jueves, 23 de febrero de 2012

Día Cuarenta y siete: Qué diantres es el senequismo


Nos atrevíamos a decir el día anterior que Séneca era actual, y vamos a procurar razonarlo. Yo pienso que es actual dado que escribió poco más o menos como si lo hiciera en un país democrático de nuestro tiempo, con la única limitación de procurar no ofender al César y a las instituciones del Imperio. Séneca —poeta, literato y dramaturgo— no está sometido a grandes limitaciones de opinión; tiene libertad de expresión en cuanto que ningún dogma le coarta ni tampoco allí existen dictaduras políticas de las sufridas hasta no hace mucho tiempo por occidente. No han arribado todavía a la península itálica los fanatismos ni las intolerancias que durante tantos siglos sacudieron a Europa.
Séneca, que nos ha llegado como un estoico, puede escribir que no le teme a la pobreza pero prefiere la riqueza —algo que no suena a estoicismo—, y nadie se escandaliza. Séneca, entiendo yo, no se siente comprometido con doctrina filosófica alguna; ha recorrido todas, y de cada una de ellas se ha ido quedando con lo que le ha parecido. Así, por ejemplo, se justifica ante Lucilio de que un estoico como él recurra tantas veces en sus citas a Epicuro —lo menciona más veces que a Sócrates— cuya doctrina, aunque bastante lejos de la suya, reconoce tiene cosas muy aprovechables.
Según se cita en la Introducción de sus epístolas era «moralista más que metafísico, realista y ecléctico en sus ideas, básicamente estoicas pero fuertemente influidas por otras escuelas, la epicúrea sobre todas; enemigo de dogmatismos, su espíritu inquieto lo lleva al escepticismo y a la contradicción». Yo me atrevería a decir que en verdad este hombre fue el primer «renacentista» —quizás por eso lo adoraba Montaigne.
    Séneca escribe muy mediatizado por el ambiente de su época; es verdad que el refinamiento, la voluptuosidad, el lujo y el despilfarro tal como los describe, eran entonces enormes —tanto o más que ahora— al menos según lo que cuenta en su epístola noventa y cinco. Se necesitaba algo nuevo; una «filosofía» distinta. Por otra parte la vida de un ser humano no tenía ningún valor; no le agradaba a Séneca la esclavitud, hacía falta encontrar un poco de dignidad humana. Algunos cambios se han producido desde entonces, aunque ¿qué pensaría Séneca de las atrocidades de la última guerra mundial en el corazón del «imperio» del cristianismo?
Séneca busca el eclecticismo en casi todo; se diría que en su ética está flotando continuamente aquella métrica epicúrea del placer que llegó hasta los utilitaristas del diecinueve. Tan pronto encuentro en Séneca un humanista que ha nacido una docena de siglos antes de que se «inventase» el humanismo, como llego a la conclusión de que Séneca, sin saberlo, fue un utilitarista; sobre todo tras releer aquel su código de conducta titulado Sobre la vida feliz.
He aquí algunas sentencias suyas que posiblemente puedan sorprender. Y he de decir que las traigo escogidas con la única intención de darlo a conocer y «desencasillarlo»; en modo alguno con el ánimo de hacer proselitismo:
«Propio de un espíritu pusilánime es no poder soportar las riquezas»
«Todo lo que ha de venir está en entredicho: vive al día»
«El sabio jamás provocará la cólera de los poderosos, antes bien la esquivará»
«Piensa siempre en la calidad de la vida, no en su duración»
«El único bien, causa y soporte de la vida feliz, consiste en confiar en sí mismo»
«Es preferible preocuparse de los propios males que de los ajenos»
«Actuemos en todos nuestros proyectos y negocios igual que solemos hacerlo siempre que acudimos a un mercader: consideremos a que precio se ofrece el objeto que deseamos»
«Ten cuidado de no hacer nada contra tu voluntad. No es uno desgraciado por hacer lo que le mandan, sino por hacerlo contra su voluntad»
«Téngase con el cuerpo un cuidado muy solícito, mas de tal suerte que cuando lo exija la razón, la dignidad, la lealtad, estemos dispuestos a arrojarlo a las llamas»
«¿Qué es fundamental? Poder soportar la adversidad con ánimo alegre. Sobrellevar todo lo que te suceda tal como si hubieras querido que te sucediera (...) ¿Qué es fundamental? Un espíritu fuerte y tenaz frente a las calamidades; no sólo ajeno al lujo, sino enemigo de él (...) ¿Qué es fundamental? No acoger en tu espíritu los malos pensamientos (...) ¿Qué es fundamental? Levantar el espíritu muy por encima de los acontecimientos casuales (...) ¿Qué es fundamental? Tener el alma a flor de piel»
«No me aterra ni el garfio, ni el magullamiento, horrible a la vista, de mi cadáver abandonado a los escarnios. A nadie pido los últimos obsequios, a nadie encomiendo mis despojos. La naturaleza ha previsto que nadie quedase insepulto; a quien la crueldad ha dejado abandonado el tiempo lo cubrirá»

