viernes, 25 de mayo de 2012

Día Cincuenta y nueve: El eclipse final de aquel destello tan singular: los Mann

Decía Thomas Mann en sus diarios que «las impresiones más importantes, las que han de redundar en beneficio del trabajo, han de ser recogidas y llevadas directamente al sueño». No sé, pero es posible que ello le produjera tanto insomnio como padeció durante su existencia. ¿O era otra la causa?, ¿su doble vida?
   En tan sólo cinco años, entre 1905 y 1910, el joven matrimonio compuesto por el afamado escritor Thomas y por Katia, hija de la acaudalada familia de origen judío Pringsheim, trajeron al mundo en Munich, donde se habían establecido, los cuatro primeros de sus seis hijos: Erika, Klaus, Golo y Monika que iban a resultar a un tiempo notables y conflictivos. Los cuatro escucharon a su padre leerles entre otros escritores a Tolstói, Dostoievski, Mark Twain y Goethe —no a Cervantes pues a Thomas Mann le aburría soberanamente el Quijote. También para ellos escribió cuentos que llegaron a ser publicados, y, por tanto, no es extraño que teniendo además un tío también escritor, los cuatro fueran pronto aficionados a escribir y alguno de ellos como Klaus, el segundo, llegara a brillar con intensidad en el mundo de las letras. Elisabeth y Michael llegarían ocho y nueve años más tarde, y aunque la primera también se sintió tentada por la escritura, al último le llamó la música (el violín) y la enseñanza. Fue él, sin embargo, quien veinte años después de la muerte de su padre nos «abrió» los diarios, y finalmente pudimos «saber». Dentro de las tendencias autoaniquiladoras de esta enigmática familia, Michael también se acabó suicidando como antes lo habían hecho sus tías Carla y Julia (esta se ahorcó), y su hermano Klaus.

   En Relato de mi vida dejó escrito Thomas Mann que «...el escribir me parece siempre una especie de ociosidad apasionada y como una sustracción atormentadora a tareas más felices». Es seguro que los hijos de Mann no acabaron odiando a su padre exclusivamente por aquel silencio que Katia rígidamente les imponía cuando ellos estaban en casa y él se dedicaba a escribir en una «ociosidad apasionada» y una «sustración atormentadora». No obstante «el mago», como lo llamaban entre ellos, debía tener algunos peculiares rasgos en su trato con los hijos, puesto que sus relaciones con él fueron tensas e insoportables y aquellos llegaron a detestarle; ¿se trataba de que era «susceptible como una prima donna y vanidoso como un tenor..., egocéntrico y presumido, frío, desconsiderado y, a veces, incluso cruel»?(1) Fueran estas en parte o no las razones, todos vivieron de las ayudas de «el mago» casi el resto de sus vidas, incluido Klaus a pesar de poseer un talento literario más que excepcional.  
   Fue Klaus junto con Heinrich su tío, e indudablemente su propio padre, los que dieron renombre al apellido Mann tanto en la literatura germánica como en la universal. En su libro autobiográfico titulado Cambio de rumbo, el último de los publicados de la aproximadamente media docena de obras escritas —precisamente este en inglés y en plena guerra mundial siendo miembro de las fuerzas norteamericanas— y del cual la versión posterior revisada y en alemán no pudo llegarla a ver como consecuencia de haberse suicidado poco después de cumplir los cuarenta años, en ese libro de memorias, digo, se pregunta el mismo Klaus: «De dónde proviene la diversidad de rasgos y tendencias contradictorios que componen nuestro carácter? (...) ¿De dónde proviene este desasosiego en mi sangre? Y ello después de reconocer que en su familia existía un leitmotiv: una «simpatía con la muerte» que a todos les inundaba, incluso a su propio padre.
   Lástima que el talento de este joven autor, ensayista y novelista, se malograra tan temprano con su muerte. ¡Qué diferente prosa comparada con la de su padre! En Klaus todo es pasión y arrebato a diferencia de la calculada perfección tan alejada de radicalismos de aquel. Y qué diferencia también en cuanto al enfoque de la existencia. Atenazado entre su homosexualidad y el deseo de morir, debatiéndose entre sus crisis personales y sus deseos de abrir su corazón o, en otras palabras, de confesar los problemas que le torturaban, no se preocupó desde el primer momento de ocultar aquella, sino por el contrario de reivindicar el derecho a una sexualidad distinta; hasta se podría hablar de Klaus como uno de los precursores del hoy mundialmente conocido como «orgullo gay». Digamos tan sólo que en la considerada su mejor obra, Mefisto, fue en la única en la que no hizo citas manifiestas de esta inclinación; tampoco el tema se prestaba demasiado a ello.  
   Con Erika, su hermana mayor, formó un tándem durante la mayor parte de su vida hasta el momento en que aquella dio un giro a la suya en defensa de la obra del padre. ¿Qué relación les unió durante tantos años? Se habla de analogía entre la de sus tíos Heinrich y Carla en su juventud; ¿incestos tan sólo deseados?, ¿o quizás únicamente la necesidad de sentir a Erika como una madre, un cobijo que en algunos momentos de su infancia a Klaus le faltó? «El tema del amor entre hermanos recorre las obras de Heinrich Mann y de Klaus Mann. Es descrito como un tabú que, una vez violado, conduce a la perdición»(2). Lo cierto es que juntos recorrieron medio mundo haciendo teatro, escribiendo guiones, artículos periodísticos y dando conferencias, y ella incluso cubriendo información como corresponsal de guerra en lugares de gran peligro. 
   Las drogas, consecuencia final de aquel «desasosiego de su sangre» llevaron a Klaus al suicidio años después de acabada la segunda guerra mundial en la que había participado como soldado norteamericano, siempre por supuesto en unidades de propaganda e información. Quizás nos ha faltado decir que toda, o casi toda la familia Mann pasó a ser norteamericana tras el estallido de aquella, y en aquel país vivieron a costa prácticamente del hermano famoso y premio Nobel de literatura; aunque Klaus, desdeñando a aquel país y anhelando Europa volvió a ella. Al enterarse Thomas de su muerte en Cannes no fue capaz de experimentar el menor dolor; en su diario consignó fría y escuetamente que se había tratado de «un acto irresponsable»; eso fue todo.

