jueves, 15 de septiembre de 2011

Día Treinta: Las mil y una tragedias de Nietzsche

Dice Ortega y Gasset de Nietzsche, al que llama el "ultimo romántico", que no llegó a saber lo que era la tragedia ni lo que era la filosofía. Casi en lo de la filosofía estoy de acuerdo, en lo de la tragedia no. Si una palabra le acompañó en su más bien corta vida fue la tragedia. Suya es la frase: "El artista es el hombre que nace encadenado"; y esto es lo que fue su vida de escritor: un permanente encadenamiento, pero siempre con la tragedia.

     En la anterior entrada a este blog mencionábamos que con la publicación de su primera obra a los veintisiete años, El nacimiento de la tragedia, comenzó su aislamiento como consecuencia del desdén y del rechazo surgido a su alrededor. Desde ese momento en que con la edición del libro le sobreviene la primera tragedia de su vida de escritor -el título dado al libro fue premonitorio-, hasta los cuarenta y siete en que la locura y la parálisis lo deja postrado en una habitación mirando al infinito esperando su muerte ocurrida diez años más tarde, Nietzsche no vive otra cosa que una continua tragedia, una constante sucesión de infortunios. Veinte años de conflicto, de lucha y fatigas, pero son los veinte años en que escribe todos sus libros; aunque, mejor decir que sus grandes obras las escribe tan sólo en apenas una docena de años, la década del 1880. ¡Quién sabe si precisamente gracias a esa vida atormentada es por lo que podemos plenamente gozar hoy y siempre de su prosa! ¿Hubiera existido el Nietzsche apasionado de los éxtasis literarios?, ¿el de tanto destello inimitable?, ¿el de pasajes tan sonoros y vigorosos?, ¿el de la más sobresaliente prosa poética conocida?, ¿el Nietzsche impetuoso de fulminantes y encendidas sentencias?, ¿el de expresiones tan vibrantes como golpes en el yunque que inflaman los sentidos del lector? Hoy sabemos que jamás se dedicó a escribir serenamente, de forma escrupulosa y con calma; siempre lo hacía en un estado de arrobo, siempre agitado y jadeante.

     En la escritura de Nietzsche hay claramente, separadas como posiblemente no lo hay en otro autor, dos presencias: mensaje y estilo. Se puede estar de acuerdo o no con su revelación vulneradora y destructiva, pero no es posible sustraerse y permanecer ajeno a su verbo, a su lenguaje esmerado, a ese juego preciso y preciosista de sus palabras ensambladas prodigiosamente. Por decirlo de una vez: a su destreza literaria.
     Nietzsche es indudablemente un poeta; es más poeta que filósofo. Curiosamente él mismo escribió: "Los grandes maestros de la prosa han sido casi siempre también poetas, bien públicamente, o bien sólo en secreto y en su fuero interno, ¡y es que la buena prosa se escribe ciertamente pensando en la poesía!". Su mensaje, junto con el de Marx y Freud fue en su época indiscutiblemente trascendental, pero quizá con el paso del tiempo será pasajero y superado. Lo mejor en su obra es el "cómo", su elegancia, su expresividad, su riqueza en la exposición de la idea; ello siempre perdurará. Multitud de intelectuales han confesado que les cuesta entender a Kant, a Hegel, a Husserl o a Dilthey. A Nietzsche no sólo se le entiende sino que se le goza. Escribió Thomas Mann: "Quien toma en serio a Nietzsche, quien lo toma al pie de la letra y lo cree, está perdido". Creo que es cierto, siempre me he dicho que a Nietzsche hay que leerlo como si fuera un poeta y no un filósofo.
     Uno de sus biógrafos, no precisamente apasionado y elogioso sino crítico, escribe de él acerca de su etapa de profesor en Basilea: "Nietzsche había demostrado ya que poseía en alto grado un don, una habilidad. Podía escribir. Desde su temprana infancia había cultivado esa habilidad técnica para manejar las palabras, habilidad para la que, podemos decir sin duda, poseía una aptitud especial e innata y que aumentó con el ejercicio y el adiestramiento. Nietzsche poseía el don de las palabras como otros poseen los dones de la música, la pintura, la matemática, el arte culinario o la gimnasia" (1).
     Hablábamos de golpes sobre el yunque, y es que él mismo se autodenominó filósofo armado de martillo. Esa prosa vibrante que como golpes en el yunque vas escuchando, te va machacando el cerebro, y te hace daño... pero te gusta. "Me han dicho que, una vez empezado, es imposible cerrar un libro mío antes de haberlo acabado, que perturba incluso el descanso nocturno...". ¡Y tanto! Debo confesar que en aquella época en la que leí a Nietzsche tuve que dejar de hacerlo por la noche, no podía conciliar después el sueño; su lectura me alteraba demasiado y acababa oyendo el martillo. Tuve que leerlo a primera hora de la tarde o por la mañana.
     Repetidamente él mismo confesó que las ideas plasmadas en sus obras habían sido concebidas en la soledad de los senderos, cerca de los ríos y de las montañas, dando largas caminatas y al tiempo meditando; "no creer en ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre y estando nosotros en movimiento". Con sus abigarrados apuntes volvía a la soledad -siempre la soledad- de su por lo regular minúscula habitación del hostal o pensión y allí culminaba frenéticamente su creación. Varios días de esta actividad, de estos esfuerzos especulativos, le resultaba una tarea agotadora que extenuaba sus fuerzas y su inspiración. Y entonces se desencadenaban los desastres, todas las calamidades: los insomnios, las nauseas, las migrañas.

