martes, 27 de diciembre de 2011

Día Cuarenta: De los arrebatos, los tormentos y las pasiones de Tolstói

A Borges —al cual despedimos el último día— parece ser que «la literatura rusa no tenía nada que decirle»; ello según alguien que lo conoció íntimamente. Y uno se queda pasmado de oír tal cosa y..., no se la acaba de creer —al menos cuesta.
   Pero claro, también nos cuesta creer que a Tolstói la obra de Shakespeare le pudiera resultar «tremendamente trivial y digna de desprecio» o, más aún, que osara decir que «escribía mal, o mediocremente»; pero esta vez es auténtico porque se atrevió a dejarlo escrito en un ensayo.
   
    Sirva todo lo anterior como preámbulo y justificación para abordar hoy a este genio de la literatura rusa del siglo grande: el diecinueve. Aquella literatura rusa que como un tsunami gigantesco irrumpió inesperadamente en Europa con dos titanes cabalgando en lo más alto de su cresta: Dostoievski y Tolstói. 
De los dos, el que hoy nos ocupa no sólo terminó legando a la humanidad una extensa e inigualable obra literaria, sino que posiblemente —salvando las distancias— las vicisitudes de su existencia llegaron a ser tan cambiantes, sugestivas e interesantes como aquella. Personalmente debo confesar que de todo lo leído acerca de este hombre desde que tuve uso de razón, me ha resultado ser un personaje tan fascinante y tan lleno de incógnitas que se podría decir que está pidiéndonos ansiosamente que entremos en su vida para saber más de él. Dejó escrito Ortega y Gasset: «Conforme el hombre va viviendo múdanse sus pensamientos, quiébranse sus proyectos, entran otros en su lugar, llegan y pasan bramando las pasiones, trastócanse mil veces las ambiciones, mueren los amigos y los hermanos, sobreviven otros amigos y otros hermanos, todo se estremece y oscila, se trasmuta y huye, se renueva y cambia», y todo eso ocurre en la existencia de Tolstói pero vertiginosamente, copiosamente, de una manera brusca, intensa y agitada. Porque —y ya entramos en materia— Tolstói fue mudando constantemente sus pensamientos de forma súbita, quebró numerosas veces sus proyectos con arrebato, vivió sus pasiones con una fuerza destructora, se echó en brazos de sus ambiciones con una entrega brutal, sus creencias se estremecieron y oscilaron de manera acuciante y, en fin: una sucesión de crisis y euforias, torturas y arrebatos psíquicos, vehemencias, bondades y cóleras convivieron en su alambicado temperamento tal como hoy nos lo cuentan sus diarios redactados durante más de sesenta y cuatro años, desde los dieciocho hasta los ochenta y dos.
Tan sólo digamos que León Tolstói (conde, pues nació noble) heredó muy joven una hacienda y, de ella, además de la escritura, vivió toda su vida como un terrateniente; no tuvo que escribir para poder comer como Dostoievski. Pero también combatió como oficial de forma voluntaria en las fuerzas del zar en dos guerras, quiso fundar una religión, se dedicó a la pedagogía, estableció una escuela para los hijos de los trabajadores, organizó la lucha contra la hambruna campesina a espaldas de las autoridades, estudió y trató de mejorar los métodos de producción agrícola y hasta llegó a aconsejar a Gandhi en cuanto a la resistencia pacífica... En el otro lado de la balanza fue crápula, jugador y mujeriego; místico que discrepó del cristianismo y por ello excomulgado, estuvo a punto de batirse con su amigo de toda la vida Turguéniev, quiso entregar todas sus propiedades a los campesinos y renunciar a sus derechos de autor a favor del pueblo; y ya anciano, a sus ochenta y dos años, pero lúcido, abandonó de madrugada su casa debido a una larga e insoportable violencia doméstica (así la llamaríamos hoy) que lo llevó a morir algunos días después en la humilde barraca del jefe de estación de ferrocarril de un oscuro villorrio; ello al tiempo que su ordalía era transmitida —se diría que momento a momento durante los diez días que duró— por toda la prensa internacional a todos los lugares del globo. Posiblemente en aquellas fechas, noviembre de 1910, León Tolstói no sólo era el escritor vivo más conocido y admirado en el mundo de la cultura, sino que había llegado a ser a nivel internacional uno de los personajes más influyentes del planeta.    


   Años después, cuando con motivo del aniversario de su nacimiento la entonces Unión Soviética logró reunir y publicar todos sus «papeles»: cartas, diarios, cuadernos de notas, novelas, ensayos, escritos religiosos de exhortación, sociales y educativos resultó que contaban hasta noventa volúmenes. 
   Tolstoi comenzó a escribir muy joven. No cabe por tanto duda de que sus diarios —se diría que el pulso de su vida desde los diecinueve hasta los ochenta y dos años— han sido y seguirán siendo una fuente de incalculable valor para aproximarse a conocer su compleja personalidad. Pocos escritores que hayan dedicado páginas a Tolstói han dejado de seguir esos diarios y a su vez de sacar conclusiones a menudo contradictorias.


   A mí me gustaría dividirlos en tres partes que son las que componen las tres distintas y radicales épocas de su vida. La primera comienza cuando abandona la universidad y se retira a su heredad a seguir estudiando por su cuenta; se enrola en el ejército; después de abandonarlo comienza a publicar y viaja por Europa; vuelve a su finca a leer, escribir y administrarla aunque pasando los inviernos en Moscú; se entrega a la pedagogía y se casa con Sofía (Sonia cariñosamente) y con ella decide vivir en su propiedad, Yásnaia Poliana, a unos doscientos kilómetros de Moscú. Tiene entonces treinta y cuatro años y ella dieciocho.
   Leyendo los diarios mantenidos hasta ese momento, además de saber acerca de sus liviandades, de sus muchos estudios y lecturas y de sus esfuerzos por perfeccionarse en la escritura se diría que nos encontramos ante un autoanálisis continuo: se arrepiente, se perdona, se censura...; se juzga, promete, se desdice...; autocríticas, exámenes de conciencia, propósitos de enmienda...; también muchos pensamientos sublimes y elevados; nobles sentimientos hacia el prójimo y oración y encomendación al Altísimo. Aunque reconoce que su objetivo es el de alcanzar la gloria literaria, tiene dudas sobre su futuro e insiste en las que considera y denomina sus tres principales pasiones: la vanidad y su adicción al sexo y al juego. Alguna de las tres no la llegará  nunca a superar.
   Pero entrar en esos sinceros y a la vez fascinantes diarios es un tema más dilatado que exige ser abordarlo con calma y sosiego el próximo día.

________________

lunes, 12 de diciembre de 2011

Día Treinta y nueve: Borges y alguna cosa más

Quisiera comenzar matizando que aquello que habíamos enunciado el día anterior acerca de la producción total de Borges, no era exactamente cierto si no le añadimos que nos estábamos refiriendo a su obra realizada en solitario; porque Borges escribió también en colaboración.
    He de confesar que siempre he huido de algo escrito en comandita, quiero decir por más de una persona; y en el caso de Borges me ha pasado lo mismo: de sus obras en colaboración no he leído nunca nada. Porque, dígaseme: cuando se está leyendo un capítulo, un párrafo, una línea ¿a quién se lee? La colaboración puede ir desde la idea general de la obra, imputable a uno de los colaborantes, a la redacción total del texto realizada por la otra parte. Siempre he pensado que la escritura debe ser algo tan personal y tan profundo, algo tan «sagrado» que no se debe compartir. ¿Dónde puede residir el estilo en este caso? No se puede comparar una obra literaria con un guión cinematográfico.


    Borges, todo hay que decirlo, había encontrado en Bioy Casares más que a un gran amigo a un alma gemela; y esa pudo ser la razón de escribir en comandita con él. Al parecer se lo pasaban estupendamente escribiendo juntos.
Y ya que hablamos de amigos no dejemos sin citar a Cansinos-Asséns. Si en la relación con el argentino Bioy Casares, el mayor y el maestro era Borges, en la que mantuvo con el sevillano Cansinos-Asséns, Borges era además del menor el discípulo, tal como siempre él mismo se consideró hasta el final de su vida: «Junto a él polemicé, publiqué traducciones de los nuevos poetas alemanes, metaforicé con fervor».


