Si
para los rusos que en el diecinueve conquistaron literariamente a
Europa el amor a su tierra, a su lengua y a sus costumbres lo eran
todo, o al menos una gran fuerza en su inspiración, no podríamos
asegurar lo mismo del norteamericano Henry Miller.
Había
nacido en Nueva York y su idioma era el inglés, pero su corazón y
su alma no eran norteamericanos. Miller detestaba profundamente
aquella sociedad; percibía en su patria una enorme codicia,
ferocidad, deshumanización, hipocresía, perversidad y falsedad,
desamor a la belleza y desprecio por la vida. «En
ningún lugar me he sentido tan rebajado y humillado como en los
Estados Unidos». En palabras suyas: «el
país entero carece de ley, es violento, explosivo, demoníaco. Está
en el aire, en el clima (...) El continente está lleno de violencia
enterrada (...) El continente entero es un volcán enorme (...) Lo
que necesitan es un desahogo para su energía, su sed de sangre».
Sirvan
exclusivamente estas observaciones como una justificación
introductoria por haber traído hoy aquí a este «monstruo» de la
narrativa norteamericana en contraposición con aquellos «monstruos»
de la rusa. Pero... ¿queréis más?, ¿y no precisamente
contraposiciones sino acercamientos? Pues bien; en Miller confluían
muchos rasgos anímicos del gran Dostoievski (1). Hasta él mismo se
atrevió a escribir: «...yo era un hermano de
Dostoievski, (...) quizá fuese yo el único hombre en América que
sabía lo que quiso decir al escribir estos libros...
Y es posible que anduviera cerca de saberlo porque Miller era... Pero
mejor comenzar:
Nacido
a comienzos de la última década del siglo diecinueve, su dilatada
existencia podría ser esbozada con palabras y términos tales
como: hijo de un sastre de Brooklyn, escasa formación intelectual,
empleos provisionales de los que hoy denominamos trabajos-basura,
numerosas e insaciables lecturas, cinco matrimonios, autoexpatriado
en Europa, París como su tierra prometida y encontrada, extremada
pobreza, hambre, miseria y deudas: «...he
tomado y pedido prestado casi continuamente».
En alguna parte he llegado a leer que tras Dostoievski él puede que
hubiera sido el autor más entrampado de la historia de la literatura
—otra coincidencia.
Pero
en esa informe trayectoria personal arrostra y mantiene incólume una
voluntad inquebrantable para seguir escribiendo, un anhelo de titán
por llegar a convertirse en escritor. Permítaseme decirlo en dos
palabras: al igual que en el caso del gran ruso henos aquí de nuevo
con una «bestia de
aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin» —términos
precisos y cabales
que ya trajimos a
estas notas.
Miller,
como Dostoievski a quien tanto admiraba y acerca del cual se atrevió
a comparar el tiempo pasado en su delirante empleo en la Western
Telegraph Company con la estancia de aquel en Siberia, supo mucho de
pobres gentes, de subsuelos, de humillaciones y ofensas, de
demonios... ¿de crímenes y castigos?: «Toda
mi vida he sentido un gran parentesco con el loco y el criminal».
Pero Miller vive en una época y en un
espacio muy diferente al de aquel el cual, para expresar sus pasiones
y sentimientos, para dar salida a sus diferentes neurosis y
personalidades tuvo que utilizar personajes y tramas bajo la mirada
zarista y el peso de los popes; y esto era algo que a Miller en París
no le afectaba. No escribió ni una sóla novela si entendemos por
novela un texto con algo parecido a un argumento. Ya Schopenhauer
había escrito que «la
tarea del escritor de novelas no es relatar grandes acontecimientos
sino hacer interesantes los pequeños».
Y eso es todo
lo que Miller hace escribiendo: relatar insignificantes y pequeños
incidentes de su vida que acertada y frecuentemente combina con a
veces profundas reflexiones. Se trata de una nueva forma de
escribir. Al tiempo que divaga por los laberintos de su memoria le
surgen de improviso de su mente singulares observaciones e
interesantes análisis. Miller instruye y entretiene a un mismo
tiempo mientras indaga oportunamente en determinados hechos y
acontecimientos históricos, sociales, morales o afectivos.
Y,
sin embargo, todo lo que Miller nos relata no deja de ser nunca
autobiográfico: «Miller es el escritor más autobiográfico que
haya existido jamás...»(2). Es autobiográfico y, además, como
hemos dicho, sin cortapisa o censura de ningún género como cabe
esperar del París de los años treinta. Pero —lo más singular—
es que lo que escribe lo deja plasmado con la fuerza de un torbellino
impetuoso, como un volcán en ebullición y se diría que sin levantar
la pluma del papel, pero siempre dentro de una prosa que fluye
diáfana, límpia, con fuerza y sin afectación. En cierto pasaje de
una de sus obras, Nexus, escribe:
«Quiero imitar a todos los autores de que me
enamoro».Y antes ha confesado: «Si
pudiera uno escribir como habla... ¡escribir como Gorki, Gogol o
Knut Hansum!». ¡Pero es así como yo pienso
que escribía!, ¡como si estuviera pensando y cada palabra de su
reflexión y razonamiento se plasmase inmediatamente en la cuartilla!
