miércoles, 15 de febrero de 2012

Día Cuarenta y seis: El desconocido Séneca

Señalaba Miller que para Coleridge existían cuatro tipos de lectores. Uno: las esponjas; son los que absorben todo cuanto leen y lo devuelven más o menos en el mismo estado (aunque un poco sucio). Dos: los relojes de arena; no retienen nada y se conforman con atravesar un libro por el gusto de atravesar el tiempo. Tres: las bolsas de basura; simplemente retienen los desechos de lo que leen. Cuatro: los diamantes —raros y valiosos— que sacan provecho de la lectura y permiten que con ello también se beneficien otros.
    Pues bien, se me ha ocurrido traer hoy aquí a Séneca por dos o tres razones que seguidamente veremos pero, además y sobre todo, porque si alguno de nosotros perteneciéramos al cuarto tipo de lectores del párrafo anterior, podríamos decir que obtendríamos un enorme e insospechado provecho tras haberlo leído.
Los otros tres importantes argumentos para hablar sobre él en estas notas los sintetizaría diciendo lo siguiente: primero que Séneca sigue siendo enormemente actual, segundo que su escritura seduce y entusiasma y, finalmente, —pero no menos importante— que su vida tuvo mucho de aquello que tanto hemos repetido que suele darse en la vida de los grandes, de los dostoievskianos, los forzados siempre a «gustar del alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia». En su caso, como en aquel ruso genial, Séneca soportó toda su vida la enfermedad; fue condenado a muerte y, aunque no lo ejecutaron, se le acabó deportando; y tuvo que acabar su vida abriéndose las venas obedeciendo la orden de un tirano.
Sin embargo, tras esta prolongada introducción (de la que ruego se me disculpe) y antes de escribir una sóla palabra más, considero fundamental dejar una expresa constancia de que Lucio Anneo Séneca jamás creó escuela alguna de filosofía ni escribió tratado filosófico alguno. Y ello es importante señalarlo porque siempre nos aparece etiquetado como filósofo. Algo que, imagino yo, lo ha mantenido alejado de muchos buenos lectores no interesados en la pura filosofía. No; Séneca no fue un filósofo si por ello se entiende a gentes tales como Platón, Aristóteles..., Zenón o Epicuro. Roma no produjo filósofos; habían ya florecido en la Grecia anterior.
¿Queréis saber lo que la crítica de hoy dice sobre la escritura de Séneca? Pues bien, escuchemos: «Séneca, adelantándose a Montaigne, inventa el ensayo, (...) Séneca inaugura con sus Cartas el artículo periodístico. (...) ¡cómo dice todo! Es un talento literario» (1). Esto fue primordialmente lo que yo pensé y me dije en los tiempos en que lo leí; por ello me alegré posteriormente muchísimo al encontrar tales palabras escritas por uno de sus últimos biógrafos. Es por ello quizás Séneca «...uno de los pocos autores antiguos que ha contado siempre con lectores y admiradores»(2).

    Pienso que ha llegado el momento de situar a Séneca; aquel romano de provincias pero de familia «ecuestre» o, lo que es lo mismo, de la clase acomodada.
   Coetáneo de Jesucristo al que le llevaba dos o tres años empieza en Roma a prepararse para una brillante carrera política auspiciado por su padre —otro Séneca que también escribía. La retórica y una gran cultura le son necesarias para ello al tiempo que una aceptable salud; pero desde niño le falta esta última: el asma y una afección bronquítica crónica, posiblemente tuberculosis, le acompañarán siempre. Sin embargo él aprenderá a soportarlas y mitigarlas: «Muchas veces tuve impulsos de quitarme la vida, pero me contuve... En consecuencia me ordené seguir viviendo, pues a veces, el vivir es un acto de valentía». Llegó a ser un experto en conocer y controlar sus dolencias se diría que aplicándose por su cuenta un tratamiento preventivo y psicosomático; pero lo que fue más importante es que intuyó la importancia del psiquismo en la curación de las enfermedades físicas. No sólo se impuso un régimen alimenticio austero y ejercícios físicos regulares sino que pensó que incorporando a ello el estudio habitual, la reflexión, las lecturas y el trato con los amigos —una terapia integral— la enfermedad podría ser domeñada. Y le fue bien, puesto que a pesar de sus adversidades vivió hasta cumplir los sesenta y nueve en que Nerón le ordenó suicidarse.