   Pero nos faltaba hablar de Golo considerado en su infancia y pubertad otro «idiota de la familia» como Flaubert. No agraciado físicamente, poco hábil, extraño y con complejos..., su padre apenas podía disimular su decepción: «Es tremendamente torpe...». Sin embargo estaba en un error; Angelus Gottfried Thomas Mann, conocido como Golo por ser ese el vocablo que cuando era niño le salía al pronunciar su propio nombre, se convirtió en un notable ensayista e historiador sin descuidar el mundo literario, y prueba de ello fueron los dos prestigiosos premios recibidos: el Georg Büchner y el Goethe, este último treinta seis años después de haberlo recibido su padre. Fue posiblemente él quien más lo detestó; en su libro de memorias escribe: «Él era capaz de proyectar un aura de bondad, pero nosotros, en su mayor parte, sólo experimentamos el silencio, la severidad, el nerviosismo y la ira». ¿Se debió a ello que Golo Mann comenzó sobre todo a «despegar» al morir su padre? A partir de ese momento, ya cerca de los cincuenta años, comenzó su consagración como intelectual, especialmente como historiador y ensayista político; se ha llegado a decir que la muerte de su padre le dio la vida como escritor. Como su hermano Klaus formó parte del ejército norteamericano durante la segunda guerra mundial, pero a diferencia de él mantuvo oculta su homosexualidad durante toda su vida, la cual vino a reconocer poco antes de morir a los ochenta y cinco años durante un entrevista.
   Monika, la cuarta, tuvo una vida más sosegada si exceptuamos el naufragio del barco en el que con su esposo viajaba a Estados Unidos hundido por un submarino alemán; ella se salvó y él pereció. Superado ese golpe y otras crisis se dedicó a escribir en Italia, lugar en el que rehizo su vida. ¿Y de Elisabeth?, ¿no diremos nada? Únicamente que fue siempre la «niñita» de Thomas y que también llevó a cabo diferentes trabajos literarios además de los muy variados escritos profesionales.
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   Pocas pinturas rupestres representan a la mujer acompañando al hombre durante la caza; pero las hay. Nos vienen a decir que siempre hubo féminas que además de cuidar de la prole y de preparar la comida para el marido cazador, se aplicaron también a la tarea que él desempeñaba; lo apoyaron en su esfuerzo por colocar la trampa y traer el venado a la cueva.
   Por una carta dirigida a su hermano Heinrich sabemos lo que Thomas Mann opinó sobre Katharina Pringsheim —Katja la llamaba él— poco después de conocerla en su casa de Munich: «Los Pringsheim son una experiencia que me colma. (...) Katja, una maravilla, algo indescriptiblemente raro y valioso, un ser cuya mera existencia vale por la actividad cultural de quince escritores o treinta pintores...». Esta vez «el mago» —yo en esta ocasión lo llamaría «el vidente»— no se equivocaba.
   En forma parecida a Christiane y Nora en sus relaciones con Goethe y Joyce, pero en este caso con una diferencia manifiesta pues Katia estaba en posesión de una gran cultura y educación, Thomas Mann tuvo la suerte de encontrar la mujer ideal para llevar a cabo su trabajo, para culminar el éxito descollante que como escritor había conseguido con su primera novela. 
Katia se dedicó durante su matrimonio a promover y apoyar la imagen de su marido y su carrera como escritor. Ella fue, además de esposa y madre su ayudante, su secretaria, su consejera y su secretaria. Y a pesar de todos los defectos de carácter de él y de su homosexualidad oculta y refrenada, debió amarlo. Indudablemente lo admiró y le infundió su aliento.
   ¿Deseáis saber lo que Thomas le escribía en su noviazgo? Es necesario leer su novela Alteza real. Cuando se dedicaba a su redacción le pidió a Katia las cartas de amor que le había escrito para utilizarlas en la novela.
Es hermoso conocer lo que aquel gigante de las letras pensaba sobre ella: «Yo no sé de que manera esta vida habría podido mantenerse tal como ha sido, sin la asistencia sabia, valerosa, suave y enérgica a la vez, de esta extraordinaria mujer».


