Soy consciente de que suelo abusar a menudo de los
paralelismos, similitudes y correlaciones, o cualquier otro sinónimo con el
que se quieran denominar mis comparaciones entre las vidas y la obra de dos
diferentes autores. Tratándose de Dickens he de confesar que siempre, tras leer
algunas de sus obras y saber de su vida, me han sorprendido las grandes
afinidades existentes entre él y Mark Twain. Y, lo lamento, pero aunque he
tratado de resistirme he decidido finalmente traerlas aquí.
Sin
embargo quizá sea temprano para comenzar a desmenuzarlas. Es posible que en
primer lugar deban ser trazadas algunas pinceladas sobre la infancia y la
juventud de Charles Dickens: aquella víctima de un inhumano período de la era
victoriana que le tocó vivir y al que paradójicamente le debe en parte su
universalidad como escritor. ¡Ah!, pero a este propósito viene bien justificar
en este momento el título que encabeza las notas de hoy. Obedece escuetamente a
que dos de sus obras, una de su primer período de escritor, Oliver Twist que fue su segunda escrita con gran éxito, y otra perteneciente a una
época posterior: David Copperfiel también
publicada con enorme crédito, comprenden todo el mensaje, el sentimiento y la
denuncia, la emotividad y el patetismo de un período concluyente de su
existencia: su infancia y adolescencia. Fue una época que le marcó y hasta le
traumatizó y que no dejó de reflejar en toda su producción. Ambas obras
componen su vida, juntas son su biografía. Es más: todo lo que contienen esas
obras es parte significativa de cómo se forjó su carácter y de su conducta
posterior.
Calamidades, indefensión y soledad, dejadez de la mano de Dios,
angustia, todo lo sufre y lo vive sintiéndose solo y sin decir nada; no
exterioriza sus pesares y oculta reservado tanto sus sentimientos como las
humillaciones y miserias que padeció durante su infancia. «Así como la reserva
y el sentimiento de culpa impregna de arriba abajo la ficción dickensiana, la discreción
era la norma inamovible que aplicaba a su propia vida»(1). «Caí en un estado de abatimiento que soy incapaz de recordar sin
compadecerme de mí mismo»— escribirá en
David Copperfield. Pero, al
tiempo —y esto es muy importante— no se arredra.
Siempre y en cada instante
ambiciona salir de todo ello, se esfuerza por escapar de las circunstancias que
le circundan agoreramente. En su penuria y calamidad Dickens buscará a toda
costa una luz en los oscuros hechos que se van sucediendo a su alrededor, y, poco
a poco, con tesón y con trabajo, con una búsqueda desasosegada en cada
resquicio que encuentre tropezará con la suerte. Suerte no; logro habría que
decir. Logro o éxito que la mayor parte de las veces como señalaba B. Russell «no es posible sin trabajo persistente. (...) El placer de lograr algo
requiere que haya dificultades... ».
A las afueras de Chatham, localidad perteneciente al condado de Kent,
siendo un niño de seis o siete años recorrió muchas veces el sendero que lo
llevaba a una mansión conocida como Gad's Hill Place, aquella residencia que su padre le había mostrado
una vez como símbolo de poder y de prestigio. Dickens siempre soñó con aquella
casa y no la olvidaría jamás. Llegó a ser suya y en ella murió.
Veamos
ahora algunas de aquellas similitudes o quizás disimilitudes:
Oliver Twist y Tom Sawyer
son dos pequeños semejantes en edad que, sin embargo, viven aventuras muy
diferentes aunque identificadas con las que durante su infancia vivieron sus
creadores. La cueva en la que Tom vive sus sueños y aventuras cerca del
Mississippi es para Oliver un estremecedor orfanato con toda su hambre y su
crueldad, y más tarde lo son los bajos fondos londinenses con sus maleantes y
carteristas.
Siendo niño, al morir su
padre Twain le pidió a su madre que lo librara de seguir yendo a la escuela;
Dickens tiene que dejar con un gran desamparo la suya para traer dinero a casa
cuando sus padres lo ponen a trabajar en una inmunda fábrica de betún para
calzado; su madre es una manirrota y su padre está en la cárcel por deudor.
Ya dijimos que Twain era «un
culo de mal asiento» que no duraba en ninguna parte; y he aquí que Dickens, si
bien es verdad que no se mueve físicamente como aquel, no deja sin embargo de
ensayar actividad tras actividad para salir de la miserable vida que intuye le
espera; ansía estudiar, prepararse, y en cuanto puede reanuda entusiasmado sus
estudios.
Ambos consiguen llegar al
periodismo aunque por caminos diferentes. Twain lo logra ejerciendo el oficio
de tipógrafo; Dickens sin embargo, después de trabajar en un despacho de
abogados como chico para todo, decide aprender taquigrafía además de intentar
ser actor teatral, algo esto último que le será de mucha utilidad
posteriormente. Pero de momento, gracias a su preparación como estenógrafo
conseguirá trabajar en los tribunales —precisamente en los dedicados a causas
matrimoniales de los que conservará documentación que le servirá posteriormente
en sus novelas; después se convertirá en reportero parlamentario de un
periódico.
Los dos cruzan el Atlántico con el ánimo de
descubrir sus opuestos mundos, y cuando regresan no opinan demasiado bien sobre
lo que han visto; Dickens, precisamente decepcionado sobre lo que ha
descubierto en los Estados Unidos, no habla bien de aquella visita y enfurece a
los norteamericanos.
