martes, 27 de marzo de 2012

Día Cincuenta y uno: Todos tememos a "Virginia Woolf"

Es cierto; todos tememos vivir sin ilusiones aunque siempre sean falsas y quiméricas; sabemos que sin ilusión no se puede vivir. ¡Si la excepcional autora británica hubiera llegado a saber cuanta fama le iba a proporcionar a su nombre el título de una obra teatral! Obra la cual llegaría después a las pantallas de todo el planeta interpretada por unos espléndidos actores representando el cuadro de un matrimonio descompuesto, que a base de violencia verbal se despedazan cruelmente. Virginia Woolf, que «siempre se había resistido a la fama (...) que había desarrollado la doctrina del anonimato, lo que significaba rehuir la publicidad y liberar la obra creativa lo máximo posible de las preocupaciones materiales»(1); ella, que había dejado escrito en sus diarios: «No seré "famosa", "grandiosa"»... Lo siento, me estoy precipitando.
Recomencemos: En el año 1962 el dramaturgo norteamericano Edward Albee estrena en Broadway una obra que lleva por título Who's afraid of Virginia Woolf? o en español ¿Quién teme a Virginia Woolf? Algo realmente en principio chocante porque, sencillamente, muy pocos incluso en occidente sabían quien era aquella Virginia; y, lo que es peor: viendo la obra tampoco se llegaban a enterar. Sin embargo aquello tenía una explicación: Albee recordaba que cuando universitario, la canción que en la película de Disney Los tres cerditos era cantada con aquel famoso tonillo: «Who's Afraid of the Big Bad Wolf?», se acostumbraba a cantar sustituyendo su final por «Virginia Woolf», que fonéticamente resultaba muy parecido. Aquel «the big bad wolf» («lobo feroz» en versión española) transformado en «Virginia Woolf» no significaba otra cosa para ellos, los estudiantes, que «vivir la vida sin falsas ilusiones». Para darle aquel título a su obra Albee tuvo que pedirle permiso a Leonard Woolf, el viudo de Virginia, que accedió a ello.
Hacía prácticamente veinte años, exactamente en 1941, que presa de una de sus crisis maníaco-depresivas Virginia Woolf se había sumergido en el río Ouse, el cual pasaba a poco menos de un kilómetro de su casa, habiéndose puesto antes piedras en los bolsillos de su abrigo. Contaba cincuenta y nueve años y detrás dejaba una extensa obra literaria y una no menos sorprendente vida.
Pero yo quiero hoy hablar sobre esta escritora, encuadrada en el eje de la novela experimental y el modernismo literario del siglo veinte, trayéndola de la mano de Joyce, que con Proust puede que sean los tres genuinos y máximos representantes de ese tipo de novela surgida a principios del mismo. Y ¿por qué precisamente «de la mano» de Joyce? Pues yo diría que porque en la historia de la literatura británica él ha quedado como el «hermano mayor» de ella.
Trataré de justificarme. Tómese un ranking serio de literatura británica del siglo pasado; siempre aparecerá James Joyce por delante de Virginia Woolf. Pero, incluso, ¡los unen y los separan radicalmente tantas cosas! Escuchad; así, a bote pronto: ¡ambos nacen y fallecen en los mismos años!; 1882-1941 son las fechas límites de sus biografías, e inclusive para ambos todo comenzó y acabó entre enero y marzo de esos dos años con una diferencia de pocas semanas. Quiere ello decir que en realidad se pasan la vida escribiendo simultáneamente; pero también da la casualidad de que ambos utilizan el monólogo interior o flujo de conciencia; y, para terminar, que Leopold Bloom protagoniza durante veinticuatro horas en Dublín la obra cumbre de Joyce, y que Clarissa Dalloway también durante veinticuatro horas, y en el mes de junio como aquel, aunque en Londres, protagoniza la obra más representativa de Virginia Woolf.
Y, ahora, contemplad íntimamente a ambos. Se han movido en los ambientes más dispares que podamos imaginar: él está casado con Nora, que ya sabemos quién fue, y ella con Leonard Woolf que es escritor, editor y comentarista político; a James le ha asediado constantemente la miseria y ha vivido en el exilio mientras Virginia ha sido siempre clase media londinense acomodada, algo que significa sirvientes, viajes en automóvil, casa en Londres y «cabaña» en el campo; Virginia cuando joven no ha podido ir a la universidad porque las mujeres entonces tenían que recibir la enseñanza en el claustro familiar y consultar a menudo la biblioteca de su padre, todo al tiempo que James además de ir a la universidad se ha dedicado a conocer los barrios bajos de su ciudad natal; simultáneamente a las visitas que Joyce realiza a los prostíbulos, Virginia participa en las reuniones de un grupo de artistas e intelectuales que quiere cambiar las imperantes reglas victorianas; ella ha nacido y crecido en un ambiente agnóstico y él respirando en casa y en el colegio una asfixiante atmósfera religiosa; James no se enteró de que en Europa hubo dos guerras puesto que durante ambas se marchó a Suiza, sin embargo Victoria las vivió intensamente imprimiéndole traumatismos psicológicos; a él jamás le preocupó la política y menos la lucha por la independencia de su país mientras que ella militó toda su vida en el laborismo y en la lucha civil por los derechos de la mujer; en el matrimonio de Joyce «la carne se come cruda» y en el de la Woolf, probablemente, ni se llegó a consumar; a ella le preocupa desde siempre la autonomía del sexo y tiene experiencias que hoy llamamos gay, algo que jamás —que sepamos— se dieron en Joyce. Finalmente, y lo más terrible, Virginia Woolf sufre intermitentemente ataques de demencia que durante toda su existencia la llevan a reiterados intentos de suicidio; James Joyce sufre tan sólo la esquizofrenia de su hija Lucía que le atormentará mientras viva. «¿Es la locura en cualquiera de sus grados, intensos o larvados, un ingrediente más del proceso creativo en las mentes privilegiadas?»(2).
Comenzábamos hablando del temor a vivir sin falsas ilusiones. ¿Temía Virginia Woolf a "Virginia Woolf"?: mucho, y sin duda alguna. Ello la llevó al suicidio y pudo ser una de las causas de su demencia. Es posible que cuando se encaminaba hacia el río Ouse careciera totalmente de eso que conocemos como esperanza: «...la esperanza: maravillosa emanación humana perfectamente infundada y sin razón, gloriosamente arbitraria, que segregamos continuamente frente al albur que es todo mañana», según la definió acertadamente Ortega y Gasset —el resaltado en negrilla es suyo.
Se llamaba Virginia Adeline Stephen —el Woolf era de su marido— y en su familia cuando era joven se la conocía cariñosamente como «la cabra». Pero a mí me gustaría hoy, para terminar momentáneamente con esta larga presentación, que al tiempo de enfocar nuestro catalejo en su figura, no dejemos de ver simultáneamente al que yo he llamado literariamente su «hermano mayor»; tiempo tendremos de continuar exclusivamente con ella:
Cuando Joyce trata de que su obra Ulises se convierta en libro tras ser prohibida su publicación en una revista de Norteamérica, se piensa en utilizar la prensa Hogarth Press que Virginia y su marido Leonard habían adquirido. No fue posible, se negaron. Adujeron razones técnicas: aquello era un artilugio antediluviano en el que ellos mismos se ponían perdidos de tinta colocando los tipos artesanalmente, y que en el caso concreto del Ulises dada su extensión les llevaría dos años. Sin embargo, también he leído que el carácter obsceno (y para aquellos tiempos pornográfico) de la obra fue también una razón que los Woolf alegaron: estaban los tribunales y las consecuencias legales derivadas de llevar a cabo aquella impresión. Ello, desde luego, me parece lo más lógico al tratarse no sólo de la vulneración de la ley, sino que se trataba además del propio carácter, posición social, estilo y sensibilidad de la pareja.   
Seguimos. Ya editado Ulises, en agosto de aquel año de 1922 deja escrito Virginia sobre el libro en su diario: «obra de autodidacta (...) nauseabunda. (...) Cuando se puede comer la carne guisada ¿por qué comerla cruda? Y al mes siguiente: «He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida (...) de baja estofa» Años después: «Lo que estoy haciendo yo, probablemente lo esté haciendo mejor el señor Joyce». Parece ser que sí, que más adelante y quizás influida por otros intelectuales, como Eliot, reconoció que aquella obra tenía valores descollantes.
Y terminamos; Joyce jamás hizo comentario alguno o dejó nada escrito sobre la obra de Virginia Woolf. ¿Sería por ello que Virginia en su viaje de placer a Irlanda para conocerla, ya en 1934 cuando ambos eran renombrados y sus obras suficientemente conocidas, no se dignó hacer la menor referencia a Joyce en su diario ni siquiera cuando visitó Dublín?
A mí todo esto me recuerda las relaciones entre Dostoievski y Tolstói de las que ya hemos hablado.

