domingo, 6 de enero de 2013

Día Ochenta y seis: Acerca del "oficio u hosco arte" del ignorado traductor


Cuando lei por primera vez en aquella edición en español los «Trópicos» de Miller, el traductor le hacía saber al lector que había revisado y corregido el texto después de los diez años transcurridos y que había aprendido mucho sobre su «oficio u hosco arte»; y acababa diciendo: «...sólo en su estado actual merece este texto las críticas elogiosas que recibió diez años atrás». Verdaderamente, además de refrendarme la sospecha de que hasta era posible que el texto original hubiera ganado al ser traducido —tan bueno lo había yo encontrado— quedaba patente que este traductor era, además de modesto, un verdadero profesional.

Supongo que a todos nos preocupa llegar a leer a un clásico en una buena traducción cuando no hay más remedio que leer en nuestra lengua nativa para disfrutar plenamente de la lectura sin ayuda exterior alguna —como nos ocurre cuando leemos algún libro técnico o un manual. Desgraciadamente no todos podemos leer a los rusos en ruso, a los franceses en francés y a los alemanes en alemán, ¡quién pudiera!, y tenemos que recurrir a esa imprescindible figura, la del traductor.
Pero no siempre es posible encontrar esa buena traducción. Si para Borges «cualquier traducción es necesariamente una "malatraducción", una deformación del original» a mí me gusta pensar, como en algún sitio y momento he leído, que traducir es una forma de reponer algo que faltaba en el texto original. No se trata solamente de que el deber y el trabajo de un escritor es el deber y el trabajo de un traductor, que decía Proust, sino que el traductor se ponga en la piel del lector y trate de completar de cualquier forma posible lo que el autor quiso transmitir.
Recuerdo que leyendo a Flaubert, concretamente su Madame Bobary, me encontré con un traductor que realizaba muchísimas aclaraciones a pie de página. Eran notas de varios tipos: unas sobre la fuente de la cual extrajo Flaubert algunos hechos, panfletos, discursos, textos de cualquier índole, etc.; otras eran aclaraciones acerca de sucesos auténticos, citas de lugares o personajes reales que se iban cruzando por la novela y que pueden carecer de sentido para el lector de otra época. ¡Cómo se agradece todo eso!
En el lado contrario no he olvidado la insufrible lectura que hice de El tío Goriot. En la introducción decía la traductora de la obra: «...conservo lo más posible la puntuación de Balzac (nada menos que de una edición corregida "de puño y letra'' por el autor). Por anárquica que parezca o que sea, con ella Balzac es quien es, y modificarla sería modificar, sin derecho, la obra de Balzac». Precisamente por esa «anarquía» la obra era difícil de leer; el abuso de la coma (a menudo indebida según las más elementales normas de la gramática) llegaba al paroxismo y hacía embarazosa su lectura. Lo siento, no puedo estar de acuerdo con ese «Balzac es quien es», y creo que para eso también existe el traductor. Escuchemos esta declaración de Dostoievski: «Pongo comas donde las juzgo necesarias y, donde las juzgo innecesarias, otros no deben agregarlas». Aquella traductora desde luego se había pasado quizás porque había leído recientemente esta afirmación de Dostoievski. Guardo por otro lado un imborrable recuerdo de la lectura de el libro II de los Ensayos de Montaigne, y especialmente de su Capítulo XVIII «De la presunsión», en el que se explaya hablando magistralmente sobre sí mismo. Es tan buena su prosa que, o bien miente cuando habla de sus imperfecciones, torpeza, falta de virtudes, limitaciones y defectos, o el traductor realizó un trabajo que superó lo que aquel escribió. Posiblemente, a diferencia de la traductora de Balzac, puso y quitó comas de donde le vino en gana teniendo en cuenta lo que decía Montaigne: «Yo no me ocupo ni de la ortografía, ni de la puntuación: soy poco experto tanto en una como en otra».
En cualquier caso, aquella máxima sobre la traducción del humanista Leonardo Bruni: «conservar de la mejor manera la estructura de la frase original, sin que las palabras traicionen el sentido, ni el esplendor, ni la belleza de las propias palabras», debe ser muy difícil de conseguir. ¡Y no digamos si se trata de traducir poesía! Precisamente ahí puede ser que no sea conveniente ajustarse a lo que Bruni predicaba.
Walter Benjamin estaba convencido de que la poesía no podía ser traducida; no desde luego en los términos que él aceptaba la traducción: «La verdadera traducción es transparente, no cubre el original, no le hace sombra...», lo que más o menos, con otras palabras, viene a ser aquello que Goethe razonaba: que en nuestras traducciones pretendemos convertir a nuestro idioma lo que fue escrito en una lengua extranjera, en vez de darle aquella forma extranjera a nuestra lengua.
T. S. Eliot dejó escrito que: «Genuine poetry can communicate before it is understood»(1). O sea, cualquiera que sea la traducción, debemos entender que no será ya poesía pura, natural, auténtica, y es posible que no nos diga nada ni siquiera si entendemos lo que se quiere expresar. Y esto, lamentablemente, puede ser muy cierto.
A mí se me ha ocurrido traer a estas páginas dos ejemplos de poesía traducida. En primer lugar he tomado los tres primeros versos de la Elegía a Ramón Sijé del poemario El rayo que no cesa de Miguel Hernández junto con una traducción realizada al inglés de la misma. A continuación he realizado la prueba inversa: de la obra de Yeats The Land of Heart's Desire he tomado también tres versos muy conocidos y una traducción al español de los mismos. Veámoslos:

