domingo, 10 de febrero de 2013

Día Noventa y uno: Erasmo y su elogio de la majadería y la insensatez


Quizás la pregunta oportuna en este momento podría ser: ¿pero a quién le importa Erasmo hoy? Y habría que decir que se trata de una buena pregunta —exactamente lo mismo que a veces se responde cuando no se conoce la respuesta. Pero, decididamente, no; la respuesta es otra. Podría en principio ser que Erasmo hoy interesa no sólo literariamente sino biográficamente, en plan novelesco; en otras palabras: tan cabalmente como nos interesaba Balzac.
   No se me ocurre ninguna frase más oportuna para el personaje que nos ocupa que aquella de Ortega, al que tan a menudo citamos aquí, y que reza así: «La vida de un hombre, cualquiera sea su puesto social y su oficio, es una lucha por realizar su personal vocación en medio del mundo, según éste sea el tiempo de su nacimiento». No lo olvidemos: personal vocación y tiempo de nacimiento.
   De entrada, el tiempo del nacimiento de Erasmo tiene lugar justo en el momento en que se produce el crack entre la Edad Media y la Moderna. Vive a caballo nada menos que entre el XV y el XVI; sus setenta años de vida (más o menos, puesto que no está claro el año exacto en que nació) transcurren la mitad en cada uno de ellos. Cuando viene al mundo sucede que en el corazón de Europa se acaba de inventar la imprenta, ha terminado la Guerra de los Cien Años y poco después se va a descubrir el otro continente, eso en el XV, pero justo al principio del siglo siguiente tendrá lugar la trascendental Reforma de Lutero y las guerras de religión. Y en el medio de todo ello Desiderio Erasmo Roterodamo tal como él decidió finalmente llamarse. Verdaderamente, la «comedia humana» de aquella época que se disfruta con la «lectura» de su vida, es espectacular.
   Y lo es no sólo por los sucesos tan trascendentales que acabamos de relacionar, sino por la enorme personalidad y la huella que en Europa dejó nuestro personaje. Pero además, y sobre todo, por aquella su increíble «obrilla» literaria que sigue disfrutándose en nuestros días. La más «cachonda» escrita entonces —libertina y descocada son sinónimos de cachonda— que nadie hubiera podía imaginar.
   Mas ante todo debemos centrarnos: La «personal vocación» de Erasmo de Rotterdam fue ser escritor con mayúsculas; punto. Se diría que todo lo demás en su vida es secundario, no nos confundamos, y por eso lo traigo hoy aquí. Porque como tal escritor su vida fue similar y comparable a la de cualquiera de los que hasta hoy hemos venido bosquejando. Con la misma pasión por escribir que aquellos, con semejantes humillaciones, desdichas y discordias para ser publicado y leído, y con las típicas hambres y apuros económicos para seguir viviendo hasta darse a conocer. En una palabra, Erasmo fue una persona con una dedicación exclusiva a los libros; leer y escribir en un lugar tranquilo era su ideal: «...todo lo que no se refiera al arte del libro le es ajeno (...) no sólo amaba los libros por su contenido sino que idolatraba de un modo absolutamente carnal su existencia, su gestación, su forma (...) trabajar en y para los libros era su manera natural de vivir»(1).
   Hay, si se quiere, dos únicas diferencias con cualquier otro escritor que nos haya ocupado antes: en los azares de su vida no hubo mujeres, y —esto sí que le fue nefasto— todo lo escribió en latín.
Nos explicaremos. Primero, en su vida no hubo mujeres puesto que se trataba de un fraile, aunque... ¡qué fraile!; tenía tanta repulsión a la vida monacal como a la peste o a los fanatismos de cualquier tipo que fueran. Como hijo natural de un clérigo y ante su «alto coeficiente intelectual», que diríamos hoy, a Erasmo lo encaminaron por los senderos de la Iglesia, y ello le sirvió para dar a luz aquella vocación: la escritura. Segundo, lo de escribir en latín era mandado en aquella época si querías que te leyeran en toda Europa, pero claro: solamente los que conocían el latín que eran el clero, los nobles y los humanistas. Si a Ovidio o a Séneca los podía leer en latín en su tiempo todo el mundo, al final del Medievo la cosa era muy distinta. Mala suerte; recordemos los decisivos condicionantes de Erasmo: personal vocación y tiempo de nacimiento.