¡Qué pena que con tan sólo estas pocas y mal pergeñadas líneas hayamos tratado de compendiar la vida y la obra de una familia tan excepcional!
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(1) Reich-Ranicki, Marcel: Thomas Mann y los suyos
(2) Krül, Marianne: La familia Mann











domingo, 20 de mayo de 2012

Día Cincuenta y ocho: Grandeza, sufrimiento y miseria de Thomas Mann

¡Si uno pudiera expresar únicamente en unas cuartillas tan sólo los mínimos conocimientos adquiridos sobre la figura de Thomas Mann! ¡Gigante tan magnífico y a la vez tan conmovedor! Trataré de dejar un bosquejo (que siempre será escaso) persiguiendo que el lector curioso se sienta contagiado y busque saber de él. Merece la pena; es mucho lo que nos dejó. 
   Primeramente se ha de decir que después de leer en sus diarios y en su obra de ficción, uno se siente profundamente confundido. Parecen tratarse de escrituras tan diferentes que hace pensar necesariamente que correspondan a dos autores totalmente distintos.
   En segundo lugar, respecto al volumen de su obra, uno se queda atónito en cuanto a productividad. Sin contar sus treinta y dos ensayos o escritos de pensamiento, nos dejó más de cuarenta obras de narrativa de una variedad temática difícilmente imaginable. Pero esa productividad no lo es menos en cuanto a sus diarios, de los cuales tan sólo los que abarcan de 1918 a 1939 han sido publicados en extracto puesto que ocuparían más de ocho mil páginas; y no dejó de escribirlos hasta el último día de su vida en 1955.
Al igual que sucedía con Dostoievski, viene al caso preguntarse quién era Thomas Mann, porque sin duda estamos ante un hombre con distintas personalidades como se daban en aquel. Pero en Mann, aunque esas personalidades vienen a darnos la imagen de un autor indiscutido y reconocido, sin embargo también lo retratan como falto de carisma, alguien que nunca fue querido por la mayoría, alguien que posiblemente irradió más aborrecimiento que simpatía.
Lo que más ha trascendido hasta nosotros ha sido la figura de un neurótico obsesionado por llegar a manifestarse ante el público con una determinada imagen que él mismo se preocupó de ir creando. Y como neurótico está en la línea de los grandes, en primera fila con ellos. Sin duda ambicionaba las alabanzas y el afán del reconocimiento y le dominaba el gozo de la autocomplacencia; y no obstante se reconoce que su prosa era encomiable, virtuosísima —si exceptuamos a los modernistas que llegaron a conceptuarlo como un anticuado al que había que mandar a un museo.
¿Egocéntrico?, ¿débil e indefenso?, ¿egoísta?, ¿actor?, ¿hipocondríaco?, ¿frío?, ¿calculador?, ¿repulsivo? Estos son algunos de los epítetos que salpican su existencia y en ella hay algo de todos. ¿Fue su vida insegura, penosa y vacía como se asegura?, ¿trató mal a sus hijos y de ahí sus conmocionadas existencias?, ¿era su único objetivo el llegar a ser el heredero de Goethe?
¿Y el tema de su homosexualidad reprimida? ¿Fue sacrificada en aras de ese gran triunfo que buscaba en el mundo de las letras?, ¡indudablemente! A los treinta años se decidió por el matrimonio. Pero mantenerse aparentemente en la ortodoxia le causó enormes sufrimientos.
Al pintor y violinista Paul Ehrenberg le dedicó la Parte Novena de Los Buddenbrook; su relación con él comenzó a los veinticinco años y le duró un interregno de cerca de tres entre su primer encuentro con Katia —la que será todo para él— y su boda con ella al cabo de ocho años; «...la precaria situación en que se haya uno si no le gusta el sexo débil». Todavía en su senectud sufría a causa de sus sentimientos homoeróticos no plenamente realizados, cuando se enamora en un hotel de Zurich de un joven camarero de Baviera (Franz Westermayer) —su enésimo enamoramiento de un joven—, y razona que también Goethe se enamoró fieramente a los setenta y cuatro años de una chica de diecisiete; pero «...el encanto incomparable de la juventud masculina que nada en el mundo puede superar, que es la base de todo y que desde siempre ha sido mi miseria y mi felicidad...», También a los setenta y cinco deja en su diario: «Abajo, en la pista de tenis (...) un joven argentino (...) Profundo interés erótico. Me levanto del trabajo para mirar. Dolor, placer...», y antes había escrito: «...el "otro sexo" del que aún no sé nada, a pesar de estar casado».
Sin embargo lo más sorprendente puede que sea su posible deseo incestuoso y pederasta hacia su hijo mayor Klaus cuando este tiene catorce años, la misma edad de aquel joven polaco Tadzio de La muerte en Venecia del que se había enamorado diez años antes: «...le hice notar mi afecto acariciándolo... (...) Klaus, por quien últimamente me siento atraído...», y «Me parece muy normal enamorarme de mi hijo. (...) estaba tumbado en la cama, leyendo, con el torso moreno descubierto, cosa que me perturbó...». «Katia conocía los deseos ocultos del marido.... Pero no podía mencionarlos a Klaus y contribuía de este modo a su confusión»(1).
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Hablemos algo ahora sobre sus diarios y después sobre su obra. Por supuesto lo escaso que leí en su día de él.
   Respecto a los primeros, es necesario destacar lo increíblemente minuciosos e insustanciales que son hasta el punto que uno llega a preguntarse: ¿pero cómo este hombre escribía tales nimiedades? En los tiempos de su lectura dejé escritas las siguientes notas:
No parecen los diarios de un escritor, y tampoco creo que en ellos mintiese. Monótonos; poca mente de literato en funcionamiento en esos diarios. Encuentro en Mann mucho de hipocondríaco o realmente de un hombre con muchos problemas psíquicos y de salud; también algo de usura cuando llega a anotar pequeños e insignificantes costes, algunas veces quejándose. En la parte positiva su gran capacidad de trabajo; es de admirar su esfuerzo epistolar, aunque casi siempre dicta, ¿a quién, a que persona le dicta...? De igual manera sorprende su constante trasiego debido a los tormentosos tiempos políticos que le toca vivir. ¡Y qué decir de su activa vida social! Pero además de continuar trabajando en sus obras literarias dedica tiempo a la lectura, elabora y pronuncia discursos, prepara artículos para la prensa y completa cada noche su minucioso diario consignando las visitas recibidas, el dolor o malestar que sufre, el medicamento que toma, lo que cena, el vino que bebe, si tomó su tableta de Phanodorm para dormir (a veces sólo media), y cómo ha pasado la noche. Todo ello arrastrando su problema de homosexualidad que su mujer conoce y soporta, y sobre la cual él en los diarios se manifiesta a menudo. Al menos también deja constancia de que relee a Tolstói, a Bernanos, a Dostoievski, y sobre todo a Goethe.
A finales de los años treinta una vida apasionante, la mayor parte de ella en Norteamérica. Viajes, actividad literaria y social inusitada, amigos, ensalzamiento por su oposición al nazismo, exilio deliberado, triunfo literario, conferencias, ruedas de prensa, admiración y respeto, y... confiesa sus enormes depresiones, angustias y náuseas; llora a solas frecuentemente.
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Thomas Mann está escribiendo en uno de esos años, el 38 y precisamente en Norteamérica, una de sus obras: Carlota en Weimar. Y sobre ese esfuerzo va dejando comentarios en su diario. Ello me animó a su lectura porque esta Carlota es, precisamente, aquella casada de la que Wherter se prendó, y a la cual Mann hace coincidir con Goethe a sus sesenta y siete años.
En sus diarios dice que su capítulo VII le da mucho trabajo —confieso que es delicioso leer una obra y simultáneamente los diarios del autor que hacen referencia a su escritura. Sin embargo no habla de revisiones. ¿Es que no refinaba para conseguir su marmórea pulida prosa? A lo largo de su lectura, en la que fui explorando su argumento, analizando su construcción y deteniéndome en algunos diálogos, resultó que Goethe tan sólo aparece en el último momento. A mí me dio la impresión de que Mann buscaba dejar esa emoción para el final; todo lo demás es como un relleno, un suspense y un tener al lector pendiente de ese encuentro, que es lo que el lector desea desde el principio. Hay un capítulo, precisamente el VII, en el cual el autor utiliza el recurso de echar a rodar libremente los pensamientos desordenados de Goethe en ciertos instantes o momentos de soledad: frases inconexas, evocaciones, palabras claves o enigmáticas, máximas, dichos... Quizás uno de los flujos de conciencia más espectaculares y bellos que he leído en mi vida.