     Entremos definitivamente en ellas, en esas tragedias del título que lo acompañaron hasta el día de su locura final.
     "...he padecido tres grandes accesos de dolor de cabeza, con vómitos que duraron días enteros", "...me falta una salud fuerte", "...mi inestable salud", "...ni la salud ni los ojos me responden", "¡Qué interminables dolores!", "¿Quién ha soportado tanto como yo?", "...nuevos sufrimientos y tragedias", "...un permanente dolor de cabeza que duró tres días", "...un molestísimo vómito de mucosidades", "tengo el sistema gástrico sumamente debilitado", "...aquel largo período de enfermedad", "...mi larga enfermedad".
     Se ha especulado como origen de todo su pésimo estado de salud, el cual le llevó finalmente a la locura, con una enfermedad venérea; concretamente una sífilis que pudo haber contraído en sus años mozos. Pero lo que sí es cierto es que las secuelas de la disentería y la difteria que contrajo en la guerra franco-prusiana de 1870, las cuales le obligaron a dejar su puesto de enfermero, jugaron un papel el resto de sus días. Ya en 1867, en la guerra entre Austria y Prusia, al montar en su caballo se golpeó el pecho con el pomo de la montura que le desgarró los músculos y le fracturó varias costillas.
     Sus migrañas que a veces le duran treinta horas, los insufribles insomnios y las drogas tomadas para combatirlos, el crónico padecimiento de la vista que en ocasiones le lleva a pocos pasos de la ceguera, los dolores de estómago con los consiguientes vómitos de bilis..., todo ello le obliga en principio a dejar la enseñanza en la universidad. Él mismo estima que se encuentra incapacitado para un trabajo normal las dos terceras partes del tiempo.
     Pero también están sus desgracias afectivas. Ya hemos hablado de que con su primera obra consigue que los estudiantes lo eviten, el público lo desdeñe y sus colegas lo censuren y critiquen. Su rompimiento con Wagner al que al principio idolatraba, y su enamoramiento platónico de Cosima su esposa. Su relación sentimental con Lou Andreas-Salomé que lo lleva a solicitarla en matrimonio y que finaliza con un burlón desenlace para el escritor que le hace contemplar el suicidio. El tener que editar la cuarta parte del Zaratustra a sus expensas, así como toda su producción posterior pues los editores no acceden a ello, sus libros no se venden...

     A una crisis demencial surgida en Turín le sigue una parálisis cerebral progresiva de tipo esquizofrénico. Once años después fallece en Weimar.
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(1) Brinton, Crane: Federico Nietzsche