Siempre he
procurado traer a estas páginas autores relevantes y a la vez
«aureolados» por aquello que llamábamos el «alimento de los
héroes», entendiendo además por relevantes no precisamente a los
que publicaron o vendieron mucho en vida sino aquellos que el tupido
tamiz del tiempo nos ha venido a ofrendar hoy como auténticos
eslabones de la literatura bien a consecuencia de su estilo o de la
innovación aportada a ella.
Pues bien,
en esta ocasión me atrevo a desviarme algo de ese itinerario (un
poco nada más) para hablar de dos creadores que hace un siglo por
estas fechas eran tan sólo unos quinceañeros. Tampoco pasaron
hambre ni miserias ni sufrieron enormes fatalidades para alcanzar el
éxito, y sin embargo están hoy valorados por la crítica
internacional con un muy alto y similar baremo: el máximo otorgado
como los dos más destacados de aquellos norteamericanos que
compusieron aquella «generación perdida», The
lost generation, que acabaron irrumpiendo con
su escritura en los primeros años del siglo veinte, y que además de
ser muy leídos y encomiados en su tiempo lo siguen siendo hoy.
Más
adelante, cuando hayamos comentado lo más importante de sus vidas, de sus estilos, de sus éxitos y de sus personalidades será tiempo
de señalar el motivo de esa tangencialidad del título; ahora sería
precipitado. Bueno, al menos me voy a permitir pedirle al lector que
piense, que se imagine un semicírculo que descansa sobre un punto de
una línea recta: ese punto es el de la tangencia de sus vidas. La
existencia de uno de ellos diríamos que es ese círculo que,
rebelde, parece el comienzo de una espiral que no se sabe donde
terminará, mientras que la sosegada línea recta que le sirve de
base viene a ser la plácida e ininterrumpida vida del segundo.
Vivieron un mismo tiempo con escasas diferencias de años: William
Faulkner había nacido dos años antes que Ernest Hemingway y éste
falleció un año antes que aquel.
Y dicho lo
anterior ¿se me disculpa si enumero todas sus semejanzas y al tiempo
sus incongruentes diferencias? ¡No!; me desdigo. Es mejor que vayan
apareciendo a través de estas notas.
Retrocedamos
en el tiempo. Acaba de estallar en Europa la Gran Guerra del año
catorce. Son años que a diferencia de los presentes excitan y
apasionan a las juventudes de Occidente. Cuesta entenderlo hoy pero
la muerte valerosa, la muerte en combate por unos ideales ejerce en
aquel momento una especie de magnetismo en los jóvenes; es un sueño
romántico quizás heredado del siglo anterior. Y nuestros dos héroes
no son ajenos a ese sentimiento: los dos pretenden combatir con las
fuerzas de su país aquí en Europa en nombre de la libertad.
Paradoja primera: los dos son rechazados. Faulkner, que quiere ser
piloto de combate con la USAF
no es aceptado debido a su falta de estatura y algo así como a su
aspecto aniñado; a Hemingway no lo quieren en el Army
debido a un defecto en su visión. No importa; acabarán vistiendo
sugestivos uniformes que en aquellas fechas encandilan a los jóvenes
—y a las jovencitas (y ellos lo saben). Hemingway irá a Italia
como conductor de ambulancias de la Cruz Roja y Faulkner se alistará
como cadete de la RAF
en las fuerzas británicas destacadas en Canadá.
Y todo esto
había que decirlo al margen de su obra literaria porque heridos y en
uniforme se harán fotografiar; les gustaba la pose, las botas, el
correaje, el uniforme... Hemingway fue herido de verdad en una
pierna, pero Faulkner, con supuestas heridas en su cabeza, no llegó
ni a volar solo y menos a combatir, la guerra terminó antes; fue
simplemente un accidente y no grave. Acerca de ambos sus biógrafos
han reconocido que siempre les encantó posar, les atraía el
aplauso, y... ¡qué decir mostrar su masculinidad!
A
Hemingway aquella aventura guerrera le inspirará posteriormente su
Adiós a las armas. Aquel
periodista del Star de
Kansas donde se le había dicho que tenía que ser «exacto y breve»,
lo seguirá siendo durante toda su vida de escritor. No será capaz
de deshacerse del todo de aquella prosa «escueta y funcional» en la
que las frases deberían ser cortas, sencillas y claras; algo así
como los témpanos de hielo en el agua, como él reconoció.
