domingo, 30 de diciembre de 2012

Día Ochenta y cinco: Las "Memorias de ultratumba" de un vizconde muy romántico


Tanto que posiblemente sea el primero de los grandes románticos franceses y quién sabe —Byron fue su discípulo— si de toda Europa; y eso a pesar de que un solomillo lleva hoy su apellido. Dada su peregrina y sinuosa obra en cuanto a los temas desarrollados y a su cambiante estilo y sentimiento, François-René de Chateaubriand ha pasado a la historia de la literatura como uno de los más discutidos autores de todos los tiempos. Y, no obstante, si no se leen hoy la mayoría de aquellas sus creaciones destinadas a defender la fe cristiana combatiendo el volteranismo o superponiéndola al paganismo, o aquellas otras henchidas de una fascinación primitiva y exótica, no se deja sin embargo de editar y leer su obra cumbre: su autobiografía escrita durante cerca de cuarenta años evocando una época tormentosa si se tiene en cuenta que había nacido veintiún años antes del estallido de la Revolución Francesa y que falleció tan sólo a dos años de la mitad del siguiente siglo.


   Sus Memorias de ultratumba es por lo tanto una obra destacada en la literatura europea que merece la pena ser leída. Se editó por primera vez en Francia en 1848, justamente el año de su muerte, y ello a pesar de que había decidido que no fuera publicada hasta pasados cincuenta años después de que llegase ese final; pero su falta de medios económicos le obligó a darlas apresuradamente a la imprenta, de lo que se lamentó con todo el dolor de su corazón.
Este mago de la expresión, creyente a machamartillo y políticamente liberal, voluptuoso y sensual, sujeto contradictorio armado siempre de una fe dogmática pero fogoso, casquivano y bon vivant, comenzó a escribir sus memorias en «una casa de hortelano escondida entre las colinas cubiertas de bosques» localizada en una finca que había comprado en el Valle de los Lobos, a una docena de kilómetros de París, justamente a su regreso de su viaje por Oriente Medio, el Norte de África y España. Porque, ¡ojo!, acabamos de dar con otro gran viajero impenitente como los anteriores, aunque en este caso nos hallemos ante alguien que ama los viajes por un puro sentimiento turístico y gozoso, al tiempo de huir de lo cotidiano. Tenía entonces cuarenta y un años, había sufrido un descalabro político y, desconociendo que estaba todavía en la mitad de su agitada vida, había decidido recluirse en aquel lugar. 
Mucho antes, a sus veinticuatro, después de regresar de Norteamérica —el primero de sus viajes el cual lo inicia a la vista de como se desarrollan los acontecimientos en su país tras la gran revolución, y al que le mueve sobre todo el poner agua de por medio— a los veinticuatro decíamos se casa, emigra, se enrola en el ejército, es herido, se licencia enfermo y se refugia en Londres. En su mochila de soldado (contará después en sus memorias) llevaba junto con su impedimenta militar sus notas y apuntes, los cuales, a veces, se dedicaba a corregir sobre la misma hierba. Tenía prisa Chateaubriand: «Nuestra existencia es tan fugaz que si no escribimos por la noche lo sucedido por la mañana, el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya de ponerlo al día».
Si no en su mochila de soldado, sí en alguna otra parte tendría perfilados los apuntes correspondientes a su novela Atala, la historia de amor de una pareja de indios de Lousiana, que junto con el ensayo El genio del cristianismo publicará en Francia con un gran éxito tras su exilio londinense. Allí había sobrevivido colaborando en prensa y enseñando francés.
Durante su larga vida ejerciendo como politólogo y archimonárquico liberal, ocupará cargos públicos y será periodista, ministro, senador, representante de su país en alianzas internacionales, embajador... y, siempre, un turista fuera de su país, un cristiano romántico, un profeta, «un mortal donde se funden lo individual y lo universal, vida doméstica y existencia de estadista»(1)
En alguna parte ya hemos citado que Bernard Shaw pensaba que en las memorias se mentía, mientras que Schopenhauer había ya sostenido antes que en ellas no solía haber engaño ni fingimiento, y que «en estos libros es donde más pronto se aprende a conocer a un escritor como hombre». Pues bien, en el caso de nuestro voluptuoso René, que era como él gustaba ser llamado, podemos sospechar sin duda alguna que se equivocaba mucho menos Shaw que el segundo. Ya en torno a la veracidad de estas memorias se ha puesto en duda la entrevista de aquel jovenzuelo de veintitrés años, nada menos que con George Washington; aunque no se ha dudado de su personal relación con Napoleón para el que su cocinero tuvo a bien prepararle al emperador un solomillo al que le dio el apellido de su señor.
 
Se conoce poco al verdadero Chautebriand leyendo sus Memorias de ultratumba, independientemente de que se goce enormemente con ellas, pues al igual que en una novela queda patente «el lujo mágico de su estilo» y su gran romanticismo en todas las descripciones, no importa lo sublimes o sencillas que ellas sean. Tiene Chateaubriand la capacidad de enaltecer todo lo que relata, bien se trate de aventuras infantiles o retratos de paisajes. Pero no pretendáis encontrar en ellas la verdad de su vida, especialmente la amatoria, porque no encontraréis una palabra acerca de las aventuras extraconyugales del vizconde. Bien se cuidará de que no sepáis nada de sus amantes, especialmente de las seis principales: Charlotte Ives, Pauline de Beaumont, Nathalie de Noailles, Juliette Récamier, Cordélia de Castellane y Hortense Allart, todas ellas al parecer mujeres inestables y sensuales a las que a la mayoría de ellas hizo desdichadas. De Madame Chateaubriand, a la que tan infiel le fue, tampoco conoceréis demasiado; de hecho parece que el relator es soltero y además de célibe casto, como corresponde a un constante defensor de la tradición cristiana.
Y he dicho lo anterior recordando aquella característica de que terminara muchos de los capítulos de una manera muy afectada; se diría que reflexionando en profundidad, lamentándose, sermoneando al lector o clamando al Altísimo. Por ejemplo: «¡Oh, miserables de nosotros! Tan vana es nuestra vida que no es más que un reflejo de nuestra memoria», o «Bien hecho está lo que hace Dios: es la Providencia la que nos dirige, cuando nos destina a desempeñar un papel en la escena del mundo», todo lo cual suena muy mojigato en un sujeto que ha corrido tanto mundo, ha visitado tantos salones y ha vivido tantas aventuras licenciosas. Casi empieza uno a encontrar disculpable que Sartre, precisamente él, hiciera lo que hizo sobre su tumba y no quisiéramos citar algunos pasajes finales de la obra. ¿Qué escritor no ha renunciado a las lecturas y publicaciones de sus primeras obras pasados algunos años bien debido a su estilo o al contenido de las mismas? Pues bien, yo me pregunto qué es lo que pensaría al final de sus días Chateaubriand de aquellas «Bellezas de la religión cristiana» en las que escribía que la existencia de Dios quedaba probada por las maravillas de la naturaleza, y en las que se podían leer cosas tan estrambóticas como lo bien que Dios había diseñado las patas de las aves para que pudieran asirse a las ramas..., o cómo Dios les había infundido la sabiduría de construir sus nidos tan perfectos..., y hasta qué oportuna había sido la Providencia que les hacía emigrar según el tiempo atmosférico que se avecinaba y de este modo los labradores sabían cuando debían exactamente proceder con sus faenas agrícolas. En fin, me es difícil dejar sin citar algunas boutades del final de estas memorias, y pido disculpas al lector: «Por otra parte, la sociedad no sólo se ve amenazada por la expansión de la inteligencia...»; «Un Estado político en el que unos individuos tienen millones de renta, mientras que otros se mueren de hambre, ¿puede subsistir cuando la religión no está presente con sus esperanzas en otra vida para justificar dicho sacrificio?; «La maldición divina entra, pues, en el misterio de nuestra fortuna; (...) nos encontramos en el punto de partida frente a las verdades de las Escrituras».
Pero no todo es censurable en «la obra maestra literaria de la prosa francesa» en la que surge «la palabra hecha música», como se ha dicho de ella(2). Nos estamos refiriendo únicamente a los pensamientos reaccionarios de su autor, a pesar de que se consideraba un liberal. Y, a propósito de los términos liberal y reaccionario, pienso que sería tiempo ahora de preguntarnos: ¿Chateaubriand y Proust?, ¿algo en común?
Pues sí, algo; y son también algunos los testimonios. Primero de todo he de decir que durante la lectura de la obra, a veces me resultaba más diario que memorias; Chateaubriand escribe frecuentemente contando las circunstancias del momento o del día en el que se dedica a relatar aquellas, y así enlaza con el pasado; y ello hizo que cuando supe de ciertas comparaciones me resultaron acertadas y llenas de perspicacia. Sin duda Proust «bebió» mucho de sus Memorias de ultratumba: «El método proustiano de la reconstrucción afectiva del pasado encuentra sus orígenes más profundos en las Mémoires d´Outre-Tombe»(3), y aún más: «Los procedimientos de evocación de Chateaubriand son ya los de Proust»(4); citas que aquí traigo puesto que me parece todo ello posible. ¡Y habíamos creído que antes que la obra de Proust únicamente existían Los cuadernos de Malte de Rilke! Vivir para ver.
* * *
   Posiblemente se nos ha olvidado decir que Chateaubriand había nacido en la Bretaña francesa al lado del mar, en Saint-Malo. «Los hombres que se preparan una tumba en parajes singulares y solitarios son unos grandes orgullosos o almas divididas atormentadas por una apasionada necesidad de silencio y reposo»(4). Él lo hizo: quiso ser enterrado en aquel lugar en un islote al que tan sólo se podía acceder cuando bajaba la marea. Lo que allí hay, batido por el mar, es una piedra de granito con una cruz y sin nombre alguno: «Yo creo que un hombre honrado puede muy bien esperar la muerte para decir todo lo que piensa, al abrigo de una tumba bien cerrada con una gran piedra».
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(1) Mario Soria, Chateaubriand o Un espíritu incorrecto
(2) Marc Fumaroli, Presentación de Memorias de ultratumba
(3) Luis Gaston, Las raíces de A la recherche.... en Chateaubriand
(4) André Maurois, René o La vida de Chateaubriand


jueves, 20 de diciembre de 2012

Día Ochenta y cuatro: Stevenson el olvidado, o "Su Majestad de los Mares del Sur"


«El hombre que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y los retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiera entender su magia»(1).
Y esta vez el mago, más que nunca, no se deja conocer. ¿O es que no es sorprendente que un tuberculoso siempre débil y consumido desde su infancia se encare a la vida, y viajando y escribiendo incansablemente le arrebate la felicidad que ella le quiere negar? A la manera de cualquier poeta maldito vivió escasamente cuarenta y cuatro años; fue además de poeta cuentista; escribió libros de ensayo, de viajes, de moral e incluso sermones; cultivó el género epistolar, escribió comedias, se atrevió con la novela policíaca y fue un excepcional narrador de aventuras las cuales él nunca las hubiera sido capaz de protagonizar.

