miércoles, 27 de abril de 2011

Día Catorce: ¿Por qué se escribe?, ¿para qué se escribe?

Hace unos años era muy común decir que cuando un norteamericano tras haber dado una charla, si ante la pregunta de un miembro del auditorio respondía con: "¡Esa es una muy buena pregunta!", estaba claro que no sabía la respuesta correcta. Pues bien, algo parecido se puede decir sobre estas dos cuestiones: que no es fácil responder a ellas por no existir una respuesta clara dado que existen posiblemente infinitas.
 
     Ayala afirmaba que "No sólo cabe preguntarse para quién se escribe, sino por qué, para qué y cómo", y Cela pensaba que "Se escribe -alguna vez se ha dicho- por la ley de la inexorable e implacable fatalidad. También se escribe -seamos humildes- por una rigurosa necesidad de hacerlo, por la misma causa que el pulmón respira o late el corazón".
     A mí me gusta sobre todo la última parte del aserto; el escritor auténtico se pone a escribir sintiendo "una rigurosa necesidad de hacerlo", aunque escriba mal. El escritor que lleva en su sangre la vocación se siente compelido a escribir por una misteriosa fuerza connatural que le obliga a sentase fatalmente ante un papel en blanco, una máquina de escribir o un ordenador personal. No sabe por qué lo hace, quizá sea que trata de comunicar pero sin abrir la boca; necesita expresar, manifestar, ser escuchado en silencio -dice Vivaldi: "Se escribe para que se nos lea, no para que se nos escuche" (1).
     Ese auténtico escritor siempre inquieto, a menudo impaciente, frecuentemente efusivo, vehemente e inconstante escucha un mandato imperioso y al tiempo apasionado de transmitir su íntima verdad; quiere contar algo para que los demás lo sepan, lo conozcan, se distraigan, lo aprendan, lo disfruten... El escritor quiere dejar su impronta, una traza, una huella que señale que existió, una marca o señal que lo pueda trasladar en forma soñadora a la eternidad. Porque en el fondo, al igual que Dostoievski trataba de convencerse a sí mismo y le afectó durante toda su existencia, sabe que no existe otra inmortalidad.
     El escritor realiza esa función debido a aquella misma fuerza que llevaba al hombre de las cavernas a ponerse de pie ante el muro iluminado por el fuego y plasmar en él la figura de un bisonte, de un ciervo o de los mismos cazadores -que no nos vengan diciendo que se trataban de invocaciones a la divinidad. El escritor ejecuta su escritura empujado por aquel mismo ímpetu y violencia que llevaba a Goya a pintar desordenada pero excepcionalmente no sólo con pinceles sino con brochas, con espátulas, con cuchillos, con esponjas y hasta con los dedos. ¿Será un remedo de ese impulso, de "esa rigurosa necesidad de hacerlo" que decía Cela -salvando las enormes distancias- esa tímida fuerza que al "grafitero" de hoy le lleva inexorable y trabajosamente, de manera vana y gastándose un dinero, a embadurnar con su alias o con el acrónimo de su nombre fachadas y portales, porque no conoce otra manera de manifestarse ante el mundo?
     
     Pero no; no nos engañemos. No estamos pensando ni nos estamos refiriendo al "escritor generalizado" o "grafitero" de la escritura de hoy y de siempre. "Escribir es hacer esa obra de arte que no consiste en otra cosa que en descifrar, en interpretar, en ofrecer el equivalente de la impresión que vuelve como una imagen. Escribir, en suma, es leer el libro interior de signos desconocidos. Un libro que, aunque está en nosotros, está hecho de caracteres no trazados por nosotros. Esa lectura es una actividad para la que no hay regla alguna, en la que nadie puede ayudarnos y que, justamente por eso, consiste en un acto de creación. Crear no es otra cosa, entonces, que traducir los caracteres de ese libro interior y preexistente a un lenguaje exterior que lo exprese: ese libro esencial, el único libro verdadero, el escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor" (2). Los resaltados pertenecen al mismo Proust.

