Dejábamos
el día anterior a Séneca con una cita de Goethe que nos viene muy a
mano para comenzar la «entrada» de hoy. Hace algunos meses nos
enteramos de que la lectura de un libro llegó a cambiar la vida de
un irlandés, Wilde, el cual pasó a convertirse a partir de entonces
en «Dorian Gray». Hoy nos encontramos de igual forma ante otro
compatriota suyo nacido veintiocho años después que él, Joyce, que
tras la lectura de otro libro llegó a convertirse en «Ulises». Se
da la casualidad de que al igual que en el caso de Wilde el libro
leído era también una novela escrita por un autor francés —en
este caso Edouard Dujardin— la cual llevaba por título Han
cortado los laureles.
No
obstante existe una diferencia entre ambos casos. Si a Wilde, como
sabemos, lo que le influyó fue el tema y el argumento de A
contrapelo, en el caso del segundo fue el
estilo del que Dujardin se valía en aquella novela. Con Edouard
Emile Dujardin acababa de nacer en el mundo de la literatura una
forma de escribir que, denominada al parecer por primera vez «flujo
de conciencia» (o monólogo interior) por el filósofo y psicólogo
William James, hermano de Henry James, sería en parte adoptada por
James Joyce para la redacción de su novela Ulises.
«Una
noble emulación es la fuente de toda excelencia»
y «quien no ha
imitado nunca, no ha sido nunca original».
Lo primero lo escribió Hume y lo segundo Gautier. Emular e imitar es
algo muy propio de todo escritor. Al mismo Montaigne no le importaba
confesar: «cuando
me metí a hacer versos, revelaron claramente al poeta que acababa de
leer recientemente; y algunos de mis primeros ensayos tienen cierto
tufillo a cosecha ajena». Nadie
ha sido jamás demandado por emular e imitar; otra cosa es plagiar. Y
en este sentido hay que dejar claro que Joyce fue un verdadero,
original y novedoso creador en el mundo de la literatura.
Pero,
además, habría que decir que fue original y novedoso en su lucha
por la conquista del éxito. Cuando se sabe de aquel autoexilado
aspirante a escritor que convive con una compañera inculta la cual
nunca entendió nada de lo que él hacía; que cada día ocupan una
habitación de una casa diferente porque no pueden pagar y los echan;
que no ha conseguido publicar nunca nada y que escribe sobre la
maleta puesta sobre su regazo porque no dispone ni de mesa; que se
encuentra en un país extraño al que llegó con ella un día
rebotando de otros lugares, al primero de los cuales a su vez había
llegado huyendo, tratando de dejar su país... Cuando se sabe de la
azarosa vida de este protagonista colmada de miseria, dolor, hambre,
enfermedad, deudas, alcoholismo, disipación y desorden; de tanta
vida inquietante, desenfrenada, errátil, desgarrada, atormentada y
escandalosa..., no hay más remedio que pensar que sí; que, como
casi siempre y tal como decía Vargas Llosa, «Un
artista se sirve de todo para crear, comenzando por sus
limitaciones».
Ante
los diversos rechazos de ayuda económica recibidos para emprender
aquella súbita huida de Irlanda, había respondido a uno de ellos:
«Crearé mi propia
leyenda y a ella me atendré». Tuvo
que acabar pidiendo «algunos chelines, pantalones o zapatos viejos,
(...) cepillo de dientes, polvo dental, un cepillo de uñas, un par
de botas, un abrigo y una americana»(1).
Y
allá van; salen del muelle de Dublín con un baúl y una maleta
ajada camino de Zurich donde le había surgido a él la oportunidad
de dar clases de inglés en una academia: Pero no; no existe tal
plaza. Y, finalmente, acaban en Triestre donde le empiezan a pagar
dos libras a la semana impartiendo clases. Verdaderamente estaba
creando su propia leyenda; aparentemente la de un loco.
¿Y
que había dejado en Dublín durante sus anteriores veintidós años?