Únicamente emergerá en su prosa una mínima parte de la idea a
expresar a diferencia de los largos períodos y las interminables
locuciones de la prosa de Faulkner con su estilo repetitivo y sus
estructuras recurrentes; aunque ambos, como genuinos representantes
del modernismo norteamericano compartirán durante toda su vida en
sus respectivas narrativas el lenguaje sencillo y coloquial de
Sherwood Anderson.
¡Qué
sorpresas nos depara el destino! Terminada la guerra el autor
consagrado en Norteamérica es Sherwood Anderson. Está entonces en
sus cuarenta y tantos años y ejerce una enorme influencia sobre los
jóvenes rebeldes norteamericanos que pretenden escribir. Faulkner y
Heminway devorarán sus obras y, ...lo que es más sorprendente: sin
conocerse ellos mismos y en diferentes épocas ejercerá como el
mentor de ambos, como su maestro y consejero. Y los dos lo imitarán.
Anderson
les dará a cada uno magníficos consejos y les señalará su camino
para conseguir el triunfo. A Hemingway, que tras la guerra pretende
volver a Italia como corresponsal, le dirá que vaya a París; y no
sólo eso sino que le proporcionará cartas y direcciones de amigos
que allí le ayudarán.
A Faulkner,
que también ha viajado a París, lo conoce en Nueva Orleans. Con él,
escuchándole hablar sobre literatura bebe por las barras de todos
los bares de la ciudad hasta altas horas de la madrugada. En cierta
ocasión le dice: «Tienes demasiado talento. Haces todo con
demasiada facilidad y de modos demasiado distintos. Si no vas con
cuidado nunca escribirás nada»(2). Allí, en Nueva Orleans,
Anderson le ayuda a publicar su primer libro La
paga de los soldados. Pero ya antes, en la
revista literaria Double
Dealer, Anderson había
conseguido que Hemingway publicara «una fábula satírica y cuatro
líneas de poesía, los versos necesarios para completar una página
que sostenía un largo poema de William Faulkner...»(1). ¿No es
sorprendente?
En París,
en los años veinte, acaba convergiendo aquella «generación
perdida» que en Europa en los años cuarenta y cincuenta serán
ávidamente leídos. Parece que Gertrude Stain, aquella exilada
norteamericana que con su salón literario les corrige sus textos y
les aconseja, fue la que tuvo la ocurrencia de llamarlos así; eran
como unos jóvenes turistas norteamericanos perdidos en París.
No obstante
los derroteros de nuestros protagonistas serán muy divergentes. El
carácter reservado y tímido de Faulkner (no se atrevió ni a
presentarse a Joyce, al que admiraba, cuando coincidió con él en
París mientras que Hemingway alternaba con él) lo llevará pronto a
sumergirse en el deep south
de su país, en Mississippi, su tierra. Allí creará su imaginario
Yoknapatawpha County con su capital Jefferson —Oxford, lugar en el
que vivirá y escribirá prácticamente toda su vida— donde se
desarrollarán todas sus obras de creación.
En
aquellos paisajes exuberantes en los que nos muestra la riqueza y la
variedad de la vida de la región del Mississippi, paisajes de
pantanos y bosques, de campos de algodón, de mestizajes y nostalgia
del pasado combinará el realismo, el modernismo y el naturalismo; y
gracias a la inmensa fecundidad de su imaginación creadora y a su
poder visionario dará a luz en sus relatos empapados en el sudor y
la humedad, teñidos por la negritud, rociados por
elementales enseñanzas bíblicas y ensartados por la caza del oso y del
ciervo, dará a luz como digo a verdaderas genealogías de hacendados
que se entremezclarán con los torturados, los locos, los
desheredados, los afligidos y los poseídos por los demonios. Será
capaz de inventar un mundo de una inacabable complejidad y de un
pormenor difícil de imaginar.
Basándose
sobre todo en manuscritos llegados a sus manos, algunos procedentes
de sus bisabuelos y otros de algunos de los negreros de la región
—lo cual no le resta mérito alguno— sus novelas, siempre
extrañas y difíciles pero enormemente estremecedoras y emotivas,
abundarán en la muerte y en el espanto que ésta les infunde a las
primitivas gentes de aquella región. Su poder de inventiva
concibiendo tantos tipos distintos engendrará árboles genealógicos
(incluso con incestos) de más de cuarenta personajes —como el de
los McCaslin— engastados en las creencias, los sentimientos y las
devociones del siglo diecinueve. « ...toda obra de arte está condenada al fracaso y lo que hay que apreciar es la ambición que impulsa ese fracaso inevitable».