—————————




(1) Marder, Herbert: Virginia Woolf. La medida de la vida
(2) Mora, Francisco: Genios, locos y perversos








viernes, 16 de marzo de 2012

Día Cincuenta: Nora Barnacle, puntal y sustento de Joyce

Nos habíamos olvidado de alguien mientras hablábamos de Joyce. Bueno, seré sincero: no ha sido olvido, ha sido un acto intencionado el dedicarle finalmente una «entrada» a esta mujer, Nora, Nora Joyce con la que compartió su vida.
    Resulta que estamos ante un caso inexplicable y en parte similar al de Goethe y Christiane sobre el que ya en su momento nos detuvimos; y no será el último como llegaremos a ver. Y ello dejando aparte el de Sócrates y Xantipa, caso que no abordaré porque Sócrates no dejó escrita una sóla línea.
    En dos palabras y para empezar, estamos de nuevo ante el genio conviviendo con la mujer vulgar. Joyce, lo mismo que Goethe son dos genios unidos a dos mujeres tenidas poco menos que como simples e ignorantes, lo cual resulta un enigma y que merece un estudio intenso que yo no soy capaz de desarrollar.
Aunque sí voy a preocuparme hoy de saber quien era Nora Barnacle y qué posible papel jugó al lado de Joyce durante treinta siete años, exactamente hasta la muerte de este genial creador.