Esta admiración, respeto y amistad con Cansinos-Asséns me lleva a comentar ahora lo siguiente, y que demuestra que el cariño debía ser recíproco. Hace algunos años, en cierta ocasión en la que me sumergí como habitualmente solía hacerlo en las profundidades de una hemeroteca en busca de tesoros hundidos, topé no sólo con excelentes peces de colores sino con todo un galeón intacto. Cansinos-Asséns realizaba la crítica del libro de poemas Luna de enfrente de Borges en el periódico madrileño La libertad. Se trataba concretamente del ejemplar publicado el domingo 6 de diciembre de 1925 y aparecía justamente en la quinta página de las ocho que el periódico tenía —tomé nota. Ahora he vuelto a leer aquella dilatada y laudatoria crítica desde este ordenador —ya todo está digitalizado— y he sentido una gran emoción.


Borges por su parte publicó en El otro, el mismo (1964) un poema de tres cuartetos y un pareado titulado "Rafael Cansinos Assens" (sic) en el que hacía referencia a su origen judaico, algo que Cansinos tenía a mucho orgullo.


Y, ahora, uno no puede sustraerse de hacer comparaciones. Rafael Cansinos-Asséns que durante toda su existencia vivió exclusivamente de la literatura y el periodismo y escribió lo indecible —uno de los maestros de Borges— nunca pudo quizás llegar a imaginar la gloria universal que su discípulo llegaría a alcanzar. Pero a ello merece la pena que le sea dedicada esta última parte.


* * *
    A Borges, que con sus más de dos mil versos escritos en sus tres primeros libros de poemas fue un verdadero vate mucho antes que un escritor de ensayos, cuentos y cortos relatos, le llegó la verdadera fama y la total ceguera casi a la vez. Parece ser que esta le llegó algo antes que aquella tras ocho operaciones quirúrgicas a las que se había sometido en su vida antes de quedar ciego definitivamente. Aquella, la fama mundial, le llegó desde Europa poco después de cumplir los sesenta años al otorgársele su primer premio de carácter internacional. Había pasado mucho tiempo para aquel «desdichado» desde el año 1936 en el que publicó su Historia de la eternidad al final del cual tan sólo había conseguido vender treinta y siete ejemplares.
Sin embargo «no permití que la ceguera me acobardara». Y en verdad que fue valiente y se encaró a ella hasta el punto de que en ese estado de minusvalía, como decimos hoy, llegó a desempeñar los más diversos y variopintos papeles que el azar le iba ofreciendo. Aquel «hombre tímido, orgulloso, sensible, capaz de bruscas cóleras, irónico, cruel en ocasiones y desdeñoso en otras, pero a quien la vida y la realidad perturbaron demasiado a menudo llevándolo a la desdicha» (1) comenzó a saborear intensamente el éxito y no dejó de hacerlo hasta el mismísimo momento de su muerte. Primero de todo Borges pasó dieciocho años rodeado de libros como director de la Biblioteca Nacional de su país, cargo para el que había sido nombrado en 1955. Tanteando con su bastón las paredes de la misma conseguía desplazarse por ella; allí se encontraba en el edén: «Siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca».


Pero he aquí que, además, el prestigio que se había labrado y el súbito interés despertado por su obra tuvo como resultado el que aquel antañón invidente fuese con mucha frecuencia convocado a exponer verbalmente ante variopintos e internacionales auditorios sus conocimientos, ideas y percepciones. Ahora Borges no mendigaba superar su tartamudez ante modestos círculos literarios en su amado Buenos Aires; ahora era requerido y disputado por las más variadas instituciones del planeta.
La fama y los viajes le habían llegado de repente junto con su ceguera total precisamente en la senectud, esa fase en la que a la mayoría de los humanos tan sólo les acompaña el desprecio, la indiferencia y el olvido de los demás. Solamente la Academia sueca se podría decir que no quiso reconocer sus méritos; nunca le otorgó el Nobel para el que había sido varias veces candidato —aunque ello al parecer por motivos políticos.


   ¡Desconcertante y singular Borges! A los sesenta y ocho años, aquel enamoradizo de mil una mujeres a las que ha ido dedicando sus cuentos, poemas y ensayos ¡decide casarse!, y nada menos que con un antiguo amor a punto de cumplir los sesenta que está divorciada y vive con un hijo. Aquel matrimonio duró muy poco y «madre» tuvo algo que ver en esa brevedad. Hasta que ella fallece —sus ojos y sus manos— procura auxiliarlo; incluso lo acompaña si puede en algún viaje. Al faltarle definitivamente, será una antigua alumna, María Kodama, una hija de japonés y de europea con la que se lleva treinta y seis años, la que lo acompañará por todo el orbe ejerciendo de lazarillo y de secretaria hasta el mismo día de su muerte. Se terminará casando con ella —¡sorprendente e inesperado Borges!— no mucho tiempo  antes de  su viaje  definitivo el cual, desgraciadamente, lo inició lejos de su patria. Él contaba ochenta y seis años y ella cuarenta y nueve.
Si la última parte de su vida se encontró rodeado por el esplendor, por los viajes y por los premios y los halagos que la fama le otorgaba —«pocas veces tuve lo que quise, aquello que deseé»—, ello debió significarle de alguna forma un desquite. Sin embargo, con las mujeres nunca fue afortunado, todas ellas le significaron desencuentros; fue incapaz de encontrar un amor íntegro y durable en toda su existencia. Quizás acariciando a su gato para el que hasta llegó a escribirle un poema... «...lo he visto en los desolados años de su última vejez: solo en la oscuridad del living, abandonado a una tristeza infinita, más patética porque era silenciosa, acompañándose a sí mismo con versos dichos a media voz...» (1).


En un poema de quince versos al que dio el título "THINGS THAT MIGHT HAVE BEEN" decía en el primero de ellos:


      «Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron...
                                   y tras enumerar algunas, el último rezaba:
    ...El hijo que no tuve»
       
        ———————


 
(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota




lunes, 5 de diciembre de 2011

Día Treinta y ocho: Borges


Terminábamos el último día diciendo que todo lo que Borges escribió hasta sus ochenta y siete años no llegó a ocupar cincuenta y tantos volúmenes una vez encuadernado —como le sucedió a la obra de aquel escritor con el que comenzábamos. Necesitó tan sólo dos; y en esos dos únicos ejemplares hay muchísimas páginas que contienen poemas —por tanto semivacías— y hasta en algunas de ellas únicamente un soneto. Sin embargo, su obra ha sido traducida a veinticinco idiomas y él recibió en la segunda parte de su vida, además de un total reconocimiento, numerosísimos premios y homenajes.
Pero nos falta aún decir, y viene bien decirlo ahora, que Borges no escribió ni una sola novela y ni siquiera un relato largo. ¿No se atrevió?, ¿se atrevió y no lo logró?, ¿no se propuso hacerlo? Dice en el Prólogo a El jardín de senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. (...) Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».
     Estamos, qué duda cabe, ante un escritor singular y distinto, muy peculiar tanto en su vida como en su obra; un escritor muy al margen de todos los patrones del escritor triunfante que uno se pueda imaginar. A Borges, del cual había leído citas y reseñas durante años, siempre lo había visto muy lejano; no sé si ello era debido al hecho de que ni era europeo ni norteamericano, porque Borges era argentino; pero lo que yo desconocía era que, a la vez, Jorge Luis Borges era universal.
Borges es pura erudición en movimiento lo mismo que lo es un ciclón desbocado que uno no sabe hacia donde se dirige y donde terminará. Con Borges se emociona uno leyendo un poema íntimo, se acaba conociendo el zen y la literatura policíaca metafísica y al tiempo se puede uno llegar a europeizar como jamás lo hubiera uno imaginado. Borges le acaba explicando a uno fascinantes paradojas filosóficas de los atenienses y, al instante, sin traumatismos, nos transmite la emoción intensa de uno de sus relatos frescos, humanos y sinceros.
Y siempre en Borges los números, las series, las letras, los enigmas, las cábalas, las sucesiones y el infinito, todos los cuales se multiplican y forman un tupido entramado laberíntico de escaleras, puertas, senderos, espejos, anaqueles, dioses, constelaciones y vivencias las cuales existen y viven mágicamente más allá de nuestros sentidos alucinados.
     Sin embargo no es fácil que todo el mundo disfrute con tan variada literatura borgiana; hay quien termina abandonando. «¡No puedo con algunas cosas de Borges!» suelen decir algunos. Y es que, quizás, para entender a Borges, además de ser uno capaz de  poderse infinitesimar y a la vez conjeturar la inexistencia, hay que entender qué persona era Borges.

