jueves, 22 de noviembre de 2012

Día Ochenta y uno; Y sin tiempo que perder, Marcel Proust


Sin tiempo que perder en un doble sentido: primero alegórico, segundo real. Sin pérdida de tiempo y antes de otra cosa, pues he terminado con Russell y había decidido que después de él inmediatamente «tocaba» Proust. Razones: algo de mi habitual manía de abordar al personaje (si es posible) a la sombra o a la luz de otro; y en este caso plenamente lo es. Las vidas de Russell y Proust, venidos al mundo con pocos meses de diferencia, son los lados de un ángulo recto; dos líneas perpendiculares en las que su intersección es el momento de su nacimiento. La de Russell es la más larga y horizontal; la otra, la vertical (cuarenta y ocho años más corta) es la de Proust. No pueden vivirse vidas más contradictorias y distantes en un mismo espacio y tiempo. Veámoslo.

     Para comenzar con Marcel Proust lo primero que deberíamos hacer sería tratar de conocer o rememorar algunos fundamentales "porqués", claves y marcas de su existencia. Todos o casi todos hemos leído u oído alguna vez acerca del beso que siendo niño tenía que recibir a diario de su madre en la cama sin el cual no podía dormir; también de aquellos ataques de asma que toda su vida le fustigaron y que le causaban una continuada asfixia; es posible que igualmente sepamos de la evocación que le trajo aquella magdalena que siendo ya adulto saborea con el té; y posiblemente estemos enterados del revestimiento de corcho de su dormitorio en el que nunca entraba la luz de la calle y del que hizo de la noche día y viceversa.
     No hay dudas entre sus biógrafos de que su madre, a pesar de que incluso en sus afectos era una persona imperativa, lo mimó hasta extremos inconcebibles. Lo había dado a luz a continuación de los revolucionarios sucesos que llevaron a París en 1871 a sufrir una de las épocas de más penuria y miseria de toda su historia. Debilitada por el hambre trajo al mundo a un Marcel endeble y frágil del que hasta se dudó de su supervivencia.
    Tampoco existen dudas sobre su excepcional introspección y su desmesurada sensibilidad, así como de las posteriores excentricidades que puso de manifiesto durante toda su vida; posiblemente algo que pudo tener que ver con la estrecha unión enfermiza y hasta morbosa que mantenía con su madre. Era melindroso al tiempo que malicioso, caprichoso, exigente e imprevisible, y, el asma, que le obligó a pasar gran parte de su vida postrado en la cama, le permitió tiranizar tanto a su familia como a  sirvientes y amigos.
    Rasgo también notable de su persona, digamos que un don, o digamos que una de las tres potencias del alma que decía nuestro catecismo, era la prodigiosa memoria de la que estaba dotado. Ella le fue fundamental para llevar a cabo la construcción de una magna obra que lo llegó a situar en la cumbre de los elegidos: aquella ambiciosa novela compuesta de siete volúmenes con cuatro mil trescientas páginas —para unos una autobiografía novelada y para otros una novela autobiográfica, y en la que la homosexualidad es uno de los temas principales— que tiene por título aquel que todos conocemos: En busca del tiempo perdido. 