    Como consecuencia de una afección pulmonar sufrida por su mujer en 1912, Mann acude a visitarla a Davos al sanatorio en el que convalece, aunque tan sólo durante dos semanas. Ese escaso tiempo, sin embargo, le dio para mucho: allí concibió La montaña mágica que comenzará a escribir meses más tarde.
Mann le dedicó a esta obra —«soñadoras combinaciones de una sinfonía de pensamientos» como él la definiódoce años «tenaces de trabajo y meditación» según dice el traductor; y añade que el libro es «copiosísimo en ideas y lecturas» y que «el genio alemán, después de Goethe, no ha llegado a producir nada semejante en profundidad y magnitud». Páginas y páginas, más de mil y sin duda de prosa perfecta, describiendo personajes y relatando situaciones y sucesos intrascendentes, e incluso fisiología del cuerpo humano extraída indudablemente de una enciclopedia o libro de medicina. Hoy no se hubiera publicado esta novela así, tal cual es. Hay un tiempo para cada cosa. Los lectores del comienzo del siglo XXI no son los de principios del XX.
No obstante, la prosa de Mann en esta novela me resultó más que virtuosa. Es perfecta, fría y pulida como debe serlo al tocarla la piedra que Miguel Ángel nos dejó tallada; no emociona pero inspira reverencia; enorme capacidad de observación la que descubrí en Mann. Independientemente de expresar ideas elevadas, ontológicas, ideológicas y morales con elegancia orteguiana, noté que era capaz de volcar sus más elementales pensamientos, imaginaciones y evocaciones con un gran detalle y profundidad; esas cavilaciones y rememoraciones estúpidas y simplonas que a todos nos invaden en cualquier momento y a las que generalmente no les dedicamos el mínimo interés; las que consideramos baldías y hueras.
A este respecto quiero terminar con algo que manifestó Mann: «El escribir es, desde un principio al final, sólo reproducir la vida a mi alrededor a través de un interior, el cual lo absorbe todo, lo combina, lo crea de nuevo, lo amasa y lo reproduce en formas y materia propia». ¿Era posiblemente Mann una máquina de escribir con cerebro y sin corazón, algo así como un ordenador de hoy que absorbe, combina, amasa, crea y reproduce nueva información? Sintomático es que suyo sea también el siguiente pensamiento: «...yo amo el orden en cuanto a naturaleza y en cuanto a espontaneidad profundamente disciplinada».
   Pero todavía no he terminado con «los Mann».
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(1) Krül, Marianne: La familia Mann