Es muy sincero el autor de su biografía, Socas —al cual citábamos el día anterior— al presentar a un hombre tan contradictorio en su vida y con tantos fervorosos admiradores e insidiosos críticos. ¡Cómo sabe vagabundear al igual que Montaigne! Sin pelos en la lengua pasa por «el tiempo y la vejez, los viajes y las lecturas, la amistad y el retiro, el silencio y el estudio, el miedo a la muerte, el dolor y la pobreza, la serenidad y la firmeza ante los golpes del azar, el rechazo de la estravagancia en el filósofo, los defectos naturales y las pasiones, la necesidad de un modelo o guía espiritual, la conciencia del bien y del mal, la participación en política y la deuda del filósofo con el poder civil, los favores y el agradecimiento, el trato con los esclavos, la salud, la dieta y la gimnasia, el uso del vino, la virtud como verdadero y único bien, la condición y eficacia de los preceptos morales, la elocuencia conveniente al sabio, la divinidad que vive en nosotros, las sutilezas dialécticas, la celebridad tras la muerte y la posible pervivencia del alma»(1), y aún todo esto no es nada cuando nos da noticia de lo que está sucediendo o acaba de suceder en su entorno y lo que piensa sobre ello, sus sentimientos.
    Dice también Socas, y así lo he interpretado siempre yo, que «Séneca transmitió una sabiduría mundana práctica en consejos breves y sentenciosos». Y se pregunta: «¿Qué es alguien cuando la gente dice de él que es un "séneca"? No otra cosa que uno que se toma la vida con filosofía, que vive tranquilo y fuerte, no se desquicia y es capaz de dejar caer alguna que otra vez un dicho sentencioso».
    Y me place añadir a mí que para definir el «senequismo» hay que conocer al Séneca que en su senectud hacía gimnasia y jogging teniendo un esclavo como sparring; el que con más de sesenta años y ánimo inquebrantable salta al agua en un naufragio y alcanza a nado la orilla; el que no cesa de leer, escribir, viajar, moverse y al tiempo cuidar de sus viñedos; el que se priva a veces de ciertos delicatessen; el que sabe soportar el sufrimiento cuando no tiene solución; el que aunque tísico y asmático permanece inmutable ante el desánimo; el que ha conocido el destierro; el que ha caído, y ha vuelto a luchar y a subir; el que ha sufrido y ha gozado; el que posee una gran riqueza como si no la poseyera, y la tiene con el aire de provisionalidad del condenado a muerte; el que abandona cansado la corte de Nerón enfrentándose a la voluntad del tirano; el que al final de su vida acude a diario, como un joven, a escuchar clases de filosofía; el que permanece aprendiendo hasta el último día de su vida; el que escribe esas inigualables epístolas a Lucilio; aquel al que ya la sangre no le sale de las venas de los brazos cuando impasible se las abre por orden de Nerón, y tiene que recurrir a las de las piernas y las pantorrillas, y al final hasta a la cicuta...
    ¡Habría tanto que parafrasear de Séneca! Pero no debemos extendernos demasiado; podríamos llegar al empalago. Tan sólo dejaré aquí una larga parrafada que yo conservo en mi mochila especial, la que llamo Breviario de certidumbres en la que no tengo recogida ninguna cita literaria; únicamente las vitales y vivenciales:
«Yo miraré a la muerte con el mismo semblante con que oigo de ella. Yo me someteré a los trabajos, sean como sean de grandes, apuntalando el cuerpo con el espíritu. Yo menospreciaré igualmente las riquezas tanto presentes como ausentes, ni más triste si se hayan en otro lugar, ni más animoso si resplandecen a mi alrededor. Yo no me percataré de la suerte ni cuando venga ni cuando se vaya. Yo veré todas las tierras como si fueran mías, y las mías como de todos. Yo viviré como sabiendo que he nacido para los demás y por ello daré gracias a la naturaleza: pues ¿de qué forma ha podido llevar mejor mis asuntos? Me ha dado a mí solo para todos, a todos para mí solo. Todo lo que llegaré a tener ni lo guardaré avaramente ni lo dilapidaré prodigamente: creeré que nada poseo con más verdad que lo que haya dado con generosidad. No calcularé los favores por su número ni por su peso ni por ninguna consideración más que la del beneficiario; nunca para mí significará mucho lo que reciba uno digno de ello. Nada haré por una suposición, todo por mis convicciones. Creeré que todo lo que hago sólo a mis sabiendas lo hago mientras me contempla la gente. Para mí la finalidad de comer y beber será apagar los deseos naturales, no atiborrar el estómago y vaciarlo. Seré jovial con mis amigos, condescendiente y afable con mis enemigos. Obtendrán cosas de mí antes de que las soliciten y me anticiparé a las peticiones honestas. Sabré que mi patria es el mundo y mis protectores los dioses, que éstos están por encima de mí y alrededor de mí como jueces de mis hechos y mis dichos. Y cuando mi espíritu o bien mi naturaleza lo reclame o bien la razón lo libere, me marcharé dejando testimonio de que yo he amado los conocimientos buenos, las aficiones buenas, de que por mi culpa no se ha mermado la libertad de nadie, mucho menos la mía».
Goethe: «Leyendo no aprendemos nada, nos convertimos en algo»
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(1) Socas, Francisco: Séneca, cortesano y hombre de letras




