Hablábamos de Voltaire y aún nos quedan por abordar
tres interesantes aspectos para terminar con él. Sucintamente, no quiero
abandonarlo sin haber indagado algo en su contradictoria personalidad y cual
pudo ser su germen, tampoco sin dejar de analizar y entender las causas de su
vertiginoso acceso a la notoriedad como escritor y, finalmente, examinar sus
relaciones con Rousseau y comprender los posibles motivos de su mutua
enemistad.
Son
tres cuestiones que entiendo merecen la pena; se diría que en ellas hay hasta
algo de intriga o misterio.
Han
sido varias las plumas autorizadas, en cuanto a hablar sobre Voltaire, las que
se han preguntado por sus años de infancia y adolescencia conjeturando que en
ellos reside en todo o en parte el origen de su personalidad. Precisamente esos
años que él, tan reservado en su intimidad, los cubrió también bajo una sombra
ocultando cualquier aspecto familiar. Y es que en ellos se producen sucesos y
se dan circunstancias capaces posiblemente de influir en la configuración de un
carácter.
Françoise-Marie Arouet nace
seis años antes de que comience el siglo XVIII. De la numerosa familia que su
padre engendró nos interesan tres de los hermanos que sobrevivieron bastantes
años al resto. Dos son varones y él es el más pequeño; el mayor Armando, que le
lleva diez años, ha sido educado en el jansenismo por voluntad de su padre,
mientras que Françoise-Marie es educado en un elitista colegio de jesuitas; no
hace falta que señalemos que la rivalidad y el antagonismo entre jansenistas y
jesuitas era en aquella época exacerbado. ¿Por qué esa extraña decisión de
aquel adinerado notario que ha enviudado cuando nuestro futuro Voltaire cuenta
siete años? De su madre no sabemos una palabra a pesar del vacío que pudo dejar
en él; si de ella guardaba algún tipo de recuerdos nunca lo exteriorizó. Con su
padre sabemos que las relaciones no pudieron ser peores hasta el punto de que
pensó encerrarlo en la cárcel —algo que como menor que era podía hacerse
entonces— o enviarlo a las Américas.
La contienda comenzó cuando
Voltaire, tras estudiar Derecho durante tres años por decisión de aquel, decide
que quiere dedicarse a las letras. El notario Arouet trató de impedirlo por
todos los medios, con lo cual «vio siempre en su hijo una fuente constante de
sufrimientos».(1) Lo desheredó y dejó su fortuna a su hermano —la hermana ya
había fallecido— excepto una pensión que a él le asignó; ¿por qué con
frecuencia daba Voltaire a entender que él era un hijo bastardo?
Pero, ¿y el hermano?; se
convirtió en un fanático jansenista que hasta tomaba parte en los sucesos del
cementerio de Saint-Médard en el que había sido enterrado un sujeto de vida muy
ascética (Françoise de París) que se decía hacía milagros. Fue su hermano
Armando, con el que jamás tuvo relación alguna, uno de los poseídos que allí
experimentaban convulsiones. Quizá la primera postura anticristiana de Voltaire
fuera una rebelión anti-jansenista contra la creencia en un Dios severo y cruel
y una vida dedicada al ascetismo. ¿No puede haber ocurrido que ello fuera el
origen de todo aquel odio y rechazo al fanatismo y a la superstición religiosa
de la que siempre hizo gala?
En una palabra: ¿mantuvo
Voltaire durante su vida traumáticos recuerdos infantiles? Su madre muerta, su
padre intolerante, su hermano «convulsionario», él desheredado desde muy
joven..., ¿con la adopción de aquel seudónimo, cuatro años antes de morir su
padre, no lo está rechazando? La renuncia a su apellido fue posiblemente una
forma de liberarse para siempre de aquel.
Y sin querer, de paso,
hablando de su seudónimo, nos hemos metido en el segundo aspecto. Observemos a
nuestro hombre en ese famosísimo retrato que le hizo Largillière una vez salido
de la Bastilla tras su primera «visita» a ella; precisamente acaba de cambiarse
el nombre y ya firma como Voltaire. Tiene veinticuatro años y en esos momentos
comienza su vertiginoso ascenso a la popularidad.