domingo, 13 de mayo de 2012

Día Cincuenta y siete: Los Mann, una caprichosa y candente incógnita

Se me puede reprochar que busco casi siempre el contraste; y es verdad que hoy lo hago intencionadamente trayendo a estas notas a la convulsa e inquietante familia Mann como la antítesis del misógino solterón y solitario que acabamos de abandonar en aquel caserón de Croisset, sobre la margen derecha del Sena, donde transcurrió la mayor parte de su existencia.

Bien, ¿qué clase de sortilegio pudo suceder para que sobre la descendencia de un matrimonio de la burguesía alemana de finales del XIX viniera a anidar súbita y caprichosamente el hálito de la musa de las letras, de la cultura y de la intelectualidad junto con el desorden, la intemperancia y el arrebato? Estamos ante una incógnita de la historia de las letras alemanas en la transición al siglo veinte que aún hoy sigue siendo intrigante. 
Y para comenzar con ellos, con la insólita familia Mann, nada mejor que identificar antes de nada a los personajes de los que nos vamos a ocupar. ¿Qué parentela era aquella a la que me estoy refiriendo? Helos aquí: una rama familiar compuesta de trece personajes, se diría que como los seis de Pirandello en busca de autor. Pero no; autor no lo necesitan; además de «actores» casi todos ellos fueron autores; llegaron a ser a un tiempo grandes creadores y protagonistas en cualquier sentido que se le dé a estas palabras.
Thomas Johann Heinrich Mann y su esposa Julia da Silva Bruhns son los primigenios, los progenitores de Heinrich, Thomas, Julia (Lula), Carla y Viktor.
De Thomas, el segundo citado y casado con Katia, son los protagonistas sus hijos Erika, Klaus, Angelus (Golo), Monika, Elisabeth y Michael.
Sin embargo precisemos: ni el gran patriarca ni sus hijos Lula, Carla y Viktor llegaron a publicar nada; tampoco Michael. Pero todos ellos nos son necesarios para comprender mediante sus complejas e intrincadas relaciones la sorprendente obra escrita que dejaron los demás.
   Thomas Johann Heinrich Mann es un joven y notable comerciante de grano en Lübeck que contrae allí matrimonio con una muchacha brasileña hija de un alemán afincado en Brasil el cual la ha traído hasta aquella ciudad siendo muy niña tras la muerte de su madre. Julia da Silva —¿por qué no «Bruhns da Silva», me pregunto yo?— llega a aquel lugar con cinco años sin hablar una palabra de alemán. Lo contará todo ello en sus memorias, aunque no serán publicadas hasta después de su muerte y las de sus hijos.
Aquel resultó ser un matrimonio extraño. La exuberancia y belleza latina de Julia, su carácter, su coquetería y sus flirteos chocaban abiertamente con la conducta diríase que prusiana de su esposo, que siempre tuvo graves problemas surgidos en la gestión económica de la herencia comercial recibida y, el cual, muy pronto además, es elegido senador de la ciudad. Y muere joven; tras poco más de veinte años de matrimonio le sobreviene la muerte que aún hoy sigue considerándose extraña. ¿Qué sucedió? Al parecer predijo semanas antes de morir —padecía un cáncer— el día y la hora exacta de su muerte. ¿Se envenenó?
Pero no nos anticipemos; durante esos años han nacido los cinco hijos que ya hemos enumerado cuyas relaciones entre ellos y con sus padres darán sustento a la «leyenda» de los Mann. Si en cualquier tipo de familia existen siempre tiranteces, preferencias y desdenes, exagerados privilegios y hasta maquinales rechazos se diría que en la de Thomas y Julia ello prolifera y se desata hasta límites anormales, y todo amalgamado con una común personalidad creadora y un espíritu precoz siempre presente en la mayoría de los cinco hijos. Ellos representan el despertar de la familia más sobresaliente en las letras alemanas hasta nuestros días; pero por encima del resto de ellos Thomas, el segundo, que llegará a convertirse en el personaje capital alrededor del cual girarán los demás. No tenemos más remedio que aceptar que en gran medida «...la literatura debe su origen al sufrimiento que producen en el individuo su propia existencia y el mundo en el que vive inmerso ...—por ello—... los escritores están dotados de una sensibilidad extraordinaria que es a la vez una bendición y una maldición»(1).
   Atención, se da la circunstancia de que «el mundo en el que viven inmersos» los pequeños Heinrich y Thomas es un mundo agonizante, el fin de una era dominada por aquella aparente inmutable burguesía europea que, sin darse cuenta, está dejando paso a la más perturbadora modernidad; un mundo que será terriblemente convulsivo en su etapa de adultos. Se llevaban cuatro años: habían nacido respectivamente en el año 71 y 75 del siglo diecinueve, y la sociedad alemana iba a sufrir una de las etapas más estremecedoras durante la existencia de ambos que, además, llegarán a vivir muchos años. Repito, entiendo que es una familia apasionante en un mundo delirante y conmovedor.
