...«bestia
de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin, capaz de
dejarse la vida —y la reputación, y los amigos, y la familia, y
demás confortables zarandajas— a cambio de un fajo de cuartillas
en el que pueda adivinarse su minúscula verdad», así
era como Camilo José Cela definía al escritor de raza, y yo me
atrevía ayer a aplicarle esos «atributos» a Dostoievski.
Pero
lo lamentable en la vida de Dostoievski fue que, quizás, la mayor
parte de su vida, a cambio de un fajo de cuartillas recibió tan sólo
unos kópeks que no le
daban ni para vivir. O, lo que era peor: tenía que escribir por
encargo de los editores, que le exprimían. En aquellas cartas a su
hermano le confiesa en una de ellas: «¿Y
para qué quiero la gloria, si escribo por pan? (...) ...me he hecho
un juramento: que si no llegaba a ser absolutamente ineludible, me
mantendría firme y no escribiría por encargo. (...) ¡Es una
desgracia trabajar como jornalero! Matas todo: el talento, la
juventud, la esperanza; el trabajo te repugna y finalmente te vuelves
un emborronador y no un escritor».
Sí;
ha sido una constante en gran cantidad de escritores. Manuel Azaña
dejó escrito bajo el título Premios y
palabras lo siguiente: «Quien
primero se percató de los dinerales que pueden ganarse comprando
masas de papel blanco para revenderlo a los particulares, cortado,
plegado y cosido en porciones pequeñas, tras de estampar en todas
las caras de cada porción unas líneas, fue un genio (...) Aquel
genio, sus secuaces y sus continuadores inventaron el oficio de
escritor...». Azaña tenía que haber
terminado el párrafo añadiéndole
a aquella última palabra la de «jornalero», que es la que citaba
Dostoievski: «...escritor jornalero».
Nuestro
héroe soñó muchas veces con editar él mismo sus obras. Lo de
editar por su cuenta saltándose a los editores era su meta y su
sueño; un sueño pueril e imposible. «Todos
los editores son unos sinvergüenzas», le
escribe a su hermano. Por eso «...Determiné
y juré que desde ahora no publicaría nada sin reflexionar, nada
inmaduro, que no publicaría (como antes) nada a un plazo fijo, que
no es posible jugar con una obra de arte, que es necesario trabajar
honradamente y que si escribo mal, lo que seguramente ocurrirá
muchas veces, será porque no tengo demasiado talento pero no por
descuido y ligereza».
Escribía
magistralmente y el talento le sobraba. Es casi seguro que El
diario de Raskólnikov, el protagonista como
ya hemos mencionado de Crimen y castigo, no
fue escrita por encargo de ningún editor. Esa verdadera obra de arte
—tal como está considerada—, ejercicio literario-psicológico
con el mismo tema de la novela aunque
mucho menos extenso, debió salir sin descuido y ligereza de sus
íntimas ansias de escritor que, ante todo, deseaba que se adivinase
«su minúscula verdad».
Pero
hay una etapa en la vida de nuestro hombre que, anulada por su fuerza
como novelista, no se ha tenido apenas en cuenta; y es la etapa en la
que simultáneamente ejerció como periodista. Si ella comienza
veinte años antes de su muerte con la fundación por parte de su
hermano Misha de una revista, El Tiempo
—para lo cual tuvo que vender su fábrica de cigarrillos— acaba
desgraciadamente pronto al ser suprimida la publicación catorce
meses después por orden gubernativa. Es sin embargo diez años más
tarde y ya muerto su hermano, cuando tras varios fracasos de
ediciones de otras publicaciones, el propietario de El
Ciudadano, un gran admirador suyo, le
brindará ejercer plenamente el periodismo en esa revista. Tres mil
rublos de sueldo fijo y un tanto por línea escrita es el trato, y
allí inicia Dostoievski lo que se llamará Diario
de un escritor. «Esta labor de periodismo
activo (como a lo largo del tiempo les sucederá a numerosos
escritores de todos los países) no solamente será un modo de
ganarse el pan de cada día, sino también una actividad que le
servirá de tubo de escape (...) Para Dostoievski resultó una
liberación»(1), sobre todo si se tiene en cuenta que nunca tuvo un
rublo asegurado y que todo eran deudas.
No
obstante, fue su esposa Ana Grigorievna la que hizo realidad el sueño
que su marido había siempre tenido: ella sí llegó a convertirse en
editora aún en vida de él, y con éxito. Hasta la esposa de
Tolstói, cuatro años después de fallecido Dostoievski, acude a
entrevistarse con Ana para que la asesore, puesto que ella también
está pensando en editar las obras de su marido: «...quería saber
si eso producía muchas molestias y contratiempos (...) y la previne
contra ciertos errores en los que yo había incurrido», escribirá
Ana en sus Recuerdos.
Nos resta decir que no «todos los editores eran unos sinvergüenzas»,
como había dejado escrito su marido.
* * *
A
mí me viene a la cabeza, a propósito del título de la «entrada»
de hoy, el caso de un empleado de oficina que conocí hace ya varios
años —años de mucha miseria— que también escribía por encargo
para vivir. Aquel hombre, como complemento al paupérrimo sueldo que
recibía de la empresa ¡escribía Quijotes!
por encargo. Quiero decir que realizaba
copias a mano de la entrañable obra de Cervantes con pluma de las de
mojar en el tintero y con papel imitación al envejecido. Después,
ya encuadernado simulando ser una edición del siglo diecisiete,
conseguía unas pesetas para poder modestamente subsistir. Aunque se
trataba de un «escribidor», en verdad escribía por encargo para
poder comer.
Y, por
otra parte, ¿a quién no le gustaría legar con su biblioteca un
Quijote escrito a mano
con cuidada letra cervantina o lo más aproximada a ella?
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(1)
Castresana, Luis de: Dostoievski