Nos
dejó Henry Miller algunas parrafadas sobre las angustias del
escritor dignas de que no se pierdan. He buscado en mis notas, en mi
macuto, de aquella época en que lo leí, y no puedo resistirme a
dejar aquí entresacadas algunas de ellas:
«Sí,
con mis traspiés y torpezas estaba haciendo toda clase de
descubrimientos. Uno de ellos fue que no puede uno ocultar su
identidad tras la tercera persona ni afirmarla mediante el uso
exclusivo de la primera persona del singular. Otra fue... no pensar
ante una página en blanco. (...) Toda una disciplina conseguir que
gotearan las palabras sin abanicarlas con una pluma ni removerlas con
una cuchara de plata. Aprender a esperar, esperar con paciencia, como
un ave de presa,...
»¿Y
qué era lo que impedía a mis ideas originales brotar e inundar la
página? Llevaba varios años tomando esto y aquello de los adorados
maestros. (...) ¿Se había inclinado alguien sobre mí, mientras
dormía, y me había susurrado: "¡Nunca lo lograrás; nunca lo
lograrás!"?
»¿Cómo
sabe uno que un día alzará el vuelo, que, como el colibrí, vibrará
en el aire y deslumbrará con resplandor iridiscente? (...) ...todos
los rodeos, todos los fracasos y frustraciones serán provechosos.
(...) ...para nacer escritor hay que aprender a gustar de las
privaciones, los sufrimientos, las humillaciones. Sobre todo hay que
aprender a vivir separado.
»¿Cuándo
y dónde cesa la creación? ¿Y qué puede crear un simple escritor
que no se haya creado ya? Nada. El escritor cambia la disposición de
la materia gris en su mollera.
»Escribimos,
sabiendo que estamos vencidos antes de empezar. Todos los días
pedimos un tormento nuevo. (...) Un autor recibe un premio o un
sillón en la Academia por sus esfuerzos, otro un hueso roído por
los gusanos.
»Una
vida grandiosa la vida literaria.
»Los
generales de la literatura duermen profundamente en sus cómodas
literas. Nosotros, los peludos somos quienes luchamos.
»En
algún sitio ha dicho Paul Valéry: "Lo que sólo tiene valor
para nosotros (los que escribimos), carece de valor".
»¿Es
que no tienen los demás ese mundo cotidiano, que fingen despreciar,
si bien se aferran a él como ratas que se ahogan?¿No es extraño
que quienes se niegan a crear un mundo propio, o son demasiados
perezosos para hacerlo, se empeñen en invadir el nuestro? (...)
Sabemos cómo destrozáis las páginas de la literatura en busca de
lo que os gusta. (...) Vosotros sois los que matáis el genio, los
que dejáis inválidos a los gigantes»
Nexus y los demás
títulos de su Crucifixión rosada me
permitieron conocerlo, pero su Trópico de
Capricornio —considerada su mejor
creación— recuerdo que
me embelesó. ¡Ah, qué autor! Qué excepcional soliloquio de la
mente humana (y qué grandiosa traducción debe andar detrás de todo
ello). Un monólogo mitad autobiográfico o pseudoautobiográfico
—¡qué más da!— plagado de aseveraciones, odios, dudas,
maldiciones, conjeturas y sentimientos. Qué torrente de ideas y de
palabras a veces malsonantes e irreverentes, con frecuencia
lacerantes y crudas, otras tiernas y apasionadas pero siempre
acertadas, vitalistas y llenas de una exuberancia difícil de
encontrar en un autor. Qué riqueza de ideas sin fin; qué
interminable creatividad capaz de sumir al lector en un deleite
adictivo como una droga dura. ¡Quién pudiera escribir así! A
Miller parece que todo le surge a borbotones y profusamente, pero de
una forma cabal. Cuenta lo siguiente a propósito de uno de sus
libros: «Lo escribí de una sentada, cinco,
siete, a veces ocho mil palabras al día. Pensaba que, para ser
escritor, había que producir por lo menos cinco mil palabras al día.
Pensaba que había que decir todo de una vez —en un libro— y
después desplomarse». Así es como parece
que está escrito este. Y sigue: «Tenía que
aprender, como Balzac, que hay que escribir volúmenes
antes de firmar con el propio nombre. Tenía
que aprender, y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no
hacer otra cosa que escribir y escribir y escribir...»
Si
algo se le puede reprochar a Miller en este y sus demás volúmenes
es, quizás, su abuso de relatos «tórridos», puro porno. Si es que
lo hizo para vender más o por el placer de escandalizar es
disculpable —Trópico de Capricornio
lo escribió en París donde fue publicado en 1939 y estuvo censurado
en su país hasta los años sesenta del pasado siglo—, pero de
cualquier forma hay que decir que hoy ya no escandaliza a nadie y,
por lo tanto, aunque su obra no lo necesita tampoco le sobra.
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(1)
Bernd Dietz, Introducción a Trópico de
Capricornio
(2)
Erica Jong, El diablo anda suelto; H. Miller