miércoles, 15 de febrero de 2012

Día Cuarenta y seis: El desconocido Séneca

Señalaba Miller que para Coleridge existían cuatro tipos de lectores. Uno: las esponjas; son los que absorben todo cuanto leen y lo devuelven más o menos en el mismo estado (aunque un poco sucio). Dos: los relojes de arena; no retienen nada y se conforman con atravesar un libro por el gusto de atravesar el tiempo. Tres: las bolsas de basura; simplemente retienen los desechos de lo que leen. Cuatro: los diamantes —raros y valiosos— que sacan provecho de la lectura y permiten que con ello también se beneficien otros.
    Pues bien, se me ha ocurrido traer hoy aquí a Séneca por dos o tres razones que seguidamente veremos pero, además y sobre todo, porque si alguno de nosotros perteneciéramos al cuarto tipo de lectores del párrafo anterior, podríamos decir que obtendríamos un enorme e insospechado provecho tras haberlo leído.
Los otros tres importantes argumentos para hablar sobre él en estas notas los sintetizaría diciendo lo siguiente: primero que Séneca sigue siendo enormemente actual, segundo que su escritura seduce y entusiasma y, finalmente, —pero no menos importante— que su vida tuvo mucho de aquello que tanto hemos repetido que suele darse en la vida de los grandes, de los dostoievskianos, los forzados siempre a «gustar del alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia». En su caso, como en aquel ruso genial, Séneca soportó toda su vida la enfermedad; fue condenado a muerte y, aunque no lo ejecutaron, se le acabó deportando; y tuvo que acabar su vida abriéndose las venas obedeciendo la orden de un tirano.
Sin embargo, tras esta prolongada introducción (de la que ruego se me disculpe) y antes de escribir una sóla palabra más, considero fundamental dejar una expresa constancia de que Lucio Anneo Séneca jamás creó escuela alguna de filosofía ni escribió tratado filosófico alguno. Y ello es importante señalarlo porque siempre nos aparece etiquetado como filósofo. Algo que, imagino yo, lo ha mantenido alejado de muchos buenos lectores no interesados en la pura filosofía. No; Séneca no fue un filósofo si por ello se entiende a gentes tales como Platón, Aristóteles..., Zenón o Epicuro. Roma no produjo filósofos; habían ya florecido en la Grecia anterior.
¿Queréis saber lo que la crítica de hoy dice sobre la escritura de Séneca? Pues bien, escuchemos: «Séneca, adelantándose a Montaigne, inventa el ensayo, (...) Séneca inaugura con sus Cartas el artículo periodístico. (...) ¡cómo dice todo! Es un talento literario» (1). Esto fue primordialmente lo que yo pensé y me dije en los tiempos en que lo leí; por ello me alegré posteriormente muchísimo al encontrar tales palabras escritas por uno de sus últimos biógrafos. Es por ello quizás Séneca «...uno de los pocos autores antiguos que ha contado siempre con lectores y admiradores»(2).

    Pienso que ha llegado el momento de situar a Séneca; aquel romano de provincias pero de familia «ecuestre» o, lo que es lo mismo, de la clase acomodada.
   Coetáneo de Jesucristo al que le llevaba dos o tres años empieza en Roma a prepararse para una brillante carrera política auspiciado por su padre —otro Séneca que también escribía. La retórica y una gran cultura le son necesarias para ello al tiempo que una aceptable salud; pero desde niño le falta esta última: el asma y una afección bronquítica crónica, posiblemente tuberculosis, le acompañarán siempre. Sin embargo él aprenderá a soportarlas y mitigarlas: «Muchas veces tuve impulsos de quitarme la vida, pero me contuve... En consecuencia me ordené seguir viviendo, pues a veces, el vivir es un acto de valentía». Llegó a ser un experto en conocer y controlar sus dolencias se diría que aplicándose por su cuenta un tratamiento preventivo y psicosomático; pero lo que fue más importante es que intuyó la importancia del psiquismo en la curación de las enfermedades físicas. No sólo se impuso un régimen alimenticio austero y ejercícios físicos regulares sino que pensó que incorporando a ello el estudio habitual, la reflexión, las lecturas y el trato con los amigos —una terapia integral— la enfermedad podría ser domeñada. Y le fue bien, puesto que a pesar de sus adversidades vivió hasta cumplir los sesenta y nueve en que Nerón le ordenó suicidarse.

