viernes, 27 de abril de 2012

Día Cincuenta y cinco: Flaubert, ¿"El idiota de la familia"?

«Cuando salía de un salón en el que la mediocridad de la conversación había durado toda la tarde, se sentía abatido, hundido, como si le hubieran molido a golpes, convertido él mismo en un idiota...». Pero, ¡un momento!, esto que Maupassant cita en su obra titulada Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, no tiene por supuesto nada que ver con el título de hoy.
Como cualquier lector de Gustave Flaubert posiblemente sabe, L'Idiot de la famille fue el desafortunado título que Jean-Paul Sartre le dio a un ensayo biográfico, filosófico y psicológico sobre aquel que le llevó veinte años de su vida y tres mil páginas en tres volúmenes, y que aún quedó falto de un cuarto. Sartre fue para Vargas Llosa «el más irreductible de sus críticos, el enemigo más resuelto de lo que representó Flaubert»(1). No hace falta recordar que también había viajado hasta Saint-Malo para visitar la tumba de Chateaubriand y orinarse sobre ella.

He querido comenzar hablando sobre Flaubert citando a Sartre y a Vargas Llosa porque, indudablemente, en ellos podrían sintetizarse los numerosos admiradores y detractores de Gustave Flaubert. Guy de Maupassant fue, además de su seguidor, su amigo; Sartre y Vargas Llosa han sido, respectivamente, uno el más fustigador y otro el más acérrimo valedor de aquel e incluso su discípulo.
¿Nos interesa saber mucho de lo que Sartre escribió en El idiota de la familia y de lo que Vargas Llosa dejó escrito en La orgía perpetua?; pienso que no demasiado del primero. Tal como éste último dejó dicho allí, el libro de Sartre interesa más al «sartreano» que al «flaubertiano», y a nosotros quien nos interesa sin duda es Flaubert con todas sus miserias, neurosis, obsesiones, triunfos y fracasos.
Pero antes de nada detengámonos en la palabra idiota. «Soy insociable, todo el mundo me parece idiota». Esto que Flaubert en una de sus cartas le dice a George Sand, lo repetirá muchas veces en su vida con otras y diversas palabras similares a las de la siguiente frase: le daba náuseas la estupidez humana.
¿Flaubert idiota? La «leyenda» nace precisamente debido a su infancia al calor de la familia que tiene: un padre muy brillante en su profesión de médico y cirujano pero recto, brusco y autoritario; una madre sumisa y leal al padre, que para el pequeño Gustave fue más guía que madre; un hermano mayor que destaca y que está llamado a emular y aun superar al padre.
Es cierto que Gustave estaba muy lejos de ser un niño prodigio, le costó mucho trabajo aprender a leer y no lo consiguió hasta cerca de los nueve años, no poseía las facultades del padre ni las virtudes que adornaban al primogénito nueve años mayor que él, y, muy pronto, seducido por relatos y lecturas, le da por escribir. Su familia no entiende que aquel muchacho soñador e imaginativo pueda ser normal. Y en verdad no lo era; pero estará muy lejos de la idiotez y muy cerca de la genialidad.
Estamos por una parte ante un creador, un verdadero orfebre o artesano de la literatura como posiblemente no ha existido jamás; ya lo iremos viendo. Pero por otra parte nos encontramos ante un sujeto al que en su vida no le han sucedido grandes acontecimientos; no ha saboreado aquel «alimento de los héroes»: la humillación, la desdicha y la discordia. Podríamos decir que Gustave Flaubert —si exceptuamos su neurosis, epilepsia o histeria, la enfermedad nerviosa que en diversas ocasiones le acometió— vivió una existencia plácida luchando tan sólo consigo mismo por la palabra precisa y la sentencia correcta. Se diría que su vida, transcurrida sobre todo entre las ciudades de Croisset (cerca de Rouen, al lado del Sena) y París —con la excepción de su viaje por el Nilo y a otras ciudades orientales y del norte de África—, sin grandes necesidades económicas gracias primero a los bienes dejados por su padre al morir cuando él cuenta sólo veinticinco años, y posteriormente por sus ganancias editoriales, se diría que esa vida (precisamente vida de soltero acompañado de su madre que vivirá hasta que él tenga cincuenta años) resultó ser una vida sosegada; una vida sin hambres, miserias, prisiones, destierros, desavenencias conyugales ni divorcios; ello ya lo disocia de la mayoría de los grandes escritores.
Y, sin embargo, durante esa vida dedicada exclusivamente a la escritura, una vida de cincuenta y nueve años que transcurre prácticamente simultanea con la de Dostoievski —su polo opuesto en cuanto a contingencias—, se diría que Flaubert no produce lo suficiente: su legado consistió en siete novelas (alguna sin terminar) y tres cuentos; aunque, eso sí: dejó una muy copiosa y riquísima correspondencia.
Estas cartas que, como hemos dicho muchas veces, al igual que los diarios es el mejor legado que un escritor puede dejar para que las sucesivas generaciones puedan saber quién era y qué pensaba el escritor, son en el caso de Flaubert mucho más necesarias que en cualquier otro autor. Y ello porque además de tratarse de un solitario tenía como lema no descubrir jamás su personalidad al escribir sus novelas. Esta sabrosa correspondencia es la que le llevó a Gide a decir: «Cambiaría las novelas de Flaubert por sus cartas».