   Dice Edna O'Brien que «No resulta fácil convivir con escritores. Están ausentes y presentes al mismo tiempo. Se hacen presentes por su continua curiosidad, sus necesidades, sus mentes catalogadoras, sus ansias de atisbar en el interior de los demás, unas ansias que van descargando cada vez más en su obra»(1). De acuerdo; de todo ello veremos que hay muchísimo en la relación Nora-James; pero hay otros sorprendentes elementos, hay más razones para deducir lo difícil que tuvo que ser el que un aspirante a escritor con una mente privilegiada (pero aparentemente un fracasado y habitual borracho) pudiera convivir con una mujer a la que ha encontrado lavando ropa, haciendo camas y fregando platos en un pequeño hotel de Dublín. Y al revés.
   James Joyce tiene veintidós años y ha perdido recientemente a su madre. Gracias a que ha estudiado gratuitamente —ello dada la penuria a la que ha llegado su familia y a su gran capacidad intelectual— tiene un título universitario, posee una gran cultura y además de querer ser escritor ha intentado estudiar medicina, aunque por razones económicas ha tenido que renunciar a ello. Nora Barnacle, con veinte años, se ha escapado hace seis meses de Galway, su pueblo, y a llegado a Dublín; allí ha encontrado un trabajo en el Finn's Hotel, un establecimiento pequeño en el que realiza los trabajos propios de una sirvienta. «La educación de Nora se reducía a la enseñanza primaria, no entendía nada de literatura y carecía de todo poder de introspección... —sin embargo— ...debido a su necesidad de buscar lo extraordinario en lo ordinario, Joyce decidió que era distinta»(2). Y hemos de decir que realmente lo fue.
   He aquí nuestros personajes; ¿qué pudo descubrir Joyce en su primer encuentro con esta muchacha además de su pelo color caoba, su falta de timidez y que se llamaba Nora como la heroína de Casa de muñecas de Ibsen, por aquellos días su ídolo y con el que se llegó a cartear? ¿Se trataba quizás de que «en su ilimitado egoísmo, deseaba que el alma de su amada fuera una lenta y dolorosa creación propia, que se liberase y purificase día a día... »? Resulta asombroso que esto lo comentara precisamente él de William Blake, aquel poeta y pintor que se había casado con Catherine, una analfabeta. Pero no; ni Joyce era egoísta —todo lo contrario— ni pretendió nunca hacer de Nora una creación. Tuvo que ser la confianza que él, desde el primer momento, vio en ella; la firme creencia de aquella muchacha en sus ideales y, hasta es posible que vislumbrara la influencia que podría llegar a tener en su futuro de escritor. Nora era vivaz, ingenua, animosa e intrépida. La primera vez que la abordó en la calle le había contestado con desenfado y no acudió a la cita convenida.
   En el muelle, el día que abandonan Irlanda, a Nora Barnacle no fue nadie a despedirla. Él le había pedido que abordaran separadamente el barco y no se reencontraran hasta que este hubiera zarpado. A él le despedía su familia, y, todos menos su padre sabían que ella estaba allí; pero su padre nunca hubiera aceptado que se marchara con semejante chica: una menor de edad, sirvienta en un hotel e hija de un panadero de pueblo; los Joyce provenían de muy alto.
  ¿Se puede ser más ingenua, sencilla y despreocupada, al tiempo que valiente y atrevida? Cuando más tarde John Joyce conoció y supo de ello y que su apellido era Barnacle —percebe—, exclamó: «No se le separará nunca»; y así fue como sucedió. A una de las mentes más preclaras del siglo veinte se le estaba uniendo con la fuerza de un percebe a una roca, una joven hermosa, vivaz e intrépida aunque sin instrucción alguna. «Joyce sin Nora no habría podido escribir Ulises, y gracias a ella la literatura universal es ahora más rica»(3).