Bajo su enorme pelucón
aparece delgado, tiene una nariz prominente y la barbilla destacada, su frente
es desmesuradamente amplia, su mirada aparece ya sardónica o mordaz y su media
sonrisa entre cómplice y burlona nos dice algo así como que ha llegado su hora.
¡Cómo no!, estamos en el año 1718 y por lo tanto hace ya tres que el Rey Sol, Luis
XIV, ha dejado de existir. Con la regencia de Felipe de Orleans, hombre
libertino, diríamos que se abre la mano y todo pasa a ser más licencioso puesto
que el Regente es persona tolerante, algo que Voltaire aprovecha. Desde que a
los veinte ha dejado de trabajar como pasante o escribiente de un notario, se
ha lanzado decididamente a la vorágine frecuentando más aún los círculos
libertinos y elegantes en los que ya se movía y que había conocido gracias a su
padrino.
Es burlón, ingenioso,
galante y atrevido, y se diría que rebelde puesto que le gusta la provocación.
Versifica con increíble facilidad y es apreciado por su perspicacia y
conversación; sus versos satíricos son los más apreciados y circulan de mano en
mano; ello hasta que llega un momento en que unos referidos al Regente lo
llevan a la Bastilla. A su salida le dedica su primera obra escénica en verso,
una nueva versión de Edipo que allí
ha escrito y que estrenada tiene un gran éxito, lo que le significa convertirse
en el escritor de moda del momento además de una pensión que le otorga el mismo
Regente. Acaba de triunfar a los veinticuatro años.
Hedonista y amigo del lujo,
gustoso de la notoriedad, frecuentará a partir de entonces especialmente a la
nobleza —le gusta—, y vivirá una existencia mundana y errabunda sin domicilio
conocido. Tendrá relaciones y será huésped tanto de nobles como de la alta
burguesía, alternará con ilustres desterrados y librepensadores nacionales o
extranjeros y será amigo de artistas caídos en desgracia; también será compañero
e invitado de viudas de la nobleza y otras grandes damas así como de poderosos
que simpatizan con su gran desfachatez.
Dos mujeres y un hombre lo
tratarán durante su vida más íntimamente que nadie. La marquesa de Châtelet,
Émilie, con la que convivirá en su castillo varios años y cuya muerte le
causará un gran dolor, Federico II de Prusia —«...respetable, singular y amable puta...»— con el que pasará allí
tres años, y su sobrina Mariè-Luise, viuda, con la que cohabitará y mantendrá
relaciones íntimas el resto de su vida. Pero todo ello, además de biografía resulta
ser también un intrincado laberinto.
Hablemos mejor de sus
relaciones con Rousseau, otra gran contradicción. Habría que decir que Voltaire
fue acabando mal durante toda su vida con casi todos los que llegaron a
conocerlo, y Rousseau no fue una excepción, aunque hay que recordar que el
ginebrino comenzaba a ser ya impopular y sufría aquella paranoia persecutoria
que lo hizo intratable.
Cuando Voltaire está más o
menos en sus cincuenta y es un autor destacado, le es presentado un incipiente
escritor dieciocho años más joven que él en un salón atestado de público.
Rousseau lo recordará siempre porque años antes, leyendo aquellas sus tragedias
y poemas muy del gusto de la época, comenzó a nacer su voluntad de dedicarse a
escribir; consideraba entonces su estilo el de un gran maestro: «...me inspiró el deseo de aprender a
escribir con elegancia».
Años después, tampoco para
Voltaire es ya Rousseau un desconocido; se le llega a encargar que revise —poniéndole
la música Rameau— una obra de Voltaire,
La princesa de Navarra, que va a ser representada como una ópera en la
Corte; ello origina una amistad epistolar con el maestro hacia el que todavía
sigue teniendo una enorme admiración.
