jueves, 2 de febrero de 2012

Día Cuarenta y cuatro: "An American in Paris"; H. Miller

Si para los rusos que en el diecinueve conquistaron literariamente a Europa el amor a su tierra, a su lengua y a sus costumbres lo eran todo, o al menos una gran fuerza en su inspiración, no podríamos asegurar lo mismo del norteamericano Henry Miller.
Había nacido en Nueva York y su idioma era el inglés, pero su corazón y su alma no eran norteamericanos. Miller detestaba profundamente aquella sociedad; percibía en su patria una enorme codicia, ferocidad, deshumanización, hipocresía, perversidad y falsedad, desamor a la belleza y desprecio por la vida. «En ningún lugar me he sentido tan rebajado y humillado como en los Estados Unidos». En palabras suyas: «el país entero carece de ley, es violento, explosivo, demoníaco. Está en el aire, en el clima (...) El continente está lleno de violencia enterrada (...) El continente entero es un volcán enorme (...) Lo que necesitan es un desahogo para su energía, su sed de sangre».
Sirvan exclusivamente estas observaciones como una justificación introductoria por haber traído hoy aquí a este «monstruo» de la narrativa norteamericana en contraposición con aquellos «monstruos» de la rusa. Pero... ¿queréis más?, ¿y no precisamente contraposiciones sino acercamientos? Pues bien; en Miller confluían muchos rasgos anímicos del gran Dostoievski (1). Hasta él mismo se atrevió a escribir: «...yo era un hermano de Dostoievski, (...) quizá fuese yo el único hombre en América que sabía lo que quiso decir al escribir estos libros... Y es posible que anduviera cerca de saberlo porque Miller era... Pero mejor comenzar:


Nacido a comienzos de la última década del siglo diecinueve, su dilatada existencia podría ser esbozada con palabras y términos tales como: hijo de un sastre de Brooklyn, escasa formación intelectual, empleos provisionales de los que hoy denominamos trabajos-basura, numerosas e insaciables lecturas, cinco matrimonios, autoexpatriado en Europa, París como su tierra prometida y encontrada, extremada pobreza, hambre, miseria y deudas: «...he tomado y pedido prestado casi continuamente». En alguna parte he llegado a leer que tras Dostoievski él puede que hubiera sido el autor más entrampado de la historia de la literatura —otra coincidencia. 
Pero en esa informe trayectoria personal arrostra y mantiene incólume una voluntad inquebrantable para seguir escribiendo, un anhelo de titán por llegar a convertirse en escritor. Permítaseme decirlo en dos palabras: al igual que en el caso del gran ruso henos aquí de nuevo con una «bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin» —términos precisos y cabales que ya trajimos a estas notas.


Miller, como Dostoievski a quien tanto admiraba y acerca del cual se atrevió a comparar el tiempo pasado en su delirante empleo en la Western Telegraph Company con la estancia de aquel en Siberia, supo mucho de pobres gentes, de subsuelos, de humillaciones y ofensas, de demonios... ¿de crímenes y castigos?: «Toda mi vida he sentido un gran parentesco con el loco y el criminal». Pero Miller vive en una época y en un espacio muy diferente al de aquel el cual, para expresar sus pasiones y sentimientos, para dar salida a sus diferentes neurosis y personalidades tuvo que utilizar personajes y tramas bajo la mirada zarista y el peso de los popes; y esto era algo que a Miller en París no le afectaba. No escribió ni una sóla novela si entendemos por novela un texto con algo parecido a un argumento. Ya Schopenhauer había escrito que «la tarea del escritor de novelas no es relatar grandes acontecimientos sino hacer interesantes los pequeños». Y eso es todo lo que Miller hace escribiendo: relatar insignificantes y pequeños incidentes de su vida que acertada y frecuentemente combina con a veces profundas reflexiones. Se trata de una nueva forma de escribir. Al tiempo que divaga por los laberintos de su memoria le surgen de improviso de su mente singulares observaciones e interesantes análisis. Miller instruye y entretiene a un mismo tiempo mientras indaga oportunamente en determinados hechos y acontecimientos históricos, sociales, morales o afectivos.
Y, sin embargo, todo lo que Miller nos relata no deja de ser nunca autobiográfico: «Miller es el escritor más autobiográfico que haya existido jamás...»(2). Es autobiográfico y, además, como hemos dicho, sin cortapisa o censura de ningún género como cabe esperar del París de los años treinta. Pero —lo más singular— es que lo que escribe lo deja plasmado con la fuerza de un torbellino impetuoso, como un volcán en ebullición y se diría que sin levantar la pluma del papel, pero siempre dentro de una prosa que fluye diáfana, límpia, con fuerza y sin afectación. En cierto pasaje de una de sus obras, Nexus, escribe: «Quiero imitar a todos los autores de que me enamoro».Y antes ha confesado: «Si pudiera uno escribir como habla... ¡escribir como Gorki, Gogol o Knut Hansum!». ¡Pero es así como yo pienso que escribía!, ¡como si estuviera pensando y cada palabra de su reflexión y razonamiento se plasmase inmediatamente en la cuartilla!