     En realidad Séneca siempre estará aprendiendo, experimentando, comprobando y..., contando los resultados de sus proyectos y tentativas, dando consejas, animando y consolando. «Séneca es como un gran viajero... y, con buen estilo y mucha retórica, cuenta algunas cosas a sus paisanos asombrados y perezosos»(1). Séneca es casi siempre un talego de sabiduría, pero de la sabiduría práctica y no de la «etérea»; y suele dar en el clavo cuando, por ejemplo, a propósito de sus dolencias, habla sobre el dolor físico causado por la enfermedad y cómo luchar contra ella al tiempo de mitigar aquel.
     Pero pasemos someramente sobre las contingencias de su azarosa vida, sus éxitos y sus desventuras. Es un escritor conocido y en el Senado un soberbio orador, y Calígula lo sabe; quizás lo envidia y al tiempo lo detesta al sentirse taimadamente denunciado en algunos de sus escritos dado que gracias a los esclavos copistas —aquella imprenta manual— toda Roma puede leerlo. Parece ser que Calígula decidió que fuera ejecutado, mas afortunadamente alguien le hizo cambiar de opinión. Sobrevive a esta amenaza aunque abandonando la política; sin embargo con el sucesor de aquel, Claudio, acaba siendo involucrado en un asunto de adulterio y condenado a muerte. No obstante, tras un proceso rápido la pena se queda en un destierro indefinido en la isla de Córcega con la consiguiente incautación de sus bienes; él siempre sostuvo su inocencia, pero al igual que le había ocurrido a Ovidio no se le dio tiempo ni para defenderse.
     El estudio y la escritura fueron las fuerzas que lo sostuvieron los ocho años pasados allí. No obstante, a pesar de su entereza acaba adulando a Claudio —al que odiaba— buscando su vuelta a Roma; muerto este escribirá en venganza la Apocolocyntosis, una obra difamante e hiriente cuyo título viene a ser algo así como la «calabacificación» o conversión de Claudio en calabaza. Regresa a Roma, es afamado y goza de un gran prestigio como escritor y moralista; Agripina, la madre de Nerón lo nombra preceptor de su hijo, y ya como emperador será uno de sus consejeros. Pero ¿podía conseguir Séneca algo bueno del carácter de semejante sujeto? A pesar de querer dejar la corte años después —a la vista de los desbarros de aquel— Nerón no se pliega a sus deseos y lo intenta envenenar, aunque no tiene éxito. Finalmente, acusado por Nerón de haber tomado parte en una conjuración para derrocarle, y tras haber asesinado éste a su madre, le llega de él la orden de que se abra las venas. Lo siento, pero era necesario al menos recordar todo esto.

* * *
      La mayor parte de las veces, leer lo que Séneca escribía allá por los años cincuenta y sesenta de nuestra era, resulta ser como leer al corresponsal de un periódico actual que nos escribe desde la Roma del siglo primero; es un «regreso al futuro». Sus cartas al procurador de Sicilia, su amigo Lucilio, a veces parecen crónicas y en otras ocasiones tienen algo hasta de reportaje. A pesar de las comunicaciones y de tantos descubrimientos habidos en estos mil novecientos cincuenta y tantos años, uno se encuentra con que seguimos siendo los mismos con idénticas pasiones, en parecidos ambientes y con las mismas incógnitas por resolver. Decíamos que las cartas de Miller a Anaïs eran geniales; pues bien, las escritas por nuestro autor de hoy a Lucilio también lo son. A propósito: la diferencia entre carta y epístola estriba al parecer en que la carta va dirigida exclusivamente a una persona, mientras la epístola se escribe con el objeto y la intención de que sea divulgada; por ello la correspondencia con su amigo es conocida con el título de Epístolas a Lucilio. Bien sabía Séneca que serían leídas pasados muchos años, pues le advierte que gracias a él su nombre llegará a ser conocido en el futuro.

     Dice Séneca en una de sus epístolas que oye una tremenda algarabía procedente de los baños que hay debajo del aposento desde el cual le escribe, y se entretiene en relatarle las clases de ruidos que tiene que soportar. Cuenta que oye los jadeos de los atletas, sus gemidos de fatiga, las zambullidas en la piscina, el chasquido de la mano al sacudir la espalda, el cual explica que suena distinto según sea la parte del cuerpo que en cada momento es golpeado. En otra ocasión, estando en Roma, se lamenta del estruendo que levanta la multitud en el circo, alboroto que también tiene que soportar cuando está escribiendo; sin embargo ningún ruido —dice— le impide concentrarse ni le molesta. ¿No es curioso que se escandalizara entre otras cosas de que en algunos edificios se plantasen árboles en las terrazas?; le parecía contra natura.
      En sus Cuestiones naturales sobre los fenómenos terrestres (las aguas, sobre los volcanes y terremotos, y hasta sobre el Nilo) teniendo en cuenta sus experiencias y lo que habían conjeturado los griegos, se recrea Séneca en relatar, siempre con ánimo crítico y tal cual lo haría un periodista, curiosas y sorprendentes situaciones y costumbres de la época; y así uno se entera por ejemplo del grado de refinamiento de sus contemporáneos adinerados en cuanto a la forma de deleitarse con el mujol hasta el punto de casi comerlo vivo, o de la para él inexcusable necesidad que tenían aquellos de la nieve y del hielo. También, en un momento en el que se refiere al espejo y describe su utilidad y sus usos, son notables los escabrosos comentarios que realiza sobre un individuo que se supone es bisexual y desde luego lascivo en grado sumo: Hostio Cuadra, que había colocado espejos de aumento en su dormitorio para así disfrutar más de las escenas de sus orgías sexuales.
     Séneca, como vemos, entre consejas éticas no se priva de contarnos cualquier cosa. Pero Séneca, como escritor que es, no deja de dar también recomendaciones sobre el arte de escribir. A mí me place despedir hoy a nuestro desconocido autor con una de sus recomendaciones, sin duda propia de maestro: «No debemos tan sólo escribir ni tan sólo leer: lo uno aflojará las fuerzas hasta agotarlas, lo otro las enervará. Hay que acudir, a la vez, a lo uno y a lo otro y combinar ambos ejercicios, a fin de que cuantos pensamientos ha recogido la lectura los reduzca la escritura a la unidad».