   ¡Parece mentira! Vista hoy esa aventura con la fulgurante patina que el tiempo y en este caso la gloria le prestan al pasado, es difícil apreciar los jirones y los desgarros de la agitada, voluble e inestable existencia de estos dos muchachos que muy pronto, además, fueron padres de dos hijos. ¿Cómo fue posible lograr soportarse? Nora valía..., era de ley.
Él ha llegado harapiento y andrajoso como un mendigo con una maleta de la que por todas su hendiduras asoman prendas. Ella, tras él, con un sombrero de paja de ala ancha y un abrigo de hombre que le llega cerca de los tobillos, era como un cúmulo de andrajos, así fue como los recordó posteriormente su casero en Triestre.
    Mientras él vuelve por dos veces a Irlanda, ella se queda allí sola con los dos hijos en un país del que lo desconoce todo —¡y ni siquiera está casada!; hasta la quieren desahuciar. ¿Y cuando él está allí?...: borracheras, impagos, amoríos, desconfianzas..., ¿era virgen cuando la poseyó por primera vez en Zurich? Siempre le obsesionó eso; sentía la necesidad de creer que le había engañado, que no era entonces virgen a pesar de haber visto las sábanas manchadas.
Y luego el rechazo de los editores y el alcoholismo; el no ser publicado le llevaba más y más a la frustración y a la bebida. «La falta de éxito puede tener efectos muy perjudiciales en la obra de un escritor, y la gimnasia moral requerida para "mantenerse a flote" de la indiferencia puede resultar agotadora cuando hay que practicarla durante toda la vida»(4). Su gimnasia moral fue Nora.
   Tuvo que ser la vitalidad de Nora, su perspicacia y su serenidad las que a los dos les permitieron sobrevivir. Poco después de dar a luz se tuvo que poner a lavar ropa —en una hoja manuscrita de un cuento de Dublineses que hoy se conserva, anotó en cierta ocasión las prendas recibidas. Se negaba a guisar (por supuesto que siempre en cocina común) al no poder comprar ni los alimentos a causa del desconocimiento del idioma. James, entregado al alcohol no regresaba algunas noches a casa, y aparecía tirado en una calleja al día siguiente. Días hubo que se pasó las veinticuatro horas en la cama llorando; y ante los sucesivos cambios de residencia propuestos por Joyce todo lo que hacía era encogerse de hombros. ¿A Roma?, ¡a Roma!... ¡para regresar a los nueve meses!
Y, sin embargo: «Fue una mujer divertida, apasionada, valiente, espontánea y franca. Hablaba infatigablemente, pero Joyce no se cansó nunca de escucharla ni de prestar su voz a sus personajes femeninos más importantes»(3)
¡Y ese es uno de los secretos! Recordemos las palabras anteriores de Edna O'Brien sobre la convivencia con el escritor: su continua curiosidad (...) atisba en el interior de los demás (...) todo lo descarga en su obra. Nora, inconscientemente y en el día a día, le fue suministrando a Joyce un caudal de «secretos» que con su aguda imaginación él logró incorporar a su obra. Nora, en las cartas que escribía lo hacía como pensaba; hoy está reconocido el enorme influjo que de ella hay en muchos pasajes de sus creaciones y en especial en el Ulises. Nora pasó a ser Molly cuando en la novela Molly es vulgar y obscena; por ejemplo, en su largo monólogo interior con el que Joyce concluye la obra. Se trata de Nora «escribiendo» con vehemencia y sinceridad una cascada de palabras sin ningún signo de puntuación tal como habitualmente hacía.
Pero Nora fue también un costal de ignoradas y olvidadas canciones, frases, dichos, consejas y refranes que en sus años de infancia había aprendido y de las que Joyce tomaba nota. Y hasta relatos, cuentos, y leyendas celtas escuchadas a sus amigas de la niñez, puesto que ya hemos hablado de su espontaneidad. Se ha dicho que en el cruce de «cartas sucias» que ambos mantuvieron Nora aprendió tanto que llegó a superarlo. Y eso a pesar de que no le importaba perfeccionarse; no sentía necesidad de demostrar su competencia intelectual. Jamás leyó el Ulises.
Y todavía dos palabras más: Nora fue esposa y, a la vez, se convirtió en madre de Joyce. Él conoció a Nora pocos meses después de la muerte de su madre, y desde aquel luctuoso momento, en el que no dio muestra alguna de tristeza, Joyce nunca más se refirió a ella; había enterrado con su madre la opresión religiosa inculcada y los confesionarios de su infancia y la borró de su memoria. Siguió manteniendo sin embargo toda su vida una íntima comunión con el padre, el siempre alegre borrachín de los malos tratos a las hijas y a la misma madre, y el lugar de esta fue ocupado por Nora, aquella mujer tan distinta: alegre, procaz, vivaracha y divertida; desinhibida y libre de ataduras, renuncias y preceptos.

* * *

El fallecimiento de Nora, diez años después del de Joyce, fue noticia en la prensa más importante del mundo. Time incluso llegó a admitir y reconocer entonces su participación en el triunfo de Joyce.