He tomado el título de aquella genial película de los años cincuenta —en inglés His Majesty O'Keefe— para resaltar una de las épocas más relevantes de su vida; la que irrebatible y plenamente le satisfizo y que también fue la final. Allí, en los entonces aún del todo por explorar Mares del Sur del siglo diecinueve, los cuales recorrió navegando por sus numerosas islas, vino a morir Tusitala, ("el narrador de cuentos" para los indígenas) después de «reinar» entre ellos en Samoa.
Aquel larguirucho escocés que debía haber sido ingeniero de faros como su abuelo y su padre, permanece hoy frente al océano en lo más alto de un acantilado de la isla donde los mismos indígenas lo enterraron. Desde allí vislumbra «la vasta planicie del Pacífico bajo el ancho cielo estrellado» como un faro de los que él nunca quiso construir.  
   ¿Quién era Stevenson? Desentrañémosle. A mí se me ocurre a bote pronto que Stevenson podría ser visto como una especie de mixtura entre Rilke y Twain; de ambos tiene muchas cosas su vida. Común con ellos comparte su pasión viajera, su vena de errabundo impenitente si bien por razones quizás algo distintas a las de aquellos; una de ellas la búsqueda de lugares apropiados para calmar su dolencia. Pero, ¿sólo esa?, entonces, ¿por qué con veintitrés años pasa tres meses solo en una isla de las Hébridas?; ¿una prueba de supervivencia a lo Robinson Crusoe? Sí, la aventura también le llamaba.
Especialmente con Rilke, además de la incesante huida a otros lugares por motivos también muy próximos a los de aquel, y su apasionado amor por la naturaleza y el paisaje, le une su relación íntima con las mujeres de más edad: diez, doce, catorce años. Se acabará casando con una que le lleva once, y al igual que aquel frecuenta una colonia de artistas y allí la conocerá; no será escultora sino pintora, y en este caso se tratará del amor de toda su vida.
Con Twain, unida a su inquietud viajera comparte un contagioso optimismo y un siempre gozoso placer de vivir: «No hay valor que valoremos menos que el deber de ser feliz». Pero también como él es un hombre soliviantado contra los dogmas intolerantes y preocupado por los grandes problemas humanos. Y ambos, aunque fieles a sus consortes durante toda su vida tendrán que soportar su carácter autoritario y manipulador que llegará a coartarles y a influir en sus creaciones.
Pero aún hay más, debido a sus obras más notables los dos tuvieron que sufrir pronto y universalmente un erróneo encasillamiento como escritores para muchachos, que en el caso de Stevenson se deberá a su novela La isla del tesoro.
Dice Sabater que «los grandes charmeurs de las letras (...) se las arreglan para que sus textos parezcan siempre fruto de una afortunada improvisación, de una inspiración casual e irrepetible». Nada más cierto que ese «se las arreglan»: «La gente supone que los pensamientos y sentimientos de Shakespeare, prodigiosos y espléndidos, impresionan por su propio peso, y no entiende que el diamante sin pulir no es más que una piedra. Cree que las situaciones sorprendentes o los buenos diálogos se consiguen estudiando la vida, no llega a comprender que se preparan mediante un delicioso artificio y se realizan mediante penosas ocultaciones». Para José Antonio Molina Foix sus virtudes escribiendo radican en «economía de medios, concisión verbal, la palabra exacta e insustituible, fina capacidad de observación, colorista sentido del ambiente descrito, un autocontrol y una aversión a intemperancias románticas o sentimentales, y una elegante y profunda prosa sonora». Y no hemos hablado de aquello que lo distingue de todos los demás y que tanto se le ha reconocido: el personal encanto de su carácter que llega a trascender a su obra; el aspecto fascinante de su personalidad. «It is therefore from the point of view of his charm that the genius of Stevenson must be approached» se dice en la Enciclopedia Británica.
No es extraña la admiración que Henry James —el único en quien podía confiar plenamente y quien mejor entendió sus propósitos literarios— sentía por él: «...tuvo la fortuna de verse obligado a consentir en convertirse en una Figura que ha entrado indeleblemente en la leyenda». Y, sin embargo, ¿se lee hoy a Robert Louis Stevenson? Sinceramente creemos que no todo lo que se debiera. «It is difficult to believe that the time will ever come in which Stevenson will not be remembered» se menciona también en la citada Enciclopedia. Pero ha sucedido; ni Borges, que también lo tenía en un pedestal, podía explicarse la injusta relegación y el olvido casi generalizado en que ha llegado a caer.

   Retornemos finalmente a este sorprendente mago —como se decía al principio— en busca de todo lo que podamos saber de él. Se nos cuenta que desde joven fue rebelde y antipuritano, que aunque a los ocho años era analfabeto total, su nodriza le inoculó el virus de los cuentos y las aventuras y, en cuanto aprendió a escribir, se convirtió en uno de los más prolíficos de todas las épocas. Se nos dice que escribía viajando, siempre en marcha; escribía sobre el carruaje, el tren, el barco y hasta caminando al lado de la burra con la cual viajó durante casi un par de semanas por el macizo francés de Cévennes, y por cuyo relato Viajes con una burra, uno de sus primeros libros escrito para comer y seguir viajando, le habían anticipado algunas libras.
   Pero encontró a Fanny Osbourne, aquella estadounidense casada y con dos hijos que una vez divorciada se le unió definitivamente para, contra viento y marea, vivir con él una vida en lucha por su salud a través del mundo. En busca de aire limpio para sus enfermos pulmones se mueven, entre otros sitios, de los Alpes suizos a las montañas de Adirondack en el estado de Nueva York. Tres veces, aunque parezca mentira, había él antes cruzado el Atlántico y dos los Estados Unidos con su maleta de dolor y sufrimiento a cuestas. Y, un día — ¿fue a consecuencia del escándalo de la edición de Dr Jekyll y Mr Hyde?— deciden partir definitivamente para los Mares del Sur. «La primera experiencia nunca puede repetirse. El primer amor, la primera salida del sol, la primera isla de los Mares del Sur...»
   Tres viajes a bordo de tres naves distintas durante cerca de tres años —«Viajar esperanzado es mejor que llegar...»— los llevará a Las Marquesas, después a Samoa y de allí a las islas Marshall, para volver definitivamente a Samoa donde se acabarán estableciendo: «...ni una sola vez he perdido mi fidelidad al agua azul y a un barco en este mundo de los Mares del Sur»

«Este clima; estas travesías; 
estos atraques al alba; estas islas desconocidas
que surgen al amanecer;
(...)
Toda la historia de mi vida es más dulce que un poema»

   Allí, en la isla de Upolu, cerca de su capital Apia, aquel excepcional tuberculoso se construye una mansión a la que llama Vailima —cinco ríos. Y escribiendo compulsivamente e interviniendo en las disputas de los indígenas —al tiempo que critica la destrucción de aquella cultura por nuestra civilización— se gana el aprecio de los nativos.
   En 1894 una congestión cerebral acabó con Tusitala. Contaba cuarenta y cuatro años. A la manera de Rilke había escrito antes: Hogar, ya no hay hogar para mí; ¿a donde vagaré?

* * *
   Pero tengo que decirlo. ¿Sabéis cual es la ironía del destino en el caso de la popularidad de Stevenson? ¡Parece increíble! Hela aquí:
   Poco después de casarse ha escrito para su hijastro Lloyd de catorce años poesía y relatos: Virginibus puerisque y más tarde Jardín de los versos de un niño. Mas, cierto día, a la vista de un mapa de una utópica isla pintada por él durante una tarde de lluvia «...con la ayuda de una pluma, de tinta y de una caja de acuarelas de un chelín...», se pone a escribir también una historia ideada a petición de su hijastro adolescente a partir de aquella pintura. Será la celebérrima novela La isla del tesoro.
   «No estamos destinados al éxito. Nuestro destino es el fracaso. Así es en toda arte y en todo estudio».
   Yo no estoy muy seguro de si sabía lo que estaba diciendo.
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(1) Alberto Manguel, Introducción a Los ensayos de R. L. Stevenson


lunes, 10 de diciembre de 2012

Día Ochenta y tres: El insondable, enigmático y desconcertante Rilke


«No puede haber un buen poeta sin un enardecimiento de locura» conjeturaba Demócrito de Abdera. «Para escribir, para meditar, es preciso recogerse hacia el interior, reconcentrarse, volver la atención de espaldas al mundo y operar sobre el botín que dentro se tenga». «Hay escritores para quienes crear es contradecir su vida buscando en la obra el complemento de lo que a su vida faltaba».
Tanto lo dicho por Demócrito como las dos aseveraciones de Ortega y Gasset nos vienen muy a propósito hoy para comenzar a inmiscuirnos en la insólita vida de Rainer Maria Rilke y para escrutar su obra. Veremos que todo lo anterior le era muy característico o privativo.