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(1) Socas, Francisco: Séneca, cortesano y hombre de letras
(2) Mangas, Julio: Séneca o el poder de la cultura





lunes, 6 de febrero de 2012

Día Cuarenta y cinco: Henry, Anaïs y el aire acondicionado

Cuando Miller salió de Nueva York hacia París en 1930 con todo un capital de diez dólares que le habían sido prestados, no era la primera vez que se dirigía a Europa; dos años antes ya había llegado allí con su segunda esposa June, y juntos habían pasado en aquella deslumbrante ciudad un año. Pero en esta ocasión viajaba solo y con la intención de conquistar la ciudad y la fama. 
Si tal como decía Victoria Nelson es cierto que «la difícil tarea de descubrir la identidad propia como escritor es un proceso que dura toda la vida y evoluciona constantemente», Miller estaba ahora a punto de comenzar a descubrir esa identidad a pesar de haberlo intentado antes en su país sin ningún éxito. Allí, durante los próximos diez años iba a encontrar definitivamente todos los ingredientes para que su arte explosionara. Uno de ellos, muy importante y definitorio y que también le duró casi toda su vida, fue Anaïs Nin. Llegar a conocer a esta polémica y voluptuosa mujer y comenzar a escribir Trópico de Cáncer fue, se diría que simultáneo. Convertida en su amante jugó un papel muy importante en la promoción de la novela ante el editor; tres años después vería Miller en los escaparates de las librerías parisienses esta su primera obra publicada.

* * *

      Comentaba Miller que en un viejo libraco de llevar cuentas acostumbraba a anotar los innumerables detalles que constituyen la teneduría de libros de los escritores: «sueños, planes de ataque y de defensa, recuerdos, títulos de libros que intentaba escribir, nombres y direcciones de prestamistas posibles, frases obsesivas, editores a quienes asediar,batallas, monumentos, retiros monásticos...» Así comienza, o, mejor dicho eso es lo que nos cuenta en el Prólogo a su conocido libro de viajes The Air-Conditioned Nigthmare, título que no quiero expresamente traducir porque lo he encontrado escrito en español de muchas maneras, y a mí me parece que casi siempre equivocadamente.
¿Pero cual es la relación entre Anaïs y el aire acondicionado? ¡Ah!, esa es una gran pregunta.


      Miller, tras su estancia en Europa y después de haber descubierto no sólo Francia sino Grecia e Italia, manifiesta que siente la necesidad de reconciliarse con su país al que tanto ha denostado en sus obras, y para ello decide que debe realizar un viaje por los Estados Unidos. Desafortunadamente no consiguió reconciliación alguna, o, al menos, si es que existió sería cosa muy interesante saber qué es lo significaba para él reconciliarse. Simplemente con el título que le dio al libro, con el cual venía a decir que el viaje fue una pesadilla —aunque con aire acondicionado—, lo estaba volviendo a censurar.
En mi personal criterio no fue justo Miller en ese cuaderno de viaje enjuiciando a su país, meta siempre de tantos desheredados del planeta tal como Europa un día lo había sido para él. Bueno; quiero rectificar: no fue justo si exceptuamos el Sur, en especial Big Sur que fue donde se quedó a vivir. No hay capítulo del libro en el que no deje constancia de lo poco que le agrada su tierra y the american way of life, eso además de ponderar a Europa y en especial a Francia haciendo continuas comparaciones:

Prólogo: «Llamar a esto una sociedad de hombres libres es blasfemo».
I) "¡Buenas noticias! ¿Dios es amor!": «Hemos degenerado: hemos degradado la vida que queríamos crear en este continente».
II) "Vive la France!": «Nunca he conocido una plaza en Norteamérica que no me llenara de tristeza y hastío».
III) "El alma de la anestesia": (aquí habla del resto del mundo, pero no de su país).
IV) "The Shadows": «... no hay ninguna otra parte de los Estados Unidos donde se pueda tener una buena conversación, fuera del viejo Sur».
V) "El doctor Souchon, pintor cirujano": ¡Qué mundo tan aceitado, tan estéril, tan imitativo es el mundo de la pintura norteamericana! (...) ¿qué hay en Estados Unidos de valioso o de significativo entre el montón de telas que producimos como botellas?...