Reparo que sin un propósito especial, inadvertidamente, he citado ya tres de las características o puntos claves que compusieron el norte del trabajo de nuestro personaje y que hicieron de él un verdadero prototipo. Efectivamente, aunque no han sido citados por este orden fueron los siguientes:
—Una dedicación exclusiva durante toda su vida, ¡toda!, a su labor de escribir. No hizo otra cosa nada más que eso en cualquier época de su existencia. A diferencia de tantos otros no le atrajo la política, algún negocio, la investigación o la enseñanza, ni siquiera le tentó el periodismo; fue una entrega ciega, devota, tenaz y constante a esa empresa. «La única forma de soportar la existencia consiste en aturdirse con la literatura como en una orgía perpetua». —Tomo yo ahora de mi zurrón algo muy a propósito de Ortega y Gasset: «¿Es la literatura un salvavidas suficiente en el gran naufragio que es la vida humana?».
—Se empeñó en encontrar la perfección en la escritura (si es que en ella existiera) hasta límites difícilmente entendibles. Pulía, lustraba y esmerilaba la frase y el párrafo al tiempo que buscaba incansable y de forma extenuante la palabra más correcta y precisa: el sujeto, el adjetivo, el complemento, el verbo y su tiempo, etcétera, hasta que se convencía de que la solución encontrada no podía ser superada. «A fuerza de buscar encuentro la expresión justa, que era la única y que al mismo tiempo es la armoniosa».
—Puso un empeño riguroso en evitar que en cualquier pasaje de su obra trascendiera al lector su propio juicio sobre los acontecimientos que describía. Su impersonalidad o imparcialidad —pasividad también ha sido llamada— consiguen que el espectador de los hechos narrados, el simple lector no pueda tomar partido junto o contra el narrador sobre la bondad o lo pernicioso de una conducta o bien acerca de lo acertado o erróneo de un pensamiento...; todo queda en la indeterminación, en la ignorancia y en la incertidumbre. «El artista debe estar en su obra como Dios en la creación, invisible y todopoderoso, que se le sienta por doquier, pero que no se le vea».
—Finalmente, fue el escritor de la veracidad documentada. Histórico o actual, todo lo que dejó escrito lo había consultado antes «enciclopédicamente» de forma prolija, bien se tratara de la materia más vulgar o de la más insólita: horarios de estaciones, vestimentas fenicias, fabricación de loza, procesos bursátiles, cirugía del pie, vitrales de una catedral... Para la redacción de su última obra —que quedó inacabada—  él mismo nos dejó escrito  que consultó  más de mil quinientos volúmenes. «Respecto a una palabra o a una idea, investigo y me pierdo en lecturas...»; «¿Sabe a qué me dedico ahora? A las enfermedades de las serpientes (...) ¡Ser verosímil da trabajo!»
Pero todo ello no surgió espontáneamente y al comienzo de su exclusiva dedicación a escribir, un comienzo el cual tuvo lugar justo al abandonar la carrera de derecho, en su segundo curso, debido a un primer ataque de aquella enfermedad neurológica que no se sabe muy bien cual fue: «A los veinte años estuve a punto de morir de una enfermedad nerviosa...»; «A menudo, sentí que me volvía loco»; «He vuelto a tener la enfermedad negra,...». No, a Flaubert le costó mucho encontrar su camino y para ello tropezó repetidamente. «Su talento fue una larga paciencia»(1): el tiempo que dedicó a Madame Bovary fue de cinco años; veintiséis le dedicó a La educación sentimental; en La tentación de San Antonio empleó cerca de treinta —la primera versión se la leyó a dos de sus amigos durante cuatro días seguidos a ocho horas diarias y le recomendaron que la echara al fuego.
Y, a propósito de ello, yo quiero también hoy —para ser honesto— dejar más constancia de que no sólo Sartre trató de denigrarlo. Realmente no a todo escritor, como hemos dicho, llegó a «convencer» Flaubert. Y para  muestra Valéry: «no tuvo su ingenio demasiada gracia ni demasiada hondura...», y  a continuación viene a decir que lo que escribió Flaubert es un producto forzado de la erudición: «este tipo de producción es el paraíso de los intermediarios». Y sigue diciendo que «sus escrúpulos de exactitud y de referencia son la muestra de su carencia de espíritu de decisión y de voluntad de composición (...) tanta tensión por maravillar engendra en el lector la sensación de ser presa de una biblioteca, súbita y vertiginosamente volcada sobre él, (...) todos sus tomos vociferan sus millones de palabras (...) Ha leído demasiado, (...) fue siempre presa del Demonio del conocimiento enciclopédico, (...) Se emborrachó literalmente de fichas y notas. (...) embriagado por lo accesorio se ha dejado embaucar por detalles captados acá y allá en libros poco, o mal, frecuentados. (...) Ha fracasado (...) Se perdió en el exceso de libros y mitos»(2).

