domingo, 20 de mayo de 2012

Día Cincuenta y ocho: Grandeza, sufrimiento y miseria de Thomas Mann

¡Si uno pudiera expresar únicamente en unas cuartillas tan sólo los mínimos conocimientos adquiridos sobre la figura de Thomas Mann! ¡Gigante tan magnífico y a la vez tan conmovedor! Trataré de dejar un bosquejo (que siempre será escaso) persiguiendo que el lector curioso se sienta contagiado y busque saber de él. Merece la pena; es mucho lo que nos dejó. 
   Primeramente se ha de decir que después de leer en sus diarios y en su obra de ficción, uno se siente profundamente confundido. Parecen tratarse de escrituras tan diferentes que hace pensar necesariamente que correspondan a dos autores totalmente distintos.
   En segundo lugar, respecto al volumen de su obra, uno se queda atónito en cuanto a productividad. Sin contar sus treinta y dos ensayos o escritos de pensamiento, nos dejó más de cuarenta obras de narrativa de una variedad temática difícilmente imaginable. Pero esa productividad no lo es menos en cuanto a sus diarios, de los cuales tan sólo los que abarcan de 1918 a 1939 han sido publicados en extracto puesto que ocuparían más de ocho mil páginas; y no dejó de escribirlos hasta el último día de su vida en 1955.
Al igual que sucedía con Dostoievski, viene al caso preguntarse quién era Thomas Mann, porque sin duda estamos ante un hombre con distintas personalidades como se daban en aquel. Pero en Mann, aunque esas personalidades vienen a darnos la imagen de un autor indiscutido y reconocido, sin embargo también lo retratan como falto de carisma, alguien que nunca fue querido por la mayoría, alguien que posiblemente irradió más aborrecimiento que simpatía.
Lo que más ha trascendido hasta nosotros ha sido la figura de un neurótico obsesionado por llegar a manifestarse ante el público con una determinada imagen que él mismo se preocupó de ir creando. Y como neurótico está en la línea de los grandes, en primera fila con ellos. Sin duda ambicionaba las alabanzas y el afán del reconocimiento y le dominaba el gozo de la autocomplacencia; y no obstante se reconoce que su prosa era encomiable, virtuosísima —si exceptuamos a los modernistas que llegaron a conceptuarlo como un anticuado al que había que mandar a un museo.
¿Egocéntrico?, ¿débil e indefenso?, ¿egoísta?, ¿actor?, ¿hipocondríaco?, ¿frío?, ¿calculador?, ¿repulsivo? Estos son algunos de los epítetos que salpican su existencia y en ella hay algo de todos. ¿Fue su vida insegura, penosa y vacía como se asegura?, ¿trató mal a sus hijos y de ahí sus conmocionadas existencias?, ¿era su único objetivo el llegar a ser el heredero de Goethe?
¿Y el tema de su homosexualidad reprimida? ¿Fue sacrificada en aras de ese gran triunfo que buscaba en el mundo de las letras?, ¡indudablemente! A los treinta años se decidió por el matrimonio. Pero mantenerse aparentemente en la ortodoxia le causó enormes sufrimientos.
Al pintor y violinista Paul Ehrenberg le dedicó la Parte Novena de Los Buddenbrook; su relación con él comenzó a los veinticinco años y le duró un interregno de cerca de tres entre su primer encuentro con Katia —la que será todo para él— y su boda con ella al cabo de ocho años; «...la precaria situación en que se haya uno si no le gusta el sexo débil». Todavía en su senectud sufría a causa de sus sentimientos homoeróticos no plenamente realizados, cuando se enamora en un hotel de Zurich de un joven camarero de Baviera (Franz Westermayer) —su enésimo enamoramiento de un joven—, y razona que también Goethe se enamoró fieramente a los setenta y cuatro años de una chica de diecisiete; pero «...el encanto incomparable de la juventud masculina que nada en el mundo puede superar, que es la base de todo y que desde siempre ha sido mi miseria y mi felicidad...», También a los setenta y cinco deja en su diario: «Abajo, en la pista de tenis (...) un joven argentino (...) Profundo interés erótico. Me levanto del trabajo para mirar. Dolor, placer...», y antes había escrito: «...el "otro sexo" del que aún no sé nada, a pesar de estar casado».
Sin embargo lo más sorprendente puede que sea su posible deseo incestuoso y pederasta hacia su hijo mayor Klaus cuando este tiene catorce años, la misma edad de aquel joven polaco Tadzio de La muerte en Venecia del que se había enamorado diez años antes: «...le hice notar mi afecto acariciándolo... (...) Klaus, por quien últimamente me siento atraído...», y «Me parece muy normal enamorarme de mi hijo. (...) estaba tumbado en la cama, leyendo, con el torso moreno descubierto, cosa que me perturbó...». «Katia conocía los deseos ocultos del marido.... Pero no podía mencionarlos a Klaus y contribuía de este modo a su confusión»(1).
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Hablemos algo ahora sobre sus diarios y después sobre su obra. Por supuesto lo escaso que leí en su día de él.
   Respecto a los primeros, es necesario destacar lo increíblemente minuciosos e insustanciales que son hasta el punto que uno llega a preguntarse: ¿pero cómo este hombre escribía tales nimiedades? En los tiempos de su lectura dejé escritas las siguientes notas:
No parecen los diarios de un escritor, y tampoco creo que en ellos mintiese. Monótonos; poca mente de literato en funcionamiento en esos diarios. Encuentro en Mann mucho de hipocondríaco o realmente de un hombre con muchos problemas psíquicos y de salud; también algo de usura cuando llega a anotar pequeños e insignificantes costes, algunas veces quejándose. En la parte positiva su gran capacidad de trabajo; es de admirar su esfuerzo epistolar, aunque casi siempre dicta, ¿a quién, a que persona le dicta...? De igual manera sorprende su constante trasiego debido a los tormentosos tiempos políticos que le toca vivir. ¡Y qué decir de su activa vida social! Pero además de continuar trabajando en sus obras literarias dedica tiempo a la lectura, elabora y pronuncia discursos, prepara artículos para la prensa y completa cada noche su minucioso diario consignando las visitas recibidas, el dolor o malestar que sufre, el medicamento que toma, lo que cena, el vino que bebe, si tomó su tableta de Phanodorm para dormir (a veces sólo media), y cómo ha pasado la noche. Todo ello arrastrando su problema de homosexualidad que su mujer conoce y soporta, y sobre la cual él en los diarios se manifiesta a menudo. Al menos también deja constancia de que relee a Tolstói, a Bernanos, a Dostoievski, y sobre todo a Goethe.
A finales de los años treinta una vida apasionante, la mayor parte de ella en Norteamérica. Viajes, actividad literaria y social inusitada, amigos, ensalzamiento por su oposición al nazismo, exilio deliberado, triunfo literario, conferencias, ruedas de prensa, admiración y respeto, y... confiesa sus enormes depresiones, angustias y náuseas; llora a solas frecuentemente.
* * *
Thomas Mann está escribiendo en uno de esos años, el 38 y precisamente en Norteamérica, una de sus obras: Carlota en Weimar. Y sobre ese esfuerzo va dejando comentarios en su diario. Ello me animó a su lectura porque esta Carlota es, precisamente, aquella casada de la que Wherter se prendó, y a la cual Mann hace coincidir con Goethe a sus sesenta y siete años.
En sus diarios dice que su capítulo VII le da mucho trabajo —confieso que es delicioso leer una obra y simultáneamente los diarios del autor que hacen referencia a su escritura. Sin embargo no habla de revisiones. ¿Es que no refinaba para conseguir su marmórea pulida prosa? A lo largo de su lectura, en la que fui explorando su argumento, analizando su construcción y deteniéndome en algunos diálogos, resultó que Goethe tan sólo aparece en el último momento. A mí me dio la impresión de que Mann buscaba dejar esa emoción para el final; todo lo demás es como un relleno, un suspense y un tener al lector pendiente de ese encuentro, que es lo que el lector desea desde el principio. Hay un capítulo, precisamente el VII, en el cual el autor utiliza el recurso de echar a rodar libremente los pensamientos desordenados de Goethe en ciertos instantes o momentos de soledad: frases inconexas, evocaciones, palabras claves o enigmáticas, máximas, dichos... Quizás uno de los flujos de conciencia más espectaculares y bellos que he leído en mi vida.