¡Para qué seguir!; si es usted antinorteamericano y al tiempo proeuropeo lea este libro —por otra parte extraordinario y lleno de reflexiones profundas sobre el hombre, la vida y el destino de la humanidad. ¡Ah!, y en él —cosa extraña— no hay sexo.

Sin embargo nos habíamos olvidado de Anaïs Nin y su relación con el aire acondicionado. Y para ello, para aclararlo, debemos mencionar primero que la relación de Miller con ella duró muchos años, incluso por correspondencia. Mientras realizaba ese viaje en un renqueante Buick allá por los años cuarenta le iba contando a ella en deliciosos textos epistolares todo lo que le venía sucediendo. Y es precisamente a través de esas cartas cuando de verdad se ve y se conoce a Estados Unidos, el país del aire acondicionado, de una manera más auténtica y menos desabrida.
Y viene quizás ahora muy a propósito señalar que, en general, todas las cartas de Henry Miller a Anaïs Nin que han sido publicadas me dejaron anonadado Hasta quinientas páginas en apretada letra de interminables cartas escritas desde distintos lugares de Europa (Francia, Italia, Grecia), y, tal como hemos dicho, desde los Estados Unidos.
Esas ciento noventa y siete cartas, seleccionadas de toda una ingente cantidad de las que le fue escribiendo entre 1931 y 1946, constituyen a mi entender otra gran obra literaria —y maestra— de Miller; obra la cual la iba elaborando, esta vez sí, según hablaba, y además sin enterarse. ¡Ah!, se me olvidaba: ¡tampoco en ellas hay sexo!
Redactadas en cualquier paradero, hotel, motel, restaurante o extraño lugar en el que se encontrase, y hasta sobre los más increíbles soportes (menús de restaurantes, facturas, cualquier papel que tuviera a mano) son excepcionales y revelan al escritor de raza. ¿No da pena pensar en lo que la Humanidad puede llegar a perder en el futuro con el correo electrónico?

    No quisiera dejar de hablar acerca de Miller y de su obra sin hacer una reflexión a la que invito a sumarse al lector. Independientemente del sexo duro presente en la mayoría de sus libros, y que posiblemente invitó en su época underground a muchos jóvenes lectores a conocerlo, puesto que fue así como sus relatos eran especialmente difundidos en el mundo anglosajón y también en otros por entonces muy católicos países, independientemente de ello, digo, Miller nos demuestra constantemente con su escritura que tiene una fuerza y un estilo (recordemos que «el estilo es el carácter» o «el estilo es el hombre mismo») no común a ningún otro escritor. Aún más y mucho más sorprendente: ¿cómo es posible que un hombre que abandona la universidad antes de finalizar su primer curso en ella llegue a adquirir una erudición tan completa como revela en sus escritos? Recordemos a Tolstói: también dejó la universidad en su primer año, se marchó a su finca y se puso a leer de todo —según él a estudiar— para poder escribir. ¿Son comparables? Tan sólo someramente; el conde Tolstói tenía mucho de casi todo, hablaba idiomas, viajó por Europa unos meses como turista y volvió a escribir a su país. El «pelao» Miller no tuvo nunca nada excepto problemas, embrollos, y sus manos y su cabeza encallecidas; no sabía idiomas y durmió muchas veces bajo los puentes del Sena.


Es indudable que para conseguir esa tremenda cultura que no sólo le permitió escribir copiosísimas vivencias y soberbios pensamientos junto con espléndidas reflexiones, sino ensayo y hasta teatro —independientemente de que llegó a interpretar al piano y a pintar a la acuarela— tuvo que leer más que Tolstói; eso además de trabajar, trabajar y trabajar..., y jamás desfallecer. Entiendo que Miller estaba dotado de unas cualidades natas excepcionales que a muy pocos humanos les son otorgadas por la madre Naturaleza.
No fue lo porno lo que lanzó a Miller al estrellato de la literatura; fue su descomunal valía. «Si pudiera uno escribir como habla...» se lamentaba. ¿Se equivocaba Buffon cuando aseguraba hace más de dos siglos que «aquellos que escriben como hablan, aunque hablen muy bien, escriben mal»? Yo juro que no sabría que contestar, pero la verdad es que cuando se lee a Miller, parece que uno está escuchando más que leyendo.

Finalizo con una de sus últimas reflexiones. Aquel Miller de tantos casamientos y relaciones extramatrimoniales le escribió a un amigo muy poco antes de morir: «En los últimos tramos del ser sólo existe un matrimonio de verdad: la unión de cada persona consigo mismo».