 
¿Y qué escribía Erasmo? Pues como es natural, en sus años mozos en el convento comenzó escribiendo poemas. Después, en cuanto pudo zafarse de la vida monacal, de vestir el hábito y de seguir los ayunos, se dedicó a la filología y a la gramática, tradujo a los clásicos, y hasta en ocasiones se vio obligado a escribir —¡cómo lo detestaba!— algún panegírico que se le encargaba para algún poderoso. Tenía que comer, y desde que dejó el convento dedujo que la única forma de hacerlo, y poder escribir, era buscarse un mecenas, daba igual religioso que seglar. Así, mendigando asignaciones y becas de los poderosos, ejerciendo a veces de preceptor y siempre escribiendo, se va dando a conocer. Adagia y Coloquia son sus dos primeras obras que lo empiezan a hacer famoso. La primera se trataba de un conjunto de citas latinas que había ido recopilando, y el segundo eran unos estudiados diálogos para que los alumnos de latín lo aprendieran más fácilmente y con mayor celeridad. Diríamos —tipo listo Erasmo— que intuía lo que se podía vender entre los que se manejaban en latín y eran cultos y, además, lo que no debería escribir para no perder el «empleador» que lo sostenía.
Decíamos que esas dos obras lo comenzaron a hacer famoso, y habría que añadir que no en Holanda sino por toda Europa, «país» que no dejó de recorrer desde que comenzó a llevar vida de seglar. Además de su tierra los Países Bajos, vivió en París, Londres, Orleans, Lovaina, Turín, Bolonia, Venecia, Roma, Basilea y Friburgo, y en algunas de estas ciudades varias veces. ¿Y por qué se movió tanto? Pues además de la peste le incitaba el estudio, la enseñanza, el conocimiento de los eruditos como Tomás Moro, el huir de conflictos religiosos y, en Italia ejercer como preceptor de jóvenes acomodados.
   Si nos falta añadir algo para tener un superficial retrato de él, añadiremos que ha sido definido como la figura que encarnó el humanismo de la primera mitad del siglo XVI; que ha sido retratado como un vacilante, un moderado, un dubitativo, un independiente, un cauteloso, un escéptico, un pusilánime y un solitario; también inquieto, perspicaz, conciliador, ambiguo, inconsecuente, ambivalente, componedor, indeciso y burlón —creo que no me dejo ninguno de los calificativos que se le han aplicado. Le gustaba la buena mesa, odiaba el vino malo y aprendió a montar y a cazar; añadamos también que debía ser algo hipocondríaco y neurasténico y que tenía varias manías; que fue un eterno enfermo huyendo siempre de la peste, del frío, del ruido, de los hedores, de la basura y del humo, y que resultó ser un adelantado de la higiene corporal.
Erasmo, para terminar este retrato, sin subirse a púlpito alguno fue un «predicador» contra la intolerancia y contra el fanatismo; estaba con todos y no estaba con ninguno; fue como hemos dicho un nómada incansable, un europeísta con el latín como único idioma, y con la enseñanza y la cultura como nexo, nunca con la espada. Su gran enemigo fue la guerra, a la que combatió con su escritura. He aquí a este propósito una de sus frases: «el mundo entero es una patria común». A Sócrates le llamaba San Sócrates y aseguraba que entre éste y Jesucristo no existía ninguna oposición moral irreductible. En el pensamiento y en la personalidad fue un precursor de Voltaire y de Goethe, y Montaigne lo tuvo por su maestro.
* * *
   Y ahora hablemos de su «obrilla» Moriae Encomium o el Elogio de la locura, la única de los diez apretados volúmenes que componen toda su obra, que sigue estando fresca y viva como el primer día. Estamos en el año 1509, tiene cuarenta o quizás cuarenta y dos años, es ya famoso y goza de la protección de todos los poderosos de su tiempo; faltan todavía ocho para que Lutero cuelgue sus noventa y cinco tesis en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg, lo cual le acabará creando obstinados enemigos a Erasmo tanto entre los reformadores como dentro de la Iglesia.