Heinrich no tuvo por parte de su madre —aquella veleidosa latina que lo ha traído al mundo antes de cumplir los veinte años— no tuvo al parecer la dedicación y entrega que se podía esperar tratándose de un primogénito. ¿No lo había deseado?; parece ser que le interesaba cualquier cosa menos él. Y se desarrolla en su primera infancia la inseguridad y el miedo: lo denotan sus primeras narraciones que compuso siendo muy joven. Añádase a ello la predilección de Julia por el moreno Thomas —que no es rubio nórdico como su hermano mayor el cual además se parece a su padre. Rabia y cólera, al tiempo que una desesperación resignada, serán las constantes en la infancia del primogénito destronado. Thomas, que también comenzará a escribir muy pronto, se convertirá desde entonces para él, y cada vez más, en un rival de sangre al que no será capaz de superar.
   Tiene trece años y comienza a escribir, decide ser escritor. Sus escarceos por los lugares prohibidos de Lübeck, junto con el fuerte tirón sexual con el que ha nacido le llevan, para escándalo de su padre y familia, a abandonar el instituto y a escribir literatura precisamente con una carga fuertemente erótica. Es muy curioso que ambos hermanos escriben a una misma edad, a los diecinueve, —lógicamente con una diferencia en el tiempo de cuatro años— dos obras que serán sus primeros trabajos serios: Veleidades y Agrado les dieron por títulos; y, al parecer, tenían un contenido muy parecido, con la diferencia de que Heinrich escribe Veleidades en primera persona y Thomas Agrado como un narrador que conoce el relato a través de un amigo. ¿Primera envidia literaria y plagio? Parece increíble en el joven Thomas.
En contraposición a su hermano, Heinrich será toda su vida el rebelde; estará contra el mundo burgués y contra cualquier código moral, y, finalmente, se opondrá al nazismo desde el primer momento. Escribirá mucho y muy deprisa; sin embargo le faltará siempre la disciplina, la constancia, el esmero y la paciencia de Thomas que incluso le criticará su literatura licenciosa con frecuencia: «Ese constante ardor tan poco convincente y ese continuo olor a carne acaban por cansar y repugnar (...) haber consumado un acto normal además de otro lesbiano y otro pederasta...» le reprochará en una carta. ¡Precisamente él, que tendrá una doble vida ocultando su tendencia sodomita en sus obras aunque confesándola abiertamente en sus diarios!   
   Thomas desbordará a su hermano como escritor cuando a los veintiséis años publique la considerada quizás su mejor obra —poco conocida hoy comparada con las restantes— titulada Los Buddenbrook: la decadencia de una dinastía burguesa (la suya) a lo largo de casi cuatro generaciones. Si se quiere conocer de donde viene Thomas Mann léase esa obra en la que ha contado todo sobre su familia, aunque trastocando nombres y parentescos. Fue la obra que en el fondo le dio el premio Nobel en 1929 después de publicar La montaña mágica —pero no ésta— y que alcanzó fama mundial eso a pesar de que en su primera edición, en dos volúmenes, apenas se vendió.
   Lo que no se vendía de ninguna forma, sin embargo, eran las obras de Heinrich que además de su carga sexual llevarán frecuentemente —y mucho más con el tiempo— una carga político-social humanitaria que nunca se encontrará en las de Thomas. Eran extremos opuestos; se diría que lo prusiano, lo firme, lo rígido y lo establecido frente a lo bávaro, lo regalado, lo sensual y lo voluptuoso; ello junto a la denuncia y la protesta por un mundo tan injusto que acabará reflejando años después en El súbdito, quizás también su mejor obra de su etapa madura de escritor llevada a la pantalla como El ángel azul.   
   El triunfo del joven Thomas afecta a Heinrich; Thomas está impartiendo conferencias a los veintiocho años cuando a él no lo lee nadie. Su también opera prima, tan temprana como la de su hermano (tenía tan sólo veintitrés años) la publica tras un viaje por Italia y estando precisamente en Munich; obra que ha llegado a ser considerada por algunos entendidos piedra de escándalo, de los primeros, de la familia. Le dio el título La caza del amor, y nos viene a pintar una pasión poco entendible. Digámoslo sin ambages: Claude ama a una actriz, Ute, que —como su hermana Carla a la que Heinrich le lleva diez años— únicamente desea vivir para el arte. Pero aunque Claude no cesa de tener aventuras con otras mujeres (y ella con otros hombres) la ama como si fuera realmente su hermana..., respetándola y colmándola de regalos..., aunque con deseos carnales que a cada momento se manifiestan en la obra: «En este relato encontramos, pues, los apenas ocultos deseos incestuosos de Heinrich»(2).
   Carla se suicidó al ingerir un veneno a los veintinueve años después de llevar una agitada vida como actriz. Necesaria y repetidamente tendremos que hablar más adelante de otros suicidios en la historia de los Mann.  
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(1) Reich-Ranicki, Marcel: Thomas Mann y los suyos
(2) Krül, Marianne: La familia Mann