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jueves, 2 de febrero de 2012

Día Cuarenta y cuatro: "An American in Paris"; H. Miller

Si para los rusos que en el diecinueve conquistaron literariamente a Europa el amor a su tierra, a su lengua y a sus costumbres lo eran todo, o al menos una gran fuerza en su inspiración, no podríamos asegurar lo mismo del norteamericano Henry Miller.
Había nacido en Nueva York y su idioma era el inglés, pero su corazón y su alma no eran norteamericanos. Miller detestaba profundamente aquella sociedad; percibía en su patria una enorme codicia, ferocidad, deshumanización, hipocresía, perversidad y falsedad, desamor a la belleza y desprecio por la vida. «En ningún lugar me he sentido tan rebajado y humillado como en los Estados Unidos». En palabras suyas: «el país entero carece de ley, es violento, explosivo, demoníaco. Está en el aire, en el clima (...) El continente está lleno de violencia enterrada (...) El continente entero es un volcán enorme (...) Lo que necesitan es un desahogo para su energía, su sed de sangre».
Sirvan exclusivamente estas observaciones como una justificación introductoria por haber traído hoy aquí a este «monstruo» de la narrativa norteamericana en contraposición con aquellos «monstruos» de la rusa. Pero... ¿queréis más?, ¿y no precisamente contraposiciones sino acercamientos? Pues bien; en Miller confluían muchos rasgos anímicos del gran Dostoievski (1). Hasta él mismo se atrevió a escribir: «...yo era un hermano de Dostoievski, (...) quizá fuese yo el único hombre en América que sabía lo que quiso decir al escribir estos libros... Y es posible que anduviera cerca de saberlo porque Miller era... Pero mejor comenzar:


Nacido a comienzos de la última década del siglo diecinueve, su dilatada existencia podría ser esbozada con palabras y términos tales como: hijo de un sastre de Brooklyn, escasa formación intelectual, empleos provisionales de los que hoy denominamos trabajos-basura, numerosas e insaciables lecturas, cinco matrimonios, autoexpatriado en Europa, París como su tierra prometida y encontrada, extremada pobreza, hambre, miseria y deudas: «...he tomado y pedido prestado casi continuamente». En alguna parte he llegado a leer que tras Dostoievski él puede que hubiera sido el autor más entrampado de la historia de la literatura —otra coincidencia. 
Pero en esa informe trayectoria personal arrostra y mantiene incólume una voluntad inquebrantable para seguir escribiendo, un anhelo de titán por llegar a convertirse en escritor. Permítaseme decirlo en dos palabras: al igual que en el caso del gran ruso henos aquí de nuevo con una «bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin» —términos precisos y cabales que ya trajimos a estas notas.


Miller, como Dostoievski a quien tanto admiraba y acerca del cual se atrevió a comparar el tiempo pasado en su delirante empleo en la Western Telegraph Company con la estancia de aquel en Siberia, supo mucho de pobres gentes, de subsuelos, de humillaciones y ofensas, de demonios... ¿de crímenes y castigos?: «Toda mi vida he sentido un gran parentesco con el loco y el criminal». Pero Miller vive en una época y en un espacio muy diferente al de aquel el cual, para expresar sus pasiones y sentimientos, para dar salida a sus diferentes neurosis y personalidades tuvo que utilizar personajes y tramas bajo la mirada zarista y el peso de los popes; y esto era algo que a Miller en París no le afectaba. No escribió ni una sóla novela si entendemos por novela un texto con algo parecido a un argumento. Ya Schopenhauer había escrito que «la tarea del escritor de novelas no es relatar grandes acontecimientos sino hacer interesantes los pequeños». Y eso es todo lo que Miller hace escribiendo: relatar insignificantes y pequeños incidentes de su vida que acertada y frecuentemente combina con a veces profundas reflexiones. Se trata de una nueva forma de escribir. Al tiempo que divaga por los laberintos de su memoria le surgen de improviso de su mente singulares observaciones e interesantes análisis. Miller instruye y entretiene a un mismo tiempo mientras indaga oportunamente en determinados hechos y acontecimientos históricos, sociales, morales o afectivos.
Y, sin embargo, todo lo que Miller nos relata no deja de ser nunca autobiográfico: «Miller es el escritor más autobiográfico que haya existido jamás...»(2). Es autobiográfico y, además, como hemos dicho, sin cortapisa o censura de ningún género como cabe esperar del París de los años treinta. Pero —lo más singular— es que lo que escribe lo deja plasmado con la fuerza de un torbellino impetuoso, como un volcán en ebullición y se diría que sin levantar la pluma del papel, pero siempre dentro de una prosa que fluye diáfana, límpia, con fuerza y sin afectación. En cierto pasaje de una de sus obras, Nexus, escribe: «Quiero imitar a todos los autores de que me enamoro».Y antes ha confesado: «Si pudiera uno escribir como habla... ¡escribir como Gorki, Gogol o Knut Hansum!». ¡Pero es así como yo pienso que escribía!, ¡como si estuviera pensando y cada palabra de su reflexión y razonamiento se plasmase inmediatamente en la cuartilla!