* * *

    Hemos mencionado el término homosexualidad, y acabamos de llegar a uno de los rasgos más notables de la personalidad de Proust. Estamos en París; en números redondos digamos que bien en los treinta últimos años del siglo diecinueve o en los primeros veinte del siguiente, que fueron durante los que él vivió y precisamente allí. Wilde fue juzgado y condenado en Inglaterra en 1895, pero repito, estamos en París, Francia, donde la legislación había despenalizado la sodomía en 1791.
    Marcel Proust había dado muestras de aquella tendencia sexual desde su adolescencia; algo que había preocupado entonces ya a su familia, en especial al doctor Adrien Proust, su padre, entendido precisamente en aquel campo de la medicina relativo a los desórdenes sexuales de naturaleza fisiológica o psicológica. Pero hay que suponer que lo acabó aceptando; a Marcel había que aceptarle todo desde que a los ocho o diez años le sobrevino su primer ataque de asma.
    En otro aspecto, aunque era homosexual siempre evitó ser etiquetado como tal. Hasta ese punto era así que a consecuencia de unas insinuaciones aparecidas en Le Journal sobre sus tendencias, retará a duelo al autor de las mismas para defender su honor. Nunca hizo bandera de ello como por ejemplo Gide, algo que el autor de Corydon —obra en la que idealizaría homosexuales guapos y viriles— nunca le perdonó.
    Sin dejar por tanto sus inclinaciones, pero sin hacer públicamente gala de ellas, nos encontramos con un Marcel Proust que a los dieciocho años y a pesar de su asma, después de haber pasado por un distinguido liceo en el que estudia griego, latín, francés, ciencias naturales y filosofía, se alista en el ejército por un año librándose así de los tres obligatorios si fuera reclutado. Y dejando aparte que la vida militar le gusta, al terminar su compromiso se dedica durante tres años a estudiar leyes y ciencias políticas. A partir de ese momento —tiene veintidós años— habiendo completado hasta un curso de diplomacia, comienza su vida de parásito y holgazán como lo conceptuará su propio padre. Más o menos a esa edad es un hombre «...lleno de misterio. Un lado de su cara nos muestra el Proust optimista, buen hijo, buen amigo, sano, de mirada clara. El otro lado... desconfiado, excéntrico, con una mirada ambigua, cínica, casi malvada...»(1).
    De conformidad con el principal rasgo de su carácter: «La necesidad de ser amado y, para ser más preciso, la necesidad de ser acariciado y mimado...», siempre será él quién busque la pareja —muchas veces con heterosexuales terminado así pronto la relación. Logra frecuentar salones elegantes en los que nobles, artistas y burgueses alternan y ansían como él ascender en la escala social, al tiempo que mantiene idilios apasionados. Escribe crónicas de los salones para Le Figaro y colabora en revistas como la Revue blanche. Con otros amigos funda hasta dos revistas, y mantiene algunos duelos de salón en los que se termina disparando al aire —alguno también con un homosexual. En una palabra: a Proust, de natural atractivo, ávido siempre de amores y homosexual inconfeso le fascina la mundanidad, y se convierte por tanto en un esnob que persigue sobre todo relacionarse con la nobleza en busca de la distinción aristocrática; eso a pesar de que acabará encontrando mediocres a las personas del gran mundo.
    Con veinticinco años publica Los placeres y los días con prefacio de Anatole France; un compendio de narraciones, estampas y reflexiones con situaciones y personajes que después volverán a aparecer en su gran novela. Esta su primera obra, para cuya publicación no dudó en utilizar cualquier influencia y recomendación o invitación y halago, no tuvo demasiado éxito. Después, a partir de los treinta, sin abandonar sus escarceos amorosos y frecuentando la nobleza de más abolengo, instalado en lo que él mismo denominaba la mundanidad (brillar en el gran mundo, hacer la vida del gran mundo) decide traducir a Ruskin, autor con cuyos gustos sintoniza enormemente durante aquellos años.
    ¿Que cómo podía no sólo subsistir sino hacer frente a los gastos de esa vida? Puede ser que, al igual que Flaubert, sea Marcel Proust uno de los pocos autores en la historia de la literatura que jamás tuvo que escribir para poder comer y ni siquiera trabajar en cualquier otra actividad. Perdón, rectifico: sí llegó a trabajar pero sin remuneración. Su padre, que sufragaba con una asignación todos sus gastos corrientes y hasta le pagaba los extraordinarios (cenas en restaurantes elegantes, el asistir a la ópera o al ballet, los viajes...), le acuciaba para que se pusiera a trabajar. Y al final lo hizo: valiéndose de muchas influencias como las utilizadas para lograr la edición de aquella obra mencionada, Proust consiguió ser admitido como bibliotecario durante un tiempo en la biblioteca Mazarine de la Academia Francesa sin percibir salario alguno. Así tiene sentido aquello que dejó escrito: «La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida por consiguiente vivida, es la literatura».
Alrededor de sus treinta años se pone a escribir una novela autobiográfica, Jean Santeuil, que nunca pretendió publicar. Siempre que intentaba escribir una novela acababa dándose cuenta de que el resultado no era exactamente aquello que había deseado expresar; se diría que no encontraba la forma de entregarse a la literatura. No se encontraba como escritor —¿incapacidad, pereza?— y nadie podía tomarle en serio puesto que a todos les parecía simplemente un hombre de salón, un conversador original muy culto y de gran sensibilidad pero incapaz de realizar cualquier esfuerzo; aunque él, sin embargo, consideraba su existencia como «una vida de placeres y de sufrimientos».
Y, de pronto, le sobreviene un cambio radical. Contando treinta y cuatro años fallecen sus padres en un breve periodo de tiempo, exactamente en un par de años, quedándose por tanto solo en aquella casa. Su hermano, médico como su padre y más joven que Marcel, está ya casado y es independiente. Se encuentran ambos con una fortuna, y él decide abandonar aquella abigarrada vivienda y establecerse en un piso de seis habitaciones donde pretende dedicarse a escribir.
Recluido en el número 102 del Boulevard Haussman, ordena revestir enteramente de corcho el interior de su dormitorio para evitar tanto la luz diurna como los ruidos y el polvo, y se pone a escribir la que será una de las más trascendentales obras de la literatura universal.
En 1908 —cuenta treinta y siete años— podemos contemplarlo en pleno ardor creativo; en 1912 lleva escritas mil trescientas páginas. Tras un par de rechazos se comienza a publicar el primero de los siete libros titulado Por el camino de Swann. El cuarto, Sodoma y Gomorra, será el último que verá publicado. Fallece en 1922 de neumonía; contaba cincuenta y un años. El último volumen, El tiempo recobrado, verá la luz cinco años después. 

Acerca de toda la obra intentarémos decir algo el siguiente Día.
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(1) Silvia Acierno y Julio Baquero, El indiferente y otros relatos