viernes, 4 de mayo de 2012

Día Cincuenta y seis: Las "madames" Bovary de Flaubert


Me gustaría hoy profundizar algo en esa obra por la cual Flaubert permanece en tan alto nivel, aún en nuestra época, en el ranking de las letras universales. Y para ello lo primero que me preguntaría es: qué resultó ser Madame Bovary, y, después, y tan sólo secundariamente y como una curiosidad, quién era Madame Bovary.

Para la primera de estas dos preguntas puede que existan muchísimas respuestas, pero de acuerdo con las convicciones de la mayoría de los expertos y eruditos habría que reconocer que aquella novela, además e independientemente de su «preciosismo» literario, resultó ser y significó un cambio radical en la literatura.
Si se lee hoy, apenas resulta ser una novela con un tema y un argumento tan manido e insubstancial como el de aquellas de las que luego se han escrito posiblemente miles y cientos de miles. ¡Ah, pero antes de ella no hubo nada parecido! Antes de ella, en novela, había amores, pasiones, celos, venganzas, lances, duelos, doncellas, galanes, traiciones, crímenes... Nunca la simple y vulgar narración de un adulterio en términos algo escabrosos —«cuadros lascivos e imágenes voluptuosas» adujo la acusación en el juicio— pero sin héroes ni villanos, sin triunfadores ni sentenciados, sin premios ni castigos y, ni siquiera, moralejas moralizantes —aunque sea cacofónico y suene mal.

La historia siempre va paso a paso, pero después de muchos de ellos puede que dé una zancada. Veamos; se especula que sean tan sólo cuatro los grandes, los transcendentales enclaves, o las zancadas dadas tras muchos pasos, en la historia de la novela. Posiblemente después de la Iliada y la Odisea, tan sólo el Quijote, Madame Bovary y Ulises. Todas ellas abrieron compuertas hasta entonces bien cerradas.
Oigamos a Flaubert: «Lo que me parece hermoso, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin lazos con el exterior, un libro que se sostuviera por la fuerza interna del estilo, como la tierra se aguanta en el aire sin ningún soporte, un libro que a duras penas tuviera argumento o que, al menos, tuviera un argumento casi invisible, si algo así es posible. Las obras más hermosas son las que tienen menos materia (...). Creo que el futuro del arte va por ese camino». Y pensaba bien; ese libro, Ulises (que también fue llevado a los tribunales) lo escribió por primera vez James Joyce, y hoy también existen quizás cientos de miles de libros como él, pero antes tampoco hubo nada parecido. Y, finalizo; antes de Joyce y de Flaubert, a Cervantes se le había ocurrido escribir una obra en la que el héroe era un pobre loco y la heroína una tosca aldeana, hermosa y delicada tan sólo en su imaginación. No hace falta decir que aquello era también un hito y que hasta entonces a nadie se le había ocurrido degradar a los héroes hasta ese punto.
Por cierto que, a aquel «idiota de la familia» ese libro ya le embelesó antes de aprender a leer: «A veces el tío Mignot sienta a Gustave sobre sus rodillas para leerle en voz alta Don Quijote. De ese modo, antes de saber leer, Gustave se fascina con las proezas imaginarias del célebre perdonavidas de molinos»(1). «Sabes que las primeras impresiones nunca se borran. El pasado lo llevamos dentro y de él nos alimentamos durante toda la vida... Cuando me analizo, me encuentro con Don Quijote». Ojo: «nos alimentamos». ¿No se nos ha dicho y repetido que la Bovary es un «Quijote con faldas»?(2)
La incógnita reside en saber cuando se producirá la siguiente gran zancada en la literatura..., o si ya no habrá ninguna más teniendo en cuenta dos condicionantes: la evolución que la sociedad experimentó entre aquellas zancadas, y la sociedad actual desde Joyce hasta el momento. La nuestra no tiene ningún corsé, y en ella todos escribimos de todo y en cualquier soporte.
Si aquello sucediera sería desesperante para nuestros descendientes. No existiría ya nada nuevo en literatura y todo continuaría como hasta la fecha.