Tenemos mucho que hablar sobre Flaubert. No obstante sí quiero decir hoy, antes de terminar, que a pesar de todas las censuras su indiscutida calidad permanece intacta en una de sus novelas: su Madame Bovary. He leído sus principales obras y en mis notas he dejado críticas, pero confieso que fui incapaz de dejar una sola sobre esa sorprendente producción.
_____________

(1) Vargas Llosa, Mario: La orgía perpetua
(2) Valéry, Paul: Estudios literarios. La tentación de (Saint) Flaubert


viernes, 20 de abril de 2012

Día Cincuenta y cuatro: El lado oculto de Mark Twain

Dejábamos a nuestro hombre en Nevada, en Virginia City, y se nos ha marchado. Con su característico «no parar en ninguna parte» ha saltado a San Francisco donde alcanza notoriedad como periodista, y poco tiempo después sabemos que está en el archipiélago de las Hawaii —entonces la islas Sandwich— como corresponsal de un periódico de Sacramento. Más adelante nos enteramos de que se encuentra en medio del océano a bordo de un buque con acaudalados turistas norteamericanos que quieren conocer Europa y el Oriente Medio, y desde el cual escribe cartas para un periódico acerca de lo que sus ojos contemplan. Se acabarán editando como un libro de viajes con el título de Inocentes en el extranjero. Libro sumamente crítico en el que no sólo se dedica a enjuiciar —a veces negativamente— las maravillas europeas, sino a burlarse con ingenio y humor de la perplejidad y el provincianismo de aquellos ignorantes turistas.
Pero no podremos seguirle; lo tenemos que dejar. Tan sólo añadiremos que no hubo parte del mundo que no visitara: bien para ganarse el dólar, bien como curioso o, en ocasiones, para mejorar su salud o la de su esposa.
Hemos llegado a su esposa. Olivia Langdon jugó un papel muy decisivo en la carrera literaria de Mark Twain. Muy diferente a él, no sólo por proceder de una acaudalada familia del este y haber recibido una muy completa educación sino por tratarse de una mujer profundamente imbuida de ideas religiosas y por lo tanto muy devota, podríamos decir que en cierta forma «castró» a nuestro hombre; incluso debido a su influencia se le ha llegado a considerar un genio frustrado. Estamos ante un caso de amor intenso (e insólito) por una mujer (además enferma) que en cuanto a pensamiento se encontraba en las antípodas del de su rendido esposo. La amó, no obstante, fiel e intensamente hasta su muerte y fue el norte de su vida; pero ella, siempre inflexible, trató por todos los medios de cambiar su natural idiosincrasia y su enfoque de la existencia; y en ello puso una fuerza decisiva: «Ella orientaba todos mis escritos y no tan sólo eso, sino toda mi vida».
¿Cómo hubiera sido la obra de Mark Twain sin ese «censor» que durante treinta y cinco años tuvo a su lado? Pero no fue sólo su esposa sino, en parte, la rígida sociedad del este en la que se instalaron —entre New York y Boston— y en la que se encontró inmerso viviendo junto a ella. Le disgustaba de tal forma su escritura que la historia de Huck Finn hubiera sido posiblemente muy distinta de no haber sido «intervenida» por «Livy», como él la llamaba cariñosamente. Tan sólo tras su fallecimiento, ocurrido precisamente en la Toscana italiana a donde se habían trasladado a vivir a causa de la enfermedad de ella, se atrevió Mark Twain a poner en el papel parte de su pensamiento oculto hasta ese momento: sólo le faltaban seis años para que regresara el cometa Halley, que lo haría como estaba previsto en 1910.   
Se estima que ya en su juventud era notable en Sam Clemens su descreimiento religioso y sus discrepancias, e incluso encontradas diferencias, con las enseñanzas bíblicas y eclesiásticas. En la tercera parte de su vida su larvado racionalismo fruto de sus lecturas y de sus observaciones sobre la conducta humana, su concepto de la accidentalidad de la existencia y sobre la naciente teoría evolucionista, todo ello chocaba abruptamente con las rígidas enseñanzas religiosas de su infancia y le había llevado a un furibundo resentimiento.  A modo de un epicúreo convencido razonaba que «...existe, naturalmente, una Suprema Sabiduría, pero a esta nada le preocupan nuestra felicidad y desdicha». Todo ello, incluso la mofa y las burlas sobre los textos bíblicos, no se atrevió a manifestarlo en vida. Era pragmático y positivo, y aunque nos pueda parecer extraña su conducta adivinó la conmoción resultante que significaría una condena hacia él que finalmente se traduciría en una desacreditación de su obra; en consecuencia: una drástica bajada en su popularidad y en la venta de sus libros.
* * *
Dejando a un lado sus obras más conocidas y genuinas que internacionalmente lo hicieron famoso, he considerado interesante pasar subrepticiamente y sin alharacas por aquellas otras también pertenecientes a él que más puedan sorprender al común lector de Mark Twain. Y todo ello con el fin de tener una más completa idea de su compleja y arrolladora personalidad.