Aquello que tantas veces hemos oído «decir» a los inmortales de la literatura acerca de que el escritor siempre escribe sobre sí mismo, que su biografía está en su obra, etcétera, también lo enunció él: «toda literatura es autobiográfica». Pero la suya, que también lo es, está escrita nigrománticamente en signos secretos, arcanos y enigmáticos al igual que una piedra Rosetta la cual debemos desentrañar. La escritora Estela Canto que tuvo con él un larga e íntima relación dice que «sus obras eran trozos vivos de su alma, señales que él nos hacía para que lo comprendiéramos. Su pudor las adornaba y las dificultaba: presentaba una máscara, esperando que alguien se diera cuenta de que, detrás, había una cara verdadera, humana y sufriente».
Yo he llegado a la conclusión de que su vida es una línea zigzagueante que podríamos comparar con la de un electrocardiograma; y que en ella, en sus inflexiones, en sus continuas modulaciones se refleja enteramente su obra: sus puntos altos, sus descensos súbitos, sus lentos declives y sus altibajos nos retratan sus temporales seducciones, sus constantes congojas y sus mudables obnubilaciones que han ido quedando lentamente esculpidas mediante su menuda letra en el papel. 
      Y ya que hablamos de electrocardiogramas hablemos también de radiografías. La de Borges permanece clavada en una confluencia de cuatro o cinco contingencias que le asediaron toda su vida: una congénita, presagiada y progresiva ceguera; una gran timidez junto con un desolador temor y desamparo; tenaces insomnios y desgarradoras pesadillas; y un posible «conflicto de identificación y de rivalidad con el padre» (1). Además, ininterrumpidos y pudorosos enamoramientos compulsivos en los que siempre  le repele la carnalidad y en los que idealiza a la mujer y la funde con heroínas literarias; y, finalmente, la relación con «madre», como él la llamaba. «El vínculo que ligaba a madre e hijo era sobrenaturalmente fuerte (...) esa era la mujer con la que había vivido su vida» (2). ¡Un vínculo que le duró cerca de cuatro décadas tras la muerte del padre!; cuando doña Leonor falleció él ya tenía setenta y seis años.
Probablemente fueron todas estas las razones que a veces le llevaron a desear y a intentar el suicidio. Una pista: cuando «madre» ha muerto, tan sólo días después, escribe el poema titulado "El arrepentimiento":

«He cometido el peor de los pecados
que un hombre pueda cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan despiadados.
                                           .......................
                                               .......................                
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado»

Es curioso; acerca de su presumible falta de valor ante la vida hizo varias alusiones: «Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo) pero no se hereda el valor»; «una falta de valor que lo había perseguido a través de la vida; temor a verse sujeto al juicio de otros: antepasados, madre, padre, mujeres que amó» (2). Y, sin embargo, yo me atrevo a decir que sí tuvo un especial valor puesto que como cita Williamson «durante la mayor parte de su vida trabajó en la oscuridad».

    Me explicaré: ¿Cómo es entendible que aquel Borges que se ha educado en el corazón de Europa y ha viajado después dos veces a ella, alguien dotado de una prodigiosa memoria que conoce el inglés desde su infancia gracias a su abuela paterna que era británica, y que ha traducido a Wilde antes de cumplir los diez años, que ha sido destinado por su padre cuando adolescente para ser escritor y que sintoniza con el mundo literario nórdico y anglosajón, decida permanecer «justo en el centro de ninguna parte» primero con un empleo en un vespertino «amarillo», después sobreviviendo como un humilde «segundo asistente» de una biblioteca municipal y al tiempo dando clases particulares y ofreciendo sus charlas en modestos círculos literarios a pesar de su tartamudez —por supuesto que siempre escribiendo y perdiendo su vista— y viviendo con su madre en un minúsculo piso hasta que a los sesenta y tantos años le llega el éxito pleno? ¿Cobardía de no abandonar todo aquello?, ¿miedo a romper amarras y lanzarse al mundo como por ejemplo lo hicieron Joyce, Miller o Conrad?
    ¿O quizás fue valentía?, ¿la de de enfrentarse a la miseria que la vida le ofrecía para hacer de ella «cosas eternas o que aspiren a serlo»? Hoy podríamos decir que sin el deplorable empleo desempeñado en aquella biblioteca —«la biblioteca de Babel»; sin sus frecuentes visitas al zoológico a observar a aquel tigre de Bengala rayado de amarillo dando vueltas en su jaula —«el oro de los tigres»; sin sus interminables y laberínticas caminatas resistiéndose a regresar a su casa —«fervor de Buenos Aires»; sin sus incontables sesiones de cine de barrio con tanta casta heroína y galán pudoroso..., no hubiéramos entrado en ese universo secreto que él nos trató de descubrir.

¡Desconcertante Borges! ¡Intemporal Borges! En La Biblioteca de Babel dice que «La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma». No conozco fielmente el significado de esta última palabra, no está en el diccionario; supongo que «afantasmar» será sinónima de «aterrar».
     En cualquier caso Borges se equivocaba. Precisamente se podría asegurar que todavía no estaba todo escrito. En el puzzle de la literatura universal de todos los tiempos faltaba por colocar la última pieza clave: su personal y original obra.

__________________


(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota
(2) Williamson, Edwin: Borges. Una vida




jueves, 24 de noviembre de 2011

Día Treinta y siete: ¡El estilo! Pero ¿qué cosa es el estilo?


     «...y llegó a escribir y publicar más de cincuenta volúmenes (...) pero no tenía estilo; nunca lo tuvo». Así terminaba el último párrafo de una semblanza biográfica relativa a un escritor sobre el cual leía yo hace unas semanas.
¿Que qué cosa es el estilo? Al día de hoy confieso que no lo sé —pero lo intuyo. Primero de todo he de decir que puede que tenga recogidas en mi macuto cerca de medio centenar de ideas, reflexiones y asertos sobre el estilo expresadas por gentes que sabían del tema y..., no hay un acuerdo común y posible; es más: a veces se trata de opiniones contradictorias. Pero que nadie se asuste porque no las voy a transcribir.
Podría pensarse que el estilo en la escritura es lo que cada uno quiere que sea; sin embargo, para los que han opinado sobre él, el estilo es algo muy personal y muy diferente. Que «el estilo es el carácter» (Gibbon) o «el estilo es el hombre mismo» (Buffon) es la más común acepción. Prestemos atención a lo que dejó escrito Schopenhauer:
«Ninguna cualidad literaria, como, por ejemplo, la fuerza de convicción, la riqueza imaginativa, las dotes de comparación, el atrevimiento, la amargura, la brevedad, la gracia, la ligereza expresiva, el ingenio, el contraste sorprendente, el laconismo, la ingenuidad, etc., puede ser adquirida a base de leer al escritor que la posee». Reparemos, por favor, en que no ha citado la palabra estilo; mas indudablemente, si ninguna de esas cualidades —una docena— puede ser adquirida leyendo a autor alguno quiere ello decir que son personalísimas, que pertenecen intrínsecamente a la naturaleza del escritor y que le han llegado con sus genes. Por eso me gusta mucho aquello de Ortega y Gasset que armoniza con lo dicho por Schopenhauer:
«Quienes afectan desdeñar la forma literaria ignoran hasta que punto es una misma cosa con nuestra facultad de pensar y de sentir. El estilo no es consecuencia de una elección. No se escribe como se quiere, sino como se puede. Es decir, se escribe como se es, como se piensa y como se siente».
Y entonces, las dos sentencias unidas nos caen como un mazazo en la nuca. No podemos elegir nuestro estilo, ni siquiera podemos ser capaces de copiar el estilo de alguien que nos seduce escribiendo. Tenemos que aceptar esto y resignarnos; tenemos que saber que si «a escribir se aprende escribiendo» tal como se suele decir, el estilo no se podrá adquirir jamás; hemos nacido con él o hemos nacido sin estilo alguno:
«...la obra mejor escrita, adornada de retratos que se ajustan a sus modelos, llena de mil otras perfecciones, está muerta al nacer si carece de estilo. El estilo, y los hay de mil tipos, no se aprende; es el don del cielo, es el talento». «El escritor original no es el que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar»; Chateaubriand.
Y ello nos hunde aún más en una profunda depresión al ponernos de manifiesto nuestra incapacidad para conseguir de alguna forma ese don recibido por los elegidos. Pero además ellos fueron mesurados en el uso de las metáforas, evitaron las anfibologías y los solecismos, salvaron las cacofonías y las aliteraciones, no abusaron de los pleonasmos ni se permitieron tautologías y estuvieron muy atentos a que no se les colara ni un solo hipérbaton.