Viaja ese año a Londres, una vez más, y se instala en la casa de Tomás Moro; y allí «atormentado por su dolencia renal y sin disponer de sus libros, redactó en tan sólo unos días la perfecta obra maestra que debía estar ya claramente desarrollada en su cabeza»(2). Ahora Erasmo puede «sacar los pies del tiesto» y escribir algo atrevido a ver si alguien se atreve contra él. Con esta obra —que se la dedicó a su amigo Moro—, demuestra ser más audaz de lo que se pensaba, pero ¡ojo!, en el Prefacio de la misma, al final, explicaba que no hay nada «más divertido que disertar sobre necedades de modo tal que a nadie le parezcan que lo sean», y que se dedica a criticar «las costumbres de los hombres sin zaherir a nadie por su nombre», y deja claro que «...si hay alguien que se dé por ofendido, será por efecto de su conciencia o de su miedo». Y en el capítulo final, el LXVIII, que viene a ser un Epílogo, se cura aún más en salud diciendo que «Si alguien considera que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estulticia, sino como mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: "Los locos a veces dicen la verdad", a menos que penséis que ese refrán no reza con las mujeres».
Por supuesto que no escribió Elogio de la locura como pensamiento suyo —que muy mal le hubiera ido— sino que lo ponía en boca de «La Insensatez». Esa descarada sátira deslumbrante la pronuncia supuestamente Doña Stultitia desde su cátedra como un discurso laudatorio de ella misma. En fin, una forma inteligente —a modo de divertimento— de decir lo que se quiere sobre lo que a uno le da la gana sin comprometerse; aunque la obra terminó definitivamente en el Índice de libros prohibidos. Este genio, con este libro, le echa una «cara» tremenda —según mi opinión— para decir todo lo que piensa sobre el mundo sin que lo queme la santa Inquisición, aunque a causa del mismo ya le comenzaron a surgir enemigos.
¿Cómo no iba a terminar en el Índice, con asertos como los siguientes?:
—Capítulo XII
   «¿Qué sería, pues, esta vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el placer? ... ¿qué parte de la vida no vendrá a ser triste, aburrida, fea, insípida, molesta, si no le añadís el placer?»
—Capítulo LXVI
   «...diré que parece que toda la Religión cristiana tenga algún parentesco con cierta especie de estulticia... (...) Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los viejos, las mujeres y los necios gozan con las cosas de la religión mucho más que los demás... (...) Por último, que no hay necios que disparaten más que aquellos a quienes arrebata por completo el ardor de la piedad cristiana...»
   «...ya que me vestí con la piel del león, quiero continuar mostrándoos que la felicidad de los cristianos, que buscan a costa de tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia...»
   Por cierto que en el terreno meramente literario ya dice Doña Estulticia que «...los que corren tras la fama imperecedera publicando libros me deben mucho, y especialmente aquellos que emborronan papel con meras majaderías».
  Finalizo; a uno le sorprende que Erasmo no llegara a caer ejecutado, nada menos que en aquellos tiempos, como impío o hereje —o al menos excomulgado. Y, sin embargo, el Papa Paulo III le llegó a ofrecer el capelo cardenalicio muchos años después. Hoy es posible que hasta sea tildado por algunos simplemente como un cura sinvergüenza.
Durante la Reforma ni estuvo con la Iglesia ni con Lutero; aquella incluyó sus obras en el Índice y éste maldijo su nombre. Erasmo, creo yo, fue alguien que nació unos quinientos años antes de su época. Cuando moría, también comenzaba a morir el latín.
Además de la beca europea que lleva su nombre, impártase hoy un curso en Europa obligatorio para todos sus jóvenes que sea denominado «Conocer y entender a Erasmo».
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(1) Stefan Zweig, Erasmo de Rotterdam. Triunfo y tragedia de un humanista
(2) Johan Huizinga, Erasmo