Recuerdos personales de Juana de Arco fue una obra a la que le había dedicado doce años de minuciosa y tenaz investigación y otros dos para escribirla; para ello llegó a alterar su estilo y su lenguaje e incluso llegó a publicarla con distinto seudónimo. Al finalizarla, en los últimos años del siglo, dijo: «Estoy ahora convencido de que Juana de Arco, el último de mis libros, es el que he logrado plenamente». Y, en efecto, entre las biografías de aquella que han sido escritas —sorprendentemente una de ellas por Vita Sackville-West a la que trajimos «anteayer» a estas notas— la suya está considerada por los críticos como una de las mejores. Sin embargo debemos tener presente que la doncella entonces no había sido todavía beatificada ni elevada a la dignidad de santa, le faltaban al menos veinte años para ello. Mark Twain escribió una historia que, imaginariamente, por boca de su escudero, relataba los sucesos (que siempre le habían a él impresionado) de los que fue protagonista aquella sencilla muchacha de diecisiete años. O en otras palabras, no se trataba de una obra apologeticamente religiosa, aunque tampoco se hacía en ella mofa alguna sobre la fe cristiana. ¿O existe en esa obra —como se ha señalado— una ácida crítica al proceso inquisitorial que condenó a la hoguera a aquella inocente? 
Pocos años después, cuando ya su esposa no estaba a su lado como rígido censor, el mismo hombre que había escrito aquellos recuerdos de Juana de Arco decide «confesarse» sinceramente acerca de sus más íntimas creencias y recónditos pensamientos, e incluso «airear» alguno de sus escritos más sorprendentes que venía conservando.
¿Qué es el hombre? es un diálogo interesante e ingenioso al estilo de los de Platón; se trata de un ensayo filosófico escrito en términos sencillos para el lector común en el que mediante la conversación mantenida por un viejo y un joven pretende demostrar que no existe el libre albedrío. «Los estudios para este ensayo fueron comenzados hace veinticinco o veintisiete años. (...) Lo he examinado una o dos veces por año desde entonces, encontrándolo satisfactorio. Lo he revisado de nuevo y me sigue satisfaciendo por considerar que dice la verdad». Y a continuación explica la base o fundamento del diálogo: que nos conducimos en nuestra existencia sometidos a una conciencia interior que está basada, además de en nuestros genes, en la aprobación o desaprobación de las personas que nos rodean: «Cada pensamiento ha sido meditado (y aceptado como una verdad indiscutible) por millones y millones de hombres y ocultado, guardado en secreto. ¿Por qué no hablaron estos claramente?, porque temían y no podían sobrellevar la desaprobación de las gentes que les rodeaban. ¿Por qué no los he publicado yo?; la misma razón me ha detenido, según creo. No puedo encontrar otra cosa». Pero acabó publicando en vida esa obra determinista, aunque en edición limitada y anónimamente.
No hubo más publicaciones irreverentes hasta después de su muerte. Su mal denominada Autobiografía, puesto que se trata de un compendio final de su existencia sin cronología alguna, en el cual pretendía hacer una crítica social hablando sin rubor de personas, hechos y creencias, aunque sin orden ni concierto, se la va dictando exaltadamente a su secretario en los últimos años de su vida. En uno de aquellos días le escribe a un amigo: «Pienso dictar mañana un capítulo que llevaría a mis herederos a la hoguera si se aventurasen a publicarlo antes del año 2006 y creo no querrán hacerlo. Habrá muchos capítulos semejantes, si vivo tres o cuatro años más. La publicación del año 2006 producirá revuelo cuando aparezca. Iré rondando en unión de otros amigos fallecidos para enterarme del escándalo que produzca. Le invito a usted». Como se puede apreciar por el final del párrafo, no le faltaba el humor ni en esa época.
Sin embargo nunca llegó a publicarse integramente aquella. Los sucesivos editores fueron dando a la luz distintas versiones evitando siempre los pasajes más impíos y las manifestaciones más escandalosas. Según se dice en la Introducción de la última de ellas, su editor Neider «selecciona y poda y deja fuera elementos que podrían distraer al lector del carácter general de la autobiografía que se pretende y, en lugar de concentrarse en opiniones y en asuntos de segunda mano, lo hace en lo anecdótico, lo literario y lo humoristico». La verdad es que Charles Neider en 1959 pidió permiso a la hija de Sam Clemens para incluir ciertas reflexiones que figuraban en la misma, pero no fue autorizado. Hoy, sin embargo, independientemente de aquella se encuentran editadas las Reflexiones contra la religión, que eran parte de la misma, y que es libro considerado blasfemo. En el margen de ese capítulo él mismo había dejado escrito de su puño y letra: «Para no ser visto por ojo humano antes de la edición de 2046 AD.S.C.» 
El forastero misterioso, novela publicada en 1916, al parecer como resumen de las cuatro versiones que había dejado en manuscritos, habría sido su última obra. Su final es auténticamente nihilista: la inutilidad de la existencia de la humanidad. ¿Quién dijo que Nietzsche y Dostovieski habían sido los dos primeros nihilistas, uno en la filosofía y el otro en la novela? Pues he aquí también a Sam Clemens con algunos de sus escritos.
Debemos terminar diciendo que si Mark Twain como autor no tuvo que degustar aquel «alimento de los héroes» que a tantos escritores había nutrido, sí fue azotado sin embargo por la calamidad en los últimos años de su existencia. Entre 1896 y 1904 —tan sólo ocho años— fallecen sus hijas Susy y Jean y su esposa Olivia. Pero mucho antes, contando pocos meses de edad había fallecido su primer y único hijo por un descuido de él mismo que siempre le atormentó: «Yo fui la causa de la enfermedad del niño (...) He sentido siempre vergüenza de mi labor aquella mañana traicionera...».
Es posible que desde aquel suceso «...la enloquecedora repetición del lote de incidentes acostumbrados del efímero peregrinar de nuestra especie por este mundo...» le hubiera llegado a influir notoriamente en su pensamiento.
———————