Hace ya algún tiempo que entre las publicaciones dominicales de un periódico llegué a encontrarme con un reportaje en el que se hablaba de un autor de los hoy conocidos como escritores de «suspense legal». Se trataba de John Grisham, el cual llevaba vendidos entonces más de doscientos cincuenta millones de ejemplares en los últimos quince años. Entre otras cosas decía: «Sé que lo que yo hago no es literatura sino entretenimiento de calidad», y continuaba: «La alta literatura exige dedicar mucho tiempo a indagar en las profundidades del espíritu humano, sondeando el carácter de la gente, prestando atención a las relaciones humanas. El argumento no es tan importante. Sí es importante conseguir transmitir un sentimiento del espacio local, del entorno, del paisaje. Yo sé que lo que yo hago no es literatura. Para mí, el elemento esencial de la ficción es el argumento. Mi objetivo es conseguir que el lector se sienta impelido a pasar las páginas a toda velocidad». Confesaba que le obligaron en el colegio a leer libros de literatura clásica y reconocía abiertamente que no le gustaron demasiado: «No entendía por qué decían que eran tan buenos». Acerca de Faulkner explicaba que en su juventud disfrutó moderadamente alguno de sus libros, «pero lo normal era que me resultara imposible pasar de la página diez».
Hemos llegado a una encrucijada: estilo, entretenimiento, ficción, argumento. Se puede escribir una obra y llegar a vender muchos ejemplares de la misma si su objetivo es entretener, si se trata de ficción y si tiene un buen argumento; y ello aunque su autor no haya sido bendecido con un gran estilo literario.

     Axel Munthe, un médico sueco de notable fama internacional, cierto día se propuso escribir un libro en parte autobiográfico al que tituló La historia de San Michele que vio la luz en 1929. Fue una obra de enorme éxito mundial que gozó de una vasta difusión al ser traducido al menos a cuarenta y cinco idiomas. Tras esa lograda gran fama universal Munthe publicó Lo que no conté en la historia de San Michele, el cual resultó ser un tremendo fracaso.
Manuel Fernández y González fue un autor tan prolífico que además de poesías y obras teatrales publicó unas trescientas novelas con las que consiguió popularidad y dinero en la España del siglo diecinueve. Tanto en el campo escénico como en el de la novela cultivó sobre todo el tema histórico, aunque también el aventurero, y en cuanto a la poesía brilló en la lírica. Su desordenada conducta y el nivel de liberalidad y la dilapidación que imprimió a su modo de vida lo llevaron a la miseria. La crítica reconoció que pudo haber formado parte del elenco de los grandes si se hubiera conducido con moderación.
Corín Tellado era el seudónimo de una escritora de novelas románticas breves, fallecida no hace mucho tiempo, de la que se ha dicho que posiblemente llegó a ser la más leída después de Cervantes. Realmente es un fenómeno curioso el de esta mujer que dejó escritas unas cuatro mil obras menores —para un público femenino poco formado que buscaba la ensoñación— y que llegó a vender durante su vida más de cuatrocientos millones de ejemplares sin brillar en el mundo de las letras. A pesar de su reconocida falta de elevado valor literario, Vargas Llosa puso algún interés en este fenómeno.
Alonso de Madrigal, conocido como el Tostado, en sus mejores tiempos solía escribir un libro al mes —ello sucedía en el siglo XV. Hasta no hace mucho tiempo era corriente oír quejarse a las mecanógrafas diciendo que escribían más que el Tostado. Teólogo y escriturista español, proverbial por la fecundidad de su pluma, compuso en veintiún volúmenes unos Comentarios a todos los libros de la Sagradas Escrituras, eso además de otras obras literarias.

Decía Marañón: «Cuando contemplo tantos y tantos miles de volúmenes, que, al parecer, no ha leído nunca nadie, en las bibliotecas —cementerios solemnes— o en el osario informe de los puestos de libros viejos, jamás, jamás pienso que sus autores, sin fama, perdieron el tiempo al escribirlos. El que "cualquiera hubiera podido leerlos" ha bastado para aliviar el alma de muchos autores insignificantes».
Para finalizar, y como contrapunto a todo lo anterior, diremos que todo lo que en su vida escribió el universal Jorge Luis Borges al que tantas veces hemos citado aquí, sus obras completas, caben en tan sólo dos únicos volúmenes. Y ello a pesar de su dilatada vida y excepcional trayectoria literaria.

Pero de este singular escritor merece la pena que nos ocupemos el próximo día.


________________






jueves, 17 de noviembre de 2011

Día Treinta y seis: Nietzsche y Wilde y "The Impossible Dream"

