sábado, 7 de mayo de 2011

Día Dieciséis: De un noble francés que se puso a ensayar

Después de haberlo citado aquí el último día confieso que hoy me he atrevido, con mucho respeto, eso sí, a abordar la figura de uno de aquellos escritores -uno de no más de un par de docenas- que me ha venido cautivando desde que supe de él. Michel de Montaigne y sus Essais es punto y aparte.
     Siempre que releo a este autor lo imagino escribiendo en aquel su castillo en una sala enorme con una magnífica chimenea y un gran perro a sus pies. Era su "cubil" como él llamaba a esa sala donde tenía prohibida la entrada a cualquiera: "Este es mi cubil. Intento conservar totalmente el dominio sobre él y sustraer este único rincón de la comunidad conyugal, filial y civil, (...) ¡Mísero aquel, a mi parecer, que no tenga en su casa un lugar donde pertenecerse, donde hacerse a sí mismo la corte, donde ocultarse".
     Estamos en los años setenta del siglo XVI. Este noble de Burdeos que ha ejercido la magistratura desde su juventud, carrera por la que no tuvo nunca entusiasmo alguno, dimite con cuarenta años como consejero del Parlamento de Burdeos y decide dedicarse a escribir. "Una inclinación melancólica producida por la tristeza de la soledad a la que me había entregado desde hacía algunos años, hizo que naciera en mi cabeza esta fantasía de meterme a escribir". Son palabras mágicas y eternas en el mundo del escritor: inclinación melancólica, tristeza de la soledad.
     Y como nunca había hecho nada semejante a excepción de la traducción de un libro del latín al francés por encargo de su padre, se pone a escribir sobre lo que lee y ha leído y, sobre todo, más adelante, acerca de sí mismo y de cuanto se le ocurre, aunque cada vez más sobre su persona, sobre él mismo. Michel de Montaigne estaba creando un género literario desconocido hasta entonces y que él, como no sabe que título darle a eso que está escribiendo, lo denomina Ensayos. "Voy espigando aquí y allá, en los libros, las sentencias que me placen, no para conservarlas (porque no tengo donde), sino para transportarlas aquí". Y también: "Ni en la guerra ni en la paz viajo sin libros, (...) En casa suelo prestar más atención a mi biblioteca...(...) Allí hojeo un libro, ya otro, sin orden ni concierto, de modo deshilvanado; ora sueño, ora apunto y dicto, mientras paseo, las ideas aquí presentes".
     El libro que su padre le había mandado traducir del latín era nada menos que de un filósofo y teólogo catalán, Raimundo Sabunde el cual había enseñado en Toulouse, y que fue publicado en francés tras traducirlo Montaigne con el título Teología natural. Desde luego ese catalán fue ya un pionero de lo que se avecinaba cuando en el mil cuatrocientos y pico le reprochaba a los escolásticos el uso excesivo del principio de autoridad y de las deducciones silogísticas en detrimento de la investigación empírica. Y a Montaigne, como veremos, le debió de influir mucho la lectura de aquel renacentista.
     Por otra parte, quizás aquella traducción fue la que le indujo a escribir sus Ensayos en francés y no en latín, lengua ésta en la que él mismo se expresaba y que ya hablaba cotidianamente a los seis años. Esa fue otra de sus innovaciones: escribir en una lengua en la que no se editaban entonces libros; Montaigne dice en cierta ocasión que escribe para pocos hombres y para poco tiempo, aunque ello lo piensa porque cree que la lengua francesa que utiliza se dejará de emplear pronto; hasta entonces todo se había venido escribiendo en latín.

     En aquella época debió ser Montaigne como un rayo de luz en la caverna del medievo que quedaba atrás. Que resultó ser un hombre sincero en su escritura es innegable y es parte de su personal impronta de escritor. Por ejemplo: "Y es el caso que tengo cierto natural imitamonos: cuando me metí a hacer versos, revelaron claramente al poeta que acababa de leer recientemente; y algunos de mis primeros ensayos tienen cierto tufillo a cosecha ajena". Dice que se entretiene leyendo autores sin cuidarse de su ciencia; asegura que tan sólo busca en ellos el estilo, algo que desde el primer momento a él no le falta, aunque lo ignore, y que resulta particular y asociado a la evolución del pensamiento pero al tiempo se mantiene clásico. También reconocía que escribía a saltos y a zancadas, y ahí sí que no se equivocaba, en realidad era cierto: va de un sitio a otro velozmente y a veces parece que se ha perdido.

     Hay que decir, sin embargo, que a Montaigne se le ha acusado varias veces y de varias formas de ególatra, arrogante, misántropo, misógino y hasta de hipocondríaco; incluso yo he leído de él que se trataba de un "hombre cuya ética era seguir sus impulsos naturales"; eso sin olvidarnos de la complejidad y contradicción de su persona, de su alambicada personalidad. Yo replicaría a ello con dos argumentos:
     Primero de todo que Montaigne estaba creando un género. Aquello no era novela ni literatura epístolar; tampoco era historia ni crítica; no se trataba tampoco de biografía ni autobiografía -aunque de todo ello un poco había. Montaigne escribe -tal como él dice- sin esperanza de gloria; escribe por escribir y sin saber de qué, tan sólo por esa fuerza que arrastra sin remedio; y cuando después de muchos años de comenzar muchos capítulos con palabras más o menos como estas: "Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor..."; "Tenía un noble francés la costumbre..."; "Los reyes de Persia admitían en sus festines...", cuando después de relatar cosas tan serias pasa a describirse a sí mismo contando qué es lo que come, cuánto bebe, cómo se viste, si va poco o mucho al excusado, cual ha sido su salud, si le agrada rascarse o le pican los oídos, cómo tiene el estómago o su vista..., entonces Montaigne desconcierta.
     Y este es por tanto mi segundo argumento: Montaigne se desnuda ante el lector de su época, lo cual es una novedad; confiesa sin ambages lo que piensa y lo que opina sobre... ¡sobre lo divino y sobre lo humano! habría que decir.
     En fin, cabría preguntarse: ¿Pero cómo es posible que un hombre que escribe entre otras muchas cosas sobre esos temas tan triviales y faltos de interés, llegue a ser entretenido e incluso apasionante leerlo? ¿Será su estilo junto con su candor? ¿Radicará el secreto en esa franqueza que emana de todo lo que dejó escrito este escéptico arrogante y desenvuelto epicúreo?
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