     Y para escribir ese libro esencial, el único libro verdadero que existe en cada uno de nosotros el escritor sufre, se conmociona y se exaspera pero al mismo tiempo goza. Busco en mi morral de lector y encuentro: "Yo me siento ante el fajo de cuartillas en blanco, con la pluma en la mano, todas las mañanas y lo paso muy mal, sufro y al mismo tiempo me deleito en una especie de raro masoquismo porque me cuesta mucho trabajo escribir" decía Cela. Pero ya Rousseau nos había hablado de esa extrema dificultad de la escritura: "...esta lentitud de pensamiento y esta viveza de sensibilidad, no sólo me domina en la conversación, sino hasta cuando trabajo solo. En mi cerebro las ideas se ordenan con una dificultad increíble; (...) ...de ahí esa dificultad extrema que siento al escribir. Mis manuscritos llenos de borrones, embrollados, mezclados, ininteligibles, prueban el trabajo que me cuestan. Ni uno sólo he dejado de tener que copiarlo cuatro o cinco veces, antes de darlo a la prensa. Sentado a una mesa, con la pluma en la mano y el papel enfrente, jamás he podido hacer nada. En el paseo, en la montaña, en medio de los bosques, por la noche en la cama durante mis insomnios, es donde escribo mentalmente".

     Está claro que el tema es tan atractivo que nos permitiría llenar con él muchas entradas de este blog. Por ello prefiero continuarlo al menos en la próxima ocasión.
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(1) Vivaldi, Géneros periodísticos 
(2) Larrosa, La experiencia de la lectura



  

lunes, 18 de abril de 2011

Día Trece: Pero regresemos a Freud el escritor

En la Introducción de las Obras Completas de Freud que poseo, concretamente en su primer tomo se dice textualmente: "Hay tres obras capitales para el mundo moderno: El capital, de Marx, El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, y La interpretación de los sueños, de Freud".
     Sinceramente este aserto me parece que puede ser exagerado, o al menos se debería aclarar qué es lo que el autor entiende por "obra capital". Concretamente y en lo relativo a Freud es posible que en cuanto al mundo de la psiquiatría La interpretación de los sueños pueda ser muy fundamental; sin embargo, yo -en cuanto a Freud escritor- me quedaría antes con El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura y Moisés y la religión monoteísta. Entiendo que estas son las tres obras auténticas de un gran pensador y autor no sólo porque en ellas se aprecia plenamente su extraordinario estilo como creo que ya dejamos escrito -el uso de las palabras esenciales, el desdeño del énfasis y de los superlativos, la huida de las metáforas y de los adornos y la honestidad de la exposición- sino por su contenido.
     De La interpretación de los sueños debo decir, sin embargo, que nunca fue el libro de mis sueños. Freud lo inicia recogiendo opiniones y citas de lo que el hombre, el poeta y el erudito han ido escribiendo a través de la historia sobre el significado de los sueños; lo hace muy promenorizadamente pero el tema es a veces soporífero; ¡se han dicho sobre los sueños tantas cosas y tantas tonterías! Él, sin embargo, está convencido de poder mostrar que los sueños son interpretables, y ese fue mi acicate para seguir leyéndolo; bueno, se diría que ese y... ¿cómo no intentar leerla tras aquel aserto de la Introducción?
     A pesar de ser una de las obras fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo encontré muy torticera a veces la forma de demostrar que los sueños son siempre realizaciones de deseos. Relata Freud casos y casos de sueños y siempre les encuentra esa salida, esa explicación, ese resultado; a veces desde luego de la forma más peregrina; sin embargo lo que eso evidencia es, por otra parte, que Freud era muy inteligente e imaginativo. Lo importante de la obra es su limpia exposición, esa llaneza para revelar el más sencillo detalle o sentimiento o la más increíble teoría. Tiene gracia no obstante que él mismo se disculpara frecuentemente ante el lector en algunas de sus obras imaginando que no es fácil comprender cabalmente sus razonamientos.
     Es curioso; cuando se editó esta obra por primera vez sucedió lo que casi siempre ha venido ocurriendo con la mayoría de las obras inmortales: originalmente no se vendió, no tuvo éxito. Tan sólo se editaron seiscientos ejemplares de los cuales apenas se llegaron a vender algo más de la mitad. No quiero pensar que eso se debiera a que se trataba de un libro extenso: cerca de cuatrocientas apretadas páginas. No; tuvo que deberse a otra razón; es posible que los críticos no apreciaran la forma literaria, o que fuese considerado un libro estrictamente profesional.
     Es sin embargo en aquellas tres obras, en mi criterio, donde queda patente que "...quienes afectan desdeñar la forma literaria ignoran hasta que punto es una misma cosa con nuestra facultad de pensar y de sentir. El estilo no es consecuencia de una elección. No se escribe como se quiere, sino como se puede. Es decir, se escribe como se es, como se piensa y como se siente" (1). Resulta que Freud era así, tenía unos dones, una especial idoneidad.
     Antes de finalizar con esta entrada me gustaría dejar algún apunte -si es que el espacio me lo permite- sobre aquellas sus tres obras que tanto me entusiasmaron.
     "El hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece". Estas palabras tomadas de El malestar en la cultura se me ocurre que podrían sintetizar mucho del contenido de las tres, que son producción madura y tardía del escritor. Se trata de tres grandes estudios sobre la civilización, la religión y la historia con replanteamientos de notables cuestiones filosóficas. Y en ellos Freud aborda de manera exquisita problemas morales y religiosos para el hombre de su tiempo. Se trata en suma, y posiblemente, de lo que a Freud le desasosegaba.
     En la primera de ellas, El porvenir de una ilusión, escrita en 1927, Freud se atreve a realizar un vaticinio. Pero comienza advirtiendo en ella que: "...cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir". Alguien verá si el tiempo le da finalmente la razón a su pronóstico.
     En la segunda, El malestar en la cultura, escrita en 1930 y en cierta forma continuación de la anterior -yo hubiera traducido la última palabra por civilización en lugar de cultura-, Freud se pregunta al comienzo: "¿Qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?", y trata de dar en la obra una respuesta a estas y otras tremendas cuestiones.
     En la tercera y más tardía, Moisés y la religión monoteísta, escrita entre 1934 y 1938, Freud trata de justificar ante todo que Moisés no era judío sino egipcio; y ello resulta apasionante. Quizás desconcierte un poco el "tinglado" que Freud monta enlazando el totemismo de la horda primitiva con Ikhnaton, Moisés, Yahve, el cristianismo y hasta Pablo de Tarso. Yo me quedo con el origen egipcio de Moisés y con la exposición de los repetidos conceptos (los cuales vuelve a intercalar en esta obra) de el ello, el yo y el super-yo.
     A Freud le gustaba romper tabúes. Terminaré haciendo observar que de las tres obras él mismo llegó a decir: "...constituyen el triunfo de mi existencia".
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(1) Ortega y Gasset, Obras Completas. Vol. III