A uno le gustaría comenzar con Rilke, sobre todo con Rilke, hablando de su lugar de nacimiento, familia, adolescencia, etc. Pero eso sería biografiar, y lo que aquí pretendemos es esbozar unos trazos lo suficientemente relevantes que nos permitan atisbar al personaje de un solo golpe y con muy pocas líneas escritas, pero que al tiempo y sin menoscabo nos proporcionen la más fiel impronta posible suya. ¡Difícil tarea con Rilke!, porque... el título lo dice todo. 
¿Amó realmente Rilke? Pues no se sabe; él en alguna ocasión había admitido que era incapaz de amar. Pero, si es que amó, ¿en qué forma lo hizo? Lou Andreas-Salomé, Magda von Hattingberg (Benvenuta), Clara Westhoff, Ellen Key, Paula Becker, Alice Fähndrich, Baladine Klossowska (Merline), Marie von Thurn und Taxis, Lou Albert-Lasard, Claire Studer, Nanny Wunderly, Erika Mitterer, Genia Tschernosvitow..., son algunas de las mujeres (casi todas pertenecientes al mundo del arte) con las que tuvo relaciones. Rilke no podía vivir alejado de las mujeres, no podía hallarse sin presencia femenina. Se ha llegado a la conclusión de que lo que Rilke amaba era estar constantemente cerca de una mujer que lo amara y a la que no le importara no ser correspondida por él; algo que denominó como el «amor intransitivo», o amar sin esperanzas, sin recibir respuesta, amar a alguien sin la certeza de un amor recíproco. «Todo amor supone para mí esfuerzo y tensión»; «El hombre con una misión quiere ser querido, no quiere querer». Ese es el caso de aquel Rilke que estaba persuadido de que tenía una misión; son palabras suyas. Y, sin embargo, con una de aquellas, con Clara Westhoff, escultora, llegó a casarse; y aunque siguieron en lo sucesivo relacionándose, el matrimonio duró escasamente un año a pesar de haber tenido una hija. Difícil por tanto conocer cuales eran para él los límites del amor que, en principio, colisionaban con su misión y con su intenso afán de soledad. Y ello nos trae otra idea suya: la «guarda de la soledad». «A mi entender, la misión más importante en la unión de dos seres es que el uno guarde la soledad del otro». Rilke jamás quiso perder la suya.
Terminemos con esta faceta del amor y la mujer en su vida —aunque sobre la soledad nos queda mucho que decir. Parece ser, y hay unanimidad entre sus hagiógrafos, que la necesidad de tener una mujer a su lado pudo ser debida a una búsqueda continua de protección femenina debida a la falta de amor filio-maternal del que estaba necesitado, o en otras palabras la inmensa nostalgia de una madre que nunca tuvo. La suya, Sophia Entz, fue aborrecida por su hijo a lo largo de toda su vida. Le resultó «un ser ávido de placeres y miserable» al que le otorgó un desprecio y una aversión total. Hasta los cinco años —alguien ha escrito siete— lo vistió y cuidó como una niña recordando a su hija que a las pocas semanas se le había muerto. Y si ello no nos parece suficiente trauma, digamos que a los diez es inscrito «gracias» a su padre en una Escuela preparatoria militar en la que permanecerá cuatro años antes de ingresar en la Academia superior donde... ya no podrá soportarlo y la abandonará antes de un año. En síntesis, un doble choque psicológico.
La experiencia militar le significará una de las etapas más negras de su existencia; una época que él llegó a comparar con La casa de los muertos; de aquella vida salió «extenuado y maltratado física y espiritualmente». Allí comenzó «un camino hacia adentro...». Expresión que repetidamente, como un lema de su existencia, la tendrá especialmente presente en sus diarios y la predicará a los demás en sus cartas.
Hemos escrito "cartas"; y es que acabamos de dar con otra excepcional faceta suya. Rilke resultó ser, o se comportó como un escritor de cartas compulsivo hasta el punto de que días hubo en que llegó a escribir más de una docena: «...muchas, muchas cartas, espontáneas, hermosas, que me salieron como brotadas del corazón». Tal es así que cuando se indaga en su obra, entre todo lo publicado, la escritura epistolar es posiblemente la que más se prodiga; abundan las Cartas...: ...a un joven poeta; ...a Benvenuta; ...a Rodin; ...a una amiga veneciana; ...del vivir; ...del joven obrero; ...a Merline. Y en esas cartas es corriente encontrar su escapada al interior, aquella huida hacia adentro que, junto con aquella misión que él decía que tenía que cumplir, componen «una personalidad quebrada o por lo menos conflictiva, de práctica psicoterapéutica»(1). «Adéntrese en sí mismo...»; «Describa sus tristezas y anhelos...»; «Camine hacia sí mismo...»; «Busque lo hondo de las cosas»; «Ame su soledad y soporte el dolor que causa»; «Debe con dignidad soportar la vida».       
    Es lo que él mismo se propuso hacer sufriendo aquella «...atroz e inconcebible polaridad entre la vida y el trabajo supremo» o, sencillamente, la exigencia de un nivel muy alto de rigor y una gran precisión en su obra que lo llegó a atormentar. Como dice J. A. Marina, «Rilke fue un poeta que vivió su poesía a tiempo completo, pensando que ella era la gran descifradora de la realidad». De ahí su gran lucha interior con sus angustias y sus tempestades internas; su temor a volverse loco que desde los veinte años no le abandonará en ningún momento; de ahí su vida: pura aflicción con insuperables contradicciones y extraordinarias zozobras. Y de todo ello brotará la mejor poesía y prosa poética que a la literatura universal del pasado siglo le haya aportado la literatura alemana. Alemana puesto que, aunque nacido en Praga, René Maria Rilke vio la primera luz en 1875, y entonces Bohemia era parte del imperio austro-húngaro. Excepto el francés de sus últimos años, aquella fue la lengua en la que escribió. Ah, y ese René era su auténtico nombre, el cual al parecer se lo cambió por Rainer una de sus amantes: Lou Andreas-Salomé, la misma que había llegado a fascinar a Nietzsche.
    Ella y Marie von Thurn und Taxis fueron las dos mujeres que más se preocuparon por confortarlo, aquietarlo y asentarlo; fueron las que le proporcionaron más consuelo y apoyo a fin de que encontrara el equilibrio que necesitaba. Las dos eran casadas y catorce y veinte años respectivamente mayores que él; ¿hablábamos de amor maternal?
Lou, a la que conoció cuando contaba veintidós años y con la que viajó a Rusia dos veces —algo que significó una etapa fundamental para su obra y que se tradujo en su  Libro de horas— nos dejará noticia de sus convulsos accesos de llanto a causa de auténticas nimiedades, así como de sus terribles crisis de miedo que hasta le llevaban a arrojarse al suelo para evitar supuestos peligros. No obstante, nunca llegaron a romper y no dejaron ambos de cartearse durante el resto de la vida del poeta. A Marie, por otra parte, le debe la literatura universal las Elegías de Duino. En el castillo que ella tenía en Duino, en la costa del Adriático, y en el que como su huésped se aisló Rainer varias veces para escribir, nacieron aquellas.
Hemos hablado de su patria, y ello exige hacer un alto en nuestra reseña. Rilke nunca se sintió ligado a país alguno; Rilke fue durante toda su existencia un apátrida. Viajará febrilmente de ciudad en ciudad, lo mismo que de país en país, sin otra razón aparente que el partir por partir, como los grandes viajeros. «No me está todavía permitido tener casa, (...) lo mío es vagar y esperar». No echará raíz en sitio alguno; buscará siempre una excusa, alguna tan peregrina como que en una sesión de espiritismo una voz le diga que debe ir a Toledo. Pero hay que suponer que junto con su constante desasosiego, lo que más le impulsaba a realizar aquellos bruscos viajes era la búsqueda de motivos e inspiración para su obra. Como dato anecdótico citaremos que se han calculado en más de cincuenta las residencias que tuvo durante los cuatro años anteriores a la Gran Guerra. Viajero solitario buscando inspiración —y una mujer cerca— pero siempre y ante todo la soledad, su vida fue una perpetua contradicción; se aislará existencialmente sometiendo su vida a su vocación. «Mi soledad, esta máxima peculiaridad de mi existencia».

Sin embargo y para terminar, es tiempo ahora para decir algunas palabras acerca de una de sus obras, precisamente aquella de sus escasas creaciones en prosa que más ha trascendido a toda clase de lectores. Nos estamos refiriendo a Los apuntes de Malte Laurids Brigge conocidos también como Los cuadernos de Malte. La etapa de su vida que Rilke pasa en París con ocasión de escribir sobre Rodin —tenía veintisiete años— le marca tan definitivamente como los viajes a Rusia. Para él París no será nunca la ciudad luz sino la ciudad «carroña», tal como él la definió tomando esa palabra de una de las flores del mal de Baudelaire. En París siente el «miedo absoluto» y «la existencia de lo terrible» y lo deja inmortalizado en unas notas que supuestamente va escribiendo un irreal joven danés de nombre Malte Laurids Brigge llegado como él a esa ciudad —aunque en el trasfondo está el escritor noruego Sigbjörn Obstfelder al que leía y admiraba, alguien eternamente errabundo y, como él, entregado en alma a escribir.
Estos apuntes, notas o vivencias que la vida en aquella ciudad le sugiere, se van mezclando también con sus memorias y evocaciones infantiles para darnos como resultado una obra de nuevo cuño para su tiempo, comparable únicamente a la de Proust. Y ello porque Rilke no sólo renunció en ella «...a la estructuración cronológica de la acción, inscribiéndose así en las corrientes más avanzadas de su tiempo»(2) como aquel hizo, sino que «...el gran parentesco espiritual que existe entre personaje y autor»(3) es el mismo del que Proust se valió. El mismo Rilke habla del «Malte» mencionando «...la gran cantidad y variedad de evocaciones» que en la obra existen, y añade que: «Puede decirse que el lector no se comunica con la realidad histórica o imaginaria de tales evocaciones sino que, por medio de ellas, se comunica con las vivencias de Malte». O en otras palabras Los cuadernos de Malte fue una obra pionera. Se diría que fue la primera versión o intento de buscar el tiempo perdido. «To a limited extent, we can compare Proust's probing into innumerable areas of psychological, cultural, and historical discovery in In Search of Lost Time with The Notebooks of Malte Laurids Brigge published in 1910»(4) —recordemos de paso que la obra de Proust comenzó a aparecer en 1913.
Y nadie está hablando de plagio sino de una coincidencia, quizá como la que existió entre sus vidas: se llevaban cuatro años y vivieron los dos cincuenta y uno. Pero, además, París es el eje de la acción de las dos obras que fueron escritas en una misma época, y, al igual que la gigantesca obra de Proust —4.300 páginas— esta menuda obra de sólo ciento setenta ha sido tildada de autobiografía mientras que ambos autores las reconocieron como novelas; ambos habían ya escrito sus autobiografías que nunca llegaron a publicar en vida, la de Rilke llevaba el título de Ewald Tragy y vio la luz tras su muerte. Finalmente, cuando por primera vez se editaron los seis tomos de las obras de Rilke vio también la luz el último de los siete de Proust. Pero hay una gran diferencia: que en la obra de Rilke las muchachas nunca fueron en la realidad jovencitos. Citemos que aunque Rilke leyó y tradujo a Gide y a Valéry, a los que además de admirarlos trató personalmente, él y Proust no llegaron a conocerse.
Rainer —como a él a veces le gustaba firmar— terminó su estancia en París agotado y enfermo debido al profundo rechazo, «el miedo, la soledad, lo inhóspito y sombrío de la ciudad», pero continuó escribiendo sus «apuntes» durante seis años. Cuando le dio fin a esa obra tuvo comienzo la segunda mitad de su vida que, precisamente, fue muy distinta de la primera; entre otras cosas  porque en ella se producirá una agudización de su inestabilidad emocional. Fallecerá en diciembre de 1926 en un sanatorio de Valt-Mont, en Suiza, de una leucemia. Hacía tiempo que había escrito: Quiero soterrarme con el invierno (...) quiero cubrirme de nieve por amor a la próxima primavera...».