Seguro que si alguien se atreviera a decirnos: «¡La cantidad de afinidades existentes entre Wilde y Nietzsche!» nos echaríamos a reír; pensaríamos que se trata de un loco o que no sabe nada de tales personajes. Es por ello que... —primero de todo me disculpo si es que estuviera equivocado— me permito invitar al lector curioso a que me siga antes de abandonar a Wilde.
¿Qué pueden tener en común estos dos escritores? ¡Es sorprendente! Se diría que en lo más íntimo les unen mayor número de matices que aquellos que los separan. A mí, en primer lugar, me gusta imaginarlos en su época —que es una misma— y en un idéntico territorio que es la Europa de la segunda mitad del siglo diecinueve. Por ella transitan Nietzsche y Wilde ensimismados en un mismo tema: aquella cultura griega hedonista y pagana que el mundo llegó a perder. Es su tragedia, y recuperarla es su norte, su ideal, su lucha y su sueño imposible. «¡Oh, aquellos griegos! Sabían lo que es vivir». Cada uno lo lamenta a su manera y cada uno lo predica con su particular estilo. Cómo regresar a aquel edén, cómo invertir los valores morales de su tiempo, liberar «todo lo que hasta hoy se ha venido prohibiendo, despreciando y maldiciendo». Lo que ambos pretenden es que para el arte y la belleza no exista moral alguna, anhelan «el retorno del espíritu griego», quieren que se comprenda «lo que fue el fenómeno dionisíaco entre los griegos». «Lo que yo llamé dionisíaco (...) es la afirmación de la vida»; «yo soy el primer inmoralista» proclama Nietzsche.
Las coincidencias tienen comienzo cuando ambos empiezan a estudiar filología clásica en sus respectivas universidades; continúan cuando salen de allí seducidos por aquella cultura y se prolongan a lo largo de su existencia pretendiendo que el dios Dionisos, con su corona de hiedra y su cuerno de vino en la mano, vuelva a bailar al son de la flauta entre los faunos, sátiros, ninfas y bacantes. «Mi filosofía triunfará un día sobre este lema: "Nos arrojamos en brazos de lo prohibido"» aseguraba Nietzsche mientras Wilde lo estaba ya haciendo.
Si hablamos de estética (aquello que para Wilde era primordial y reconocía por encima de la ética) Nietzsche no duda en asegurar que en su obra El origen de la tragedia «los valores estéticos son los únicos valores reconocidos».
¡Qué casualidad que Nietzsche afirme que «El artista de verdad no tiene en Europa más patria que París», y que Wilde exclame «Soy francés de corazón». Aún más: ¿no es sorpresivo que asegure el primero: «Sólo creo en la cultura francesa» y que Wilde le replique «No hay literatura moderna fuera de Francia»? Aunque eso sí: Nietzsche admira a Stendhal y Wilde a Baudelaire.
Pero existen más puntos en común: no sólo cultivan prosa aforística y ensayística, sino que criticando cada uno a su manera aquella sociedad decadente —uno lo hacía escribiendo teatro y otro filosofía— los dos nos dejaron poesía, prosa rítmica y estrofas rimadas. Es más: en Nietzsche «el lenguaje filosófico se aleja de la demostración matemática para acercarse a la poesía»(1). Sin embargo, para ser totalmente precisos les separan dos cosas: Wilde, protestante, no dejó durante toda su vida de acariciar la idea de hacerse católico; Nietzsche abominó durante toda la suya del cristianismo.
El último día hablamos de la misoginia helénica de Wilde y citábamos algunas «lindezas» dedicadas a la mujer. Nietzsche no se buscó un «erómeno» como hizo Wilde, pero he aquí otros comentarios suyos sobre la mujer que salpican varias de sus obras; comparémoslas con aquellas:
«La mujer es vengativa; ello viene determinado por el hecho de su debilidad»; «La mujer perfecta desgarra cuando ama»; «La mujer necesita hijos; el hombre no es para ella más que un medio»; «¿Vas con mujeres?, no te olvides del látigo»; «El carácter distintivo del hombre es la voluntad, el de la mujer, la sumisión —¡esa es la verdadera ley de los sexos!»; «Un hombre que ama a una mujer se convierte en esclavo»; «Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera, para un hombre profundo y ateo, algo completamente repugnante o ridículo...».
Y ahora me pregunto: ¿no parece imposible imaginarse a cada uno de estos dos «Quijotes» los cuales están enamorados de una misma «Dulcinea» —aquel sueño imposible: la Grecia clásica— no parece imposible imaginarlos, digo, en un estilo de vida tan distinto como el que llevaron? Wilde dijo que su genio lo había puesto en su vida y el talento en su obra, y de Nietzsche se podría decir lo opuesto. Observemos a Nietzsche:
Es un solitario; su única compañía es la soledad. Ha procurado huir siempre de las multitudes; en la pensión o en el hotel exige comer solo y antes de que lo hagan los demás huéspedes; generalmente cena y desayuna en su habitación preparándose él mismo sus potingues. Descuidado en el vestir —lo hace desaliñadamente aunque no con prendas raídas— allá va con sus enormes mostachos desbordados y con su libreta en un bolsillo en busca de ideas para sus libros.
Lo hace en el verano en los Alpes suizos y durante el invierno al lado del Mediterráneo. En aquellos —por ejemplo en los alrededores de St. Moritz y Sils Maria— llega a andar hasta siete u ocho horas diarias por senderos entre montañas. A seis mil pies de altura, «por encima del hombre y del tiempo» bordeando el lago de Silvaplana y junto a «una roca formidable que se alza en forma de pirámide» se le ocurre la idea del Zaratustra, Al borde del abismo del torrente Fex durante su estancia en Sils Maria concibe La genealogía de la moral.
     Ahora es invierno y camina a lo largo del Po o por la bahía de Rapallo o la de Santa Margherita hasta el promontorio de Portofino; Humano, demasiado humano fue redactado en Sorrento; todas las frases de Aurora están «pescadas en ese conjunto caótico de rocas que hay cerca de Génova, en el que me encontraba a solas, confiando mis secretos al mar».
Y, mientras tanto, ¿cómo se conduce Wilde? Wilde detesta la soledad; frecuenta los ambientes elegantes donde hace gala de su conversación, donde la aristocracia y los adinerados suelen codearse con los actores y artistas de moda. Allí está Sarah Bernhardt entonces en su esplendor; lugares donde puede tomar nota mental para sus obras teatrales de los vicios, la falsedad y la hipocresía de aquella sociedad a la que desprecia. No es extraño que en sus obras habitualmente figure un aristócrata.
Dentro de lo que él considera la más pura estética Wilde viste muy cuidadamente, aunque resulte en aquellos tiempos un atuendo algo estrambótico. Con sus zapatos de hebilla, su chaqueta ribeteada, sus calcetines largos y su calzón corto, todo ello complementado con una corbata llamativa y un girasol o un lirio en la solapa se mueve en los salones a veces a costa de haber tenido que hacer un gasto, un obsequio: «Para tener hoy acceso a lo mejor de la sociedad, a la gente hay que echarle de comer, divertirla o escandalizarla».
Wilde además bebe y trasnocha; épocas hay en las que se levanta después de las dos o las tres de la tarde tras haber frecuentado hasta altas horas de la madrugada lugares prohibidos con especiales reservados.
¿Pueden existir mayores diferencias en sus conductas? Pensamos que no. Posiblemente Nietzsche fue exclusivamente el teórico de aquella cultura griega y Wilde el que además pretendió ponerla en práctica.
Se llevaban cabalmente diez años y unas horas, y tras enormes tragedias ambos fallecieron en 1890.
 
«Se paga caro ser inmortal. (...) Existe algo a lo que yo llamo rencor de lo grande: todo lo grande —una obra, una acción— se vuelve, una vez acabada, contra quien la hizo». Nietzsche.
                 _______________________

(1) López Castellón; Estudio Preliminar a Ecce Homo

lunes, 7 de noviembre de 2011

Día Treinta y cinco: Algo más sobre Wilde

No sé exactamente donde leí la frase siguiente como atribuida a Oscar Wilde: «Le debemos a los griegos la modernidad de nuestros días». Sea suya o no, es acertada si tenemos en cuenta la tremenda oscuridad del Medievo. Lo triste sin embargo es que el pobre Wilde no conoció la nuestra, nuestra modernidad, y tuvo que resignarse con aquella de la época victoriana.
    Señala uno de sus biógrafos que «la postura de Wilde frente a las mujeres es tan enigmática como los motivos de su homosexualidad»(1). Y posiblemente tenga razón. Cuando leí El retrato de Dorian Gray anoté las siguientes citas respecto a la mujer:
—«Ninguna mujer es genial. Las mujeres son sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir pero lo dicen con encanto. Las mujeres representan el triunfo de la materia sobre la mente...»
—«Las mujeres se defienden atacando, exactamente igual que atacan por repentinas y extrañas sumisiones»
—«Las mujeres nos tratan igual que la humanidad trata a sus dioses. Ellas nos adoran y nos están molestando siempre para que hagamos algo por ellas»
—«Cualquier cosa que ellas piden, nos la han dado antes a nosotros. Ellas crean el amor en nuestra naturaleza. Tienen derecho a pedir que se les devuelva»
—«Las mujeres, como algún francés agudo dijo una vez, nos inspiran con el deseo de hacer obras maestras...»
—«Las mujeres están mejor dotadas para soportar las penas que los hombres»
—«Las mujeres nunca saben cuándo cae el telón. Ellas siempre quieren un sexto acto, y tan pronto como el interés por la obra está totalmente acabado ellas proponen que continúe. Si se les permitiera hacerlo a su modo, cada comedia tendría un final trágico, y cada tragedia culminaría en una farsa»
—«Las mujeres aprecian la crueldad, la verdadera crueldad, más que cualquier otra cosa. Tienen instintos maravillosamente primitivos. Nosotros las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas buscando a sus señores»
     Sin duda que en algunas de ellas hay cierto grado de misoginia. No obstante sabemos que en aquella sociedad dionisíaca y pagana que él tanto anhelaba existía también cierto desprecio hacia la mujer.
     La mujer tenía en aquella Grecia clásica y aristocrática un papel secundario. Existía por parte del varón cierta susceptibilidad, un sentimiento de desconfianza y prevención hacia ella: la sexualidad de la mujer era un poder irresistible que podía arrastrar al hombre sin que tuviera forma de defenderse. No se trataba de machismo, era temor. Nos estamos refiriendo a un repudio basado en una supuesta perfidia de la mujer. Es notorio que apenas se habla de relaciones íntimas o de amor entre hombres y mujeres en la literatura griega. El matrimonio era una institución útil, no una fuente de placer. El mundo erótico entre la clase patricia se reserva al amor entre el erastés (un adulto protector, guía, educador) y el erómenos (un joven al que aquel dedica sus atenciones); esa confusa homosexualidad tan explícita en el Banquete de Platón.
     Sabemos que Wilde estuvo enamorado de algunas mujeres y las amó; sin duda alguna a su esposa. Pero «...me mataba de aburrimiento la vida matrimonial». Posiblemente arrostró que el vivir aquel ideal que para él era la antigua Grecia tenía que llevar consigo el amor a la belleza en todas sus formas: «En el mundo no hay absolutamente nada más que la juventud». «Yo quería probar los frutos de todos los árboles del jardín del mundo». «No hubo placer que yo no gozase. Arrojé la perla de mi alma en una copa de vino. Descendí al son de la flauta y me alimenté de miel».
   Tal vez aquella relación íntima con el joven aristócrata Lord Alfred Douglas («Douglas es griego y gracioso»)(1) que significó su final, fue parte de una apuesta por la vida hedonista y dionisíaca que él tanto anhelaba desde sus años de Oxford.