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Pero nos resta hablar del personaje Madame Bovary. Quién era Emma Bovary o en qué mujer —madame o mademoiselle— se habría inspirado Flaubert. Ello independientemente del suceso —adulterio y suicidio— que como hoy se sabe pudo suceder en la realidad.
Si como ha sido dicho se escribe siempre sobre uno mismo, y un escritor no puede describir o representar otra cosa que sus propios recuerdos y sentimientos subconscientes, debemos pensar que la imagen de Emma estaba en aquellos, en la mente de aquel solterón que evitaba el matrimonio a toda costa, a pesar de que repetidamente estuvo enamorado y que con algunas mujeres tuvo intensas relaciones íntimas.
1850: «¿Para cuando mi boda? (...) Espero que nunca. (...) El matrimonio sería para mí una apostasía que me aterroriza» —tiene veintinueve años y comenzará Madame Bovary al siguiente.
1859: «La mujer me parece una cosa imposible. Cuanto más la estudio, menos la comprendo. Me aparté de ella todo lo que pude. ¡Es un abismo que atrae y me da miedo! —tiene treinta y ocho y ha finalizado hace tres años Madame Bovary.

Afirma Troyat que Flaubert tuvo razón al decir aquello de «La Bovary soy yo». Y piensa que de cada una de las mujeres que amó hay algo en Emma..., y cuando escribía estaban presentes en su corazón y en su mente.
¿Qué había de Elisa, su primer amor, la cual tenía veintiséis años y era madre y concubina cuando la conoció siendo un quinceañero, y a la que nunca llegó a poseer pero a la que visitará y verá posteriormente y «permanecerá en su memoria como el símbolo del amor ideal?»(1)
¿Qué de Eulalie, aquella exuberante criolla y mesonera de treinta años que lo sedujo y con la que a los dieciocho perdió su virginidad, y que durante cuatro días la gozó intensamente y después la estuvo escribiendo durante ocho meses a Marsella?
¿Qué de Louise, la adúltera esposa del escultor Pradier, muchos años mayor que él pero frívola y siempre sonriente y de la que quedó fascinado cuando la conoció, y llegó a saber de sus intimidades e incluso leyó su manuscrito autobiográfico?
¿Qué de Louise Colet, once años mayor que él y su gran amante —de él y de otros más— a la que conoció precisamente posando para Pradier en su estudio? Con ella sostendrá una apasionada e intermitente relación durante ocho años de los cuales los tres últimos coinciden con los tres primeros de los cinco dedicados a la obra. Le escribirá muchísimas cartas que hoy, afortunadamente, podemos leer.
¿Habéis reparado que todas ellas eran bastante mayores que él? Pero también otras mujeres de las que no tenemos datos acerca de que estuviera enamorado, pero a las que frecuentó y con las que se carteó, ¡le llevaban hasta veinte años! George Sand, Leroyer de Chantepie y Amédée Pommier por ejemplo, todas escritoras. No quiero ejercer de psiquiatra o de psicólogo pero ¿buscaba aquel solterón una madre entre aquellas mujeres de las que se enamoraba o simplemente entre las que se dedicaban a escribir?

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Para terminar definitivamente escuchemos a Flaubert en algunas cartas dirigidas a esas mujeres. Son tan sólo algunas citas —de las más de tres mil cartas que componen su correspondencia— pero todas ellas relacionadas con sus luchas por alcanzar la excelencia en la expresión literaria y, como he dicho, escritas todas a alguna de esas mujeres que he enunciado anteriormente:
«¿Sabes cuantas páginas he escrito esta semana? ¡Una, y no digo que sea buena! (...) ¡Como me cuesta! Escribir debe ser algo cruelmente delicioso cuando nos infligimos semejantes torturas, y sin que deseemos otra cosa»
«Me ocurre que al cabo de cinco o seis páginas tengo que suprimir frases que me han exigido días enteros» (...); lo que ahora me parece un error, cinco minutos después ya no lo es; se trata de una serie de correcciones y de recorrecciones de correcciones que no se acaban nunca»
«Cuando descubro una mala asonancia o una repetición en una de mis frases estoy seguro de que me he enredado en algo falso. A fuerza de buscar, encuentro la expresión justa, que era la única y que al mismo tiempo es la armoniosa»
«¡Qué manía más bárbara, pasarse la vida peleándose con las palabras y sudando el día entero para redondear la musicalidad de las frases!»
«Cuanto más experiencia adquiero en mi arte más se convierte en un suplicio ese arte: (...) Creo que pocos hombres han sufrido como yo por la literatura»
«Es tan difícil escribir que a veces me siento desfallecer»
«Hace dos días que le doy vueltas a un párrafo sin acabarlo»
«Esta semana he escrito cerca de seis páginas, lo que está muy bien en mi caso»
«El detalle es atroz, sobre todo cuando uno ama el detalle, como yo»
«He pasado cuatro horas sin poder hacer ni una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien, habré garabateado cien»
«¿Sabes cuantas páginas he hecho esta semana? ¡Una, y aun no digo que sea buena!
En el cuaderno de notas que Mark Twain tenía, se encontró escrito lo siguiente: «La fama es una especie de vapor; la popularidad, un accidente; la única seguridad terrena, es el olvido». Creo que se equivocaba rotundamente. Casi siempre en el escritor se oculta una ambición secreta ajena al arte, pero Gustave Flaubert amaba las letras y lo suyo no fue el olvido.
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(1) Troyat, Henri: Flaubert
(2) Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote, Vargas Llosa en La orgía perpetua y Julian Barnes en El loro de Flaubert .