————————





(1) O'Brien, Edna: Joyce
(2) Ellmann, Richard: James Joyce
(3) Maddox, Brenda: Nora Joyce
(4) Nelson, Victoria, Sobre el bloqueo del escritor


viernes, 9 de marzo de 2012

Día Cuarenta y nueve: ¿Que no ha leído usted el Ulises?

Pido disculpas por esta pregunta quizás irreverente para el lector, pero también quiero ofrecerle una explicación. En un ejemplar del periódico El País del año 1993 aparecía un artículo con el siguiente título: «Yo no he leído el Ulises, ¿y qué?». He pensado que podría ser la respuesta acertada a una cierta pregunta, y cavilando cual pudiera ser he elegido la que hoy aparece como título de esta «entrada».
         Recuerdo haberle leído a H. Miller en su obra Los libros en mi vida algo así como que algunos libros que le apasionaron a los veintitantos años le parecieron horribles, soporíferos e ilegibles a los cincuenta. Nos ha pasado a todos.
         Yo tengo que confesar, además, que con Ulises me sucedió lo anterior pero al revés, y tan sólo en el plazo de unos meses. Adquirí el libro después de haberme encontrado cientos de veces con toda clase de comentarios acerca de él, la mayoría positivos. Comencé su lectura y hasta dos veces lo abandoné sin pasar de su primer capítulo. Al tercer intento no sólo conseguí continuar con él sino que me empezó a encandilar; cuando conseguí terminarlo me había acabado deslumbrando aunque había pensado al principio que se trataba de una superchería. Sin embargo y para ser sincero, si bien me había encontrado con pasajes extraordinarios, es verdad que también hallé fragmentos e incluso capítulos inaceptables. En una palabra: es muy posible que el libro no acabe gustando a todo el mundo. Si se rechaza su lectura porque resulta malo, inatractivo, aburrido e incomprensible..., no pasa nada; se deja, y en paz; se supone que leemos para satisfacer nuestra curiosidad, para pasar un buen rato o para disfrutar una obra de arte. A Virginia Woolf, Bernard Shaw o André Gide no les gustó el Ulises e hicieron comentarios muy despectivos acerca del mismo.

      Antes de hablar acerca de su contenido o sobre lo que se piensa de él, me gustaría dejar constancia de que en su nacimiento, como en tantas otras grandes obras, tuvo mucho que ver la casualidad. «No se puede apresurar la inspiración. En nuestras manos está sólo depositar la semilla en el fondo de nuestra alma y esperar que un día, calentada por soles que desconozco e impulsada por una vida que en ella yacía adormecida, se despierte y brote convertida en la primera palabra de un verso»; «Hay en la creación una antipática injerencia de la casualidad». Esto que dice Marina(1) tiene mucho que ver con lo sucedido acerca del nacimiento de Ulises. Parece ser que Joyce había acariciado la idea de incluir un cuento más en su Dublineses pensando en un incidente sufrido por él mismo en el que fue golpeado en la calle por un soldado y atendido por un conocido judío-cristiano que le ayudó a volver a casa, personaje del cual se rumoreaba que su mujer le era infiel. Resultó ser un «cuento» de dieciocho capítulos que puede llegar a ocupar según la edición hasta las mil páginas, le llevó más de siete años en los que invirtió veinte mil horas de trabajo, y sufrió ataques nerviosos, úlceras y una significativa agravación de su enfermedad ocular.