domingo, 10 de abril de 2011

Día Doce: Un último sorprendente apunte acerca de Dostoievski

Recuerdo haberle leído en alguna ocasión a cierto autor que sería capaz de cualquier cosa por conocer todos los títulos de los libros que devoró Dostoievski. A mí me viene a la cabeza que desde luego a Balzac sí lo leyó, puesto que su novela Eugenia Grandet la tradujo. Por otra parte es seguro que leyó a Chateaubriand, concretamente su primera obra Atala, ya que sobre ella se expresaba en alguna carta a su hermano Misha. También me costa, porque lo dejó escrito, que había leído a Dickens: Los documentos póstumos del club Pickwick, también a Victor Hugo: Nuestra Señora de París y Los miserables, y, por supuesto, Guerra y paz de Tostói.
    Normalmente solemos preguntarnos a menudo cuales han podido ser las influencias que ha tenido el escritor al que leemos, aunque seguro que tratándose de Dostoievski ninguno de aquellos le debió de influir demasiado; probablemente además de estos títulos leyó muchísimos más, sobre todo de autores rusos.
    Sin embargo sí sabemos que hubo una obra que seguro leyó y que le dejó buen gusto aunque mucha tristeza; fue Don Quijote..., puesto que de ella dejó escrito que era «...la más grande y más triste de cuantas ha creado el genio humano...»
   
   Decíamos al principio que Dostoievski no escribió unos verdaderos diarios íntimos aunque exista hoy publicado su Diario de un escritor. Este «diario» sin embargo no lo es tal, sino la recopilación de unos artículos escritos en la prensa durante la última parte de su vida en la que todo, más o menos, estaba mejorando para él.
    Digámosle de momento adiós, por lo tanto, hablando sobre su «diario»; un cajón de sastre o «papelera de reciclaje» en el que todo cabe, aunque dos son allí los temas que sobre los demás le arrastran u obsesionan: el crimen y el suicidio.
    En primer lugar hay que decir que es en estos «diarios» donde Dostoievski es ya más escueto que en sus novelas. ¿Se equivocaba Ortega y Gasset cuando decía de él lo siguiente?: «Sus libros son casi siempre de muchas páginas, y, sin embargo, la acción presentada suele ser brevísima. A veces necesita dos tomos para describir un acaecimiento de tres días, cuando no de unas horas. ... No duele nunca a Dostoievski llenar páginas y páginas con diálogos sin fin de sus personajes. Merced a este abundante flujo verbal, nos vamos saturando de sus almas, van adquiriendo las personas imaginarias una evidente corporeidad que ninguna definición puede proporcionar» Me explicaré: Victor Gallego Ballestero escribe en la Introducción a esos «diarios» que sus «prolijas novelas, desmesuradas y a veces caóticas» tenían una explicación. «Como le retribuían por pliegos, cuanto más alargaba la novela más le pagaban; de modo que el escritor hacía cuanto podía por aumentar las páginas, complicar la trama, dar vueltas y más vueltas al argumento y perderse a veces en conversaciones interminables, cuyo hilo conductor a veces no hay manera de determinar». Dejémoslo en la mitad para cada uno; ambas interpretaciones pueden ser ciertas.
   