lunes, 16 de abril de 2012

Día Cincuenta y tres: Un par de marcas, o dos brazas de profundidad; Mark Twain

Ante todo quiero poner de manifiesto el por qué traer a Mark Twain en este preciso momento, o digamos «Día». Y he aquí la razón: cuando «ayer» y «anteayer» me refería al matrimonio Woolf manejando aquella anticuada prensa en la que ejercían de cajistas colocando los tipos a mano, línea a línea..., a mí me vino a la cabeza una historia que Twain contaba en su autobiografía y que entonces me dejó pasmado. ¿Se puede imaginar alguien a un cajista o tipógrafo (no sé muy bien la diferencia, si es que existe) el cual se dedica a publicar sin haber escrito previamente un manuscrito? ¡Lo hacía directamente en la prensa al tiempo (de paso) que trabajaba en ella para el periódico!; se llamaba Bret Harte y llegó a ser un escritor distinguido y hasta embajador: «A Harte le pagaban por poner los tipos para componer textos, (...) pero aportaba algo de literatura al periódico sin que nadie le invitara a hacerlo. (...) iba sacando de la cabeza su literatura mientras trabajaba en la caja y la iba componiendo a la vez con las matrices correspondientes».
Yo también, de paso, me he detenido hoy placenteramente en este sorprendente Mark Twain o Samuel L. Clemens, que ese era su nombre, el cual además de piloto fluvial de aquellos vapores de paletas del Mississippi comenzó como aprendiz de cajista de imprenta y allí le nació la pasión de escribir.
Puede ser que el atrevido lector de estas notas esté pensando que el autor de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn no sea en realidad un «escritor relevante» con sorprendentes obras e hitos en su vida y, en fin, es posible que piense que no reune los atributos, cualidades y características que se citan bajo el título de este blog. Sin embargo, me atrevo a retar a ese lector a que no pensará de igual manera después de conocer su vasta y variada obra y su indudable complejidad humana.
«Van Wyck Brooks quiere demostrar que Mark Twain era potencialmente un genio...»; «Si algún derecho excepcional a nuestra memoria tiene Mark Twain, es como escritor...»; «John Macy —"The Spirit of American Literature", página 249— propone una conducta desesperada: "reconocer que ese incorregible bromista es un pensador poderoso y original»; «Mark Twain ha escrito Huckleberry Finn, libro que basta para la gloria». Todo esto lo he arrancado a cuajo de algo que Borges escribió con motivo del aniversario de la fecha de nacimiento de aquel. Fue un 30 de noviembre de 1935 cuando Borges comenzaba diciendo. «Hoy, a cien años de esa fecha...»

Supe por primera vez de Mark Twain, o Sam Clemens, quizás con siete o nueve años de edad. ¡Ah!, la cueva de Tom Sawyer en aquella película en color... —dudo que hoy, con una consola Nintendo o PSP y hasta un simple iPod, los chavales tengan ganas de leer las aventuras de aquel muchacho.
Y fue últimamente, hace unos pocos años, cabalmente en el 2004, cuando supe de la calidad disimulada y escondida que existía en este gran hombre gracias a su Autobiografía, libro nunca publicado en mi país hasta esa fecha. Fue a partir de ese momento, repito, cuando descubrí a un genio nunca verdaderamente conocido quizás por..., yo diría que por tres razones: primero haber escrito aquellas dos obras para adolescentes que lo encasillaron, segundo haber nacido en los Estados Unidos y en aquella época y, tercero —y en consecuencia— haberse publicado tan sólo de él aquello que resultaba cómico, humorístico, sarcástico y mordaz. Se trata puramente de mi opinión.
«¿Soy honesto? En confianza les doy mi palabra de honor de que no lo soy. Durante siete años he ocultado un libro, que mi conciencia me dice debo publicar...» Esto lo confesaba a sus setenta años y al libro le había dado el título ¿Qué es el hombre? Y ello sucedía cuando su fama inundaba el mundo como el más conocido y valorado de los escritores norteamericanos. Digámoslo sin rodeos: Mark Twain —como aseguró Faulkner— fue el padre de la literatura norteamericana; después de él vendrán todos los grandes que hemos conocido, aunque ninguno llegará a ser como él.
Aquel libro no se atrevió a publicarlo; «los americanos —pensaba— eran ortodoxos y convencionales, y encerrados en una teología infantil, (...) y él tenía que mantener su posición social...». ¿Sabíais que Huckleberry Finn la comenzó a escribir con más de cuarenta años y lo tuvo archivado durante ocho? «No sentía especial agrado por esa novela y tenía pocos deseos de terminarla»(1). ¿Podéis imaginar que anhelaba ser recordado como escritor por la biografía de Juana de Arco a la que le dedicó muchos años y que él la tenía considerada como su mejor obra?