Este judío buen samaritano, su mujer y el mismo Joyce son en la novela Lopoldo Bloom, Molly y Stephen Dedalus; tres personajes vulgares a los que no les acaece nada extraordinario. El Ulises es simplemente lo que va sucediendo en la vida de mister Bloom en Dublín, en su recorrido por la ciudad durante las veinticuatro horas de un día: el 16 de junio de 1904. Ulises es una Odisea que como aquella comienza y acaba en un mismo sitio pero sin héroes, guerras, cíclopes ni sirenas, excepto en los títulos de sus diferentes capítulos.
Aquello que Ortega y Gasset dejó escrito a principios del siglo, posiblemente antes de la difusión de Ulises, creo que nos puede explicar en parte el por qué de su gran éxito: «...creo que el género novela, si no está irremediablemente agotado, se halla, de cierto, en su periodo último y padece de una tal penuria de temas posibles, que el escritor necesita compensarla con la exquisita calidad de los demás ingredientes necesarios para integrar un cuerpo de novela».
 Ese puede que sea el secreto de Ulises, la gran oportunidad y novedad de Joyce fue compensar la falta de argumento, de clímax, de intrigas, enredos, maquinaciones y hasta de «planteamiento, nudo y desenlace», con otros ingredientes de calidad exquisita logrando así integrar un cuerpo de novela que..., no se parecía en nada al resto de las publicadas. Así Joyce, gracias a su Ulises, fue proclamado por Time en 1998 como el más prestigioso autor del siglo veinte. Y téngase en cuenta que desde su edición primera, en París el 2 de febrero de 1922, el día de su cuarenta cumpleaños (fue un capricho suyo) han transcurrido noventa —exactamente el mes pasado. ¿Y qué ingredientes le incorporó Joyce a ese insulso tema dublinés para que despertara semejante interés? Ah; ¡ciertos «ingredientes», como decía Ortega!, ese es el quid.
Veamos. En el Ulises los estudiosos y eruditos han encontrado se diría que de todo: el mismo Joyce declaró que en el libro hay un esquema interpretativo: «He metido tantos enigmas y rompecabezas que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiendo sobre lo que quise decir, y ese es el único modo de asegurarse la inmortalidad». Se habla de claves, símbolos, significados ocultos y de citas cabalísticas; se reconocen diferentes estilos en cada capítulo; se elogia el genial uso de la palabra; se le reconoce contener un compendio universal de conocimientos e información; se dice que la obra está saturada de incontables y minúsculos detalles y precisiones, de incidentes que nada tienen que ver con lo narrado y que dejan al lector en suspenso; y, finalmente, que aquellos pasajes en los que el autor hace uso del monólogo interior o flujo de conciencia son excepcionales.
Pero lo que sí pudo haber sucedido —otro ingrediente— es que Joyce en la obra trató de plasmar sus más íntimos y recónditos sentimientos, aconteceres y experiencias sin disimulo y con toda su crudeza, y lo consiguió. Su publicación inicial mediante entregas en la revista norteamericana Little Review fue demandada por obscena; se suspendió y sus editoras tuvieron que pagar una multa. Hasta 1933 no fue autorizada su publicación y eso quizás gracias a que el juez, esta vez, era un gran enamorado de la literatura en general.
    He revisado mis anotaciones hechas del tiempo en que leía el Ulises. Me voy a permitir dejar aquí algunas; son sinceras, son las de una persona de la calle al que también le gusta la literatura como le sucedía al juez aquel:
 
«No he podido con el Ulises de Joyce. Pido perdón a quién corresponda pero lo he tenido que dejar. Estoy dudando entre crearme un complejo de ignorante o ir contra todo y contra todos, porque esta obra ha sido considerada como la obra cumbre de la literatura en lengua inglesa del siglo veinte. (...) Lo volveré a intentar más adelante a ver si entonces mi capacidad intelectual, mis gustos, mi afinidad por esa clase de prosa es la apropiada.
.../...


    En la larga introducción se dicen tantas cosas acerca de esta novela... Uno llega a la conclusión de que no va a ser capaz de leerla jamás. Y aquí viene mi desconcierto: pese a todo lo que de ella se dice (ni instruye, ni deleita, es tediosa, indescifrable, complicada, oscura) a mí me está fascinando; ojo, tan sólo voy por el tercer capítulo. Es verdad que, a veces, parece que lo que allí se lee no tiene ni pies ni cabeza; esos párrafos dislocados, esos monólogos inapropiados, confusos; pero también esa riqueza de vocabulario tan rico, tan sugerente; hasta esas palabras que el autor se inventa. Yo le encuentro expresividad, poesía hecha prosa; yo diría que en la poesía ocurre un poco lo mismo: importa más la palabra, el vocablo exacto y la sonoridad que el orden, el argumento y los hechos narrados; es más importante la forma que el fondo, el contenedor que el contenido. Empiezo a respetar a Joyce; nadie que no sea un genio es capaz de escribir con ese fluir, esa riqueza, vivacidad, ingenio, energía, brío...
 .../...


    Joyce utiliza el lenguaje al igual que un pintor usa los colores; esa es mi conclusión. Jamás había imaginado que se pudiese escribir así, libre, sin ninguna atadura gramatical, lanzando al papel coágulos de palabras, pellas de vocablos en mezcolanza total para, con un pincel o una espátula invisible, conseguir tonos, sombras, brillos... ¿Qué importancia tiene que haya lagunas, frases inconexas, palabras ininteligibles si al final lo que obtiene el lector es siempre un cromatismo literario, una verdadera pintura que está latiendo de auténtica que es? ¿Es que cuando miramos una acuarela o un oleo nos fijamos en cada trazo o línea del artista? Lo mismo ocurre aquí. Nos queda la impresión. Eso es, se trata de literatura impresionista. ¡Y qué riqueza cromática y palpitante.
 .../... 
    El capítulo 9 de Ulises no lo encuentro tan soberbio como los anteriores. No deseo dejar la obra a medias. Espero que me agarre de nuevo.
 .../...
Joyce: un torrente. Por cierto, a Joyce le llevó cinco meses el capítulo 10; demasiado tiempo para tal desaguisado. (...) Cuando lo comencé a leer me pareció que me estaban tomando el pelo. Como en la introducción se va preparando al lector para cada uno de ellos, recurrí a la lectura del correspondiente a este. Explicación: el autor ensaya nuevo estilo en él. Un desastre; se dice que ha sido muy criticado. Intentó una especie de nueva técnica, una combinación de música y literatura que denominó fuga per canonem. «Uno de los capítulos más difíciles del Ulises que ha decepcionado a muchos lectores», se dice textualmente.
 .../...
 Retomo el Ulises, página 337. Parece mentira que en la mejor obra en lengua inglesa del siglo veinte no haya un argumento serio, una historia, una trama; todo es verbo y  verbo y, sin embargo, qué fluidez, qué desenvoltura.
  .../...       
He seguido  a ratos con el Ulises y sigo encontrando un volcán de expresividad, de fuerza; es como si se derribara una presa y el agua allí retenida pudiera escapar. ¡Qué más da el argumento cuando uno escribe! Pienso que la perfección en la escritura radica en ese caudal de ideas y de palabras bien colocadas aunque no tengan ni sentido ni exista trama alguna».
* * *
    Perdón por este atrevimiento, pero son auténticas notas de mi exilio literario, y, a lo mejor ayudan a intentar leer el Ulises. No obstante, una advertencia: se ha dicho que no es obra para leer en el metro o en el autobús. Y es cierto; necesita cierta concentración. Suerte.
————————


