jueves, 27 de septiembre de 2012

Día Setenta y cuatro: El Nobel en estado puro


Terminábamos ayer citando los premios trascendentes que habían recibido Faulkner y Hemingway, entre ellos el Nobel, y ello me ha dado pie para —echando mano de algunas notas que en su día guardé en mi zurrón acerca de este ambicionado galardón y que, en su momento, cuando leí sobre él me dejaron perplejo— comentar algunas de sus interioridades y sorpresas, dando por supuesto que su historia y el listado de sus ganadores está al alcance de cualquiera en Internet.

   Todo eso, el ponerme a atisbar en el Nobel, me sucedió cuando se estaba conmemorando internacionalmente el centenario de su creación, de ello hace ya unos años pues el primer premio fue otorgado en 1901. Lo primero que experimenté entonces fue aquel mismo pasmo de mi mocedad cuando leyendo con verdadero deleite a grandes escritores descubría que no estaban en la lista de los galardonados. «¿Por qué Sully Prudhomme, Rudolf Eucken, Grazia Deledda y Pearl Buck?, ¿Por qué no Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka y Joyce?» se pregunta Kjeel Espamark en su obra El Premio Nobel de Literatura. Preguntas como esa —lo veremos— se las han planteado muchos enamorados del mundo de las letras.
Hasta tal punto llegó mi confusión que ya en edad adulta decidí leer —siempre que me fuera posible y el tema me interesara— aquellas obras que se decía habían ejercido gran influencia en la selección de los premios que entonces se iban otorgando. Durante unos años estuve intentando «saborear» lo que la Academia Sueca había decidido que era merecedor de ese premio. Gran fracaso por mi parte; acabé desistiendo. Hace más de treinta años que no leo la obra de un Nobel galardonado en ese período sea del país que sea y haya escrito sobre lo que haya querido escribir. Hace más de treinta años que meramente me dedico a leer a «los clásicos» y a los que no lo son pero que por distintas afinidades y estilos me deleitan. Aunque he de matizar que para mí, dentro de los clásicos entran desde Homero a Hemingway, pongamos por caso.
   Los clásicos son aquellos que se siguen editando y aunque pasen los años se siguen leyendo.
En su obra ¿Por qué hay que leer los clásicos? Rosa Navarro se preguntaba varios años atrás lo mismo que hace diez años se preguntaba Kjeel Espamark. Ella iba más lejos y se atrevía a citar lo siguiente: «...una minoría de escritores verdaderamente dignos del premio Nobel y característicos representantes de la historia literaria del siglo XX (Hauptmann, Hamsun, France, Shaw, Mann, Pirandello, O'Neill, Gide, Faulkner, Hemingway, Camus) y una mayoría de escritores de segunda fila —ella prefería no citarlos— y por último un cierto número de nombres carentes de calidad (entre ellos el primer galardonado con el Nobel, Sully-Prudhomme, además de Echegaray, Eucken, Pontoppidan, Karlfeldt, Sillanpää...) y los nombres de los olvidados: Zola, Proust, Joyce, Strindberg, Ibsen, Brecht, Gorky...». Si nos fijamos ni siquiera hay una coincidencia plena entre estos dos autores acerca de los grandes no galardonados ni de los indebidamente premiados. Debe ser difícil ponerse de acuerdo. Habría que decir aquello de que «ni son todos los que están ni están todos los que son».
Lo que sí debemos tener claro es que «No es la posteridad quien descubre, encumbra o sanciona la virtud de una obra, es la obra misma, según sea de fecunda, quien engendra su propia posteridad» según razonaba Proust. Y a mí, volviendo a esa autora que he citado anteriormente, Rosa Navarro, me place traer una cita suya que en mi macuto introduje cuando leí su libro: «El escritor sobrevive gracias a su creación, y esta se proyecta sobre el fondo de silencio contra el que ha luchado denodadamente. Su existencia como creador depende de su palabra, de la huella que deje en este mundo literario que surge del real y que lo convierte en justificación, en pretexto para su propio existir. Los lectores son sus herederos, los que lo inmortalizan y los que se enriquecen con sus hallazgos». ¡Eso es!: los lectores son los que inmortalizan al autor y nunca los premios, ni siquiera el Nobel.
En fin, para consolarnos diremos que en 1951 un estudio de William F. Lamont, en Books Abroad revelaba que únicamente un tercio de los premios Nobel de literatura otorgados no se consideraban acertados; era el resultado de una encuesta realizada a trescientos cincuenta expertos.

Y dicho todo lo anterior hurguemos algo en el Nobel. A mí me sorprendió enterarme en su momento de que el químico y apátrida Alfred Nobel (Suecia, Estocolmo, 1833 - Italia, San Remo, 1896) dejó una fortuna —junto con la dinamita y más de trescientas cincuenta patentes de inventos— para que fuera dedicada a fines pacifistas y culturales. Concretamente para que de los intereses que aquella fortuna produjera se premiase económicamente (mejor se dotara) a aquellos jóvenes de extraordinarias condiciones a fin de que de esa forma dispusieran de los medios que les permitieran dedicarse al fomento de las ciencias y el pacifismo. Hoy no se premia para realizar obra alguna; se premia la obra supuestamente ya realizada, aunque sea mala, pero «políticamente» elegida. Estamos hablando en general, de los cinco premios Nobel en sus distintas áreas. Vayamos al literario.
Parece ser que el Premio Nobel de literatura según sus estatutos de entonces «debía ser otorgado a una determinada obra (...) y que fue concebido como fomento y apoyo a un escritor joven, dotado, pero carente de recursos económicos (...y además...) había de galardonarse a una obra del año inmediatamente anterior». Y, sin embargo, como en el resto de los premios, la Academia Sueca se ha venido dedicando a coronar la obra literaria de toda una vida. De hecho, la edad media de los literatos galardonados (cuando yo leía acerca de todo esto) estaba en los sesenta y dos años; cinco de ellos no habían cumplido los cincuenta, y dieciséis contaban más de setenta. Ignoro las edades de hoy pero no debe ser difícil conocerlas.