El extraño epitafio que escribió para su tumba...: «Rosa, contradicción pura. Placer de no ser sueño de nadie debajo de tantos párpados» ...está esperando todavía ser descifrado.
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(1) Eustaquio Barjau, Lecciones de literatura universal 
(2) Federico Bermudez-Cañete, Rilke, vida y obra
(3) Eustaquio Barjau, Rilke
(4) Gerald Gillespie, Proust, Mann, Joyce in the modern context

jueves, 29 de noviembre de 2012

Día Ochenta y dos: Lo que convendría quizás saber sobre «la recherche» de Proust


Admito que posiblemente este título pueda resultar algo atrevido; en concreto me refiero al termino «convendría». Posiblemente a unos les interesará saber exclusivamente qué es lo que se dice en la obra; otros preferirán conocer cómo fue escrita, sus vicisitudes y avatares y, quizás, algunos meramente qué quiso expresar Proust en ella. En fin, tratemos de complacer a todos un poco. En busca del tiempo perdido resulta ser en cualquier caso tan fascinante como su autor, y precisamente por ello a casi todo el mundo le complacerá saber de ambos. 
   Lo primero que hay que decir es que ante obra tan anormalmente extensa, tan imponente, uno se siente abrumado tan sólo con su presencia. Pero cuando se comienza a leer..., escuchemos: «...un lector superficial —decía Nabokov— se aburrirá tanto, se ahogará tanto en sus propios bostezos, que no terminará el libro», lo cual es muy similar a lo que nos dejó escrito Ortega y Gasset: «...la peculiar fatiga que aun en el más aficionado a estos volúmenes produce su lectura (...); en los volúmenes de Proust no acontece nada, no hay dramatismo, no hay proceso»; lo cual debemos reconocer que es verdad.
En mi caso he de decir que la adquirí hará unos cuarenta años en dos tomos y en papel biblia con letra muy menuda, y tengo que confesar que todavía no la he terminado, o más precisamente no lo sé. He ido tomándola de tiempo en tiempo y la he ido leyendo arbitrariamente sin seguirla capítulo a capítulo, porque, en realidad la obra —bastante desordenada— lo permite ya que no es una novela común, sino un texto muy rico en situaciones, vivencias, sensaciones y emociones experimentadas por el narrador y con una prosa admirable. Tal como acertadamente se ha dicho, «Proust nos transmite no sólo la imagen de los hombres y los hechos que registró en su memoria, sino todas las reacciones que en él produjo su contemplación»(1); por eso pudo él escribir que «...el libro es el producto de una personalidad diferente a aquella que manifestamos a través de nuestros hábitos, nuestra vida social y nuestros vicios. Y esa personalidad tan sólo se manifiesta en lo más profundo de nuestro ser, por lo que, si pretendemos comprenderla, debemos intentar reconstruirla allí, en aquellas profundidades, ya que sólo allí podremos comprenderla».
Pero continuo con Nabokov el cual dice que se trata de «...la transmutación de la sensación en sentimiento, el flujo y reflujo de la memoria, las oleadas de emociones tales como el deseo o los celos y la euforia artística, (...) es una evocación, no una descripción del pasado, (...) no es un espejo de costumbres, ni una autobiografía, ni una narración histórica, (...) es una mezcla de sensaciones del presente y de recuerdos del pasado». Verdaderamente no se puede definir más acertadamente; aunque quizás habría que añadir que hay en ella también algo de ensayo. Se diría que es novela y ensayo a un tiempo puesto que aquellas sus emociones, sus angustias y sus añoranzas le dan a Proust a veces ocasión de transmitirnos sus modos de pensar, sus creencias y algunas de sus teorías sobre el arte y la vida, respecto a la conducta humana, acerca de la sexualidad, sobre el artista, etcétera.
En lo concerniente a la homosexualidad, por ejemplo, se despacha con un verdadero «sermón» que, por cierto, se asegura que contiene la frase más larga de la historia de la literatura. En esa perorata que figura en el volumen Sodoma y Gomorra bajo el epígrafe "Primera aparición de los hombres-mujeres descendientes de aquellos habitantes de Sodoma que se salvaron del fuego del cielo", se encuentra la frase a que nos referimos la cual comienza diciendo: «Sin honor, salvo precario, sin libertad, salvo provisional hasta que se descubra el crimen...». ¡Setenta y seis renglones! Y es que esa fue una de las licencias de nuestro escritor: sus frases interminables y frecuentemente lastradas de incisos y de otras oraciones subordinadas, algo que a nadie le ha pasado desapercibido; incluso Anatole France manifestó su desagrado cuando tuvo que prologarle Los placeres y los días puesto que allí también se daba el caso —¿tomaría Faulkner de Proust ese hábito?
Decíamos al principio que la exposición o el relato es desordenado, y lo es en varios sentidos pero singularmente a veces en el tiempo y especialmente en el ritmo. Proust —que trata de no ser Proust sino un personaje en el que se encarna teniéndose como modelo— es a menudo irregular en la cadencia de la narración; y así, relata lo sucedido en unos pocos minutos en un centenar de páginas y, luego, en un par de ellas nos cuenta lo acaecido durante años. Pero hay más: a veces un detalle para él muy significativo le lleva más de una docena de páginas, y posteriormente en unos cuantos renglones nos dice cuatro cosas sobre un hecho relevante —¿algo parecido a Stendhal? Sabemos que tanto él como Flaubert eran sus arquetipos.
Vayamos ahora al grano. Y el grano en la obra es lo que él mismo denominó «la memoria involuntaria»; esa memoria es la que le va proporcionando al genial Proust material para su creación. Y ello puede que sea lo que la diferencie de cualquier obra autobiográfica, y al tiempo y por otra parte la haga tan desordenada. ¿Qué es la memoria involuntaria?, pues algo así como una experiencia del presente que, inmediatamente, se convierte en una imagen del pasado y le devuelve al autor aquel tiempo escapado, esfumado y ya perdido. Los recuerdos acuden desordenada e «involuntariamente» a su mente estimulados por el tacto, los sabores, los olores y otras distintas vivencias del momento; puede ser el sabor de una magdalena, la ayuda de su madre al desatarle los zapatos, el coger una servilleta almidonada, el tintineo de una cuchara al repicar sobre un plato... «Cada día le doy menos importancia a la inteligencia. Cada día me doy más cuenta que sólo al margen de ella puede el escritor apresar algo de nuestras impresiones, es decir, alcanzar algo de uno mismo y la misma materia del arte».

Creo que meramente nos falta poner de manifiesto otra característica de la obra, sin que signifique que el ser la última que cito sea la menos importante, quizá todo lo contrario. Se trata de los personajes que por ella van desfilando; todos o casi todos nobles, diplomáticos, artistas o alta burguesía, y todos con nombres imaginarios pero encarnando personajes reales que él conocía y en hechos o situaciones casi siempre vividas por él. Proust trastoca, altera y cambia títulos, rangos, parentescos, géneros sexuales, etc. En Le Figaro apareció el siguiente comentario que nos será muy ilustrativo para entender lo que decimos: «Como siempre, este artista hace un uso libre de todo lo que observa, dando a uno las experiencias de otro, colocando una cabeza sobre unos hombros que no le pertenecen, convirtiendo un chico adolescente en una joven muchacha, la viuda de un noble en un viejo caballero». Efectivamente: Proust desfigura todo y nos engaña. Su abuela en la novela es su auténtica madre; a su verdadero padre lo retrata como un bonachón ministro de estado; «las muchachas en flor» del balneario de Balbec son atléticos y atractivos jovencitos; La prisionera es un camarero del Ritz que se trajo a vivir a su última residencia; y, nada menos que Albertine, relevante personaje y su intermitente amor en la novela, es en parte Albert y en parte Alfred; el primero un secretario que le mecanografió el primer libro y el segundo su chofer. Y en esa línea, con su manifiesto interés en que su homosexualidad permanezca oculta, casi todas las relaciones hererosexuales que va narrando son relaciones de él con sus amantes masculinos, la mayoría hombres de su servidumbre como los citados a los que había acabado seduciendo. No es extraño que «...una de las críticas que la novela de Proust ha recibido con frecuencia, es su elevado porcentaje de personajes homosexuales o bisexuales»(2).
Todos esos cambios y alteraciones es lo que se ha venido a denominar «trasposiciones», las cuales —al parecer— resultan a veces muy difíciles de descubrir; aunque el mismo Jean Cocteau se atreve a decir que todas las chicas de Proust son chicos disfrazados. En plena consonancia con ello cobra especial relieve aquello suyo de que «...un libro es un gran cementerio en donde ya no se pueden leer los nombres de la mayoría de las tumbas»; lo cual podría ser interpretado como que resultaría imposible identificar a sus personajes, en algunos de los cuales puede que coincidan varios auténticos, todos en una misma sepultura.

