viernes, 20 de abril de 2012

Día Cincuenta y cuatro: El lado oculto de Mark Twain

Dejábamos a nuestro hombre en Nevada, en Virginia City, y se nos ha marchado. Con su característico «no parar en ninguna parte» ha saltado a San Francisco donde alcanza notoriedad como periodista, y poco tiempo después sabemos que está en el archipiélago de las Hawaii —entonces la islas Sandwich— como corresponsal de un periódico de Sacramento. Más adelante nos enteramos de que se encuentra en medio del océano a bordo de un buque con acaudalados turistas norteamericanos que quieren conocer Europa y el Oriente Medio, y desde el cual escribe cartas para un periódico acerca de lo que sus ojos contemplan. Se acabarán editando como un libro de viajes con el título de Inocentes en el extranjero. Libro sumamente crítico en el que no sólo se dedica a enjuiciar —a veces negativamente— las maravillas europeas, sino a burlarse con ingenio y humor de la perplejidad y el provincianismo de aquellos ignorantes turistas.
Pero no podremos seguirle; lo tenemos que dejar. Tan sólo añadiremos que no hubo parte del mundo que no visitara: bien para ganarse el dólar, bien como curioso o, en ocasiones, para mejorar su salud o la de su esposa.
Hemos llegado a su esposa. Olivia Langdon jugó un papel muy decisivo en la carrera literaria de Mark Twain. Muy diferente a él, no sólo por proceder de una acaudalada familia del este y haber recibido una muy completa educación sino por tratarse de una mujer profundamente imbuida de ideas religiosas y por lo tanto muy devota, podríamos decir que en cierta forma «castró» a nuestro hombre; incluso debido a su influencia se le ha llegado a considerar un genio frustrado. Estamos ante un caso de amor intenso (e insólito) por una mujer (además enferma) que en cuanto a pensamiento se encontraba en las antípodas del de su rendido esposo. La amó, no obstante, fiel e intensamente hasta su muerte y fue el norte de su vida; pero ella, siempre inflexible, trató por todos los medios de cambiar su natural idiosincrasia y su enfoque de la existencia; y en ello puso una fuerza decisiva: «Ella orientaba todos mis escritos y no tan sólo eso, sino toda mi vida».
¿Cómo hubiera sido la obra de Mark Twain sin ese «censor» que durante treinta y cinco años tuvo a su lado? Pero no fue sólo su esposa sino, en parte, la rígida sociedad del este en la que se instalaron —entre New York y Boston— y en la que se encontró inmerso viviendo junto a ella. Le disgustaba de tal forma su escritura que la historia de Huck Finn hubiera sido posiblemente muy distinta de no haber sido «intervenida» por «Livy», como él la llamaba cariñosamente. Tan sólo tras su fallecimiento, ocurrido precisamente en la Toscana italiana a donde se habían trasladado a vivir a causa de la enfermedad de ella, se atrevió Mark Twain a poner en el papel parte de su pensamiento oculto hasta ese momento: sólo le faltaban seis años para que regresara el cometa Halley, que lo haría como estaba previsto en 1910.   
Se estima que ya en su juventud era notable en Sam Clemens su descreimiento religioso y sus discrepancias, e incluso encontradas diferencias, con las enseñanzas bíblicas y eclesiásticas. En la tercera parte de su vida su larvado racionalismo fruto de sus lecturas y de sus observaciones sobre la conducta humana, su concepto de la accidentalidad de la existencia y sobre la naciente teoría evolucionista, todo ello chocaba abruptamente con las rígidas enseñanzas religiosas de su infancia y le había llevado a un furibundo resentimiento.  A modo de un epicúreo convencido razonaba que «...existe, naturalmente, una Suprema Sabiduría, pero a esta nada le preocupan nuestra felicidad y desdicha». Todo ello, incluso la mofa y las burlas sobre los textos bíblicos, no se atrevió a manifestarlo en vida. Era pragmático y positivo, y aunque nos pueda parecer extraña su conducta adivinó la conmoción resultante que significaría una condena hacia él que finalmente se traduciría en una desacreditación de su obra; en consecuencia: una drástica bajada en su popularidad y en la venta de sus libros.
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Dejando a un lado sus obras más conocidas y genuinas que internacionalmente lo hicieron famoso, he considerado interesante pasar subrepticiamente y sin alharacas por aquellas otras también pertenecientes a él que más puedan sorprender al común lector de Mark Twain. Y todo ello con el fin de tener una más completa idea de su compleja y arrolladora personalidad.
Recuerdos personales de Juana de Arco fue una obra a la que le había dedicado doce años de minuciosa y tenaz investigación y otros dos para escribirla; para ello llegó a alterar su estilo y su lenguaje e incluso llegó a publicarla con distinto seudónimo. Al finalizarla, en los últimos años del siglo, dijo: «Estoy ahora convencido de que Juana de Arco, el último de mis libros, es el que he logrado plenamente». Y, en efecto, entre las biografías de aquella que han sido escritas —sorprendentemente una de ellas por Vita Sackville-West a la que trajimos «anteayer» a estas notas— la suya está considerada por los críticos como una de las mejores. Sin embargo debemos tener presente que la doncella entonces no había sido todavía beatificada ni elevada a la dignidad de santa, le faltaban al menos veinte años para ello. Mark Twain escribió una historia que, imaginariamente, por boca de su escudero, relataba los sucesos (que siempre le habían a él impresionado) de los que fue protagonista aquella sencilla muchacha de diecisiete años. O en otras palabras, no se trataba de una obra apologeticamente religiosa, aunque tampoco se hacía en ella mofa alguna sobre la fe cristiana. ¿O existe en esa obra —como se ha señalado— una ácida crítica al proceso inquisitorial que condenó a la hoguera a aquella inocente? 
