfermedad.
Pirandello podría decir que se acababa de convertir en uno de los
personajes de sus mismas obras.
Hablábamos
hace un momento sobre la amistad. Si Chéjov apreciaba las cosas
buenas de este mundo —aunque sufriendo por lo que en su patria
veía— la amistad que mantuvo con Gorki, y que nació cuando este
no era nadie y él ya estaba consagrado, dice mucho en su favor. Con
Alexei Pechkov, ocho años más joven que Chéjov, nacido en la
miseria en la desembocadura del Volga, huérfano a los nueve años y
analfabeto durante algunos más, vamos a cerrar estos apuntes de hoy.
Habría
que resaltar que el caso de Gorki —seudónimo con el significado de
«amargo» en ruso— es realmente sublime. Auténtico y pleno
autodidacta desde que aprende a escribir navegando por el Volga
gracias a un cocinero con el que venía trabajando de pinche, su vida
es pura superación y vencimiento de obstáculos. Si hay en la
historia de la literatura protagonistas que lucharon para salir de la
fosa de la ignorancia y conquistar el éxito, él estará siempre
entre los primeros de la lista. En su caso, no obstante, se confunde
la pasión por escribir con el ímpetu de redimir a los desheredados.
Gorki no tiene ante sus ojos de muchacho tan sólo las estepas rusas
con sus mujiks, sino
también la inmensidad del Volga con sus bosiaks:
los desarrapados de sus puertos y centros
industriales y que serán los primeros revolucionarios. Al igual que
Chéjov el cual llegó a armonizar el ejercicio de la medicina con la
literatura, Gorki compartirá la lucha del proletariado con su amor a
las letras.
El
modo y las maneras con las que aquel muchacho de dieciocho años, que
nunca ha dejado de leer, y que a pesar de ello intuye que jamás
logrará superar el foso que le separa de los instruidos —lo cual
le lleva a intentar el suicidio—, el modo y las maneras, repito,
con las que alcanza sin embargo la cima de la literatura, no es un
misterio; él lo dejo escrito explicándonos cuales fueron «sus
universidades». Después de que aquella bala le atraviese el pulmón
en lugar del corazón, recorrerá casi toda Rusia a pie trabajando en
mil y un empleos. Este rudo hijo del Volga, como ha sido llamado,
para el que Rusia era sobre todo ese gran río, conseguirá que le
editen su primer libro Ensayos e historias
en 1898, cuando cuenta treinta años y ya viene colaborando en
periódicos como aficionado o corresponsal.
Con
Chéjov, por el que siente auténtica admiración, viajará por el
Cáucaso y juntos irán a visitar a Tolstói hasta el balneario de
Graspa en el mar Negro, donde se llegará a fotografiar junto a él.
¡Precisamente con Tolstói!, nada menos que con Tolstói, al que uno
de los comités revolucionarios le había comisionado mucho tiempo
antes que lo fuera a ver a Yásnaia Poliana para solicitarle que se
deshiciera de sus propiedades en favor de los siervos.
Chéjov,
el cual había decidido que siempre se mantendría al margen de
cualquier exteriorización y enfrentamiento político en los que
Gorki acostumbraba a tomar parte muy activamente, renunció sin
embargo —¡hay que decirlo!— a su puesto en la Academia de
Ciencias de San Petersburgo, de la que era miembro desde hacía dos
años, como protesta por la exclusión de Gorki debido a sus
actividades políticas que la Academia consideraba subversivas.
Sucedía ello el año 1902, el mismo en que Gorki daba a conocer su
obra escénica Los bajos fondos que
hoy se sigue representando en todo el mundo.
¡Qué
ironías nos suele deparar el destino! En su caso nada más ni nada
menos que escribir la que será considerada su mejor novela, La
madre —una novela en la que se pone de
relieve el fervor de la lucha bolchevique— ¡nada menos que en los
Estados Unidos de América!, y precisamente en el estado de Nueva
York, concretamente en sus montañas de Adirondack durante el
verano de 1906, en un cottage
que le había cedido un simpatizante norteamericano. Quizá nos pueda
decir ello mucho de su impenetrabilidad a todo lo que le rodeaba y
que fuera ajeno a la madre Rusia. A aquel país había llegado no por
otra razón que comisionado a fin de recaudar fondos para la causa
bolchevique.
Durante
su azarosa vida, la espiral de la revolución en su país y los
cambios que se sucedían le dejaron huella. Como todo notable fue
tratado de utilizar por las distintas facciones en lucha por el
poder, sintiéndose posteriormente desilusionado y engañado; lo
contará en Pensamientos últimos.
Alexei
Pechkov el «amargo», después de haber conocido la amarga verdad de
las pasiones de su país, de haber vivido fuera de él varias veces
por causa de la represión, de la enfermedad o de las luchas por el
poder —concretamente en Alemania, y especialmente en Italia en dos
ocasiones— siempre llevó y tuvo a Rusia con él ajeno a cualquier
mundo exterior. Murió en extrañas circunstancias relacionadas con
aquellas luchas personales de la revolución.
Es
bueno recordar quizás ahora, hablando de su final, aquella rabia que
muchos años antes sintió cuando se enteró de que el cadáver de su
amigo y mentor Chéjov había sido trasladado a Moscú desde Alemania
—en uno de cuyos balnearios había fallecido— en un vagón
refrigerado repleto de «ostras frescas» en el que figuraba ese
mismo rótulo. Su indignación, concordante con su espíritu siempre
inquieto, efusivo y desazonado, fue puesta de manifiesto
repetidamente por lo que él consideraba una burla y una ignominia,
recordando la gran personalidad de su amigo Chéjov.
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(1)
Natalia Ginzburg,
Antón Chéjov