Y ahora, la increíble historia de nuestra novela. La primera intentona de su publicación, el volumen Por el camino de Swann, resultó ser un fracaso. A pesar de ir muy bien recomendado y presentado, el editor se lo acabó rechazando. La reacción del mismo fue: «¿Qué pretende decir? ¿Adonde va a parar? ¡Imposible saberlo! ¡Imposible decir algo de él!». Su segundo intento fue con la entonces prestigiosa editorial de André Gide. Sin embargo «...les asustó la reputación de mundano, esnob y amigo de duquesas, y las frases inacabables y floridas del autor»(3). Para Gide, al que había conocido tiempo atrás, Proust era simplemente un tiralevitas de salón al tiempo que un mero cronista de ecos de la alta sociedad, además de un frívolo intrascendente.
Finalmente, cuando ya hacía hacía diez años que su padre había muerto y ocho su madre, en 1913, el libro fue editado por otra editorial gracias a los esfuerzos de marketing del mismo Proust. Parece que para conseguirlo llegó a pagar grandes sumas en publicidad en prensa, compró a ciertos personajes, se gastó mucho dinero en regalos a los mejores críticos e invitó a almorzar al Ritz a los que antes lo habían desprestigiado; nacían los métodos modernos. Tras su posterior éxito, Gide le escribiría: «El rechazo de este libro quedará como el error más grave de la editorial (...) será uno de los pesares y remordimientos más amargos de mi vida»; al parecer únicamente lo había hojeado.
No obstante, cinco años más tarde y ya terminada la guerra —que también llegó a ser protagonista en la novela— sí le publicó la editorial de Gide el segundo, A la sombra de las muchachas en flor que llegó a ser galardonado con el premio Goncourt, aunque parece ser que en parte «comprado» por él mismo según sus métodos y con el mayor rechazo de la sociedad que lo consideró un escándalo.

¿Cómo se conducía Proust durante aquellos años de intenso trabajo y voluntad de hierro? Céleste, su fiel criada, a la que después de su madre pudo ser la mujer que más quiso, nos ha dejado muchos datos; pero otros también se encuentran en sus cartas y en las memorias de varios amigos y conocidos, como por ejemplo Jean Cocteau. Dijimos que en cuanto a régimen de trabajo había hecho de la noche el día y viceversa: «...sus mañanas en realidad eran las tardes, cuando se despertaba», dice Céleste; y también sabemos por ella que no todas las noches trabajaba en su obra, algunas salía: «No salía nunca dos tardes o dos noches seguidas», pero salía: salones, cenas, conciertos, óperas, ballets..., e incluso durante la guerra prostíbulos. Ella nos cuenta que muchos sucesos de los que relata en Sodoma y Gomorra los obtuvo de un burdel exquisito de homosexuales de gustos muy refinados. No cabe duda de que aquel extraño género de vida no debía ser fácil de llevar; con su asma a cuestas necesitaba adrenalina y cafeína para realizar aquellas escapadas y, en consecuencia, después opio para dormir durante el día.
Por otro lado, escribir en la cama semiacostado no parece que fuera cómodo, si bien era así como lo hacía. Y aunque al revisar los originales los volvía a reescribir generalmente ampliándolos con nuevos lances, ello ya lo dictaba a sus secretarios y taquígrafos. Luego, utilizando cajistas mandaba componer todo el texto, e incluso posteriormente acostumbraba a reescribir en los márgenes o le pegaba nuevas páginas. Todo ello debía ser caro, pero lo pagaba.
* * *
No llegó a ver publicadas ninguna de las tres últimas partes o volúmenes de su obra: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. Murió el 18 de septiembre del año 22 después de acudir a un hotel donde había sido citado por uno de sus antiguos amores, otro sirviente, su antiguo mayordomo sueco Forssgren. Fue una neumonía sin tratar que degeneró en bronquitis y definitivamente en un absceso pulmonar.
Dice Edmund White: «Todos hemos recibido del destino un gran libro: la historia de nuestra vida», a lo que habría que añadirle que de ella Proust se quedó exclusivamente con «la angustia infantil y la pasión adulta»(3). En Sodoma y Gomorra había dejado escrito: «...algunas veces lo venidero vive en nosotros sin que lo sepamos».
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(1) Mauricio Serrahima, Introducción a En busca del tiempo perdido
(2) William C. Carter, Proust enamorado
(3) Edmund White, Proust












jueves, 22 de noviembre de 2012

Día Ochenta y uno; Y sin tiempo que perder, Marcel Proust


Sin tiempo que perder en un doble sentido: primero alegórico, segundo real. Sin pérdida de tiempo y antes de otra cosa, pues he terminado con Russell y había decidido que después de él inmediatamente «tocaba» Proust. Razones: algo de mi habitual manía de abordar al personaje (si es posible) a la sombra o a la luz de otro; y en este caso plenamente lo es. Las vidas de Russell y Proust, venidos al mundo con pocos meses de diferencia, son los lados de un ángulo recto; dos líneas perpendiculares en las que su intersección es el momento de su nacimiento. La de Russell es la más larga y horizontal; la otra, la vertical (cuarenta y ocho años más corta) es la de Proust. No pueden vivirse vidas más contradictorias y distantes en un mismo espacio y tiempo. Veámoslo.

     Para comenzar con Marcel Proust lo primero que deberíamos hacer sería tratar de conocer o rememorar algunos fundamentales "porqués", claves y marcas de su existencia. Todos o casi todos hemos leído u oído alguna vez acerca del beso que siendo niño tenía que recibir a diario de su madre en la cama sin el cual no podía dormir; también de aquellos ataques de asma que toda su vida le fustigaron y que le causaban una continuada asfixia; es posible que igualmente sepamos de la evocación que le trajo aquella magdalena que siendo ya adulto saborea con el té; y posiblemente estemos enterados del revestimiento de corcho de su dormitorio en el que nunca entraba la luz de la calle y del que hizo de la noche día y viceversa.
     No hay dudas entre sus biógrafos de que su madre, a pesar de que incluso en sus afectos era una persona imperativa, lo mimó hasta extremos inconcebibles. Lo había dado a luz a continuación de los revolucionarios sucesos que llevaron a París en 1871 a sufrir una de las épocas de más penuria y miseria de toda su historia. Debilitada por el hambre trajo al mundo a un Marcel endeble y frágil del que hasta se dudó de su supervivencia.
    Tampoco existen dudas sobre su excepcional introspección y su desmesurada sensibilidad, así como de las posteriores excentricidades que puso de manifiesto durante toda su vida; posiblemente algo que pudo tener que ver con la estrecha unión enfermiza y hasta morbosa que mantenía con su madre. Era melindroso al tiempo que malicioso, caprichoso, exigente e imprevisible, y, el asma, que le obligó a pasar gran parte de su vida postrado en la cama, le permitió tiranizar tanto a su familia como a  sirvientes y amigos.
    Rasgo también notable de su persona, digamos que un don, o digamos que una de las tres potencias del alma que decía nuestro catecismo, era la prodigiosa memoria de la que estaba dotado. Ella le fue fundamental para llevar a cabo la construcción de una magna obra que lo llegó a situar en la cumbre de los elegidos: aquella ambiciosa novela compuesta de siete volúmenes con cuatro mil trescientas páginas —para unos una autobiografía novelada y para otros una novela autobiográfica, y en la que la homosexualidad es uno de los temas principales— que tiene por título aquel que todos conocemos: En busca del tiempo perdido. 

* * *

    Hemos mencionado el término homosexualidad, y acabamos de llegar a uno de los rasgos más notables de la personalidad de Proust. Estamos en París; en números redondos digamos que bien en los treinta últimos años del siglo diecinueve o en los primeros veinte del siguiente, que fueron durante los que él vivió y precisamente allí. Wilde fue juzgado y condenado en Inglaterra en 1895, pero repito, estamos en París, Francia, donde la legislación había despenalizado la sodomía en 1791.
    Marcel Proust había dado muestras de aquella tendencia sexual desde su adolescencia; algo que había preocupado entonces ya a su familia, en especial al doctor Adrien Proust, su padre, entendido precisamente en aquel campo de la medicina relativo a los desórdenes sexuales de naturaleza fisiológica o psicológica. Pero hay que suponer que lo acabó aceptando; a Marcel había que aceptarle todo desde que a los ocho o diez años le sobrevino su primer ataque de asma.
    En otro aspecto, aunque era homosexual siempre evitó ser etiquetado como tal. Hasta ese punto era así que a consecuencia de unas insinuaciones aparecidas en Le Journal sobre sus tendencias, retará a duelo al autor de las mismas para defender su honor. Nunca hizo bandera de ello como por ejemplo Gide, algo que el autor de Corydon —obra en la que idealizaría homosexuales guapos y viriles— nunca le perdonó.
    Sin dejar por tanto sus inclinaciones, pero sin hacer públicamente gala de ellas, nos encontramos con un Marcel Proust que a los dieciocho años y a pesar de su asma, después de haber pasado por un distinguido liceo en el que estudia griego, latín, francés, ciencias naturales y filosofía, se alista en el ejército por un año librándose así de los tres obligatorios si fuera reclutado. Y dejando aparte que la vida militar le gusta, al terminar su compromiso se dedica durante tres años a estudiar leyes y ciencias políticas. A partir de ese momento —tiene veintidós años— habiendo completado hasta un curso de diplomacia, comienza su vida de parásito y holgazán como lo conceptuará su propio padre. Más o menos a esa edad es un hombre «...lleno de misterio. Un lado de su cara nos muestra el Proust optimista, buen hijo, buen amigo, sano, de mirada clara. El otro lado... desconfiado, excéntrico, con una mirada ambigua, cínica, casi malvada...»(1).
    De conformidad con el principal rasgo de su carácter: «La necesidad de ser amado y, para ser más preciso, la necesidad de ser acariciado y mimado...», siempre será él quién busque la pareja —muchas veces con heterosexuales terminado así pronto la relación. Logra frecuentar salones elegantes en los que nobles, artistas y burgueses alternan y ansían como él ascender en la escala social, al tiempo que mantiene idilios apasionados. Escribe crónicas de los salones para Le Figaro y colabora en revistas como la Revue blanche. Con otros amigos funda hasta dos revistas, y mantiene algunos duelos de salón en los que se termina disparando al aire —alguno también con un homosexual. En una palabra: a Proust, de natural atractivo, ávido siempre de amores y homosexual inconfeso le fascina la mundanidad, y se convierte por tanto en un esnob que persigue sobre todo relacionarse con la nobleza en busca de la distinción aristocrática; eso a pesar de que acabará encontrando mediocres a las personas del gran mundo.
    Con veinticinco años publica Los placeres y los días con prefacio de Anatole France; un compendio de narraciones, estampas y reflexiones con situaciones y personajes que después volverán a aparecer en su gran novela. Esta su primera obra, para cuya publicación no dudó en utilizar cualquier influencia y recomendación o invitación y halago, no tuvo demasiado éxito. Después, a partir de los treinta, sin abandonar sus escarceos amorosos y frecuentando la nobleza de más abolengo, instalado en lo que él mismo denominaba la mundanidad (brillar en el gran mundo, hacer la vida del gran mundo) decide traducir a Ruskin, autor con cuyos gustos sintoniza enormemente durante aquellos años.
    ¿Que cómo podía no sólo subsistir sino hacer frente a los gastos de esa vida? Puede ser que, al igual que Flaubert, sea Marcel Proust uno de los pocos autores en la historia de la literatura que jamás tuvo que escribir para poder comer y ni siquiera trabajar en cualquier otra actividad. Perdón, rectifico: sí llegó a trabajar pero sin remuneración. Su padre, que sufragaba con una asignación todos sus gastos corrientes y hasta le pagaba los extraordinarios (cenas en restaurantes elegantes, el asistir a la ópera o al ballet, los viajes...), le acuciaba para que se pusiera a trabajar. Y al final lo hizo: valiéndose de muchas influencias como las utilizadas para lograr la edición de aquella obra mencionada, Proust consiguió ser admitido como bibliotecario durante un tiempo en la biblioteca Mazarine de la Academia Francesa sin percibir salario alguno. Así tiene sentido aquello que dejó escrito: «La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida por consiguiente vivida, es la literatura».
Alrededor de sus treinta años se pone a escribir una novela autobiográfica, Jean Santeuil, que nunca pretendió publicar. Siempre que intentaba escribir una novela acababa dándose cuenta de que el resultado no era exactamente aquello que había deseado expresar; se diría que no encontraba la forma de entregarse a la literatura. No se encontraba como escritor —¿incapacidad, pereza?— y nadie podía tomarle en serio puesto que a todos les parecía simplemente un hombre de salón, un conversador original muy culto y de gran sensibilidad pero incapaz de realizar cualquier esfuerzo; aunque él, sin embargo, consideraba su existencia como «una vida de placeres y de sufrimientos».
Y, de pronto, le sobreviene un cambio radical. Contando treinta y cuatro años fallecen sus padres en un breve periodo de tiempo, exactamente en un par de años, quedándose por tanto solo en aquella casa. Su hermano, médico como su padre y más joven que Marcel, está ya casado y es independiente. Se encuentran ambos con una fortuna, y él decide abandonar aquella abigarrada vivienda y establecerse en un piso de seis habitaciones donde pretende dedicarse a escribir.
Recluido en el número 102 del Boulevard Haussman, ordena revestir enteramente de corcho el interior de su dormitorio para evitar tanto la luz diurna como los ruidos y el polvo, y se pone a escribir la que será una de las más trascendentales obras de la literatura universal.
En 1908 —cuenta treinta y siete años— podemos contemplarlo en pleno ardor creativo; en 1912 lleva escritas mil trescientas páginas. Tras un par de rechazos se comienza a publicar el primero de los siete libros titulado Por el camino de Swann. El cuarto, Sodoma y Gomorra, será el último que verá publicado. Fallece en 1922 de neumonía; contaba cincuenta y un años. El último volumen, El tiempo recobrado, verá la luz cinco años después. 