     En realidad Séneca siempre estará aprendiendo, experimentando, comprobando y..., contando los resultados de sus proyectos y tentativas, dando consejas, animando y consolando. «Séneca es como un gran viajero... y, con buen estilo y mucha retórica, cuenta algunas cosas a sus paisanos asombrados y perezosos»(1). Séneca es casi siempre un talego de sabiduría, pero de la sabiduría práctica y no de la «etérea»; y suele dar en el clavo cuando, por ejemplo, a propósito de sus dolencias, habla sobre el dolor físico causado por la enfermedad y cómo luchar contra ella al tiempo de mitigar aquel.
     Pero pasemos someramente sobre las contingencias de su azarosa vida, sus éxitos y sus desventuras. Es un escritor conocido y en el Senado un soberbio orador, y Calígula lo sabe; quizás lo envidia y al tiempo lo detesta al sentirse taimadamente denunciado en algunos de sus escritos dado que gracias a los esclavos copistas —aquella imprenta manual— toda Roma puede leerlo. Parece ser que Calígula decidió que fuera ejecutado, mas afortunadamente alguien le hizo cambiar de opinión. Sobrevive a esta amenaza aunque abandonando la política; sin embargo con el sucesor de aquel, Claudio, acaba siendo involucrado en un asunto de adulterio y condenado a muerte. No obstante, tras un proceso rápido la pena se queda en un destierro indefinido en la isla de Córcega con la consiguiente incautación de sus bienes; él siempre sostuvo su inocencia, pero al igual que le había ocurrido a Ovidio no se le dio tiempo ni para defenderse.
     El estudio y la escritura fueron las fuerzas que lo sostuvieron los ocho años pasados allí. No obstante, a pesar de su entereza acaba adulando a Claudio —al que odiaba— buscando su vuelta a Roma; muerto este escribirá en venganza la Apocolocyntosis, una obra difamante e hiriente cuyo título viene a ser algo así como la «calabacificación» o conversión de Claudio en calabaza. Regresa a Roma, es afamado y goza de un gran prestigio como escritor y moralista; Agripina, la madre de Nerón lo nombra preceptor de su hijo, y ya como emperador será uno de sus consejeros. Pero ¿podía conseguir Séneca algo bueno del carácter de semejante sujeto? A pesar de querer dejar la corte años después —a la vista de los desbarros de aquel— Nerón no se pliega a sus deseos y lo intenta envenenar, aunque no tiene éxito. Finalmente, acusado por Nerón de haber tomado parte en una conjuración para derrocarle, y tras haber asesinado éste a su madre, le llega de él la orden de que se abra las venas. Lo siento, pero era necesario al menos recordar todo esto.

* * *
      La mayor parte de las veces, leer lo que Séneca escribía allá por los años cincuenta y sesenta de nuestra era, resulta ser como leer al corresponsal de un periódico actual que nos escribe desde la Roma del siglo primero; es un «regreso al futuro». Sus cartas al procurador de Sicilia, su amigo Lucilio, a veces parecen crónicas y en otras ocasiones tienen algo hasta de reportaje. A pesar de las comunicaciones y de tantos descubrimientos habidos en estos mil novecientos cincuenta y tantos años, uno se encuentra con que seguimos siendo los mismos con idénticas pasiones, en parecidos ambientes y con las mismas incógnitas por resolver. Decíamos que las cartas de Miller a Anaïs eran geniales; pues bien, las escritas por nuestro autor de hoy a Lucilio también lo son. A propósito: la diferencia entre carta y epístola estriba al parecer en que la carta va dirigida exclusivamente a una persona, mientras la epístola se escribe con el objeto y la intención de que sea divulgada; por ello la correspondencia con su amigo es conocida con el título de Epístolas a Lucilio. Bien sabía Séneca que serían leídas pasados muchos años, pues le advierte que gracias a él su nombre llegará a ser conocido en el futuro.

     Dice Séneca en una de sus epístolas que oye una tremenda algarabía procedente de los baños que hay debajo del aposento desde el cual le escribe, y se entretiene en relatarle las clases de ruidos que tiene que soportar. Cuenta que oye los jadeos de los atletas, sus gemidos de fatiga, las zambullidas en la piscina, el chasquido de la mano al sacudir la espalda, el cual explica que suena distinto según sea la parte del cuerpo que en cada momento es golpeado. En otra ocasión, estando en Roma, se lamenta del estruendo que levanta la multitud en el circo, alboroto que también tiene que soportar cuando está escribiendo; sin embargo ningún ruido —dice— le impide concentrarse ni le molesta. ¿No es curioso que se escandalizara entre otras cosas de que en algunos edificios se plantasen árboles en las terrazas?; le parecía contra natura.
      En sus Cuestiones naturales sobre los fenómenos terrestres (las aguas, sobre los volcanes y terremotos, y hasta sobre el Nilo) teniendo en cuenta sus experiencias y lo que habían conjeturado los griegos, se recrea Séneca en relatar, siempre con ánimo crítico y tal cual lo haría un periodista, curiosas y sorprendentes situaciones y costumbres de la época; y así uno se entera por ejemplo del grado de refinamiento de sus contemporáneos adinerados en cuanto a la forma de deleitarse con el mujol hasta el punto de casi comerlo vivo, o de la para él inexcusable necesidad que tenían aquellos de la nieve y del hielo. También, en un momento en el que se refiere al espejo y describe su utilidad y sus usos, son notables los escabrosos comentarios que realiza sobre un individuo que se supone es bisexual y desde luego lascivo en grado sumo: Hostio Cuadra, que había colocado espejos de aumento en su dormitorio para así disfrutar más de las escenas de sus orgías sexuales.
     Séneca, como vemos, entre consejas éticas no se priva de contarnos cualquier cosa. Pero Séneca, como escritor que es, no deja de dar también recomendaciones sobre el arte de escribir. A mí me place despedir hoy a nuestro desconocido autor con una de sus recomendaciones, sin duda propia de maestro: «No debemos tan sólo escribir ni tan sólo leer: lo uno aflojará las fuerzas hasta agotarlas, lo otro las enervará. Hay que acudir, a la vez, a lo uno y a lo otro y combinar ambos ejercicios, a fin de que cuantos pensamientos ha recogido la lectura los reduzca la escritura a la unidad».

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(1) Socas, Francisco: Séneca, cortesano y hombre de letras
(2) Mangas, Julio: Séneca o el poder de la cultura