lunes, 4 de junio de 2012

Día Sesenta: Charles Oliver David Dickens Twist Copperfield

Soy consciente de que suelo abusar a menudo de los paralelismos, similitudes y correlaciones, o cualquier otro sinónimo con el que se quieran denominar mis comparaciones entre las vidas y la obra de dos diferentes autores. Tratándose de Dickens he de confesar que siempre, tras leer algunas de sus obras y saber de su vida, me han sorprendido las grandes afinidades existentes entre él y Mark Twain. Y, lo lamento, pero aunque he tratado de resistirme he decidido finalmente traerlas aquí.
    Sin embargo quizá sea temprano para comenzar a desmenuzarlas. Es posible que en primer lugar deban ser trazadas algunas pinceladas sobre la infancia y la juventud de Charles Dickens: aquella víctima de un inhumano período de la era victoriana que le tocó vivir y al que paradójicamente le debe en parte su universalidad como escritor. ¡Ah!, pero a este propósito viene bien justificar en este momento el título que encabeza las notas de hoy. Obedece escuetamente a que dos de sus obras, una de su primer período de escritor, Oliver Twist que fue su segunda escrita con gran éxito, y otra perteneciente a una época posterior: David Copperfiel también publicada con enorme crédito, comprenden todo el mensaje, el sentimiento y la denuncia, la emotividad y el patetismo de un período concluyente de su existencia: su infancia y adolescencia. Fue una época que le marcó y hasta le traumatizó y que no dejó de reflejar en toda su producción. Ambas obras componen su vida, juntas son su biografía. Es más: todo lo que contienen esas obras es parte significativa de cómo se forjó su carácter y de su conducta posterior. 
    Calamidades, indefensión y soledad, dejadez de la mano de Dios, angustia, todo lo sufre y lo vive sintiéndose solo y sin decir nada; no exterioriza sus pesares y oculta reservado tanto sus sentimientos como las humillaciones y miserias que padeció durante su infancia. «Así como la reserva y el sentimiento de culpa impregna de arriba abajo la ficción dickensiana, la discreción era la norma inamovible que aplicaba a su propia vida»(1). «Caí en un estado de abatimiento que soy incapaz de recordar sin compadecerme de mí mismo»— escribirá en  David Copperfield. Pero, al tiempo —y esto es muy importante— no se arredra.
Siempre y en cada instante ambiciona salir de todo ello, se esfuerza por escapar de las circunstancias que le circundan agoreramente. En su penuria y calamidad Dickens buscará a toda costa una luz en los oscuros hechos que se van sucediendo a su alrededor, y, poco a poco, con tesón y con trabajo, con una búsqueda desasosegada en cada resquicio que encuentre tropezará con la suerte. Suerte no; logro habría que decir. Logro o éxito que la mayor parte de las veces como señalaba B. Russell «no es posible sin trabajo persistente. (...) El placer de lograr algo requiere que haya dificultades... ».
A las afueras de Chatham, localidad perteneciente al condado de Kent, siendo un niño de seis o siete años recorrió muchas veces el sendero que lo llevaba a una mansión conocida como Gad's Hill Place, aquella residencia que su padre le había mostrado una vez como símbolo de poder y de prestigio. Dickens siempre soñó con aquella casa y no la olvidaría jamás. Llegó a ser suya y en ella murió.

    Veamos ahora algunas de aquellas similitudes o quizás disimilitudes:
Oliver Twist y Tom Sawyer son dos pequeños semejantes en edad que, sin embargo, viven aventuras muy diferentes aunque identificadas con las que durante su infancia vivieron sus creadores. La cueva en la que Tom vive sus sueños y aventuras cerca del Mississippi es para Oliver un estremecedor orfanato con toda su hambre y su crueldad, y más tarde lo son los bajos fondos londinenses con sus maleantes y carteristas.
Siendo niño, al morir su padre Twain le pidió a su madre que lo librara de seguir yendo a la escuela; Dickens tiene que dejar con un gran desamparo la suya para traer dinero a casa cuando sus padres lo ponen a trabajar en una inmunda fábrica de betún para calzado; su madre es una manirrota y su padre está en la cárcel por deudor.
Ya dijimos que Twain era «un culo de mal asiento» que no duraba en ninguna parte; y he aquí que Dickens, si bien es verdad que no se mueve físicamente como aquel, no deja sin embargo de ensayar actividad tras actividad para salir de la miserable vida que intuye le espera; ansía estudiar, prepararse, y en cuanto puede reanuda entusiasmado sus estudios.
Ambos consiguen llegar al periodismo aunque por caminos diferentes. Twain lo logra ejerciendo el oficio de tipógrafo; Dickens sin embargo, después de trabajar en un despacho de abogados como chico para todo, decide aprender taquigrafía además de intentar ser actor teatral, algo esto último que le será de mucha utilidad posteriormente. Pero de momento, gracias a su preparación como estenógrafo conseguirá trabajar en los tribunales —precisamente en los dedicados a causas matrimoniales de los que conservará documentación que le servirá posteriormente en sus novelas; después se convertirá en reportero parlamentario de un periódico.
 Los dos cruzan el Atlántico con el ánimo de descubrir sus opuestos mundos, y cuando regresan no opinan demasiado bien sobre lo que han visto; Dickens, precisamente decepcionado sobre lo que ha descubierto en los Estados Unidos, no habla bien de aquella visita y enfurece a los norteamericanos.
Dickens y Twain (les separan veintitrés años) escriben sobre un mundo que cada día encuentran más ingrato para el ser humano, un mundo en el que no ven solución para resolver las contradicciones sociales creadas; y aunque ambos saben usar del escrito pícaro, irónico e ingenioso, y al tiempo son capaces de reconocer los avances tecnológicos de su tiempo, en el fondo son pesimistas respecto a la sociedad en la que viven y al destino de la humanidad, y lo denuncian en sus relatos.
Y, finalmente, pero no menos importante, a Twain le proporciona mucho dinero subirse a los escenarios para dar conferencias, mientras que Dickens lo gana también subido a los proscenios pero leyendo partes de sus obras escenografiadas.      