  «Yo quiero ser llorando el hortelano              «I want to be, crying, the peasant   
  de la tierra que ocupas y estercolas,               that works the earth you occupy and fertilise               
  compañero del alma, tan temprano»              companion of my sould, so soon»
 
  «The wind blows out of the gates of the day,    «Por las puertas del día salió el soplo del céfiro
  The wind blows over the lonely of heart,           La soledad del alma oreó con su aliento.     
  And the lonely of heart is withered away»         La soledad del alma va desapareciendo»

No voy desde luego a realizar un análisis ni comentario alguno sobre los dos ejemplos; tan sólo los dejo ahí para que el lector saque consecuencias de dos modos o maneras muy diferentes de traducir poesía.

* * *
Goethe tradujo a Voltaire, Dostoievski tradujo a Balzac, Tolstói tradujo a Lao-Tse, Turguéniev tradujo a Montaigne, Galdós tradujo a Dickens, Camus tradujo a Calderón, Proust tradujo a Ruskin, Miguel Hernández tradujo a Rilke, Rilke tradujo a Valéry, Valéry tradujo a san Juan de la Cruz, Baudelaire tradujo a Poe, Cortázar tradujo a Gide, Gide tradujo a Conrad, y Borges tradujo a Woolf, a Wilde, a Poe, a Faulkner, a Kafka, a Carlyle, a Chesterton, a Kipling..., y a otros muchos más; al parecer trabajó también en la traducción de una parte de Ulises y le significó un gran desvelo. Dice Sergio Waisman que «...en los textos borgeanos traducir y escribir se vuelven prácticas casi inseparables de creación»(2). Y yo me pregunto: ¿es necesario traducir para llegar a escribir? —se supone que para llegar a escribir bien.
   Finalizo esta «entrada» ochenta y seis con una bella prosa poética de Umbral, la cual dejo aquí para que el lector cuya lengua nativa o materna no sea el español se ejercite en traducir a su idioma, si es que le place.

                          «Han venido a mi casa dos palomas de barro.
                          Tienen el color gris de los viajes.
                          Están tomando posesión del mundo.
                          Se acercan a la fuente como a una pagoda.
                          Y mi jardín se ensancha cuando vuelan»

Traducir, traducir bien, es un noble arte. No es un oficio ni es un arte hosco. Cuando se ha traducido un texto literario no se ha plagiado, tal como alguien se ha atrevido a decir. Entonces hemos creado.
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(1) Tal como ha venido ocurriendo a lo largo de estas Notas, no he traducido esta sentencia que he encontrado en otra lengua, pues no me atrevo a hacerlo. Sólo me atrevo a traducir cartas, manuales y documentos de trabajo. No soy traductor literario.
(2) Sergio Waisman, Borges y la traducción




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