Cuando se
aborda la lectura de una novela de Virginia, a pesar de que en cada
obra ha quedado impresa —aunque sin tinta— el ánimo, el temple y
el estado de madurez de la escritora, hay algunas constantes
inalterables que la definen profundamente.
Virginia
Woolf no fue pasión escribiendo: «El único
interés que suscito como escritora radica en una extraña
personalidad; no en la fuerza, en la pasión o en algo imponente»
nos dice en su extenso diario de cinco tomos —extraídos de los
veintiséis que escribió. Y ello me trae a la memoria los únicamente
dos que componen los de Tolstói; porque a pesar de que ambos le
dedicaron a sus diarios toda su vida, los de la Woolf son minuciosos
en su interioridades, en su introspección o reflexiones, en su
autoanálisis..., siempre en contraposición a aquel que, en una vida
mucho más dilatada, se limita con parcas palabras y en un estilo y
carácter tajante a citar la pasión que en un determinado momento le
atormenta, su lucha, su afán actual y sus propósitos.
Vida
interior y feminismo; una gran vida interior llena de sentimientos
feministas sería el secreto de la escritura de Victoria Woolf; una
profunda vida interior envuelta en la melancolía, también en eso
que llamamos tiempo y que siempre resulta tan mudable, y en el
pasado; y todo ello revestido de una enorme sensibilidad. Una vida íntima
que ella alimentó insaciablemente quizá desde su infancia —que
siempre a todos nos condiciona—, y que a esta frágil avecilla le
resultó posiblemente lacerante por las circunstancias que rodearon
el devenir de aquella. No debe resultar fácil ser la tercera hermana
de los cuatro hijos nacidos de dos viudos nuevamente casados y que
han aportado al matrimonio hijos e hijas de sus matrimonios
anteriores. Al mismo tiempo, la única hija que el padre aporta tiene
problemas mentales, y, los tres de la madre, dos de ellos varones...
—pero será mejor hablar de ello en su momento.
La
muerte de su madre cuando ella tiene trece años la lleva a
refugiarse buscando amor y cobijo en Vanessa, la hermana mayor de los
cuatro, poseedora de un carácter más vigoroso. Veremos que ese será
su destino, cobijarse como una avecilla en alguna persona-refugio
toda su vida. Aunque muy pocas resultaron ser esas personas;
posiblemente tan sólo fueron tres: su hermana Vanessa, su marido
Leonard, y su por un tiempo amiga, y después amante, Vita.
¿Fue
ante la para ella insufrible muerte de su madre, cuando paseando y
meditando al borde de los acantilados al sur de Gales, en aquellos
asolados campos entre los páramos y el mar, donde le surgió el
deseo de escribir?; algo así dicen sus biógrafos. Pero lo que sin
duda fue cierto es que, al mismo tiempo, a raíz de esa pérdida de
la madre se le desarrolló la primera de las tres grandes crisis
maniaco-depresivas de su vida que hoy los psiquiatras han rebautizado
con el nombre de trastorno bipolar.
Como
todo escritor reservado y solitario Virginia siempre escribió
cartas, muchas cartas; toda su correspondencia ha sido editada hoy
ocupando ¡seis volúmenes! —y suponemos que como en el caso de los
diarios no está allí toda.
Siempre gustosa de dilatados y solitarios paseos por la
campiña, ello no es óbice para que nuestra heroína viva una época
dorada de su existencia cuando participa en las tertulias de aquel
grupo de clase acomodada denominado de Bloomsbury, por ser ese el
barrio en el que se reunían. Un puñado de jóvenes cultos, rebeldes
y digamos que de izquierdas, aunque en el fondo liberales, que
pretendían acabar con las inhibiciones, romper con el tabú del sexo
—al parecer la mayoría eran homosexuales— y cultivar el arte de
vivir sobre todo lo demás. Es la época valiente de aquella Victoria
joven que había sido confinada a educarse en el hogar y a la que su
retraimiento, su reserva y timidez la llevaron a ser calificada, tal
como lo cuenta su sobrino, como «una snob rica, preciosista, difícil
y maliciosa»(1), —yo he leído que también como clasista y
xenófoba. ¿Tuvo lugar durante su participación en las reuniones de
aquel grupo de ambos sexos el nacimiento en su conciencia de las
opresión femenina? Pienso que no; debió ser mucho antes cuando se
dio cuenta de que como mujer necesitaba disponer de «una habitación
propia», y debió ser de igual forma entonces cuando decidió que
para ello debía unirse al Movimiento Sufraguista Femenino.
Tras
el fallecimiento de su padre cuando ella cuenta veintidós años, y el
posterior de su inmediato hermano mayor, dos años después, nuestro
gorrión se siente totalmente desvalido. Todo su amor lo vuelca aún
más en su audaz y más determinada hermana Vanessa, hasta que —no
siempre las ilusiones son falsas— a Virginia la solicita en
matrimonio Leonard Woolf, recién llegado de Ceilán después de siete
años allí y con el que no ha cruzado una sola carta. Desde ese
momento, a pesar del fracaso sexual habido en el matrimonio desde su
noche de bodas, él se convertirá en su hermano, su constante
protector y cuidador de por vida.