Acerca de toda la obra intentarémos decir algo el siguiente Día.
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(1) Silvia Acierno y Julio Baquero, El indiferente y otros relatos

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Día Ochenta: Bertrand Russell; diáfano y preciso


«Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación». Con estas palabras comienza Russell su apasionante Autobiografía —«una de sus obras más hermosas, tan candorosa como aguda y penetrante relación de acontecimientos y de hombres, escrita en una prosa de rara elegancia y sobriedad»(1). Y es cierto que a lo largo de la lectura de la misma se ponen de manifiesto esas tres pasiones, y precisamente con la misma intensidad que su frecuente abatimiento y desesperación.

 Echo mano de mi zurrón y reproduzco algo que dejó escrito Hume en De la norma del gusto y otros ensayos: «Con los libros ocurre igual que con las mujeres, en las que una cierta simplicidad de costumbres y de vestido es más atractivo que el relumbrar de la pintura, los melindres y el atavío, que pueden deslumbrar a la vista pero que no se granjean los afectos». Algo que viene muy a cuento cuando se trata de expresar lo que se siente leyendo a Bertrand Russell cualquiera que sea la materia sobre la que dejó algo escrito. Porque esta mente lúcida y privilegiada no se limitó a escribir tan sólo sobre unos pocos temas o materias; su ingente obra comprende lo mismo la filosofía que la matemática, la divulgación científica o la historia, la educación y la pedagogía junto con estudios políticos o éticos, sin olvidar el cuento y la novela. Y todo ello, de verdad, es posible disfrutarlo —se granjea nuestro afecto— porque para comprenderle no hace falta ser una «luminaria»; todos podemos leer y entender a Russell puesto que habla claro y al alcance de todo el mundo, eso al tiempo de ser una fuente de mesura con una enorme clarividencia, agudeza intelectual, valentía y honestidad.
    Y no veo mejor oportunidad para comenzar hablando de Russell, de su vida y de su obra que, precisamente, refiriéndome a aquellas tan intensas pasiones que él citaba habían gobernado su existencia: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. En principio he de reconocer que superficialmente y tras leer su autobiografía, sentí envidia de este hombre que aparentemente vivió una vida plenamente disfrutada. Un tiempo de campiñas inmaculadas sin residuos y plásticos, por las que este hombre gustaba recorrer sus caminos en bicicleta; una vida dedicada en libertad al estudio y al conocimiento y, consecuentemente, a la escritura; unas experiencias vitales envidiables sentidas a lo largo y a lo ancho del planeta: sus años vividos en Cambridge como estudiante o como enseñante, sus frecuentes cambios de domicilio tanto en Inglaterra como sus residencias en los Estados Unidos, sus viajes y conferencias, sus apasionados amores y matrimonios y su falta de lazos con todo excepto con sus libros —los que escribía sin cesar. Ah, pero «La capacidad de producir grandes obras de arte va unida con mucha frecuencia, aunque no siempre, a una infelicidad temperamental tan grande que, de no ser por el placer que el artista obtiene de su obra, le empujaría al suicidio». En fin, una vida plena y al tiempo desdichada, especialmente su vida íntima, la familiar, en la que tuvo numerosos fracasos. Eso sin dejar de reconocer que para ciertos sectores tan sólo fue un apestado dada su filosofía práctica y su pensamiento innovador. Otra vez esa sempiterna maldición de la desdicha en la existencia de todos los llamados al éxito y a la inmortalidad.

    Nacido en una familia noble, aunque de padres librepensadores que habían dispuesto para él una educación laica, su voluntad no se cumplió. A los cuatro años el pequeño Bertie está al cuidado de sus abuelos paternos al haber fallecido sus padres, y con ellos recibe una educación no sólo religiosa sino rígida y espartana que le dejará huella: «Desde la adolescencia me atenazaba una desesperada infelicidad causada por la soledad, para la que yo sabía que el amor sería la única cura». En su dilatada existencia se casará cuatro veces buscando ese amor: Alys, Dora, Patricia y Edith, la última vez ya cumplidos los ochenta; aunque serán constantes sus escarceos amorosos y sus amantes.
    Pero también buscó el amor (y hasta cierto punto fue donde lo encontró) en el conocimiento. «Si su primer amor habían sido las matemáticas, el siguiente fue el Trinity College...»(2). En Cambridge le habían enseñado matemáticas y filosofía. Las matemáticas siempre le habían apasionado desde que supo de Euclides: «...uno de los acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como mi primer amor. No podía imaginar que hubiera algo tan delicioso en el mundo»; y fueron precisamente las matemáticas las que le llevaron a la filosofía. A pesar de que no se suicidó «porque deseaba saber más matemáticas», necesitaba «alguna razón para suponer que eran verdaderas». Porque Russell se caracterizará siempre por su escepticismo y su empirismo; dudará de todo y todo deberá ser demostrado; Russell es un racionalista del siglo veinte.
    Los números, «que no tienen ser, ya que de hecho son lo que se denominan "ficciones lógicas"» están ahí y, con ellos, a base de razonamientos y formulas, se puede construir un universo; pero como él mismo explicaba era necesario partir de los números en la dirección opuesta: se empeñó en conocer «los fundamentos lógicos de lo que tenemos que dar por sentado en la matemática», algo que tiene un nombre: filosofía matemática. El esfuerzo que realizó hasta completar su obra Principia mathematica (escrita en colaboración con uno de sus antiguos profesores) y que le llevó tres años y tres gruesos volúmenes fue terrible y agotador: «...mi intelecto jamás se recuperó por completo de aquella tensión».
    ¿Y qué más pudo amar Russell? Pues la lectura y la escritura, sin duda, y me refiero a la literatura. He aquí una opinión al caso que acredita gustaba de la novela: «Todas las mejores novelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche chispas desde la primera página a la última seguramente no será muy buena novela». Fueron buenos amigos suyos al menos tres novelistas notables: H. D. Lawrence, Joseph Conrad y T. S. Eliot. A este último lo había conocido en Harvard mientras impartía conferencias y allí le alentó y aconsejó; después, en Londres lo acogería en su casa junto con su mujer en momentos financieros difíciles para aquel joven matrimonio. La casualidad hará que Eliot se adelante dos años a él en alcanzar el Nobel de Literatura. Respecto a Joseph Conrad, aquel polaco nacionalizado británico, la amistad iba unida a la admiración por el novelista y por su obra; tal era así que a su segundo hijo le puso en su honor Conrad como nombre.
    Y, finalmente, yo me atrevería a decir que también amó las cosas bellas y sencillas que muy pocos aman: «El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero...»; «...las grandes, sencillas y eternas cosas de la vida, el sonido del mar al arrastrar los guijarros, el grito de las gaviotas, la luz de la luna reflejada en las olas, el sol que se pone sobre los acantilados...»; «La matemática y las estrellas me consolaban cuando el mundo humano me parecía carente de calor».

