lunes, 4 de febrero de 2013

Día Noventa: Balzac sin sus mujeres no hubiera llegado a ser Balzac


Difícil ciertamente imaginar su triunfo literario sin ellas, eso además del dolor y el placer que le proporcionaron. Si R. J. Sender pensaba que Balzac «...desde que salió del seno de su familia en la adolescencia hasta el día de su muerte, fue una vorágine de números (letras con fuerza ejecutiva, falsas grandezas a plazos, apremios con horas contadas...) cuya contemplación nos marea»(1), se diría que su vida fue también una vorágine de imaginación sensual, citas amorosas, voluptuosidad desbordante y pasiones sin límite. O las mujeres —y el ajetreo que en su vida le representaron— fueron una parte fundamental, un estímulo y aguijón para su creatividad, para su superación y su resistencia física y emocional, o al menos contribuyeron a crear —junto al ansia de riqueza y gloria que perseguía— el escenario para que representara aquel papel sublime de la comedia humana que él mismo retrató.
    La biografía de Balzac es mucho más que el papel de cualquiera de sus personajes novelados; se trata de una única e increíble novela que él nunca imaginó. Una novela con la cual se han atrevido numerosos y acreditados autores que han abordado su escritura —Zweig y Maurois entre otros— seducidos por su extravagancia e inverosimilitud.
   La primera mujer, en su relación no amatoria-sexual, que le afectaría durante toda su vida fue su madre. «Nunca tuve madre»; «¿Qué desgracia física o moral me acarreó la frialdad de mi madre?». Desdeñado desde su infancia, lo que Balzac halló en ella fue «...el fuego devorador de una mirada severa» que «ignoraba las caricias, los besos, la simple alegría de vivir...». ¿Recordamos las relaciones de Stendhal con su madre?
Esa falta de amor maternal le llevará a buscarlo siempre en sus amantes. Alejado de ella —realmente por el deseo de ambos pero sobre todo por el de la madre— pasa su infancia y adolescencia en las manos de un aya y en pensiones e  internados. ¿Es entonces extraño que se repita la historia de Rousseau con la señora de Warens? Pero es que se da la circunstancia de que Balzac no es trece años más joven que su amante como en el caso de aquel. No; la señora de Berny es una conocida de su madre y tiene la misma edad que ella, nada menos que cuarenta y cinco años, eso además de siete hijos y de que es ya abuela. ¡Pobre Balzac! Porque su madre lo sabe, y lo saben los hijos e hijas de la señora de Berny. Es la primera prueba de que ansiaba encontrar el amor de madre que tanto le faltó cuando niño. Ahora tiene veintidós años y está conociendo toda la intensidad del amor humano.
Durante más de diez Laure de Berny será madre, amante, consejera, amiga, cómplice y correctora de textos de Balzac; le mantendrá cuando no tenga ni para comer y le prestará dinero, sumas respetables que nunca le devolverá. Él, quizás sugestionado por Rousseau y sus Confesiones, a menudo se referirá también a ella como «mi pobre mamá». Esa relación con la Dilecta, como él la llamó, fue en el fondo muy valiosa para su carrera.
En una palabra: al cabo de tres años sale de la miserable buhardilla que con los estudios de derecho terminados a los dieciocho años le había buscado su madre ante su determinación de dedicarse a escribir, y gracias a Laure de Berry le sonreirá el triunfo a los treinta y dos con la segunda novela firmada con su nombre: La piel de zapa; la primera había sido El último Chouan. Había escrito hasta entonces la intemerata aunque siempre con seudónimo, y se había metido en negocios relacionados a menudo con el mundo editorial que le habían proporcionado fuertes cantidades de... ¡deudas!; a las cuales, para hacerles frente, no encontraba otra salida que endeudarse todavía más.
Pero ahora se le abre una nueva senda, y ¡se le sube la fama a la cabeza! Comenzará a conocer a sus grandes amistades femeninas, muchas de ellas pertenecientes a la nobleza, tan ansiada por él como el dinero, y que, por fin, al menos ellas —marquesas, condesas, y duquesas— jugarán posiblemente un papel de estímulo en su vida muy parecido al jugado por su protectora Mme. Berny.
