Nos habíamos olvidado de alguien mientras hablábamos
de Joyce. Bueno, seré sincero: no ha sido olvido, ha sido un acto intencionado
el dedicarle finalmente una «entrada» a esta mujer, Nora, Nora Joyce con la que
compartió su vida.
Resulta
que estamos ante un caso inexplicable y en parte similar al de Goethe y
Christiane sobre el que ya en su momento nos detuvimos; y no será el último
como llegaremos a ver. Y ello dejando aparte el de Sócrates y Xantipa, caso que
no abordaré porque Sócrates no dejó escrita una sóla línea.
En dos
palabras y para empezar, estamos de nuevo ante el genio conviviendo con la
mujer vulgar. Joyce, lo mismo que Goethe son dos genios unidos a dos mujeres
tenidas poco menos que como simples e ignorantes, lo cual resulta un enigma y
que merece un estudio intenso que yo no soy capaz de desarrollar.
Aunque sí voy a preocuparme
hoy de saber quien era Nora Barnacle y qué posible papel jugó al lado de Joyce
durante treinta siete años, exactamente hasta la muerte de este genial creador.
Dice
Edna O'Brien que «No resulta fácil convivir con escritores. Están ausentes y presentes
al mismo tiempo. Se hacen presentes por su continua curiosidad, sus
necesidades, sus mentes catalogadoras, sus ansias de atisbar en el interior de
los demás, unas ansias que van descargando cada vez más en su obra»(1). De acuerdo; de todo ello veremos que hay muchísimo en la relación
Nora-James; pero hay otros sorprendentes elementos, hay más razones para deducir
lo difícil que tuvo que ser el que un aspirante a escritor con una mente
privilegiada (pero aparentemente un fracasado y habitual borracho) pudiera
convivir con una mujer a la que ha encontrado lavando ropa, haciendo camas y
fregando platos en un pequeño hotel de Dublín. Y al revés.
James Joyce tiene veintidós años y ha
perdido recientemente a su madre. Gracias a que ha estudiado gratuitamente
—ello dada la penuria a la que ha llegado su familia y a su gran capacidad
intelectual— tiene un título universitario, posee una gran cultura y además de
querer ser escritor ha intentado estudiar medicina, aunque por razones
económicas ha tenido que renunciar a ello. Nora Barnacle, con veinte años, se
ha escapado hace seis meses de Galway, su pueblo, y a llegado a Dublín; allí ha
encontrado un trabajo en el Finn's Hotel, un establecimiento pequeño en el que realiza los trabajos
propios de una sirvienta. «La educación de Nora se reducía a la enseñanza
primaria, no entendía nada de literatura y carecía de todo poder de
introspección... —sin embargo— ...debido a su necesidad de buscar lo
extraordinario en lo ordinario, Joyce decidió que era distinta»(2). Y hemos de
decir que realmente lo fue.
He
aquí nuestros personajes; ¿qué pudo descubrir Joyce en su primer encuentro con
esta muchacha además de su pelo color caoba, su falta de timidez y que se
llamaba Nora como la heroína de Casa de
muñecas de Ibsen, por aquellos días su ídolo y con el que se llegó a
cartear? ¿Se trataba quizás de que «en su ilimitado egoísmo, deseaba que el alma de su amada fuera una
lenta y dolorosa creación propia, que se liberase y purificase día a día... »? Resulta
asombroso que esto lo comentara precisamente él de William Blake, aquel poeta y
pintor que se había casado con Catherine, una analfabeta. Pero no; ni Joyce era
egoísta —todo lo contrario— ni pretendió nunca hacer de Nora una creación. Tuvo
que ser la confianza que él, desde el primer momento, vio en ella; la firme
creencia de aquella muchacha en sus ideales y, hasta es posible que vislumbrara
la influencia que podría llegar a tener en su futuro de escritor. Nora era
vivaz, ingenua, animosa e intrépida. La primera vez que la abordó en la calle
le había contestado con desenfado y no acudió a la cita convenida.
En el muelle, el día que abandonan
Irlanda, a Nora Barnacle no fue nadie a despedirla. Él le había pedido que
abordaran separadamente el barco y no se reencontraran hasta que este hubiera
zarpado. A él le despedía su familia, y, todos menos su padre sabían que ella
estaba allí; pero su padre nunca hubiera aceptado que se marchara con semejante
chica: una menor de edad, sirvienta en un hotel e hija de un panadero de
pueblo; los Joyce provenían de muy alto.
¿Se puede ser más ingenua, sencilla y despreocupada, al tiempo que
valiente y atrevida? Cuando más tarde John Joyce conoció y supo de ello y que
su apellido era Barnacle —percebe—, exclamó: «No se le separará nunca»; y así
fue como sucedió. A una de las mentes más preclaras del siglo veinte se le
estaba uniendo con la fuerza de un percebe a una roca, una joven hermosa, vivaz e intrépida
aunque sin instrucción alguna. «Joyce sin Nora no habría podido escribir Ulises, y gracias a ella la literatura
universal es ahora más rica»(3).
¡Parece
mentira! Vista hoy esa aventura con la fulgurante patina que el tiempo y en
este caso la gloria le prestan al pasado, es difícil apreciar los jirones y los
desgarros de la agitada, voluble e inestable existencia de estos dos muchachos
que muy pronto, además, fueron padres de dos hijos. ¿Cómo fue posible lograr soportarse?