Dickens y Twain (les separan
veintitrés años) escriben sobre un mundo que cada día encuentran más ingrato para
el ser humano, un mundo en el que no ven solución para resolver las
contradicciones sociales creadas; y aunque ambos saben usar del escrito pícaro,
irónico e ingenioso, y al tiempo son capaces de reconocer los avances
tecnológicos de su tiempo, en el fondo son pesimistas respecto a la sociedad en
la que viven y al destino de la humanidad, y lo denuncian en sus relatos.
Y, finalmente, pero no menos
importante, a Twain le proporciona mucho dinero subirse a los escenarios para
dar conferencias, mientras que Dickens lo gana también subido a los proscenios
pero leyendo partes de sus obras escenografiadas.
En
cualquier caso la vida de Charles Dickens fue una lucha desesperada en busca
del éxito; tratará no sólo de lograr un estatus social, sino el aplauso y el
reconocimiento del público que en alguna forma le compense de las tristes
circunstancias vividas en su infancia. Y descubre pronto que aquel público
disfruta viéndose retratado en sus relatos —qué duda cabe que en principio algo
folletinescos. Dijo Bernard Shaw que «sus primeras novelas fueron escritas para
conmover, entretener, divertir; a partir de David
Copperfield, para hacer sentir incómodo al lector». Dickens, valiéndose de
una especial retina fotográfica —«en
ocasiones llegó a comparar su cerebro con un archivador o con una placa
fotográfica capaz de captar hasta las mínimas impresiones»(1)— va acumulando
una información precisa de todo lo que ve; y lo que él quiere ver no son
salones elegantes con damas escotadas y caballeros encopetados —ambientes que
no frecuenta— sino que con asiduidad se sumerge entre la pobre masa de
necesitados, maltratados, lisiados, hambrientos, huérfanos y desheredados de la
fortuna los cuales acaban siendo sus héroes; héroes que generalmente son
redimidos no en el otro mundo como se predicaba desde los púlpitos, sino en
este, en vida; son redimidos encontrando el prestigio, la notoriedad, el afecto
de los demás y la fortuna; y a su público eso le gusta. Es lo que a él le ha
sucedido y lo repite en sus novelas.
Lo
sorprendente de este escritor «de raza», entendiendo como siempre por escritor
de raza aquel que se esfuerza hasta límites inhumanos en crear su obra, aquel
que se deja las pestañas y las horas de sueño entre las paginas escritas, aquel
que es capaz de abandonar la familia y los amigos por llenar unas cuartillas,
eso además de tener una especial y peculiar capacidad de imaginar y soñar, de
convertir a los personajes reales que ha visto y estudiado en sujetos de una
trama en la que los hace hablar, discutir, llorar..., lo sorprendente, digo, es
que Dickens no comenzó su escolarización hasta los nueve años, algo parecido a
Flaubert que a esa edad estaba aprendiendo a leer, y aunque en el caso de
Flaubert su entorno le permitió seguir estudiando, Dickens apenas fue a la
escuela en dos ocasiones y brevemente. Ello ha sido motivo para —cómo
autodidacta que fue— ser considerado por muchos de sus críticos como simplón,
sensiblero, distorsionado e inverosímil; pero es que no se debe olvidar que
Dickens escribía para complacer a un determinado público acerca del cual
—gracias a que sus relatos eran generalmente publicados en fascículos mensuales—
trataba de enterarse de sus reacciones con el objeto de llevar el argumento por
los derroteros que él veía que aquel publico deseaba.
De
esta forma Charles se convierte en un ídolo, casi un libertador, que cuando sus
lectores tienen ocasión de verlo representar en un escenario a sus personajes
llegan al delirio. Dickens es un predecesor de los Beatles moviendo multitudes que esperan toda la noche a la puerta
del local para poder entrar. «Me
preguntaba si no cabría ganar mucho dinero leyendo trozos de mis libros. Creo
que tendría un éxito inmenso». ¡Y ni lo llegó a imaginar! Hubo que
habilitar o acondicionar templos para dar cabida a tanta multitud; y allí,
mientras leía su Cuento de Navidad
manoteaba, realizaba muecas y gestos valiéndose de sus extraordinarias dotes de
imitador y de su inigualable mímica, y enloquecía a su público.
Es por
tanto necesario entender la obra de Dickens contemplándola a la luz de todas
las tonalidades que la rodean. En otras palabras: envuelta en aquella puritana
pero injusta época victoriana; sabiendo de las masas asalariadas y explotadas
por el naciente capitalismo; respirando el hedor de sus hacinadas viviendas en
barrios infectos, mugrientos y descarnados; viéndolas pasar muchas horas en las
tiznadas y malolientes fábricas, todo ello teniendo siempre en cuenta la
carencia de la mínima dignidad para el ser humano. Y finalmente: no se
deben perder de vista tres influjos de
su autor: sus tristes antecedentes familiares, sus ansias de triunfo y su
crítica social.
Hoy, en nuestra protectora y
permisiva sociedad posmoderna, puede ser que nos resulte muy difícil disfrutar
y comprender la literatura dickensiana.
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(1) Peter Ackroyd, Dickens. El observador solitario