Nos dejó Henry Miller algunas parrafadas sobre las angustias del escritor dignas de que no se pierdan. He buscado en mis notas, en mi macuto, de aquella época en que lo leí, y no puedo resistirme a dejar aquí entresacadas algunas de ellas:
«Sí, con mis traspiés y torpezas estaba haciendo toda clase de descubrimientos. Uno de ellos fue que no puede uno ocultar su identidad tras la tercera persona ni afirmarla mediante el uso exclusivo de la primera persona del singular. Otra fue... no pensar ante una página en blanco. (...) Toda una disciplina conseguir que gotearan las palabras sin abanicarlas con una pluma ni removerlas con una cuchara de plata. Aprender a esperar, esperar con paciencia, como un ave de presa,...
»¿Y qué era lo que impedía a mis ideas originales brotar e inundar la página? Llevaba varios años tomando esto y aquello de los adorados maestros. (...) ¿Se había inclinado alguien sobre mí, mientras dormía, y me había susurrado: "¡Nunca lo lograrás; nunca lo lograrás!"?
»¿Cómo sabe uno que un día alzará el vuelo, que, como el colibrí, vibrará en el aire y deslumbrará con resplandor iridiscente? (...) ...todos los rodeos, todos los fracasos y frustraciones serán provechosos. (...) ...para nacer escritor hay que aprender a gustar de las privaciones, los sufrimientos, las humillaciones. Sobre todo hay que aprender a vivir separado.
»¿Cuándo y dónde cesa la creación? ¿Y qué puede crear un simple escritor que no se haya creado ya? Nada. El escritor cambia la disposición de la materia gris en su mollera.
»Escribimos, sabiendo que estamos vencidos antes de empezar. Todos los días pedimos un tormento nuevo. (...) Un autor recibe un premio o un sillón en la Academia por sus esfuerzos, otro un hueso roído por los gusanos.
»Una vida grandiosa la vida literaria.
»Los generales de la literatura duermen profundamente en sus cómodas literas. Nosotros, los peludos somos quienes luchamos.
»En algún sitio ha dicho Paul Valéry: "Lo que sólo tiene valor para nosotros (los que escribimos), carece de valor".
»¿Es que no tienen los demás ese mundo cotidiano, que fingen despreciar, si bien se aferran a él como ratas que se ahogan?¿No es extraño que quienes se niegan a crear un mundo propio, o son demasiados perezosos para hacerlo, se empeñen en invadir el nuestro? (...) Sabemos cómo destrozáis las páginas de la literatura en busca de lo que os gusta. (...) Vosotros sois los que matáis el genio, los que dejáis inválidos a los gigantes»


Nexus y los demás títulos de su Crucifixión rosada me permitieron conocerlo, pero su Trópico de Capricornio —considerada su mejor creación— recuerdo que me embelesó. ¡Ah, qué autor! Qué excepcional soliloquio de la mente humana (y qué grandiosa traducción debe andar detrás de todo ello). Un monólogo mitad autobiográfico o pseudoautobiográfico —¡qué más da!— plagado de aseveraciones, odios, dudas, maldiciones, conjeturas y sentimientos. Qué torrente de ideas y de palabras a veces malsonantes e irreverentes, con frecuencia lacerantes y crudas, otras tiernas y apasionadas pero siempre acertadas, vitalistas y llenas de una exuberancia difícil de encontrar en un autor. Qué riqueza de ideas sin fin; qué interminable creatividad capaz de sumir al lector en un deleite adictivo como una droga dura. ¡Quién pudiera escribir así! A Miller parece que todo le surge a borbotones y profusamente, pero de una forma cabal. Cuenta lo siguiente a propósito de uno de sus libros: «Lo escribí de una sentada, cinco, siete, a veces ocho mil palabras al día. Pensaba que, para ser escritor, había que producir por lo menos cinco mil palabras al día. Pensaba que había que decir todo de una vez —en un libro— y después desplomarse». Así es como parece que está escrito este. Y sigue: «Tenía que aprender, como Balzac, que hay que escribir volúmenes antes de firmar con el propio nombre. Tenía que aprender, y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no hacer otra cosa que escribir y escribir y escribir...»


Si algo se le puede reprochar a Miller en este y sus demás volúmenes es, quizás, su abuso de relatos «tórridos», puro porno. Si es que lo hizo para vender más o por el placer de escandalizar es disculpable —Trópico de Capricornio lo escribió en París donde fue publicado en 1939 y estuvo censurado en su país hasta los años sesenta del pasado siglo—, pero de cualquier forma hay que decir que hoy ya no escandaliza a nadie y, por lo tanto, aunque su obra no lo necesita tampoco le sobra.


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(1) Bernd Dietz, Introducción a Trópico de Capricornio
(2) Erica Jong, El diablo anda suelto; H. Miller