Pero volvamos de nuevo a su famosa novela o más bien dilatado relato fantástico: «Acabo de terminar mi primera historia larga y estoy agotado». Aunque en su gran fecundidad literaria esa obra no fuera lo más relevante (todos sabemos de sus reputadas creaciones escénicas, dramas y comedias; de sus relatos y cuentos; de sus ensayos y críticas) El retrato de Dorian Gray lo estigmatizó y lo lanzó a la fama posiblemente por dos notables razones: la conducta inmoral del protagonista y el posterior escándalo que él mismo sufrió. 
Antes de seguir me gustaría señalar que previamente a la publicación de su famosa obra Wilde ya había escrito otro «retrato», esta vez un ensayo. Llevaba por título The Portrait of Mr. W. H.; el de un joven de diecisiete años «de extraordinaria hermosura personal» con el que supuestamente Shakespeare pudo haber tenido relaciones amorosas. ¿No resulta curioso conocer que Wilde ya había escrito sobre un caso de pederastia griega localizado en la Inglaterra del siglo XVI?
     Concluyamos; comenzábamos la entrada anterior mencionando la relación del Fausto de Goethe con El retrato... de Wilde. El asunto del primero era sin duda un tema muy manido: el demonio tienta al hombre y se lleva su alma, la pierde para siempre. Desde la Bíblia con Adán (y la mujer junto a la serpiente), se va repitiendo el argumento hasta llegar a Melmoth, el protagonista de una novela escrita por un antepasado de Wilde titulada Melmoth, the Wanderer que fue publicada en 1820. Sin embargo, el distanciamiento con aquellos y por lo tanto la originalidad de El retrato de Dorian Gray puede que resida en que en esa obra no aparece ningún demonio haciendo tratos con un humano ni hay pérdida de alma alguna; simplemente sucede un extraño sortilegio debido al ansia inmensa de eterna juventud y de belleza por parte del protagonista.
     Wilde conocía por supuesto aquella obra de su antepasado. Cuando tras dos años de trabajos forzados sale de la cárcel y evita ser idenficado adopta para ello un nuevo nombre: Sebastian Melmoth. Y ahí Wilde revela de nuevo cierta conexión no sólo con el Fausto sino con el mundo de las relaciones homoeróticas, puesto que el nombre de ese santo: Sebastián, era ya en aquellos años considerado figura o icono del mundo homosexual.

«Yo nunca he buscado la felicidad. ¡Qué importa la felicidad! Yo he buscado el placer»

Jorge Luis Borges escribió: «Leyendo y releyendo, a lo largo de años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. (...) A diferencia de otros escritores que tratan de parecer profundos, Wilde esencialmente lo era y trataba de parecer frívolo».
———————



(1) Funke, Peter: Wilde


.

jueves, 27 de octubre de 2011

Día Treinta y cuatro: Entre lo dionisíaco y lo perverso; Wilde

"¿Quién no ha experimentado alguna vez que la lectura rápida de un libro, bajo cuya fascinación sucumbió, ha influido en su vida entera de modo decisivo, y que el efecto causado ha sido tan determinante que apenas permitía una segunda lectura y un análisis más serio?"
     Cuando el último día finalizábamos con Goethe, el súbito recuerdo de su famoso Fausto me suscitó la idea de hablar hoy de Wilde y de su novela El retrato de Dorian Gray. Pero en mi macuto tenía guardadas más citas de Goethe, una de ellas esta pregunta que él se había hecho, y, entonces, comprendí que había ya más razones para hablar de Oscar Wilde: especialmente de su vida y de su única novela.
     Y es el caso que en este escritor -que tantos admiradores y detractores ha tenido y aún sigue teniendo y de los cuales ha recibido las mayores alabanzas y las repulsas más profundas- se da la circunstancia de que posiblemente, al menos para él, su vida era más importante que su obra: "¿Quiere usted conocer en qué consiste la gran tragedia de mi vida? Pues en que he puesto mi genio en mi vida; sólo mi talento lo he puesto en mis obras". Esto es lo que le dijo a Gide.
     Pero volvamos a la pregunta del principio. Oscar Wilde podría responder a ella en un sentido afirmativo absoluto. Aunque en el decurso de su vida influyeran sin duda en ella innumerables factores, fue expresamente un libro editado en mayo de 1884 el que tuvo, desde aquellos mismos días en que lo leyó, un par de semanas después de su publicación, un influjo decisivo en su futuro y..., en su famosa novela.


     Sin embargo, antes de hablar de ese libro y del especial efecto que ejerció en los posteriores acontecimientos de su existencia, a fin de hacer todo ello más comprensible creo necesario pasar de rondón, aunque someramente, por los rasgos relevantes de su vida:
     Había nacido en Dublín  en 1854; estudió en Oxford y de allí salió Bachellor of Arts con veinticuatro años. Digamos que ha descollado en el estudio de las lenguas clásicas, pero ante todo ha sido  seducido por la primitiva cultura griega y está convencido de algo que uno de sus tutores -un helenista- le había inculcado: "Grecia no es el pasado, sino un ideal vivo"(1).
     Wilde, que ha visitado en dos ocasiones Grecia, incorpora lo dionisíaco a su vida, ama per se el arte y la belleza y superpone la estética a la ética. Se esfuerza al mismo tiempo en codearse con la aristocracia y con las esferas sociales más poderosas relacionándose en sus salones, para lo cual debe ser frívolo -además de culto que ya lo es- pero ante todo elegante, lúcido, dandy e ingenioso. "Al mundo le parezco -y esa es mi intención- nada más que un diletante y un dandy. (...) En una época tan vulgar como la nuestra todos necesitamos máscaras". No obstante a él, en lo más profundo, lo que le subyuga es el arte y la belleza: "Reconocer la hermosura en una cosa es el punto más delicado a que podemos llegar"; "El arte es escape a un mundo lejano"; "Sólo mediante el arte podemos llegar a ser perfectos..."; "...es fiel al principio de la belleza en todas las cosas, el que busca siempre impresiones nuevas".
     Teniendo en cuenta que su creación artística estaba estrechamente ligada, casi sometida a sus ambiciones sociales, Wilde, poeta y crítico de arte como él se presentaba, estaba ya poniendo más en su vida que en su obra. A los veintisiete años y pese a ello publica a su costa un primer libro de poemas, una antología revisada de todo lo que había escrito anteriormente; una poesía que cantaba ya los goces vitales del cuerpo y de los sentidos. A continuación escribe su primer drama teatral; pero siendo ya popular socialmente gracias a su excéntrica indumentaria, a sus alegatos en pro de la belleza y a su fama de esteta le es ofrecido realizar un oportuno viaje por los Estados Unidos dando conferencias sobre esteticismo. El éxito literario se le resistía desplazado por su deseo de brillar en sociedad.
     Tiene treinta años, estamos en 1884 cuando Wilde opta por el periodismo y se casa. En su viaje de novios, estando en París, adquiere libros recientemente publicados, y uno de los que se lleva al hotel es  À Rebours que ha aparecido unas semanas antes. Aquella novela "...resultaría una de las influencias más poderosas y venenosas sobre la futura vida de Wilde"(2). Considerado como el manual del decadentismo (predilección por las experiencias raras e inmorales, sutiles, artificiosas y prohibidas, recuperación de un ideal de belleza agotado, la exaltación de lo irracional) À Rebours llegó a ser para Valéry su "biblia y libro de cabecera"(2). Wilde reconocerá acerca del mismo: "Este último libro de Huysmans es uno de los mejores que he leído jamás". "A lo largo de los años siguientes le rondaría como una nube inquietantemente oscura o le acecharía en su interior como una sombra de su faceta más sombría"(2). "Estoy loco justo igual que Des Esseintes", (el protagonista de aquella novela).
     Tres años más tarde su vida da un giro copernicano. Dice adiós a su matrimonio y a los dos hijos habidos en el mismo y comienza su verdadera época creativa. Ahora más que nunca demandará independencia entre arte y moral y dará rienda suelta a su enaltecimiento de lo dionisíaco y lo pagano. En la cumbre de su fama llevará una peligrosa doble vida.
     En 1890 aparece publicado en trece capítulos en una revista El retrato de Dorian Gray; es el resultado de un relato que el editor de aquella revista le había solicitado. "Como todo escritor realmente singular, Wilde escribe siempre sobre sí mismo"(1); seis meses le llevó su redacción; fue su primera y única novela: La idea general, reconoció, se la había inspirado À Rebours. El personaje Dorian Gray estará inspirado en Des Esseintes, el protagonista de esa obra conocida en español como Al revés, A contrapelo o Contra natura de J. K. Huysmans. Le añade un prefacio y seis capítulos, la corrige y aparece como libro el año siguiente. Con este autorretrato -"Contiene mucho de mí"- comienza su época de esplendor. Por medio de sus tres principales personajes se retrata a sí mismo y pregona su concepto de hedonismo y neopaganismo como eje de la existencia humana y la veneración exaltada de la belleza y de la juventud. Lord Henry es el Wilde dandy que arrastra a Dorian Gray a llevar una vida de pasiones desenfrenadas sin fin; el pintor Basil es el Wilde artista; Dorian Gray es el Wilde esteta: "Dorian (es) lo que me gustaría ser -en otra época, quizá".
 