(1) Marina, J. Antonio: Teoría de la inteligencia creadora


sábado, 3 de marzo de 2012

Día Cuarenta y ocho: Flujo de conciencia; de Wagner a Joyce



Dejábamos el día anterior a Séneca con una cita de Goethe que nos viene muy a mano para comenzar la «entrada» de hoy. Hace algunos meses nos enteramos de que la lectura de un libro llegó a cambiar la vida de un irlandés, Wilde, el cual pasó a convertirse a partir de entonces en «Dorian Gray». Hoy nos encontramos de igual forma ante otro compatriota suyo nacido veintiocho años después que él, Joyce, que tras la lectura de otro libro llegó a convertirse en «Ulises». Se da la casualidad de que al igual que en el caso de Wilde el libro leído era también una novela escrita por un autor francés —en este caso Edouard Dujardin— la cual llevaba por título Han cortado los laureles.
    No obstante existe una diferencia entre ambos casos. Si a Wilde, como sabemos, lo que le influyó fue el tema y el argumento de A contrapelo, en el caso del segundo fue el estilo del que Dujardin se valía en aquella novela. Con Edouard Emile Dujardin acababa de nacer en el mundo de la literatura una forma de escribir que, denominada al parecer por primera vez «flujo de conciencia» (o monólogo interior) por el filósofo y psicólogo William James, hermano de Henry James, sería en parte adoptada por James Joyce para la redacción de su novela Ulises.

    «Una noble emulación es la fuente de toda excelencia» y «quien no ha imitado nunca, no ha sido nunca original». Lo primero lo escribió Hume y lo segundo Gautier. Emular e imitar es algo muy propio de todo escritor. Al mismo Montaigne no le importaba confesar: «cuando me metí a hacer versos, revelaron claramente al poeta que acababa de leer recientemente; y algunos de mis primeros ensayos tienen cierto tufillo a cosecha ajena». Nadie ha sido jamás demandado por emular e imitar; otra cosa es plagiar. Y en este sentido hay que dejar claro que Joyce fue un verdadero, original y novedoso creador en el mundo de la literatura.
    Pero, además, habría que decir que fue original y novedoso en su lucha por la conquista del éxito. Cuando se sabe de aquel autoexilado aspirante a escritor que convive con una compañera inculta la cual nunca entendió nada de lo que él hacía; que cada día ocupan una habitación de una casa diferente porque no pueden pagar y los echan; que no ha conseguido publicar nunca nada y que escribe sobre la maleta puesta sobre su regazo porque no dispone ni de mesa; que se encuentra en un país extraño al que llegó con ella un día rebotando de otros lugares, al primero de los cuales a su vez había llegado huyendo, tratando de dejar su país... Cuando se sabe de la azarosa vida de este protagonista colmada de miseria, dolor, hambre, enfermedad, deudas, alcoholismo, disipación y desorden; de tanta vida inquietante, desenfrenada, errátil, desgarrada, atormentada y escandalosa..., no hay más remedio que pensar que sí; que, como casi siempre y tal como decía Vargas Llosa, «Un artista se sirve de todo para crear, comenzando por sus limitaciones».