    La búsqueda del conocimiento, su segunda pasión, se diría que era en parte debida a su curiosidad y a sus dudas. Russell no sólo sentía curiosidad por todas las manifestaciones de lo humano, sino de lo que el mismo universo físico representara y de todo lo abstracto que en él se hallare. «Los hombres nacen y mueren. Algunos apenas dejan rastro, otros transmiten algo bueno a los tiempos futuros. El hombre cuyos pensamientos o sentimientos se han ampliado gracias a su conocimiento de la historia deseará transmitir, en la medida en que le sea posible, lo que sus sucesores juzgarán que ha sido bueno». Y él se propuso hacerlo acerca de todas las disciplinas imaginables; sus escritos y sus numerosas conferencias versan tanto sobre lo aprendido como sobre lo por él rechazado. Leyendo a Russell en algunos de sus libros muchos de los cuales hoy se siguen editando —precisamente algunos de los que él mismo llamaba libros «ganapanes» por haberlos escrito rápidamente en épocas de crisis económicas personales— uno goza de lo lindo. A Russell, gracias a su «facilidad para escribir una prosa perfecta con gran rapidez sobre cualquier tema (...) y a su versatilidad literaria»(2) se le lee con facilidad —ya lo hemos dicho— y es capaz de llevar al lector sin agobios de un lado a otro: de Platón y Aristóteles a la psiquiatría de su tiempo o a Spinoza o a Hume; de éste a las guerras de religión o posiblemente al modo de ser de los ingleses, y de aquí puede que lo conduzca a Gandhi o a la superstición y la brujería.
    Yo he querido huir en principio de mencionar aquí algunas obras de él que me han resultado extraordinarias, pero finalmente he razonado que debería hacerlo porque, además de proporcionar su lectura un placer inigualable, ayudan a comprender muchas incógnitas y enigmas que en nuestros días están todavía presentes. Hay un sencillo volumen que él escribió entre guerras, y que aún se vende hoy como libro de bolsillo, que singularmente trata un tema que todavía en estos tiempos viene siendo objeto muy tentador a desarrollar por los escritores actuales; su título: La conquista de la felicidad que, además de resultar verdaderamente encantador, da idea de lo poco que ha cambiado nuestro mundo en cuanto a la psique humana, y sigue siendo por tanto un libro de actualidad. Pero hay muchos más: yo citaría Ensayos impopulares, Ensayos filosóficos, Sociedad humana, ética y política, El credo del hombre libre y otros ensayos (con la cual Conrad se sintió emocionado) y Respuestas, o sus ideas esenciales sobre política, sociedad, cultura y ética que, compendiadas y publicadas bajo ese título, han sido extraídas de todas sus obras por la Sociedad Bertrand Russell.

    Finalmente es tiempo de hablar sobre aquella su «insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad». La defensa de los derechos de la mujer y especialmente su acceso al voto, la moral de la guerra —desde sus motivos hasta las prácticas— y el reclutamiento forzoso, los problemas de la educación no liberal, los genocidios masivos, los arsenales nucleares y el desarme, entre otros, le llevaron a enfrentarse a los gobiernos de su país, a la pérdida de cátedras, al exilio, a la creación de una escuela libre, a entrevistarse con Lenin, a escribir al presidente Wilson y después a Kruschov y a Eisenhower, a manifestarse a favor de la desobediencia civil, a crear un Tribunal popular internacional y, ...hasta a la cárcel en dos ocasiones. Se diría que, incansable y luchando por lo que él pensaba era ayudar a mitigar el sufrimiento de la humanidad, el tercer conde Russell permaneció firme hasta dos días antes de su muerte, momento en el que dictó su última proclama para ser leída en un congreso internacional, en la que condenaba a Israel por bombardear Egipto. Era en enero de 1970 y tenía noventa y ocho años.
    Me place terminar dejando una extensa, pero muy sutil y hasta ocurrente cita de él en cuanto a la creación literaria:
 «El dramaturgo cuyas obras nunca tienen éxito debería considerar con calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si descubre que encaja con los hechos, debería adoptarla, como haría un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir. No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas. Si perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si perteneces a la segunda, es ridícula. Cuando lleves muerto cien años, será posible saber a qué categoría pertenecías». Y más adelante, «...si usted sospecha que es un genio pero sus amigos sospechan que no lo es, existe una prueba, que tal vez no sea infalible, y que consiste en lo siguiente: ¿produce usted porque siente la necesidad urgente de expresar ciertas ideas o sentimientos, o lo hace motivado por el deseo de aplauso? En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un tipo de trabajo diferente».
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(1) Enciclopedia de la Literatura Garzanti
(2) Ronald Clark, Russell




lunes, 5 de noviembre de 2012

Día Setenta y nueve: La Madre Rusia, el alma rusa y la «troika rusa»

La premura me ha aconsejado ahondar de nuevo y por última vez en autores rusos. Teniendo en cuenta que se aproxima el último día de este blog, que tal como me propuse al comenzarlo será el «Día Cien», he decidido que no debo esquivarlos más; otros pueden esperar.
    De aquellos dos gigantes que están en la mente de todos ya dijimos al principio algo; ahora toca ir a los demás. Y ese es el problema, porque ¿quiénes son los demás?; ¡los demás puede que sean muchos! Y tal es así que he decidido centrarme exclusivamente en aquellos que al tiempo de dejarnos una gran huella literaria nos hayan legado también el más puro sentir de la que se conoce como el alma rusa; aquellos que nunca se occidentalizaron y que, inclusive viajando y residiendo en la Europa más alejada, mantuvieron su «eslavofília». Aquellos que contemplaban a la Madre Rusia como uno de ellos mismos escribía: ¿Y tú, Rusia, ¿no vuelas también como una troika ardorosa que nadie podría adelantar? (...)¿Adonde vas? Contesta. No hay respuesta. (...) Todo lo que se encuentra en la tierra queda atrás y, con mirada de envidia, las otras naciones se apartan para abrirle paso».

    Podríamos comenzar por Pushkin y, sin embargo, a pesar de haberlo sido todo para el resto de ellos, también lo he desechado. He prescindido de él a pesar de aquellas palabras con las que Dostoievski comenzó su discurso con motivo de la inauguración del monumento en su honor: «Pushkin es un fenómeno extraordinario, y quizá la única expresión del espíritu ruso». Lo he excluido porque incluso siendo el «padre» de todos ellos y el iniciador de aquella invasión literaria, había nacido en la nobleza y no pasó miseria alguna, eso además de que en su casa ya se vivía intensamente la literatura. También porque murió a los treinta y siete años la cual es una edad demasiado temprana para morir y, además, a consecuencia de un estúpido duelo de honor de los que había mantenido bastantes; pero también porque fue más romántico que sus «hijos» hasta el punto de habérsele comparado con Byron, y, finalmente... porque nunca salió de su país.
    Lo siento, pero me he quedado con una troika —aquel pesado carruaje ruso tirado por tres caballos— que pienso es representativa de lo que vengo diciendo y que he llamado «la troika rusa». Helos aquí ordenados atendiendo exclusivamente al tiempo en que les tocó vivir: Gógol, Chéjov y Gorki. En los tres se dan algunas ineludibles constantes: los tres trabajaron indistintamente el cuento, la novela y el teatro; conocieron lo que había fuera de las fronteras de su país y siempre volvieron a su amada Rusia. De alguna manera vivieron intensamente aquellos sentimientos que se nos ha dicho representan el alma de los rusos: la resignación, la tristeza, el desapego material, la melancolía, el ascetismo, la aceptación del sufrimiento, el misticismo... Mantuvieron así aquella doctrina «eslavófila» en la que el principio de la ley moral descansa en la Rusia antigua y en la Iglesia ortodoxa, al tiempo que rechazaron la influencia de occidente. Y, no obstante, simultáneamente y entre páginas de ironía, dolor, sarcasmo y hasta humor denunciaron con sus escritos la opresión de aquel sufrido pueblo y los aspectos más infamantes siempre omitidos hasta entonces: la corrupción, la burocracia, el despotismo, la represión, los abusos y el autoritarismo, las injusticias sociales y la miseria del pueblo. «¡Dios mío, que triste es nuestra Rusia!» exclamó Pushkin escuchando la lectura de algunos párrafos que Gógol le hacía de su novela Almas muertas.
Y ya que acabo de citar a Gógol, debo aclarar que eran suyas aquellas palabras entrecomilladas que antes he transcrito tratando de expresar el concepto de Madre Rusia; lo mismo que aquellas con las que Dostoievski comenzó su también citado discurso en honor de Pushkin.

    Nuestra historia comienza en el 1809 y dura hasta el 1936. Pero no; esas serían la edad del nacimiento del primero y la del fallecimiento del último. Habría que decir mejor que la historia es como una ráfaga de luz en el firmamento que tiene varios momentos de fulgor. A saber, en los años treinta del siglo con una obra teatral y una novela: El inspector y Almas muertas. Después, en los años finales del mismo con dos obras para teatro: La gaviota y El tío Vania. Por último, y ya en el siglo veinte, con más teatro: Los bajos fondos, y con una novela: La madre. ¿Habéis reparado que han sido destellos de teatro y novela? Pues no obstante también los tres dominaron esencialmente el cuento.
    Sigamos con nuestra historia; conocieron la miseria pero tenían un empeño y una voluntad de hierro. Ved a Gógol, hijo de madre polaca y de padre cosaco ucraniano; ha permanecido en una escuela de la que le ha quedado para siempre un recuerdo de suciedad, frío, desnutrición y castigo corporal. Marcha desde Ucrania a San Petersburgo con diecinueve años y con un manuscrito de poemas que allí edita por su cuenta y, ante el descomunal fracaso, adquiere todos los ejemplares y los quema prometiendo que nunca más escribirá poesía. Gógol representa la impaciencia, el ansia por la fama, el volver a empezar una y mil veces, el no parar hasta tener a Pushkin delante de él para mostrarle sus manuscritos; un Pushkin de treinta años que reconoce su madera de escritor y le apoya, le alienta y le aconseja. Por sugerencia de él nacerá la obra teatral aparentemente cómica El inspector, que se estrena cuando su autor cuenta veintisiete años —durante dos estuvo censurada sin poder estrenarse.
    Pero su destello brillará mucho más con su novela Almas muertas publicada a sus treinta y tres años. Si con aquella obra teatral puso al descubierto, no sin problemas como hemos dicho, parte de la corrupción de la sociedad zarista, con el relato sobre aquellas «almas» (a los siervos se les llamaba así piadosa y compasivamente) su crítica se hace más ácida. Aquellas almas ya muertas son los siervos fallecidos que alguien va comprando a los terratenientes —compra su título de propiedad— antes de que se realice el censo; así podrá acreditar un patrimonio ante las autoridades administrativas para seguir haciendo negocios. Dado que había trabajado como empleado público, Gógol conocía algunos de los entresijos de aquella administración. Por cierto, ¿Sería después Gógol muy leído por Kafka?; hay mucho de incongruente, irreal, fantástico e inexplicable en algunas de sus obras, eso además de mucha mordacidad. Leed El capote; de ella dijo Dostoievski: «Todos hemos salido de El capote de Gógol». En el fondo, la impenetrable maraña burocrática e injusta de aquel régimen corrompido que todo lo controla y ante el que el ciudadano viene a ser el simple K. protagonista de El castillo, ¿no es el continuo argumento de Kafka, pero allí auténtico y real?
    Como todos los poetas malditos de los que hemos hablado Nikolái Gógol murió joven, y además loco. De nuevo la literatura y la demencia van de la mano; unas veces lo hacen como argumento y otras como realidad. Gógol resulta ser persona que no es grata al régimen y se ve obligado a exilarse fuera del país: Alemania, Suiza y, sobre todo, Italia. Después, ¿una neurastenia?..., ¡quién sabe!; un misticismo religioso exasperado que lo lleva hasta Jerusalén se apodera de él. Cuando regresa, en cuanto a prácticas ascéticas es lo que será después Tolstói pero elevado al cubo —si se me permite la expresión. Tiene cuarenta y dos años y, un día, llevado de aquel paroxismo religioso decide quemar el manuscrito de la segunda parte de sus «almas» al que había dedicado muchos años. A continuación se acuesta y rechaza todo alimento; días después fallece entre terribles convulsiones y dolores. Antes había escrito El diario de un loco.