Desde luego una asfixiante y opresora infancia religiosa que acabó
vomitando broncamente en una adolescencia y juventud de prostitutas y
burdeles; una madre muerta eterna rezadora y parturienta de quince
embarazos; un padre borrachín venido a menos día a día hasta
llegar a la miseria que le acabará agriando el carácter, le llevará al
alcoholismo y lo pagará insultando a los hijos, dando latigazos a las
hijas y a punto estuvo de estrangular a la madre: «El ambiente
familiar se había hecho dostoievskiano»(2). Cambios incesantes de
barrio en barrio y de casa en casa y siempre a peor; necesidad,
penuria, ropa avejentada, cacharros desportillados, hambre que se
satisface con pan untado con grasa animal porque no hay ni patatas:
la hambruna irlandesa de mitad del diecinueve debido al mildiu de la
patata todavía se notaba a finales de siglo.
Estamos
ante un escritor de raza, no cabe duda. Es cierto que de los jesuitas
había recibido una amplia formación además de rigor, dureza y
castigos corporales. De ellos, quizás, adquirió también disciplina
mental y un pensamiento ecléctico de escolasticismo y humanismo que,
unido a las dotes que ya poseía: vehemencia y pasión, orgullo y
convicción, una formidable fluidez lingüística y desmedido amor al
verbo, a la palabra, lo llevaron a superar las adversidades
aguijoneado siempre por sus aspiraciones literarias.
Lo
curioso es que de nuevo nos encontramos ante un escritor puramente
autobiográfico que va tejiendo y destejiendo sus experiencias del
día a día; que las crea y las recrea, y las eleva al pedestal del
arte aunque se trate simplemente de hechos cotidianos, vulgares y
sórdidos. Él mismo escribía: «Cuando
tu obra y tu vida son una misma cosa, cuando se ven entrelazadas en
una misma trama...».
Y
lo hace lejos de su patria porque está convencido de que en ella
jamás lo conseguiría, de que su rumbo como escritor se encuentra
fuera de Irlanda, y ello a pesar de sus fiebres reumáticas, del
alcohol (siempre vino blanco) y de las infecciones dentales, todo lo
cual le afecta a la visión y la terminará perdiendo. Dice su
biógrafa O'Brien que la violencia y el deseo son el alimento de la
literatura, y
esta era al parecer
la secreta convicción de Joyce.
El
Bachelor of Arts in
Modern Languages por
el University
College de Dublín,
James Augustine Aloysius Joyce, a los treinta y dos años lograba que
por primera vez se le publicase algo importante y por él soñado:
unos cuentos agrupados bajo el título Dublineses
que había comenzado a escribir cuando tenía veinte años. Su lucha
por la edición de estos es digna de conocerse. Pero, además, casi
la tercera parte de los ejemplares vendidos ¡fueron comprados por él
mismo!: «Se vendieron trescientos setenta y nueve ejemplares en un
año, ciento veinte de los cuales fueron comprados, no se sabe cómo,
por el paupérrimo James Joyce»(1).
Sin embargo,
habíamos comenzado hablando sobre un libro publicado en Francia que
Joyce había leído y cuyo estilo o técnica le cautivó: «Del mismo
modo que Wagner dio prioridad a la orquesta como medio de expresión
del subconsciente, Joyce priorizó el monólogo interior para
resaltar el subconsciente de sus personajes. (...) Joyce admitía
haberse inspirado en Les lauriers sont coupés
de Edouard Dujardin, quien confesaba que él
mismo había intentado imitar los métodos wagnerianos y llevarlos al
campo de la literatura»(3). No es extraño por lo tanto que sobre su
emblemática obra Ulises
se haya dicho que en ella se explotan los recursos musicales del
lenguaje. Aún más: «Durante bastante tiempo ha sido conocida la
conexión, a través de Dujardin, entre el monólogo interior de
Joyce y la melodía continua de Wagner»(4).
En
cualquier caso Joyce admitía que aquel libro le había inspirado; y
se lo agradeció a su autor. Cuando el Ulises
fue publicado le envió a Dujardin un
ejemplar en el que se acusaba de ser «el
ladrón impenitente de ese método».
Es
tiempo de pasar a hablar sobre su intrincada obra Ulises,
en la que él mismo admitía encontrar en su
redacción una gran dificultad: «...la más
que enorme complejidad
de mi maldita novela-monstruo...»
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(1) O'Brien,
Edna: Joyce
(2) Ellmann,
Richard: James Joyce
(3) The
Scallops of Saint James; Part I:
"La melodía infinita y Stream
of consciousness: Posibles influencias de
Richard Wagner en James Joyce", de
Ian MacCandless y Francisco Martínez Torres
(4) Martin,
Timothy: Joyce and Wagner: A Study of
Influence