Ante los diversos rechazos de ayuda económica recibidos para emprender aquella súbita huida de Irlanda, había respondido a uno de ellos: «Crearé mi propia leyenda y a ella me atendré». Tuvo que acabar pidiendo «algunos chelines, pantalones o zapatos viejos, (...) cepillo de dientes, polvo dental, un cepillo de uñas, un par de botas, un abrigo y una americana»(1).
    Y allá van; salen del muelle de Dublín con un baúl y una maleta ajada camino de Zurich donde le había surgido a él la oportunidad de dar clases de inglés en una academia: Pero no; no existe tal plaza. Y, finalmente, acaban en Triestre donde le empiezan a pagar dos libras a la semana impartiendo clases. Verdaderamente estaba creando su propia leyenda; aparentemente la de un loco.    
    ¿Y que había dejado en Dublín durante sus anteriores veintidós años? Desde luego una asfixiante y opresora infancia religiosa que acabó vomitando broncamente en una adolescencia y juventud de prostitutas y burdeles; una madre muerta eterna rezadora y parturienta de quince embarazos; un padre borrachín venido a menos día a día hasta llegar a la miseria que le acabará agriando el carácter, le llevará al alcoholismo y lo pagará insultando a los hijos, dando latigazos a las hijas y a punto estuvo de estrangular a la madre: «El ambiente familiar se había hecho dostoievskiano»(2). Cambios incesantes de barrio en barrio y de casa en casa y siempre a peor; necesidad, penuria, ropa avejentada, cacharros desportillados, hambre que se satisface con pan untado con grasa animal porque no hay ni patatas: la hambruna irlandesa de mitad del diecinueve debido al mildiu de la patata todavía se notaba a finales de siglo.

    Estamos ante un escritor de raza, no cabe duda. Es cierto que de los jesuitas había recibido una amplia formación además de rigor, dureza y castigos corporales. De ellos, quizás, adquirió también disciplina mental y un pensamiento ecléctico de escolasticismo y humanismo que, unido a las dotes que ya poseía: vehemencia y pasión, orgullo y convicción, una formidable fluidez lingüística y desmedido amor al verbo, a la palabra, lo llevaron a superar las adversidades aguijoneado siempre por sus aspiraciones literarias.
Lo curioso es que de nuevo nos encontramos ante un escritor puramente autobiográfico que va tejiendo y destejiendo sus experiencias del día a día; que las crea y las recrea, y las eleva al pedestal del arte aunque se trate simplemente de hechos cotidianos, vulgares y sórdidos. Él mismo escribía: «Cuando tu obra y tu vida son una misma cosa, cuando se ven entrelazadas en una misma trama...».
Y lo hace lejos de su patria porque está convencido de que en ella jamás lo conseguiría, de que su rumbo como escritor se encuentra fuera de Irlanda, y ello a pesar de sus fiebres reumáticas, del alcohol (siempre vino blanco) y de las infecciones dentales, todo lo cual le afecta a la visión y la terminará perdiendo. Dice su biógrafa O'Brien que la violencia y el deseo son el alimento de la literatura, y esta era al parecer la secreta convicción de Joyce.
El Bachelor of Arts in Modern Languages por el University College de Dublín, James Augustine Aloysius Joyce, a los treinta y dos años lograba que por primera vez se le publicase algo importante y por él soñado: unos cuentos agrupados bajo el título Dublineses que había comenzado a escribir cuando tenía veinte años. Su lucha por la edición de estos es digna de conocerse. Pero, además, casi la tercera parte de los ejemplares vendidos ¡fueron comprados por él mismo!: «Se vendieron trescientos setenta y nueve ejemplares en un año, ciento veinte de los cuales fueron comprados, no se sabe cómo, por el paupérrimo James Joyce»(1).

    Sin embargo, habíamos comenzado hablando sobre un libro publicado en Francia que Joyce había leído y cuyo estilo o técnica le cautivó: «Del mismo modo que Wagner dio prioridad a la orquesta como medio de expresión del subconsciente, Joyce priorizó el monólogo interior para resaltar el subconsciente de sus personajes. (...) Joyce admitía haberse inspirado en Les lauriers sont coupés de Edouard Dujardin, quien confesaba que él mismo había intentado imitar los métodos wagnerianos y llevarlos al campo de la literatura»(3). No es extraño por lo tanto que sobre su emblemática obra Ulises se haya dicho que en ella se explotan los recursos musicales del lenguaje. Aún más: «Durante bastante tiempo ha sido conocida la conexión, a través de Dujardin, entre el monólogo interior de Joyce y la melodía continua de Wagner»(4).
En cualquier caso Joyce admitía que aquel libro le había inspirado; y se lo agradeció a su autor. Cuando el Ulises fue publicado le envió a Dujardin un ejemplar en el que se acusaba de ser «el ladrón impenitente de ese método».

Es tiempo de pasar a hablar sobre su intrincada obra Ulises, en la que él mismo admitía encontrar en su redacción una gran dificultad: «...la más que enorme complejidad de mi maldita novela-monstruo...»

—————————


(1) O'Brien, Edna: Joyce
(2) Ellmann, Richard: James Joyce
(3) The Scallops of Saint James; Part I: "La melodía infinita y Stream of consciousness: Posibles influencias de Richard Wagner en James Joyce", de Ian MacCandless y Francisco Martínez Torres
(4) Martin, Timothy: Joyce and Wagner: A Study of Influence