    En cualquier caso la vida de Charles Dickens fue una lucha desesperada en busca del éxito; tratará no sólo de lograr un estatus social, sino el aplauso y el reconocimiento del público que en alguna forma le compense de las tristes circunstancias vividas en su infancia. Y descubre pronto que aquel público disfruta viéndose retratado en sus relatos —qué duda cabe que en principio algo folletinescos. Dijo Bernard Shaw que «sus primeras novelas fueron escritas para conmover, entretener, divertir; a partir de David Copperfield, para hacer sentir incómodo al lector». Dickens, valiéndose de una especial retina fotográfica  —«en ocasiones llegó a comparar su cerebro con un archivador o con una placa fotográfica capaz de captar hasta las mínimas impresiones»(1)— va acumulando una información precisa de todo lo que ve; y lo que él quiere ver no son salones elegantes con damas escotadas y caballeros encopetados —ambientes que no frecuenta— sino que con asiduidad se sumerge entre la pobre masa de necesitados, maltratados, lisiados, hambrientos, huérfanos y desheredados de la fortuna los cuales acaban siendo sus héroes; héroes que generalmente son redimidos no en el otro mundo como se predicaba desde los púlpitos, sino en este, en vida; son redimidos encontrando el prestigio, la notoriedad, el afecto de los demás y la fortuna; y a su público eso le gusta. Es lo que a él le ha sucedido y lo repite en sus novelas.
    Lo sorprendente de este escritor «de raza», entendiendo como siempre por escritor de raza aquel que se esfuerza hasta límites inhumanos en crear su obra, aquel que se deja las pestañas y las horas de sueño entre las paginas escritas, aquel que es capaz de abandonar la familia y los amigos por llenar unas cuartillas, eso además de tener una especial y peculiar capacidad de imaginar y soñar, de convertir a los personajes reales que ha visto y estudiado en sujetos de una trama en la que los hace hablar, discutir, llorar..., lo sorprendente, digo, es que Dickens no comenzó su escolarización hasta los nueve años, algo parecido a Flaubert que a esa edad estaba aprendiendo a leer, y aunque en el caso de Flaubert su entorno le permitió seguir estudiando, Dickens apenas fue a la escuela en dos ocasiones y brevemente. Ello ha sido motivo para —cómo autodidacta que fue— ser considerado por muchos de sus críticos como simplón, sensiblero, distorsionado e inverosímil; pero es que no se debe olvidar que Dickens escribía para complacer a un determinado público acerca del cual —gracias a que sus relatos eran generalmente publicados en fascículos mensuales— trataba de enterarse de sus reacciones con el objeto de llevar el argumento por los derroteros que él veía que aquel publico deseaba.
    De esta forma Charles se convierte en un ídolo, casi un libertador, que cuando sus lectores tienen ocasión de verlo representar en un escenario a sus personajes llegan al delirio. Dickens es un predecesor de los Beatles moviendo multitudes que esperan toda la noche a la puerta del local para poder entrar. «Me preguntaba si no cabría ganar mucho dinero leyendo trozos de mis libros. Creo que tendría un éxito inmenso». ¡Y ni lo llegó a imaginar! Hubo que habilitar o acondicionar templos para dar cabida a tanta multitud; y allí, mientras leía su Cuento de Navidad manoteaba, realizaba muecas y gestos valiéndose de sus extraordinarias dotes de imitador y de su inigualable mímica, y enloquecía a su público.
    Es por tanto necesario entender la obra de Dickens contemplándola a la luz de todas las tonalidades que la rodean. En otras palabras: envuelta en aquella puritana pero injusta época victoriana; sabiendo de las masas asalariadas y explotadas por el naciente capitalismo; respirando el hedor de sus hacinadas viviendas en barrios infectos, mugrientos y descarnados; viéndolas pasar muchas horas en las tiznadas y malolientes fábricas, todo ello teniendo siempre en cuenta la carencia de la mínima dignidad para el ser humano. Y finalmente: no se deben  perder de vista tres influjos de su autor: sus tristes antecedentes familiares, sus ansias de triunfo y su crítica social.

Hoy, en nuestra protectora y permisiva sociedad posmoderna, puede ser que nos resulte muy difícil disfrutar y comprender la literatura dickensiana.
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(1) Peter Ackroyd, Dickens. El observador solitario