Pero una vez más me he precipitado. Ante todo, tratándose de Mark Twain, hay que hablar en primer lugar de aquel Mississippi en cuya ribera derecha, la del estado de Missouri, fue a vivir con su familia cuando contaba cuatro años; y que sin él, sin ese Old Man River, sería difícil concebir a este sublime personaje de temperamento deslumbrante y a la vez escritor nato.
Si algo tenía Sam Clemens eran inquietudes —eso además de ser un «culo de mal asiento». Su ajetreada vida está sembrada de las palabras «abandonar» y «comenzar». A la muerte de su padre le pidió a su madre fervorosamente que le permitiese abandonar la escuela, y allí, en Hannibal, sobre el Mississipi, comenzó como aprendiz de imprenta. La abandonará para ganarse la vida como impresor y gacetillero de ocasión en St Louis, pero... decide viajar al este, a New York, a Filadelfia... para volver al estado de Missouri. Tras haber abandonado su trabajo de escritor de breves crónicas humorísticas, cuando bajaba por el Mississippi hacia New Orleans dispuesto a llegar al Amazonas decidió que quería ser piloto fluvial; tuvo que navegar durante dos años como aprendiz hasta llegar a conocer como la palma de su mano las dos mil millas del Mississippi que se le exigía para conseguir su título de piloto. Durante otros dos años ejerció esa tarea: navegó incansablemente con un puro en su boca las mil trescientas millas llenas de recodos, embarcaciones, bancos de arena, troncos, barreras y endebles embarcaderos que separaban St Louis de New Orleans.
«Pilotar el río Mississippi no supuso un trabajo para mí; era un juego, un juego delicioso, un juego vigoroso y aventurero; y me encantaba». Y aunque el Mississippi le había conquistado para siempre, al terminar la guerra civil y percibir que el tren amenazaba acabar con el tráfico fluvial, abandona al gran río y decide trabajar como minero: se marcha al oeste. Fracasado, abandona la minería de plata en Nevada y retorna allí mismo al periodismo; fue en Virginia City donde comenzó verdaderamente su carrera de escritor que ya no abandonará. Escribirá durante cerca de cincuenta años más de trescientas obras que hoy existen publicadas, aunque aún se siguen descubriendo textos inéditos.
Por cierto que, todavía, cuando escribía en el Enterprise de Virginia City, no era Mark Twain; utilizaba otros seudónimos, "Josh" por ejemplo. Pero necesitaba uno con fuerza, y al saber de la muerte del capitán Sellers, otro navegante del Mississippi que publicaba en la prensa de New Orleans informaciones sobre el estado del río con aquel seudónimo, optó por apropiarse del mismo. «Mark twain» o dos brazas de profundidad —un par de marcas— eran las palabras que el sondeador del barco gritaba cuando había al menos el mínimo fondo necesario para navegar por aquel río. Si en la elección del seudónimo fue un plagiario hemos de perdonarlo teniendo en cuenta que aunque se encontraba en Nevada no había olvidado al gran Mississippi. El Old Man River permanecerá en la imaginación de Sam Clemens aun cuando durante toda su vida esté recorriendo el mundo entero.
Sin embargo es necesario señalar que este hombre de enormes bigotazos y alborotada cabellera —que según cuenta en su autobiografía la conservó toda su vida así gracias a que la lavaba con mucha frecuencia— tuvo una envidiable existencia que a cualquiera de nosotros nos hubiera gustado vivir. Yo lo tengo considerado en parte como un «senequista», y no sólo porque era realista y ecléctico en sus ideas, enemigo de dogmatismos y con un espíritu inquieto que lo lleva al escepticismo y a la contradicción, sino porque como aquel romano, por ejemplo, nunca le temió a la pobreza pero le gustaba más la riqueza —«La honrada pobreza es un tesoro que hasta un rey se sentiría satisfecho de poseer, pero yo deseo deshacerme de él». No le convenció jamás ningún credo religioso y se formó sus propias ideas, se ha dicho que pertenecía a la religión de los conformistas. Como a Séneca no le agradaba la esclavitud y quería encontrar un poco de dignidad en la «maldita raza humana», término que él mismo acuñó y utilizó con mucha frecuencia y que lo acabó encasillando como pesimista; y ello pese a que siempre trató de soportar la adversidad y el sufrimiento con ánimo alegre y burlón, haciendo un chiste, y con ese ánimo escribía. No cesaba de leer, escribir, viajar, moverse, y —como ya hemos dicho— gustaba de «quemar las naves» y volver a empezar. Y, finalmente, a mí me da la impresión de que era capaz de poseer una gran riqueza como si no la poseyera, la sabía tener con el aire de provisionalidad que la puede tener un condenado a muerte. No sé; es posible que me equivoque, pero creo que no demasiado.
Mark Twain puede que se estuviese riendo de sí mismo cuando anunciaba que ya que había nacido cuando el cometa Halley había aparecido, también moriría cuando regresara aquel: setenta y cinco años más tarde; y el caso es que acertó. Durante cuarenta y ocho años escribió libros de viajes, novela, teatro, biografía, ensayos y... hasta filosofía, y todo por un primer éxito periodístico relativo a una rana saltarina que fue leído en todo el país. Ganó una fortuna y la perdió toda con un invento relacionado con la impresión, pero se propuso recuperarla y recorrió el mundo contando historias chocantes, y la volvió a conseguir. Cuando le sobrevinieron todas sus desgracias familiares había residido en varios países y recorrido muchas veces el mundo como corresponsal y conferenciante —al igual que había antes recorrido cada rincón del Mississippi. Su mayor orgullo, sin embargo, fue haber sido nombrado Doctor en Literatura por la Universidad de Oxford.
Y pensar que todo ello le sucedió a aquel travieso chaval que en la margen derecha del Mississippi vivió aventuras sin fin...: «¡Tom! (...) ¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas!(2).
—————————