Nos dejó Henry Miller algunas parrafadas sobre las angustias del escritor dignas de que no se pierdan. He buscado en mis notas, en mi macuto, de aquella época en que lo leí, y no puedo resistirme a dejar aquí entresacadas algunas de ellas:
«Sí, con mis traspiés y torpezas estaba haciendo toda clase de descubrimientos. Uno de ellos fue que no puede uno ocultar su identidad tras la tercera persona ni afirmarla mediante el uso exclusivo de la primera persona del singular. Otra fue... no pensar ante una página en blanco. (...) Toda una disciplina conseguir que gotearan las palabras sin abanicarlas con una pluma ni removerlas con una cuchara de plata. Aprender a esperar, esperar con paciencia, como un ave de presa,...
»¿Y qué era lo que impedía a mis ideas originales brotar e inundar la página? Llevaba varios años tomando esto y aquello de los adorados maestros. (...) ¿Se había inclinado alguien sobre mí, mientras dormía, y me había susurrado: "¡Nunca lo lograrás; nunca lo lograrás!"?
»¿Cómo sabe uno que un día alzará el vuelo, que, como el colibrí, vibrará en el aire y deslumbrará con resplandor iridiscente? (...) ...todos los rodeos, todos los fracasos y frustraciones serán provechosos. (...) ...para nacer escritor hay que aprender a gustar de las privaciones, los sufrimientos, las humillaciones. Sobre todo hay que aprender a vivir separado.
»¿Cuándo y dónde cesa la creación? ¿Y qué puede crear un simple escritor que no se haya creado ya? Nada. El escritor cambia la disposición de la materia gris en su mollera.
»Escribimos, sabiendo que estamos vencidos antes de empezar. Todos los días pedimos un tormento nuevo. (...) Un autor recibe un premio o un sillón en la Academia por sus esfuerzos, otro un hueso roído por los gusanos.
»Una vida grandiosa la vida literaria.
»Los generales de la literatura duermen profundamente en sus cómodas literas. Nosotros, los peludos somos quienes luchamos.
»En algún sitio ha dicho Paul Valéry: "Lo que sólo tiene valor para nosotros (los que escribimos), carece de valor".
»¿Es que no tienen los demás ese mundo cotidiano, que fingen despreciar, si bien se aferran a él como ratas que se ahogan?¿No es extraño que quienes se niegan a crear un mundo propio, o son demasiados perezosos para hacerlo, se empeñen en invadir el nuestro? (...) Sabemos cómo destrozáis las páginas de la literatura en busca de lo que os gusta. (...) Vosotros sois los que matáis el genio, los que dejáis inválidos a los gigantes»


Nexus y los demás títulos de su Crucifixión rosada me permitieron conocerlo, pero su Trópico de Capricornio —considerada su mejor creación— recuerdo que me embelesó. ¡Ah, qué autor! Qué excepcional soliloquio de la mente humana (y qué grandiosa traducción debe andar detrás de todo ello). Un monólogo mitad autobiográfico o pseudoautobiográfico —¡qué más da!— plagado de aseveraciones, odios, dudas, maldiciones, conjeturas y sentimientos. Qué torrente de ideas y de palabras a veces malsonantes e irreverentes, con frecuencia lacerantes y crudas, otras tiernas y apasionadas pero siempre acertadas, vitalistas y llenas de una exuberancia difícil de encontrar en un autor. Qué riqueza de ideas sin fin; qué interminable creatividad capaz de sumir al lector en un deleite adictivo como una droga dura. ¡Quién pudiera escribir así! A Miller parece que todo le surge a borbotones y profusamente, pero de una forma cabal. Cuenta lo siguiente a propósito de uno de sus libros: «Lo escribí de una sentada, cinco, siete, a veces ocho mil palabras al día. Pensaba que, para ser escritor, había que producir por lo menos cinco mil palabras al día. Pensaba que había que decir todo de una vez —en un libro— y después desplomarse». Así es como parece que está escrito este. Y sigue: «Tenía que aprender, como Balzac, que hay que escribir volúmenes antes de firmar con el propio nombre. Tenía que aprender, y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no hacer otra cosa que escribir y escribir y escribir...»


Si algo se le puede reprochar a Miller en este y sus demás volúmenes es, quizás, su abuso de relatos «tórridos», puro porno. Si es que lo hizo para vender más o por el placer de escandalizar es disculpable —Trópico de Capricornio lo escribió en París donde fue publicado en 1939 y estuvo censurado en su país hasta los años sesenta del pasado siglo—, pero de cualquier forma hay que decir que hoy ya no escandaliza a nadie y, por lo tanto, aunque su obra no lo necesita tampoco le sobra.


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(1) Bernd Dietz, Introducción a Trópico de Capricornio
(2) Erica Jong, El diablo anda suelto; H. Miller