Nora valía..., era de ley.
Él ha llegado harapiento y
andrajoso como un mendigo con una maleta de la que por todas su hendiduras
asoman prendas. Ella, tras él, con un sombrero de paja de ala ancha y un abrigo de
hombre que le llega cerca de los tobillos, era como un cúmulo de andrajos, así
fue como los recordó posteriormente su casero en Triestre.
Mientras él vuelve por dos veces a
Irlanda, ella se queda allí sola con los dos hijos en un país del que lo
desconoce todo —¡y ni siquiera está casada!; hasta la quieren desahuciar. ¿Y
cuando él está allí?...: borracheras, impagos, amoríos, desconfianzas..., ¿era
virgen cuando la poseyó por primera vez en Zurich? Siempre le obsesionó eso;
sentía la necesidad de creer que le había engañado, que no era entonces virgen
a pesar de haber visto las sábanas manchadas.
Y luego el rechazo de los
editores y el alcoholismo; el no ser publicado le llevaba más y más a la
frustración y a la bebida. «La falta de
éxito puede tener efectos muy perjudiciales en la obra de un escritor, y la
gimnasia moral requerida para "mantenerse a flote" de la indiferencia
puede resultar agotadora cuando hay que practicarla durante toda la vida»(4).
Su gimnasia moral fue Nora.
Tuvo que ser la vitalidad de Nora, su
perspicacia y su serenidad las que a los dos les permitieron sobrevivir. Poco
después de dar a luz se tuvo que poner a lavar ropa —en una hoja manuscrita de
un cuento de Dublineses que hoy se
conserva, anotó en cierta ocasión las prendas recibidas. Se negaba a guisar (por
supuesto que siempre en cocina común) al no poder comprar ni los alimentos a
causa del desconocimiento del idioma. James, entregado al alcohol no regresaba
algunas noches a casa, y aparecía tirado en una calleja al día siguiente. Días
hubo que se pasó las veinticuatro horas en la cama llorando; y ante los
sucesivos cambios de residencia propuestos por Joyce todo lo que hacía era
encogerse de hombros. ¿A Roma?, ¡a Roma!... ¡para regresar a los nueve meses!
Y, sin embargo: «Fue una
mujer divertida, apasionada, valiente, espontánea y franca. Hablaba
infatigablemente, pero Joyce no se cansó nunca de escucharla ni de prestar su
voz a sus personajes femeninos más importantes»(3)
¡Y ese es uno de los
secretos! Recordemos las palabras anteriores de Edna O'Brien sobre la convivencia
con el escritor: su continua curiosidad (...) atisba en el interior de los demás (...)
todo lo descarga en su obra. Nora, inconscientemente y en el día a día, le fue suministrando a Joyce
un caudal de «secretos» que con su aguda imaginación él logró incorporar a su
obra. Nora, en las cartas que escribía lo hacía como pensaba; hoy está
reconocido el enorme influjo que de ella hay en muchos pasajes de sus
creaciones y en especial en el Ulises. Nora
pasó a ser Molly cuando en la novela Molly es vulgar y obscena; por ejemplo, en
su largo monólogo interior con el que Joyce concluye la obra. Se trata de Nora
«escribiendo» con vehemencia y sinceridad una cascada de palabras sin ningún
signo de puntuación tal como habitualmente hacía.
Pero Nora fue también un costal
de ignoradas y olvidadas canciones, frases, dichos, consejas y refranes que en
sus años de infancia había aprendido y de las que Joyce tomaba nota. Y hasta
relatos, cuentos, y leyendas celtas escuchadas a sus amigas de la niñez,
puesto que ya hemos hablado de su espontaneidad. Se ha dicho que en el cruce de
«cartas sucias» que ambos mantuvieron Nora aprendió tanto que llegó a
superarlo. Y eso a pesar de que no le importaba perfeccionarse; no sentía
necesidad de demostrar su competencia intelectual. Jamás leyó el Ulises.
Y todavía dos palabras
más: Nora fue esposa y, a la vez, se convirtió en madre de Joyce. Él conoció a
Nora pocos meses después de la muerte de su madre, y desde aquel luctuoso
momento, en el que no dio muestra alguna de
tristeza, Joyce
nunca más se refirió a ella; había enterrado con su madre la opresión religiosa
inculcada y los confesionarios de su infancia y la borró de su memoria. Siguió
manteniendo sin embargo toda su vida una íntima comunión con el padre, el
siempre alegre borrachín de los malos tratos a las hijas y a la misma madre, y
el lugar de esta fue ocupado por Nora, aquella mujer tan distinta: alegre,
procaz, vivaracha y divertida; desinhibida y libre de ataduras, renuncias y preceptos.
* * *
El fallecimiento de Nora,
diez años después del de Joyce, fue noticia en la prensa más importante del
mundo. Time incluso llegó a admitir y
reconocer entonces su participación en el triunfo de Joyce.
————————
(1) O'Brien, Edna: Joyce
(2) Ellmann, Richard: James Joyce
(3) Maddox, Brenda: Nora Joyce
(4) Nelson, Victoria, Sobre el bloqueo del escritor