    Sin embargo hemos mencionado antes aquella obra de Cervantes la cual al parecer le apenó, y he considerado digno de traer a estas páginas, a propósito de ella, la «ingeniosa y sorprendente mentira» que Dostoievski contó en aquellos «diarios» o artículos acerca de la citada novela. En uno de aquellos artículos, exactamente el que lleva por título "Una mentira se mitiga con otra" Dostoievski no comenta nada de lo que viene sucediendo a su alrededor en San Petersburgo, sino que se despacha nada menos que con Don Quijote... Pero aún hay más: se inventa un pedazo de la obra de Cervantes; reproduce como auténtico un fragmento en el que el Hidalgo le cuenta a Sancho cómo ha resuelto un enigma, y al final del párrafo que ha puesto en boca de Don Quijote, dice Dostoievski: «En este pasaje el gran poeta y conocedor de los hombres ha reparado en uno de los aspectos más profundos y misteriosos del alma humana (...)». ¡Sorprendente! ¡Pero sorprendente por dos motivos! Primero el atrevimiento de Dostoievski al falsear la obra mundialmente conocida, con un párrafo en ella inexistente y además sacar conclusiones sobre las espurias palabras del Hidalgo; y, segundo porque la ausencia de esas palabras del genial loco en la obra fue mencionada por primera vez en el año 1953 por el hispanista Maldonado de Guevara que no las pudo encontrar. ¡Nada menos que setenta y seis años después de haberse publicado el artículo, exactamente en 1877! ¿Es que nadie leía los «diarios» de Dostoievski o es que aquellos que los leían desconocían el contenido de El Quijote? ¿O poseía posiblemente Dostoievski una versión adulterada de la obra de Cervantes y no se inventó nada? Esto último lo descarto.
    Yo me he devanado la sesera desde que leyendo los «diarios» me enteré de ello, y he intentado buscar que le pudo llevar a idear ese embuste. Ante todo pudo ser un atrevimiento burlesco: algo así como «me voy a demostrar a mí mismo que soy capaz de escribir un episodio del libro cervantino al igual que Fernández de Avellaneda escribió una segunda parte». Hasta pudo preguntarse: «¿Será alguien capaz de detectar que nunca fue escrito esto en aquella obra?». Pero lo más considerable es que el soporte de su argumento —que una mentira mitiga o suaviza otra— no tiene sustento si no es en la parrafada de Don Quijote que él, Dostoievski, se inventa. La cosa es por lo tanto muy «grave», pues se nota que está todo muy forzado, quiero decir que su razonamiento no lo encontró en ninguna noticia del momento sobre cualquier suceso acerca de los que escribía sus diarios. No; tuvo que irse a los Libros de Caballerías (sobre los que supuestamente diserta Don Quijote) y mentir al lector inventándose que una mentira paliaba otra mentira. ¿Es que quizás se le ocurrió que en los citados libros publicados sobre Caballeros Andantes era donde más mentiras se habían escrito?
   
    De cualquier forma hay que reconocerle valor a Dostoievski: Un gran valor también en ese chusco episodio al margen del gran valor de sus novelas. Creo que vienen muy a propósito aquí y ahora —y para despedirnos de él— las palabras de un médico y escritor: «El valor de Dostoiesvki, y ello, aunque reconocido y vulgar, no deja de ser cierto, está en su mezcla de sensibilidad exquisita, de brutalidad y de sadismo, en su fantasía enferma, y al mismo tiempo poderosa, en que toda la vida que representa en sus novelas es íntegramente patológica por primera vez en la literatura, y que esta vida se halla alumbrada por una luz fuerte de alucinación, de epiléptico y de místico». Lo dejó Baroja escrito en Desde la última vuelta del camino.
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domingo, 3 de abril de 2011