Como cualquier escritor de moda recibe cartas de sus lectores a través de su editor. Normalmente se trata de mujeres; unas embelesadas por sus historias y otras críticas ante una de sus obras, Fisiología del matrimonio, la cual provoca un escándalo que lo da a conocer aún más. Y Balzac procura contestar a todas esas cartas y en especial a las firmadas por manos femeninas. Está buscando una viuda rica para casarse y no lo oculta, lo pregona; ha razonado que necesita bienestar y capital además de tiempo para dedicarse a escribir. Llegará a decir: «Mi futuro depende de una mujer que pertenece a este mundo», eso además de aquella su frase favorita: «Sólo tengo dos pasiones, el amor y la gloria».
Una de las mujeres que ha leído aquella obra y le escribe es una marquesa. Firma con nombre imaginario y misterioso y le echa en cara el cinismo que ha puesto en su Fisiología del matrimonio. Balzac contesta sin saber quién es a la entonces marquesa Henriette de Castries —pronto condesa y siempre una belleza de vida turbulenta dentro de la nobleza— y hasta le confiesa su idea de matrimoniar con una rica viuda, eso al tiempo de confesarle algunas intimidades más, todo ello aunque parezca increíble. Se cartean y ella le invita a su palacete. Mantendrá con ella una íntima amistad pero nunca será suya a pesar de sus intentos; ella siempre se escabullirá. Esa relación será para él «una tragedia», como reconocerá toda su vida, y ello hasta el punto de hacerle llorar se supone que de rabia. Sentía que la Castries le había hecho sufrir la más grande humillación que se puede sufrir por parte de una mujer.
No obstante, antes de cerrar este corto, extravagante y quizás ridículo capítulo de su vida de falso aristócrata que incluso le lleva a inventarse un título nobiliario, es necesario señalar que anteriormente a la duquesa de Castries, y después, y simultáneamente durante la relación todavía mantenida con Laure de Berny (suponemos que con ella ya sólo en el plano afectivo maternal), son varios sus intentos amatorios probablemente con éxito entre notables cortesanas: Olympe Pélissier, la duquesa de Abrantes, Jean de Margonne y Zulma Carraud en cuyas residencias pasa temporadas escribiendo y a salvo de los acreedores.
Sin embargo, de pronto su vida da un giro definitivo. Es el último capítulo de ella y va a durar hasta el final de sus días; y se sucederán en ese capítulo tanto pasión como sordidez. Estamos en 1832 y él cuenta treinta y tres años. Recibe desde Odesa una carta de una de sus lectoras que firma como la Extranjera. Tras ella, de nuevo, el misterio y la intriga, ¿quién es esta extranjera que se «desnuda» ante el gran Balzac y le cuenta sus cuitas terminando su carta diciéndole: «He entregado mi corazón y mi alma pero estoy sola»?
A pesar de su extenuación y su tensión combativa —tiene muchos rivales y enemigos—, a pesar de su régimen de trabajo: duerme de seis de la tarde a doce de la noche y desde entonces escribe ininterrumpidamente hasta catorce horas seguidas consumiendo litros de café; a pesar de todo eso y de sus galanteos amorosos, su enorme y arrolladora imaginación le hace caer en un especial éxtasis respecto a esa mujer. Se llama Evelina, le dice que tiene veintisiete años —aunque cuenta algunos más— y está casada con un marqués, mariscal del Zar de todas las Rusias que casi le dobla la edad y al que detesta; el mariscal Hanska es propietario de miles de hectáreas y de más de tres mil mujics.
Cuando Balzac va conociendo esos datos, además de haber imaginado a una diosa afligida cuya belleza y exotismo magnifica en su desbordante imaginación, no sólo barrunta que puede ser la solución a sus problemas si es que enviuda pronto, sino que resentido de la humillación a la que ha sido sometido por la Castries encuentra una personal forma de tomarse la revancha o el desquite. Evelina, de familia polaca, lo tiene todo: es joven, pertenece a la nobleza, es bella (se lo imagina él) y posee una gran fortuna además de mostrarle su admiración, su afecto o..., su ya cariño.