¿Y
Hemingway? Ernest Hemingway (eran tan distintos en todo excepto en la
tinta y en el alcohol que corrían por sus venas) no necesita los
Estados Unidos para mostrar su masculinidad y concebir sus obras.
Únicamente una de ellas, Tener o no tener,
se desarrollará allí. La literatura para Hemingway tendrá que ser
peligro y acción: boxeo, guerras, corridas de toros, caza mayor,
pesca... Convencido en Europa de que el periodismo como corresponsal
le «estaba destruyendo», lo abandona y se dedica plenamente a la
literatura. Su ansia de aventura, de peligro y de emoción le llevará
a Kenia, a Tanganika después de haber saboreado en Pamplona los
lances de la muerte cercana y «el olor a cera» de las corridas con
una incierta muerte en la tarde. Las guerras, las dos mundiales y la
de España, nos transmitirán desde su pluma un rechazo a tanta
sangre estúpidamente vertida. Finalmente experimentará la pasión
de la pesca en el Caribe y nos dará El viejo y el mar, su más intensa y mejor lograda
obra. «Escribir, en la mejor de las hipótesis, es una vida solitaria. (...) Porque el escritor trabaja en solitario, y si es lo bastante bueno debe enfrentarse cada día a la eternidad o a la ausencia de la misma».
Los
dos sin embargo —ingratos— romperán en algún momento de su vida
con Anderson al que tanto debían. Hemingway fue especialmente cruel;
acabada su prestigiosa obra Fiesta —en
inglés The sun also rise— satiriza
la obra Rosa negra de
Anderson en una
parodia que titula Aguas primaverales y
la envía para ser publicada en N. York. Siempre se arrepentirá de
haberlo hecho.
La
ruptura de Falkner con Anderson no fue sin embargo tan brusca como en
el caso de Hemingway; fue lenta y fueron varias las causas. Puede que
todo comenzara cuando al maestro le molestó que Faulkner le mintiera
sobre sus falsas heridas de guerra, pero, por otra parte, Anderson
condenará el sur y su crueldad hacia los negros lo cual molestará a
Faulkner. En el Morning News
de Dallas Faulkner escribió un artículo que le difamaba. «Faulkner
le había hecho aparecer ridículo en sus propios escritos (...) De
todas formas Anderson no pudo librarse de todos sus anteriores
sentimientos favorables a Faulkner, lo mismo que no pudo en el caso
de Hemingway»(2).
Terminemos.
¿Cómo fueron las relaciones entre estos dos colosales autores?, ¿se
ignoraban?, ¿competían?, ¿se envidiaban?
Joseph Fruscione en
su ensayo Faulkner
and Hemingway. Biography of a literary rivalry
nos descubre cosas sorprendentes. En primer lugar sostuvieron una
rivalidad de más de tres décadas que les
llevaba simultánea y alternativamente a ridiculizarse y a
respetarse. Lo hacían en sus cartas privadas, en sus escritos,
conferencias, artículos... Hemingway solía satirizar a Faulkner en
una forma mucho más agresiva que aquel, posiblemente consecuencia de
su carácter. Se leían y analizaban sus respectivos escritos
escrupulosamente aunque jamás se imitaron; sabían que eran los
líderes de aquellos años; se escrutaban. En las estanterías de las
bibliotecas privadas de cada uno de ellos estaban al morir casi todas
las obras de su antagonista. Su vida de escritores fue una
competición.
¿Se
llegaron a encontrar? Fruscione sostiene que sí, al menos una vez, o
quién sabe si dos, y señala las fuentes y las fechas, aunque sus
respectivos biógrafos nunca lo mencionaron. Ese es para mí su
punto de contacto, la tangencia de sus vidas.
Hemingway,
como es sabido, se voló la cabeza con una escopeta; Faulkner sufrió
una grave caída de su caballo y pocos días más tarde un ataque al
corazón que terminó con su vida. El
Nobel, el Pulitzer (Faulkner dos) fueron algunos de sus galardones.
Hoy, tan
pronto, a unos cincuenta años de sus muertes, ya se han convertido
en leyenda.
—————————
(1)
Anthony Burgess: Hemingway
(2)
Joseph Blotner: Faulkner.
Una biografía