Sin embargo las cosas pronto comenzarán a
cambiar; ya cuando aparece el Discurso
sobre las ciencias y las artes de Rousseau, Voltaire se muestra contrario a
sus planteamientos; pero cuando Rousseau le envía un ejemplar de su segundo, el
Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Voltaire le responde aquello
de «dan ganas de andar a cuatro patas
cuando se lee vuestra obra». Desaparece su incondicional admiración y es el
principio de las desavenencias
En
realidad son muy diferentes; sólo tienen en común sus frecuentes enfermedades
de las que ambos se están siempre lamentando y diciendo que los llevan a las
puertas de la muerte, además del mutuo rechazo a la superstición y a la
intolerancia. Voltaire es urbanita y sensual, y Rousseau amigo del campo y
gustoso de la sobriedad; aquel es partidario de una monarquía ilustrada y Jean-Jacques
es republicano. Añadamos que la celebridad que Rousseau va consiguiendo no le
sienta bien a Voltaire y no la tomará jamás en serio. Tenían que acabar chocando.
Cuando
Voltaire escribe el Poema sobre el
desastre de Lisboa tras el funesto terremoto de 1755, le envía un ejemplar del
mismo a Rousseau, y es entonces él quién le pone los reparos. Encuentra
inaceptables los planteamientos de Voltaire mostrando irreconciliable la
catástrofe con la existencia de un Dios, y se lo hace saber. Aunque ello
molesta a Voltaire y no le responde, la confrontación abierta comienza después
cuando Rousseau interviene en una disputa epistolar que Diderot y d'Alembert
mantienen contra Voltaire el cual pretende representar teatro en Ginebra; allí
vive Voltaire, pero es la patria de Rousseau y tanto él como los rígidos
calvinistas están contra la idea. Con aquella intervención Voltaire lo tiene por
un declarado enemigo al tiempo que lo tacha de moralista hipócrita.
Tienen
ya sesenta y siete y cuarenta y nueve años respectivamente, y la famosa novela
de Rousseau La nueva Eloísa es motivo
de difamación por parte de Voltaire que escribe las Cartas sobre la Nueva Eloísa en las que cruelmente lo ridiculiza.
¡Pobre Rousseau que se siente incomprendido y perseguido!, «Os odio, —le escribe—
puesto que así lo habéis querido», y ello hace que Voltaire piense de
verdad que Rousseau ha perdido el juicio: «Es
una pena. Se ha vuelto definitivamente loco» escribe a sus amigos.
Rousseau
no era ya sólo su rival sino su mortal enemigo, y
procura por lo tanto hacerle el mayor daño posible; se trata de una «guerra»
declarada. Un panfleto
anónimo de ocho páginas circula contra Rousseau en el que entre otras cosas se
denuncia que su enfermedad urológica es en realidad venérea, y que abandonó a
sus cinco hijos en el hospicio; todo el mundo imagina que tras ello está
Voltaire.
Murieron
en el mismo año con una diferencia de fechas de apenas dos meses; al longevo
Voltaire que falleció de un cáncer de próstata, le faltaban seis meses para
alcanzar los ochenta y cuatro años. Al final de su vida escribió: «el final de la vida es triste, el medio no
vale nada y el principio es ridículo».
Hoy
sus restos descansan juntos. Tras la Revolución fueron llevados a la Cripta de
la Iglesia de Santa Genoveva, hoy panteón de hombres ilustres donde reposan los
dos enemigos a los que tanto les debe el mundo moderno.
Y
ahora la paradoja, o la contradicción final de Voltaire. Terminó sus días
firmando las paces con la Iglesia durante una crisis aguda de su enfermedad
tres meses antes de su muerte. Lo hizo mediante una retractación realizada ante
un eclesiástico —se supone que determinada por el miedo a no ser enterrado en
un cementerio cristiano— en la que acababa diciendo: «Si he escandalizado a la Iglesia, pido perdón a Dios y a ella».
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(1) Haydn Mason, Voltaire
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Nota: ignoro amigo lector si te ha pasado
desapercibido algo que intencionadamente me propuse «tres días» atrás.
Sencillamente tratar consecutivamente a Jane Austen y a Voltaire como dos
«bichos raros» de esta colección de autores que hace dos años abordé. En ellos,
tan diferentes entre sí pues únicamente las paradojas de sus vidas como
escritores les une, no se dan las habituales circunstancias que concurren en
prácticamente todos los anteriores.
Gracias.
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