Vayamos al corazón del Nobel. En primer lugar el núcleo del jurado es un comité de cinco miembros que es el que finalmente recomienda el ganador a la Academia. Alfred Nobel en su testamento parece ser que especificó que los cinco premios debían ir a parar «...a quien haya llevado a cabo el mayor servicio a la humanidad...», y específicamente en cuanto al de literatura matizó que el premio debería ir «...a la persona que, en el campo de la literatura, haya producido el trabajo más sobresaliente en una dirección idealista», y ello, como ya se ha dicho, «...durante el año precedente». Si todo esto es verdad, es para rasgarse las vestiduras. ¿Qué tiene que ver todo esto con los ciento y pico autores galardonados en su corta historia? «¿Qué se premia exactamente?, ¿Por qué unos y no otros?»(1).
Alfred Nobel era anarquista. Doctos, eruditos e ilustrados se han preguntado qué sentido tendrían para él en aquellas sus expresiones: «servicio a la humanidad» y «lo más sobresaliente en una dirección idealista», algunos conceptos e instituciones como la patria, la familia, la religión, la monarquía, el matrimonio y el orden social.
Él mismo se definió de la siguiente manera: «Alfred Nobel. Su existencia debió haber terminado en el mismo instante de nacer a manos de un médico de sentimientos humanitarios, que le hubiera ahogado el primer aliento. Sus virtudes principales son haber llevado siempre las uñas limpias y no haber sido nunca una carga pesada para nadie. Sus defectos sobresalientes son no poseer familia, tener muy mal genio y sufrir una digestión muy lenta. Su único deseo: que no lo entierren vivo. Su pecado mayor: no rendir culto al dios del becerro de oro. Acontecimientos importantes de su vida: ninguno». Tipo curioso aquel Alfred Nobel.
Pero lo más sorprendente de todo resulta ser que al sueco Alfred Nobel quien más le influyó posiblemente en la institución de los premios que llevan su apellido fue una mujer, Berta Kinsky —después de casada apellidada Suttner. Antes de casarse fue su secretaria y el ama de llaves de su casa, la gobernanta según el anuncio que él hizo publicar en un diario londinense gracias al cual se conocieron: «Caballero ya no joven, rico, desea encontrar una mujer de su edad, inteligente y conocedora de diversas lenguas para que le sirva de secretaria y gobierne su casa». Berta era escritora y además pacifista. Bajo el título Abajo las armas publicó un libro que soterradamente era un grito a favor de la paz. Después de conocerla fue cuando Alfred Nobel comenzó a donar dinero con fines pacifistas y para el fomento de la cultura. Es curioso que él, además de haberse enamorado de esa escritora que lo acabó abandonando para casarse con el barón Suttner, él, como digo, también quiso ser escritor, y hasta publicó un libro titulado Némesis. Vuelvo a repetir, tipo curioso aquel aislado, incomprendido, infeliz, misántropo, solitario, insociable y en sus tiempos ignorado Alfred Nobel.

Yo he llegado a una conclusión después de saber todas estas cosas sobre el Premio Nobel de Literatura. La conclusión es que merecería la pena modificarlo un poco. Veamos: el dinero no ha ido a jóvenes promesas literarias por lo realizado en el año anterior; casi todos tenían bastantes años y se lo quedaron para sus necesidades o caprichos. Exceptuemos a algunos como Sartre, que rechazó no sólo el importe sino el mismo premio (diploma y medalla) porque consideraba que aceptarlo coartaba su libertad creadora, y a otros más que destinaron su cuantía a fines nobles y altruistas como por ejemplo Samuel Beckett que utilizó la suma para ayudar a escritores jóvenes y a viejos autores.
A mí se me ha ocurrido que los futuros premios Nobel de Literatura (sin coronas suecas, sin diploma ni medalla) fueran a parar a título póstumo —teniendo en cuenta lo que razonaba Proust— a los autores del pasado, a aquellos escritores ya fallecidos pero que sus obras han sobrevivido y se siguen editando y leyendo. Por ejemplo, se deberían ir otorgando cada año hacia atrás comenzando por el del año 1900, y no parar hasta terminar dentro de aproximadamente dos mil cuatrocientos años con Sócrates, otorgándole a él el del año en que murió, el Nobel del año 399 antes de Cristo —aunque recibiría con seguridad el de la paz y no el de literatura, puesto que no escribió nada.
De esta forma, otorgándolos ordenada y paulatinamente de acuerdo con el año del fallecimiento del escritor, es posible que Nietzsche recibiera el de 1895 y Voltaire el correspondiente a 1770. Cuando se diera el caso de que en algún año no hubiera nadie con méritos suficientes se dejaría desierto, y cuando concurrieran en el mismo año más de un escritor fallecido con méritos suficientes —como Shakespeare y Cervantes, pongamos por caso— ¿quién lo recibiría? No habría problema: lo compartirían ambos tal como en algunos años ha venido sucediendo. ¡Ah!, y los importes de los mismos que fueran depositados en un fondo para ayudar como hizo Beckett a los escritores jóvenes (sufragándoles las ediciones de sus obras meritorias) y a los viejos autores que nunca triunfaron del todo y no tuvieran ni una corona sueca para comer.
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(1) Laura Vaccaro, Los premios Nobel de Literatura. Una lectura crítica










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