     Ese mismo año Wilde había conocido a su particular "Antinoo", un noble de veinte años con el que inicia una íntima relación que cuatro años más tarde lo llevará a los tribunales, al escándalo y a la cárcel, y poco después a la muerte; tenía cuarenta y seis años. Se había dejado arrastrar por los hechizos de lo prohibido: "...la vida del artista es un lento y amable suicidio y no me apena que así sea". Desde la cárcel escribirá: "...el inventario de mis pasiones perversas y de mis idilios descarriados llenaría unos cuantos volúmenes escarlatas (...) he tenido pasiones anormales y deseos perversos, pero (...) no soy el primer artista marcado así por el destino y no seré el último".


     Hasta aquí la influencia decisiva de À Rebours en su vida. Pero volvamos a su novela El retrato de Dorian Gray; he aquí algunas transcripciones de la misma que permitirán valorar la importancia que en ella también tuvo aquel libro:
     Cap. X: "Sus ojos cayeron sobre el libro amarillo que Lord Henry le enviaba. Se preguntó qué sería. (...) cogiendo el volumen se arrellanó en un sillón y empezó a hojearlo. Al cabo de unos minutos se absorbió en él. Era el libro más extraño que había leído nunca".
     Cap. XI: "Durante años enteros, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro..."
     "Wilde llegaría a admitir que el "libro amarillo" que había tenido un efecto tan pernicioso sobre Dorian Gray era parecido a su propia reacción cuando leyó por primera vez la novela de Huysmans"(2).
     Cap. XI: "Encargó que le trajeran de París al menos nueve ejemplares de la primera edición en papel de gran tamaño con márgenes muy anchos y los hizo encuadernar en colores diferentes de manera que armonizaran con estados de ánimo varios e imaginaciones cambiantes de un carácter sobre el que parecía, a veces, que había perdido totalmente el control (...) el libro entero le parecía contener la historia de su vida escrita antes de que él la hubiera vivido. (...) A Dorian Gray lo había envenenado un libro..."
     ¡Un libro puede cambiarnos!
     Me gustaría seguir hablando sobre Wilde en la próxima entrada. ¡Llegó a ser un personaje tan rico y fascinante!
___________  
     


     (1) De Villena, J. Antonio: Wilde total
     (2) Pearce, Joseph: Oscar Wilde: la verdad sin máscaras

lunes, 17 de octubre de 2011

Día Treinta y tres: Pero ¿cuántos Goethes...?

Sí; existen varios Goethes. Hay un Goethe magnífico que nos deja una descripción incomparable de su Viaje a Italia. La lectura del mismo me pareció el relato de un explorador, al menos durante sus recorridos por Sicilia. Todo lo anota y lo cuenta meticulosamente pero con sencillez, sin metáforas, con todo detalle y con absoluta sorpresa:
     "Aunque el viaje parece  reflejado en todo su transcurso y se presenta en la imaginación como una narración ininterrumpida, uno tiene la sensación de que el relato auténtico es imposible. (...) ¿Cómo la mente de un tercero podrá formarse una idea de conjunto?"
     Si tenemos en cuenta que realizaba también dibujos de todo aquello que más le iba sorprendiendo, podemos intuir su total disposición para llegar a interesar al lector. Y lo consiguió:
     "Un trabajo de esta índole (escribir un libro) en realidad nunca termina, hay que declararlo concluido cuando ya se ha hecho todo lo posible en base al tiempo disponible y las circunstancias". ¡Meticuloso Goethe!

     Mas indaguemos en su carácter, que algo debía tener de impulsivo y autoritario cuando deja escrito los siguiente:
     "...desde joven odiaba la anarquía más que la misma muerte"
     "...el ser humano que quiere el bien debe ser tan activo y comportarse de un modo tan enérgico contra los demás como el egoísta, el mezquino y el malo"

     O sobre su introversión, su goce de lo interior, de su mundo íntimo:
     "Estoy ahora tan alejado del mundo y de lo mundano que me resulta muy extraño leer un periódico. El aspecto externo de este mundo es transitorio, y yo sólo quiero dedicarme a lo duradero"
     "...consiguieron de mí que me relacionase socialmente, más de lo que yo hubiera querido, pese a mi terco deseo de soledad"
     "Ahora me será dado gozar de una auténtica soledad, por la que tan a menudo he suspirado con nostalgia"
     Soledad, algo que para otros resulta ser una agonía, una aflicción, es todo lo que busca Goethe a sus treinta y ocho años.

     ¿Acerca de su vitalidad? ¿Qué más explícito que este pensamiento citado en su autobiografía de juventud Poesía y verdad?:
     "Nuestros deseos son presentimientos de las capacidades que hay latentes en nosotros, anuncios de lo que en el futuro estaremos en situación de realizar"

     Y, al tiempo, algún rasgo de pesimismo sobre el hombre. "Vous êtes un homme!", fue lo que le dijo Napoleón en su encuentro:
     "No importa las vueltas que dé el hombre ni lo que emprenda, siempre regresará al camino que la naturaleza determinó para él"
     "...cada hombre es conducido y extraviado a su manera"
     "...al final el hombre siempre depende únicamente de sí mismo"

     De su considerada por algunos enigmática novela Las afinidades electivas yo introduje en mi morral durante su lectura las siguientes aserciones que fueron apareciendo bien en boca del narrador o de los protagonistas:
     "He visto como las cosas más razonables fracasaban y las más descabelladas tenían éxito"
     "Todas las empresas están en manos del azar"
     "...lo extraordinario no ocurre por caminos llanos y expeditos"
     "...en este mundo todo depende de una buena ocurrencia o de una firme decisión"
     "...por lo general las cosas de las que nos alegramos con mucha antelación nunca ocurren"
     "Las dificultades aumentan cuanto más nos acercamos a la meta"
     "El destino va cumpliendo nuestros deseos, pero lo hace a su manera..."
     Aunque de su lectura pueda desprenderse un patente carácter fatalista del autor (el azar, el destino, la fatalidad...), hay que tener en cuenta  sin embargo que Goethe escribió esta novela en la última parte de su vida, precisamente en una de sus estancias en Karlsbad -hoy Karlovy Vary en la República Checa-, en su balneario, al que acudía frecuentemente desde su asentamiento en Weimar.
     Más adelante confesará que para sentir el anhelo de escribir tenía que confinarse en un cuarto modesto, pobremente amueblado; hacerse la ilusión del poeta pobre en su buhardilla. La verdad es que muy pocas veces había "saboreado aquel alimento de los héroes" del que ya hemos hablado; quizás exclusivamente cuando desesperado por su frustado e imposible amor por Carlota Buff se pone a escribir el Werther. Escuchemos de nuevo a Borges: "Un escritor debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo". Indudablemente estaba entonces viviendo realmente "las desventuras del joven Goethe" las cuales le habían sido dadas como un material magnífico para su arte.