Día Once: De escritura elegante que provoca y lacera

Acabé el último día citando a Cioran y no me gustaría dejarlo ahí abandonado sabiendo al menos que dentro de unos días, exactamente el ocho de abril, se cumplirán cien años de su llegada a este Planeta.
     Cioran siempre me ha confundido; leo y releo sus páginas preciosistas como si se trataran de poesía y, sin embargo, noto que estoy ante una prosa destructiva aunque no violenta; prosa sibilina y enigmática, a veces difícil de asimilar, prosa que parece hubiera sido escrita por alguien salido de su yo y que estuviera escribiendo desde otra dimensión. No sé que pensar; hasta se ha mencionado que sus obras son como una consulta con el psiquiatra. Sus tesis, marcadas por un pesimismo llevado al límite, se leen no obstante con la ligereza que un esquiador evidencia cuando desciende por una rampa de competición -no se me ocurre una expresión más acertada.
     De una somera biografía suya me quedan en el morral algunos rastros: "rumano", "...terribles episodios de insomnio", "...plan para suicidarse antes de cumplir veintidós años", "Francia", "...su editor destruyó la edición completa de Silogismo de la amargura porque no se vendían", "...vio dormirse ante sus incrédulos ojos al primero que le leyó la primera página de su Breviario de podredumbre, libro que reescribió al menos cuatro veces", "...vivió la mayor parte de su vida en hoteles", "...nunca se casó ni trabajó", "...jamás profesó religión alguna", "...se resistió a aceptar premios por su reticencia a recibir dinero en público".
     Cuando por primera vez leí su Breviario de podredumbre tenía la sensación de que esa obra era realmente la copia de un auténtico devocionario (o de muchos refundidos) en el cual el autor había ido cambiando ciertas frases o palabras. Todo lo que el "clérigo Cioran", ese sacerdote de la nada había publicado en su breviario de putrefacción sobre la miseria de la vida y sobre la mierda que somos, tenía la sensación de que lo había leído antes en mi infancia o me había sido ya dicho; la diferencia estribaba sólo, exclusivamente, en que Cioran se quedaba ahí, y en aquella época anterior se nos decía que, por lo tanto y al menos, nos quedaba el Más Allá. De momento -no sé en el futuro- prefiero a Nietzsche el cual aseguraba que la vida puede que no sea podredumbre si sabe vivirse y encauzarse dionisíacamente, y él fue además el primero que se atrevió a predicar eso. Aunque en cuanto al "más allá", ambos coinciden.
     Se me ocurre jugar con tres palabras: nada, algo y todo. Y me salen varias opciones: Nada y Nada (Cioran), Nada y Todo (Cristianismo), Algo y Nada (Nietzsche). Hay más combinaciones pero no me convencen. Cioran afirma en cierto momento que "Como no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo -y poco más o menos otras tantas maneras de morir-..." A mí sólo me salen aquellas tres. Es posible que a algún exaltado, a un fanático de lo terrenal le parezca bien esta cuarta: Todo y Nada.
     En mi morral consta que Cioran siempre suministra un concentrado de pesimismo que envenena mortalmente todos los ideales, las esperanzas y los posibles arrebatos místicos. En su A modo de confesión dice que sólo tiene ganas de escribir estando en una situación tensa, explosiva; entonces la escritura es para él como una salida que reemplaza a las bofetadas o a los golpes; es una forma de diferir una agresión, le resulta un alivio. "Escribir es -dice- deshacerse de nuestros remordimientos y de nuestros rencores, es vomitar nuestros secretos. El escritor es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las palabras para curarse. (...) Cuando se escribe sobre un tema cualquiera, aunque sea mediocre, se experimenta un sentimiento de plenitud acompañado de una brizna de altivez". Algo de esto último es verdad.
     Y en cuanto a su concepto del proceso creativo del que hablábamos el otro día desbarata todas las teorías y asegura que "Toda inspiración procede de una facultad de exageración (...) No hay verdadera inspiración que no surja de la anomalía de un alma más vasta que el mundo...". "No dejar nada a la improvisación o a la inspiración, vigilar a las palabras, sopesarlas, no olvidar nunca que el lenguaje es la sóla, la única realidad".
 
     Terminaba el día anterior mis notas con Emile Cioran y hoy quiero finalizarlas con Caraco. Su nombre ha acudido a mi mente por otro breviario, la única obra que he encontrado traducida al español: Breviario del caos. Sin embargo me pareció más bien un "manual de suicidio". Al menos eso sugiere cuando al final ofrece al lector la ventana abierta, el cuchillo afilado y la soga oscilante.
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