    Como consecuencia de una afección pulmonar sufrida por su mujer en 1912, Mann acude a visitarla a Davos al sanatorio en el que convalece, aunque tan sólo durante dos semanas. Ese escaso tiempo, sin embargo, le dio para mucho: allí concibió La montaña mágica que comenzará a escribir meses más tarde.
Mann le dedicó a esta obra —«soñadoras combinaciones de una sinfonía de pensamientos» como él la definiódoce años «tenaces de trabajo y meditación» según dice el traductor; y añade que el libro es «copiosísimo en ideas y lecturas» y que «el genio alemán, después de Goethe, no ha llegado a producir nada semejante en profundidad y magnitud». Páginas y páginas, más de mil y sin duda de prosa perfecta, describiendo personajes y relatando situaciones y sucesos intrascendentes, e incluso fisiología del cuerpo humano extraída indudablemente de una enciclopedia o libro de medicina. Hoy no se hubiera publicado esta novela así, tal cual es. Hay un tiempo para cada cosa. Los lectores del comienzo del siglo XXI no son los de principios del XX.
No obstante, la prosa de Mann en esta novela me resultó más que virtuosa. Es perfecta, fría y pulida como debe serlo al tocarla la piedra que Miguel Ángel nos dejó tallada; no emociona pero inspira reverencia; enorme capacidad de observación la que descubrí en Mann. Independientemente de expresar ideas elevadas, ontológicas, ideológicas y morales con elegancia orteguiana, noté que era capaz de volcar sus más elementales pensamientos, imaginaciones y evocaciones con un gran detalle y profundidad; esas cavilaciones y rememoraciones estúpidas y simplonas que a todos nos invaden en cualquier momento y a las que generalmente no les dedicamos el mínimo interés; las que consideramos baldías y hueras.
A este respecto quiero terminar con algo que manifestó Mann: «El escribir es, desde un principio al final, sólo reproducir la vida a mi alrededor a través de un interior, el cual lo absorbe todo, lo combina, lo crea de nuevo, lo amasa y lo reproduce en formas y materia propia». ¿Era posiblemente Mann una máquina de escribir con cerebro y sin corazón, algo así como un ordenador de hoy que absorbe, combina, amasa, crea y reproduce nueva información? Sintomático es que suyo sea también el siguiente pensamiento: «...yo amo el orden en cuanto a naturaleza y en cuanto a espontaneidad profundamente disciplinada».
   Pero todavía no he terminado con «los Mann».
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(1) Krül, Marianne: La familia Mann