(1) S. K. Ratcliffe: Introducción a ¿Qué es el hombre?
(2) Del comienzo de las Aventuras de Tom Sawyer


sábado, 7 de abril de 2012

Día Cincuenta y dos: Nadie teme —leer— a Virginia Woolf

Cuando se aborda la lectura de una novela de Virginia, a pesar de que en cada obra ha quedado impresa —aunque sin tinta— el ánimo, el temple y el estado de madurez de la escritora, hay algunas constantes inalterables que la definen profundamente.
    Virginia Woolf no fue pasión escribiendo: «El único interés que suscito como escritora radica en una extraña personalidad; no en la fuerza, en la pasión o en algo imponente» nos dice en su extenso diario de cinco tomos —extraídos de los veintiséis que escribió. Y ello me trae a la memoria los únicamente dos que componen los de Tolstói; porque a pesar de que ambos le dedicaron a sus diarios toda su vida, los de la Woolf son minuciosos en su interioridades, en su introspección o reflexiones, en su autoanálisis..., siempre en contraposición a aquel que, en una vida mucho más dilatada, se limita con parcas palabras y en un estilo y carácter tajante a citar la pasión que en un determinado momento le atormenta, su lucha, su afán actual y sus propósitos.

Vida interior y feminismo; una gran vida interior llena de sentimientos feministas sería el secreto de la escritura de Victoria Woolf; una profunda vida interior envuelta en la melancolía, también en eso que llamamos tiempo y que siempre resulta tan mudable, y en el pasado; y todo ello revestido de una enorme sensibilidad. Una vida íntima que ella alimentó insaciablemente quizá desde su infancia —que siempre a todos nos condiciona—, y que a esta frágil avecilla le resultó posiblemente lacerante por las circunstancias que rodearon el devenir de aquella. No debe resultar fácil ser la tercera hermana de los cuatro hijos nacidos de dos viudos nuevamente casados y que han aportado al matrimonio hijos e hijas de sus matrimonios anteriores. Al mismo tiempo, la única hija que el padre aporta tiene problemas mentales, y, los tres de la madre, dos de ellos varones... —pero será mejor hablar de ello en su momento.
La muerte de su madre cuando ella tiene trece años la lleva a refugiarse buscando amor y cobijo en Vanessa, la hermana mayor de los cuatro, poseedora de un carácter más vigoroso. Veremos que ese será su destino, cobijarse como una avecilla en alguna persona-refugio toda su vida. Aunque muy pocas resultaron ser esas personas; posiblemente tan sólo fueron tres: su hermana Vanessa, su marido Leonard, y su por un tiempo amiga, y después amante, Vita.
¿Fue ante la para ella insufrible muerte de su madre, cuando paseando y meditando al borde de los acantilados al sur de Gales, en aquellos asolados campos entre los páramos y el mar, donde le surgió el deseo de escribir?; algo así dicen sus biógrafos. Pero lo que sin duda fue cierto es que, al mismo tiempo, a raíz de esa pérdida de la madre se le desarrolló la primera de las tres grandes crisis maniaco-depresivas de su vida que hoy los psiquiatras han rebautizado con el nombre de trastorno bipolar.
Como todo escritor reservado y solitario Virginia siempre escribió cartas, muchas cartas; toda su correspondencia ha sido editada hoy ocupando ¡seis volúmenes! —y suponemos que como en el caso de los diarios no está allí toda.
Siempre gustosa de dilatados y solitarios paseos por la campiña, ello no es óbice para que nuestra heroína viva una época dorada de su existencia cuando participa en las tertulias de aquel grupo de clase acomodada denominado de Bloomsbury, por ser ese el barrio en el que se reunían. Un puñado de jóvenes cultos, rebeldes y digamos que de izquierdas, aunque en el fondo liberales, que pretendían acabar con las inhibiciones, romper con el tabú del sexo —al parecer la mayoría eran homosexuales— y cultivar el arte de vivir sobre todo lo demás. Es la época valiente de aquella Victoria joven que había sido confinada a educarse en el hogar y a la que su retraimiento, su reserva y timidez la llevaron a ser calificada, tal como lo cuenta su sobrino, como «una snob rica, preciosista, difícil y maliciosa»(1), —yo he leído que también como clasista y xenófoba. ¿Tuvo lugar durante su participación en las reuniones de aquel grupo de ambos sexos el nacimiento en su conciencia de las opresión femenina? Pienso que no; debió ser mucho antes cuando se dio cuenta de que como mujer necesitaba disponer de «una habitación propia», y debió ser de igual forma entonces cuando decidió que para ello debía unirse al Movimiento Sufraguista Femenino.
Tras el fallecimiento de su padre cuando ella cuenta veintidós años, y el posterior de su inmediato hermano mayor, dos años después, nuestro gorrión se siente totalmente desvalido. Todo su amor lo vuelca aún más en su audaz y más determinada hermana Vanessa, hasta que —no siempre las ilusiones son falsas— a Virginia la solicita en matrimonio Leonard Woolf, recién llegado de Ceilán después de siete años allí y con el que no ha cruzado una sola carta. Desde ese momento, a pesar del fracaso sexual habido en el matrimonio desde su noche de bodas, él se convertirá en su hermano, su constante protector y cuidador de por vida.