¿Influyeron
en ese fracaso los acosos sexuales que le infligieron en la infancia
sus dos hermanastros? Es posible; y máxime si se tiene en cuenta que
ella fue siempre algo miedosa sexualmente. Sentía y tenía amor pero
sin deseo sexual; notaba que era frígida, y al parecer se lo llegó
a anunciar a Leonard. No la podía tocar; se ponía histérica,
gritaba y lloraba. Sentía un extraño miedo al contacto carnal con
el sexo opuesto. ¿Es que no estaba dotada para la sexualidad, para
el contacto heterosexual?: «A los hombres les
falta la amabilidad y la sensibilidad de las mujeres». ¿Sentía
atracción por ellas? Aquella frase anterior
aparecerá frecuentemente en sus novelas con esas o parecidas
palabras en boca de algunas de sus protagonistas femeninas. Ella, en
el aspecto amoroso, se autodenominó siempre «mono» y «monito»; se
consideraba el «monito» de aquellos que la amaban. En su diario
dejará más adelante escrito: «Hay algo en
mí que no vibra, algo sordo, muerto. Que no cobra vida y hace irreal
todo lo que hago (...) Es lo que desgasta mi escritura. Lo que me
arruina como escritora. Es lo que desgasta mis relaciones amorosas».
Llegará
a experimentar el pleno placer de amar en su relación con otra
escritora, Vita Sackville-West sobre la que escribirá a otra amiga:
«Es una mujer de extraordinaria belleza y de aspecto majestuoso. Es
también una lesbiana convencida». Tras dos
años de amistad comenzados cuando se encuentra finalizando La
señora Dalloway, acaba amando «plenamente»
a Vita. Pero Virginia no es lesbiana; a la misma Vita ya iniciada su
relación íntima con ella, que le duró tres años, le escribirá:
«Es una cosa óptima ser un eunuco, que es lo
que yo soy». Sea como fuere, es necesario
hacer constar que aquellas consideradas hoy sus mejores obras: Al
faro, Orlando y Las
olas fueron escritas durante e inmediatamente
después de su relación íntima con ella.
Dice su biógrafo Nicolson, el propio hijo de
Vita, que «La señora Dalloway
la había dado a conocer. Al faro le
había dado renombre. Orlando la
hizo famosa»(2).
Precisamente Orlando
es una historia fantástica; se trata de una falsa biografía de la
misma Vita en la que llega a ser mujer y hombre, un efebo que conoce
el amor desde ambos lados durante las varias centurias que dura su
vida. Y es que Vita (que aunque casada era muy promiscua) la llegó a
«abandonar» por otra de sus amantes, Violeta, también casada, con
la que acabó fugándose a Francia y a Italia y «ejerció» de marido
suyo con el nombre de Julian.
Por
otra parte es significativo que fuera Orlando
precisamente la novela que Borges decidió traducir. Yo he llegado a
la conclusión de que en Virginia Woolf y el mismo Borges convergía
cierta afinidad-problema en el asunto del sexo. Ya hemos visto en su
momento que Borges tenía dificultades ante el contacto físico con
las mujeres que amaba, algo semejante a lo que le sucedía a Virginia
con el sexo opuesto. En ambos casos nos da la sensación de que todo
se reducía a que ambos percibían o adivinaban en las relaciones
heterosexuales cierta clase de violencia que de alguna forma les
repugnaba, y las rechazaban. Pero que sean los psiquiatras los que
digan la última palabra; probablemente sea enunciar lo anterior un
atrevimiento por mi parte.
Veronal
en dosis masivas y salto desde una ventana, aunque todo sin
consecuencias fatales, fueron hitos en la vida de Virginia junto con
internamientos en una clínica privada cuando le llegaban las crisis,
las ansias y los miedos... cuando escuchaba voces. Cómo serían
aquellas crisis que durante alguna tuvo hasta cuatro enfermeras
cuidando de ella.
Fue
Leonard, su marido, el que al descubrir en cierta ocasión una vieja
prensa en venta, le propuso a Virginia comprarla pensando que quizás
su utilización podría servirle como terapia. En ella —fue siempre
conocida como Hogarth Press por llamarse su residencia Hogarth House—
se llegaron a editar obras suyas y de otras escritoras y escritores
amigos, y con los años llegaría a convertirse en una notable
editorial.
Según
ella, parte de las crisis se las causaban sus novelas en vísperas de
la publicación. Posiblemente tenía razón: «su miedo a la burla
despiadada del mundo contenía el temor más profundo de que su arte,
y por consiguiente ella misma, fuera una suerte de impostura, el
sueño de una idiota que no tiene valor para nadie (...) tenía una
extrema sensibilidad respecto a la crítica, una hipersensibilidad
que podía considerarse mórbida»(1).
¡Tendríamos
tantas cosas que contar de Virginia Woolf! Pero el espacio limitado
nos obliga a terminar, y he decidido hacerlo con el rasgo aquel con
el que comenzamos la «entrada» anterior: o sea, hablando acerca de
su fama.
El
sábado 18 de febrero de 1922, cuando todavía no había llegado a
ser plenamente conocida, escribía en su diario: «Ayer
tenía en la cabeza algo que decir acerca de la fama. Me parece que
era que he decidido que no voy a ser popular, y lo he hecho de una
forma tan sincera que considero que el olvido o el mal trato forman
parte de mi destino».
Como a
todos nos ocurre Virginia no tenía idea de lo que el destino nos
tiene reservado. Por eso leer hoy a Virginia Woolf —sus novelas y
sus ensayos— resulta ser de lo más gratificante y a la vez
sorprendente si se tiene en cuenta su enfermedad, puesto que
paradójicamente nos puede proporcionar una gran serenidad vital.
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(1) Bell,
Quentin: Virginia Woolf
(2)
Nicolson, Nigel: Virginia Woolf