Pocos años después, cuando ya su esposa no estaba a su lado como rígido censor, el mismo hombre que había escrito aquellos recuerdos de Juana de Arco decide «confesarse» sinceramente acerca de sus más íntimas creencias y recónditos pensamientos, e incluso «airear» alguno de sus escritos más sorprendentes que venía conservando.
¿Qué es el hombre? es un diálogo interesante e ingenioso al estilo de los de Platón; se trata de un ensayo filosófico escrito en términos sencillos para el lector común en el que mediante la conversación mantenida por un viejo y un joven pretende demostrar que no existe el libre albedrío. «Los estudios para este ensayo fueron comenzados hace veinticinco o veintisiete años. (...) Lo he examinado una o dos veces por año desde entonces, encontrándolo satisfactorio. Lo he revisado de nuevo y me sigue satisfaciendo por considerar que dice la verdad». Y a continuación explica la base o fundamento del diálogo: que nos conducimos en nuestra existencia sometidos a una conciencia interior que está basada, además de en nuestros genes, en la aprobación o desaprobación de las personas que nos rodean: «Cada pensamiento ha sido meditado (y aceptado como una verdad indiscutible) por millones y millones de hombres y ocultado, guardado en secreto. ¿Por qué no hablaron estos claramente?, porque temían y no podían sobrellevar la desaprobación de las gentes que les rodeaban. ¿Por qué no los he publicado yo?; la misma razón me ha detenido, según creo. No puedo encontrar otra cosa». Pero acabó publicando en vida esa obra determinista, aunque en edición limitada y anónimamente.
No hubo más publicaciones irreverentes hasta después de su muerte. Su mal denominada Autobiografía, puesto que se trata de un compendio final de su existencia sin cronología alguna, en el cual pretendía hacer una crítica social hablando sin rubor de personas, hechos y creencias, aunque sin orden ni concierto, se la va dictando exaltadamente a su secretario en los últimos años de su vida. En uno de aquellos días le escribe a un amigo: «Pienso dictar mañana un capítulo que llevaría a mis herederos a la hoguera si se aventurasen a publicarlo antes del año 2006 y creo no querrán hacerlo. Habrá muchos capítulos semejantes, si vivo tres o cuatro años más. La publicación del año 2006 producirá revuelo cuando aparezca. Iré rondando en unión de otros amigos fallecidos para enterarme del escándalo que produzca. Le invito a usted». Como se puede apreciar por el final del párrafo, no le faltaba el humor ni en esa época.
Sin embargo nunca llegó a publicarse integramente aquella. Los sucesivos editores fueron dando a la luz distintas versiones evitando siempre los pasajes más impíos y las manifestaciones más escandalosas. Según se dice en la Introducción de la última de ellas, su editor Neider «selecciona y poda y deja fuera elementos que podrían distraer al lector del carácter general de la autobiografía que se pretende y, en lugar de concentrarse en opiniones y en asuntos de segunda mano, lo hace en lo anecdótico, lo literario y lo humoristico». La verdad es que Charles Neider en 1959 pidió permiso a la hija de Sam Clemens para incluir ciertas reflexiones que figuraban en la misma, pero no fue autorizado. Hoy, sin embargo, independientemente de aquella se encuentran editadas las Reflexiones contra la religión, que eran parte de la misma, y que es libro considerado blasfemo. En el margen de ese capítulo él mismo había dejado escrito de su puño y letra: «Para no ser visto por ojo humano antes de la edición de 2046 AD.S.C.» 
El forastero misterioso, novela publicada en 1916, al parecer como resumen de las cuatro versiones que había dejado en manuscritos, habría sido su última obra. Su final es auténticamente nihilista: la inutilidad de la existencia de la humanidad. ¿Quién dijo que Nietzsche y Dostovieski habían sido los dos primeros nihilistas, uno en la filosofía y el otro en la novela? Pues he aquí también a Sam Clemens con algunos de sus escritos.
Debemos terminar diciendo que si Mark Twain como autor no tuvo que degustar aquel «alimento de los héroes» que a tantos escritores había nutrido, sí fue azotado sin embargo por la calamidad en los últimos años de su existencia. Entre 1896 y 1904 —tan sólo ocho años— fallecen sus hijas Susy y Jean y su esposa Olivia. Pero mucho antes, contando pocos meses de edad había fallecido su primer y único hijo por un descuido de él mismo que siempre le atormentó: «Yo fui la causa de la enfermedad del niño (...) He sentido siempre vergüenza de mi labor aquella mañana traicionera...».
Es posible que desde aquel suceso «...la enloquecedora repetición del lote de incidentes acostumbrados del efímero peregrinar de nuestra especie por este mundo...» le hubiera llegado a influir notoriamente en su pensamiento.
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