* * *

     Delante de la fachada del teatro de Weimar existe hoy un pedestal sobre el que, en bronce, se puede contemplar algo que no es hoy habitualmente muy común: dos figuras. Goethe aparece acompañado a su izquierda por Schiller y ambos sujetan en el centro con sus manos una única corona de laurel. No sé si a Goethe le hubiera gustado que le recordaran compartiendo tan manifiestamente su gloria con otra persona, pero los vericuetos del tiempo, la política, los gustos y las modas tienen rumbos y destinos insospechados.
     "No hay que compararse con los demás artistas, sino proceder cada uno a su manera, pues la naturaleza se ha preocupado por igual de todos sus hijos, y la existencia del más excelente no amenaza la del más limitado". ¿Lo sentiría de verdad así?

     A diferencia de las vidas paralelas plutarqueñas, las vidas de Goethe y Schiller yo diría que fueron perpendiculares; pero además en un mismo espacio y en un tiempo común, allí en Weimar, en el hoy estado confederado de Turingia, y tan sólo de 1794 a 1806.
     Pero todo ello es tan sugestivo que merecerá la pena sumergirnos enteramente otro día en esa apasionante relación.
     Finalizo hoy con una sentencia fácil de recordar de nuestro héroe, y que parece que con ella pretendió quitarse méritos a sí mismo:

"El genio es una larga paciencia"
_____________
    

miércoles, 5 de octubre de 2011

Día Treinta y dos: Goethe y Christiane

Goethe quería vivir, amaba la vida; era un gran curioso y un profundo observador. Enormemente vitalista, amante y gozador de los placeres de este mundo procuraba huir de las tragedias y de los dolores humanos. Su vida, desde su llegada a la corte de Weimar y su nombramiento como consejero del duque, transcurre por unos cauces placenteros que le permiten sobre todo ser feliz, algo que sin duda era lo que más ambicionaba. Goethe es sosegado, prudente, moderado, conservador, odia la anarquía, es un fanático de la felicidad individual, un amante de la vida tranquila y, hasta si queréis..., egoísta. Huye de la muerte, la aparta de su lado, la teme; hasta procura no ver el cadáver de su amigo Schiller y ni asiste a su funeral.
     Nos preguntábamos el día anterior si aquella frase en la que decía que a veces "...el hombre (...) no acierta a ver claro en sí mismo y persevera en seguir un falso camino hacia fines falsos..." era aplicable a sí mismo, a su enciclopédica actividad, a su diletantismo. Y hay un momento en el que aunque no reconoce estar siguiendo ningún camino falso, acepta que pretende abarcar demasiado: "Debo evitar emprender proyectos que excedan al ámbito de mis facultades, donde no hago más que agotarme sin provecho alguno", o "nunca me resigné a dedicar a un trabajo el tiempo que de hecho requiere", y también: "...mi mala costumbre de empezar muchas cosas y dejarlas de lado cuando mi interés por ellas disminuye ha ido en aumento con los años". Todo ello nos viene a descubrir, simplemente, que Goethe era humano, muy humano. Nos alivia escuchar eso que le sucede y que a todos nos viene sucediendo.

     Y es que desde su llegada a Weimar no le ha faltado nada. Goethe brilla en Europa desde aquel pequeño lugar. La corte y sus damas, sus intrigas, sus flirteos, sus bellas e inteligentes amigas; las frecuentes visitas de nobles e intelectuales que le llevan piezas con las que enriquecer sus colecciones; los conciertos, o las tertulias en su casa con hombres cultos; sus numerosas estancias en balnearios, sobre todo en Karlsbad, pero también en Pyrmont o en Lauhstädt donde pone en escena obras teatrales; todo ello sin olvidar sus tournées o circuitos, siempre con añadidas excursiones. Bien acompaña en sus viajes al duque Carlos Augusto o visita con otros colegas lugares únicos por sus fenómenos geológicos o por la existencia en ellos de fósiles o hasta de comunidades extrañas como los cuáqueros, y ello sin olvidar museos, monasterios medievales, bibliotecas; su curiosidad le lleva a trepar a los más altos riscos y a descender al fondo de profundos torrentes. Todo le atrae y quiere conocerlo; ha viajado a Suiza y a Italia, y aunque su casa está en Weimar se mueve frecuentemente a Jena comprometido por su Universidad; pero también a Hersleben a conocer sus canteras de toba y sus conchas de agua dulce, visita Harz (lugar donde situa el aquelarre del Fausto), Wieliczka con sus minas de sal, las canteras de basalto de Dransfeld y los granitos de Engelhans, llega hasta el bajo Rin, pasa estancias en Götinga, disfruta obsequiosas acogidas como la que le proporcionan en Gotha, vuelve a los cantones y a los lagos suizos, en Magdeburgo se entusiasma con la riqueza de su catedral; y de allí marcha a Helmstedt... No hay nada que no merezca su curiosidad y siempre es bien acogido con un buen borgoña, apetitosos convites y suculentas cenas.

     Y ahora, dicho todo lo anterior, es tiempo de la sorpresa, del escándalo, de la campanada. ¿Cómo es posible que llevando esa clase de vida Goethe se amancebe? Cierto día de 1788 -cuenta por tanto treinta y nueve años- mientras permanece en el parque lo aborda una joven de tan sólo veintitrés solicitándole ayuda para su hermano. Sorprendentemente, -enigmático Goethe-, la acabará haciendo su amante; al año siguiente tendrá un hijo de Christiane Vulpius. El prudente, el sosegado, el creador y gran poeta pero siempre escurridizo del demonio del que Zweig dice que continuamente trató de huir, deja estupefacta a la sociedad de Weimar.
     Escribe Ludwig: "Mete en su casa por primera vez a una mujer, a esta chiquilla, que, hija de un empleado de los archivos, huerfana de padre y sin recursos, fabrica flores en una casa. Acabará usando de ella como de un instrumento de sus caprichos físicos, abandonándola el resto del tiempo a los quehaceres domésticos para llevar por su parte una segunda existencia, diferente, con los hombres y las mujeres" (1). Dieciocho años después se acabará casando con ella. Más escándalo: ¡Se ha casado con la hermosa Christiane Vulpius, la florista, la cocinera!; y goza de la sexualidad manteniéndola apartada de su vida social, de sus cultas tertulias, de las lecturas de sus obras, de sus estudios científicos, de sus viajes, de sus estancias en los balnearios y de sus expediciones y correrías. Christiane será su otra privadísima vida de puertas adentro.
     Sigrid Damm es una avezada escritora y biógrafa berlinesa que ha indagado entre viejos papeles de sacristías, cancillerías y archivos municipales acerca de esa relación insólita entre la vulgar Vulpius y el genial Goethe... Las grandes, frecuentes y dilatadas separaciones antes y después de casarse... ¿Realmente la amó durante un tiempo? o ¿resultó ser para él simplemente el descanso del guerrero?, la compañera ideal de todo creador que, como tal, gusta de la independencia, de la libertad y del aislamiento: "...compartió sus crisis creadoras, su desesperación, sus enfermedades, sus nuevos puntos de partida, sus éxitos y sus fracasos como poeta, político y cortesano... (le proporcionó) seguridad física, apoyo, bienestar, cuidados, libertad para elegir el lugar de estancia y de escritura sin tener que preocuparse por su casa y sus propiedades, y la posibilidad de regresar a ella después de meses, de semestres de ausencia" (2). Así termina la escritora su detallado relato sobre este apasionante emparejamiento. Libro que se lee ávidamente, como si se tratara de un thriller; libro trepidante que conmociona, que casi sugestiona por su prosa concisa, fría y disciplinada pero al tiempo intensa, encendida, volcada en los avatares y destinos de los dos personajes. Y yo me pregunto: ¿fue realmente la Vulpius la "esclava" (la criada y la puta) del fascinante Goethe?
 __________________

(1) Emil Ludwig: Goethe: historia de un hombre
(2) Sigrid Damm: Christiane y Goethe