¿Influyeron en ese fracaso los acosos sexuales que le infligieron en la infancia sus dos hermanastros? Es posible; y máxime si se tiene en cuenta que ella fue siempre algo miedosa sexualmente. Sentía y tenía amor pero sin deseo sexual; notaba que era frígida, y al parecer se lo llegó a anunciar a Leonard. No la podía tocar; se ponía histérica, gritaba y lloraba. Sentía un extraño miedo al contacto carnal con el sexo opuesto. ¿Es que no estaba dotada para la sexualidad, para el contacto heterosexual?: «A los hombres les falta la amabilidad y la sensibilidad de las mujeres». ¿Sentía atracción por ellas? Aquella frase anterior aparecerá frecuentemente en sus novelas con esas o parecidas palabras en boca de algunas de sus protagonistas femeninas. Ella, en el aspecto amoroso, se autodenominó siempre «mono» y «monito»; se consideraba el «monito» de aquellos que la amaban. En su diario dejará más adelante escrito: «Hay algo en mí que no vibra, algo sordo, muerto. Que no cobra vida y hace irreal todo lo que hago (...) Es lo que desgasta mi escritura. Lo que me arruina como escritora. Es lo que desgasta mis relaciones amorosas».
Llegará a experimentar el pleno placer de amar en su relación con otra escritora, Vita Sackville-West sobre la que escribirá a otra amiga: «Es una mujer de extraordinaria belleza y de aspecto majestuoso. Es también una lesbiana convencida». Tras dos años de amistad comenzados cuando se encuentra finalizando La señora Dalloway, acaba amando «plenamente» a Vita. Pero Virginia no es lesbiana; a la misma Vita ya iniciada su relación íntima con ella, que le duró tres años, le escribirá: «Es una cosa óptima ser un eunuco, que es lo que yo soy». Sea como fuere, es necesario hacer constar que aquellas consideradas hoy sus mejores obras: Al faro, Orlando y Las olas fueron escritas durante e inmediatamente después de su relación íntima con ella. Dice su biógrafo Nicolson, el propio hijo de Vita, que «La señora Dalloway la había dado a conocer. Al faro le había dado renombre. Orlando la hizo famosa»(2).
Precisamente Orlando es una historia fantástica; se trata de una falsa biografía de la misma Vita en la que llega a ser mujer y hombre, un efebo que conoce el amor desde ambos lados durante las varias centurias que dura su vida. Y es que Vita (que aunque casada era muy promiscua) la llegó a «abandonar» por otra de sus amantes, Violeta, también casada, con la que acabó fugándose a Francia y a Italia y «ejerció» de marido suyo con el nombre de Julian.
Por otra parte es significativo que fuera Orlando precisamente la novela que Borges decidió traducir. Yo he llegado a la conclusión de que en Virginia Woolf y el mismo Borges convergía cierta afinidad-problema en el asunto del sexo. Ya hemos visto en su momento que Borges tenía dificultades ante el contacto físico con las mujeres que amaba, algo semejante a lo que le sucedía a Virginia con el sexo opuesto. En ambos casos nos da la sensación de que todo se reducía a que ambos percibían o adivinaban en las relaciones heterosexuales cierta clase de violencia que de alguna forma les repugnaba, y las rechazaban. Pero que sean los psiquiatras los que digan la última palabra; probablemente sea enunciar lo anterior un atrevimiento por mi parte.
Veronal en dosis masivas y salto desde una ventana, aunque todo sin consecuencias fatales, fueron hitos en la vida de Virginia junto con internamientos en una clínica privada cuando le llegaban las crisis, las ansias y los miedos... cuando escuchaba voces. Cómo serían aquellas crisis que durante alguna tuvo hasta cuatro enfermeras cuidando de ella.
Fue Leonard, su marido, el que al descubrir en cierta ocasión una vieja prensa en venta, le propuso a Virginia comprarla pensando que quizás su utilización podría servirle como terapia. En ella —fue siempre conocida como Hogarth Press por llamarse su residencia Hogarth House— se llegaron a editar obras suyas y de otras escritoras y escritores amigos, y con los años llegaría a convertirse en una notable editorial.
Según ella, parte de las crisis se las causaban sus novelas en vísperas de la publicación. Posiblemente tenía razón: «su miedo a la burla despiadada del mundo contenía el temor más profundo de que su arte, y por consiguiente ella misma, fuera una suerte de impostura, el sueño de una idiota que no tiene valor para nadie (...) tenía una extrema sensibilidad respecto a la crítica, una hipersensibilidad que podía considerarse mórbida»(1).
¡Tendríamos tantas cosas que contar de Virginia Woolf! Pero el espacio limitado nos obliga a terminar, y he decidido hacerlo con el rasgo aquel con el que comenzamos la «entrada» anterior: o sea, hablando acerca de su fama.
El sábado 18 de febrero de 1922, cuando todavía no había llegado a ser plenamente conocida, escribía en su diario: «Ayer tenía en la cabeza algo que decir acerca de la fama. Me parece que era que he decidido que no voy a ser popular, y lo he hecho de una forma tan sincera que considero que el olvido o el mal trato forman parte de mi destino». 
    Como a todos nos ocurre Virginia no tenía idea de lo que el destino nos tiene reservado. Por eso leer hoy a Virginia Woolf —sus novelas y sus ensayos— resulta ser de lo más gratificante y a la vez sorprendente si se tiene en cuenta su enfermedad, puesto que paradójicamente nos puede proporcionar una gran serenidad vital.
—————————
(1) Bell, Quentin: Virginia Woolf
(2) Nicolson, Nigel: Virginia Woolf