    Chéjov viene al mundo ocho años después de este triste suceso; es también ucraniano pero en su caso las miserias de su familia —sus padres son hijos de siervos— son mucho mayores que las de Gógol. Las indigencias y los castigos corporales los sufre también en su casa y no sólo en la escuela; su padre, un individuo violento, ávido de dinero y a menudo ciego de alcohol y de fanatismo religioso, utiliza con frecuencia el cinturón.
    Acerca de Chéjov —de nuevo voluntad, voluntad y voluntad— cabe preguntarse: ¿Cómo pudo ser que aquel chaval que se dirige desde su ciudad natal a Moscú, donde ya antes se ha establecido su familia huyendo de la miseria que produce el tienducho que poseen en su aldea, cómo puede ser —repito y me pregunto— que acampados todos en principio en un húmedo sótano, y luego en un piso de mala muerte en el barrio de la prostitución, llegue a iniciar y terminar la carrera de medicina en la universidad? Bueno, pues, uno de los recursos de Antón Chéjov —además de voluntad— fue colaborar con escritos que algunas revistas le iban publicando, la mayoría humorísticas. No era una vocación sino una necesidad; tenían que comer puesto que además él, segundo de los hermanos, había tomado las riendas del hogar. «Tras la comicidad se encuentra la dolorosa representación de la existencia»(1).
    Este joven cabeza de familia acabará la carrera y ejercerá su profesión con verdadera entrega ayudando y cuidando de aquella. Con frecuencia, incluso después de sonreírle la fama en el campo de la literatura, mantendrá ésta subordinada al ejercicio de la medicina. Célebre es aquella su frase: «La medicina es mi esposa, la literatura es mi amante». Y al parecer ejerciéndola, contraerá pronto la tuberculosis.
    ¡Habría tanto que contar sobre Chéjov! A ver si soy capaz de sintetizar lo más esencial en pocos renglones, por ejemplo en plan telegrama: primero que su vida fue una entrega total a su trabajo y a su «amante»; segundo que su fe en la ciencia, la técnica y el progreso era inmensa; tercero que... No; es muy frío seguir así, y Chéjov era una persona cálida que disfrutaba de los bienes que la vida pueda ofrecer, por ejemplo la amistad. Tenía no sólo la de Tolstói, sino también su admiración: «¡Qué hermoso cuento ha publicado Chéjov en la revista Vida! ¡Me hace extraordinariamente feliz!»; se estaba refiriendo a En el barranco, del que un siglo después Nabokov dirá que se trata «del más asombroso de Chéjov». ¿Cuentos?, ¿tan sólo cuentos?, era lo que mejor se le daba; ejercía al tiempo la medicina y posiblemente no estaba preparado para el relato largo. Pero con el tiempo, quizá debido a sus obligadas y largas estancias de reposo por su enfermedad, Antón Chéjov aborda escritos más dilatados, y, especialmente el teatro. Aquel exilado en Yalta por culpa de su tuberculosis, con unos pulmones encharcados en sangre que con frecuencia hace su aparición al toser, nos dejará obras teatrales que llegarán a ser tan renombradas como aquellas dos que hemos citado al principio; la última, siendo ya un gran dramaturgo será El jardín de los cerezos.
Si en las obras de Dostoievski siempre aparece un enfermo de epilepsia, en las de Chéjov es muy grande el número de tuberculosos que acaban muriendo por esa dolencia. Había recorrido dos veces la Europa más occidental y había viajado una vez a la isla de Sajalín, la penitenciaría más cruel de la Rusia zarista, en la que investigando permaneció cuatro meses mientras rellenaba diez mil fichas con datos sobre los allí condenados; algo que a pesar de su mala salud se empeñó en hacer, y acerca de lo cual publicó un ensayo. 
Toda Europa —y Rusia claro está— disfruta su teatro cuando a los cuarenta y cuatro años fallece a consecuencia de su enfermedad. Pirandello podría decir que se acababa de convertir en uno de los personajes de sus mismas obras.

Hablábamos hace un momento sobre la amistad. Si Chéjov apreciaba las cosas buenas de este mundo —aunque sufriendo por lo que en su patria veía— la amistad que mantuvo con Gorki, y que nació cuando este no era nadie y él ya estaba consagrado, dice mucho en su favor. Con Alexei Pechkov, ocho años más joven que Chéjov, nacido en la miseria en la desembocadura del Volga, huérfano a los nueve años y analfabeto durante algunos más, vamos a cerrar estos apuntes de hoy.
Habría que resaltar que el caso de Gorki —seudónimo con el significado de «amargo» en ruso— es realmente sublime. Auténtico y pleno autodidacta desde que aprende a escribir navegando por el Volga gracias a un cocinero con el que venía trabajando de pinche, su vida es pura superación y vencimiento de obstáculos. Si hay en la historia de la literatura protagonistas que lucharon para salir de la fosa de la ignorancia y conquistar el éxito, él estará siempre entre los primeros de la lista. En su caso, no obstante, se confunde la pasión por escribir con el ímpetu de redimir a los desheredados. Gorki no tiene ante sus ojos de muchacho tan sólo las estepas rusas con sus mujiks, sino también la inmensidad del Volga con sus bosiaks: los desarrapados de sus puertos y centros industriales y que serán los primeros revolucionarios. Al igual que Chéjov el cual llegó a armonizar el ejercicio de la medicina con la literatura, Gorki compartirá la lucha del proletariado con su amor a las letras.
El modo y las maneras con las que aquel muchacho de dieciocho años, que nunca ha dejado de leer, y que a pesar de ello intuye que jamás logrará superar el foso que le separa de los instruidos —lo cual le lleva a intentar el suicidio—, el modo y las maneras, repito, con las que alcanza sin embargo la cima de la literatura, no es un misterio; él lo dejo escrito explicándonos cuales fueron «sus universidades». Después de que aquella bala le atraviese el pulmón en lugar del corazón, recorrerá casi toda Rusia a pie trabajando en mil y un empleos. Este rudo hijo del Volga, como ha sido llamado, para el que Rusia era sobre todo ese gran río, conseguirá que le editen su primer libro Ensayos e historias en 1898, cuando cuenta treinta años y ya viene colaborando en periódicos como aficionado o corresponsal.
Con Chéjov, por el que siente auténtica admiración, viajará por el Cáucaso y juntos irán a visitar a Tolstói hasta el balneario de Graspa en el mar Negro, donde se llegará a fotografiar junto a él. ¡Precisamente con Tolstói!, nada menos que con Tolstói, al que uno de los comités revolucionarios le había comisionado mucho tiempo antes que lo fuera a ver a Yásnaia Poliana para solicitarle que se deshiciera de sus propiedades en favor de los siervos.
Chéjov, el cual había decidido que siempre se mantendría al margen de cualquier exteriorización y enfrentamiento político en los que Gorki acostumbraba a tomar parte muy activamente, renunció sin embargo —¡hay que decirlo!— a su puesto en la Academia de Ciencias de San Petersburgo, de la que era miembro desde hacía dos años, como protesta por la exclusión de Gorki debido a sus actividades políticas que la Academia consideraba subversivas. Sucedía ello el año 1902, el mismo en que Gorki daba a conocer su obra escénica Los bajos fondos que hoy se sigue representando en todo el mundo.
¡Qué ironías nos suele deparar el destino! En su caso nada más ni nada menos que escribir la que será considerada su mejor novela, La madre —una novela en la que se pone de relieve el fervor de la lucha bolchevique— ¡nada menos que en los Estados Unidos de América!, y precisamente en el estado de Nueva York, concretamente en  sus montañas de Adirondack durante el verano de 1906, en un cottage que le había cedido un simpatizante norteamericano. Quizá nos pueda decir ello mucho de su impenetrabilidad a todo lo que le rodeaba y que fuera ajeno a la madre Rusia. A aquel país había llegado no por otra razón que comisionado a fin de recaudar fondos para la causa bolchevique.
Durante su azarosa vida, la espiral de la revolución en su país y los cambios que se sucedían le dejaron huella. Como todo notable fue tratado de utilizar por las distintas facciones en lucha por el poder, sintiéndose posteriormente desilusionado y engañado; lo contará en Pensamientos últimos.
Alexei Pechkov el «amargo», después de haber conocido la amarga verdad de las pasiones de su país, de haber vivido fuera de él varias veces por causa de la represión, de la enfermedad o de las luchas por el poder —concretamente en Alemania, y especialmente en Italia en dos ocasiones— siempre llevó y tuvo a Rusia con él ajeno a cualquier mundo exterior. Murió en extrañas circunstancias relacionadas con aquellas luchas personales de la revolución.
Es bueno recordar quizás ahora, hablando de su final, aquella rabia que muchos años antes sintió cuando se enteró de que el cadáver de su amigo y mentor Chéjov había sido trasladado a Moscú desde Alemania —en uno de cuyos balnearios había fallecido— en un vagón refrigerado repleto de «ostras frescas» en el que figuraba ese mismo rótulo. Su indignación, concordante con su espíritu siempre inquieto, efusivo y desazonado, fue puesta de manifiesto repetidamente por lo que él consideraba una burla y una ignominia, recordando la gran personalidad de su amigo Chéjov.
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(1) Natalia Ginzburg, Antón Chéjov