La primera vez que se encuentran es en Suiza a donde ella acude con el marido; el encuentro tiene lugar furtivamente en un parque de Neuchatel y ella sufre una decepción. Balzac no era físicamente un sujeto atractivo, se diría que más bien vulgar. Si nos atenemos a la descripción del secretario de la embajada rusa en París, al que acudirá más tarde para viajar hasta aquel país, Balzac era un «hombrecillo gordo, ancho y con cara de panadero...»; no obstante Evelina resulta ser para él una deidad no desmerecedora de cómo la ha imaginado; en ella ve sensualidad y voluptuosidad a raudales. Y comienza un romance epistolar durante el que se sucederán breves encuentros en Viena y otras ciudades europeas. 
Balzac, independientemente de lo lucrativo de aquel posible matrimonio, está enamorado hasta el tuétano de Evelina, ¿cómo explicarse de otra forma aquel trasiego amoroso epistolar y aquellos viajes a través de media Europa, ocupado como estaba hasta las cejas con sus novelas y envuelto en los compromisos contraídos ejerciendo de cronista de la Francia de su época? Veamos de qué forma termina una de las cartas que le envía; en ella hay algo de apasionamiento de colegial enamorado y de aquel arrebato de Dostoievski en sus cartas a su hermano Misha, algo comparable a aquella que el ruso terminaba, como en su día decíamos, con la palabra «adiós» escrita hasta diez veces en los dos últimos párrafos: «Adiós, ángel mío, mujer adorada, "minou" querido. Lina mía, mi querida pobre hijita; adiós tesoro mío, mi buen "louloup", mi alma vivificadora,... tú eres la gloria, el placer, el honor, la fortuna, la voluptuosidad de un hombre que sólo piensa en ti... Adios "loup", adiós mi Evelina querida, mi Eva demasiado adorada, mi niñita... besos que te envío. Uno para el más pequeñito de tus dedos, otro para el "minou", otros besos para los "mignons", besos para esa boca de coral, para cada uno de tus ojos... para todo tu cuerpo...»
Y así, en esos términos y relatando infinidad de sucesos, proyectos y fracasos, detalles sobre su modo de pensar, sus ilusiones y esperanzas y sus esfuerzos personales le escribirá cartas que hoy, editadas, ocupan hasta cuatro volúmenes. Por cierto, que dos de ellas de este tenor cayeron en las manos del mariscal y Balzac tuvo que excusarse ridículamente.
Resumiendo; el marqués fallece y ocho años después todavía no se han casado. Se llegaron a ver en plan «oficial» o «legítimo» en San Petersburgo, pero entre que ella no estaba demasiado enamorada, su fortuna le significaba mucho, tenía además sus sospechas sobre él y por lo tanto le ponía como condición que liquidara sus deudas antes de casarse —«Tener treinta francos en casa y gente en la calle reclamando treinta mil... una situación para volverse loco—, y, finalmente, que era condición necesaria que el Zar diera el visto bueno a su casamiento con un «infiel» oriundo del país de la revolución que había cortado cabezas reales..., ella le da largas y más largas.
Resultado de sus esporádicos encuentros Evelina dio a luz un hijo, pero muerto. Y Balzac, cada día más agotado por sus litros de café, sus apretados horarios y dilatadas horas de trabajo e incluso aquellos viajes para reunirse con ella, aunque fue aguantando sin perder la esperanza, era ya un carcamal cuando Evelina le dijo que acudiera a Ucrania, a sus posesiones, a desposarse. Y allí marchó como un perrito faldero y obediente después de cerca de dieciocho años desempeñando ese papel.
El final es triste; el viaje de vuelta a París en la berlina de ella fue una aparatosa odisea de dos semanas que destrozó aún más físicamente a Balzac. Enfermo y aquejado de múltiples trastornos, tales como sofocos, accesos de cólera, dificultades respiratorias, bronquitis y crisis hepáticas, finalmente una herida que se produce en su casa le produce fatalmente una gangrena.
Mientras Balzac agonizaba a los cincuenta y un años —se había casado hacía cinco meses— Evelina estaba al parecer acostada con un pintor apodado el Piojo gris que vivía de ella y le pegaba.
En su obra Eugénia Grandet había escrito: «La mujer permanece, queda frente a frente con las penas, sin que nada le distraiga de ellas; desciende hasta el fondo del abismo que el dolor ha abierto, lo mide, y a veces lo colma con sus deseos y sus lágrimas».
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(1) Ramón J. Sender, Tres ejemplos de amor y una teoría