Hace ya unos
cuatrocientos cincuenta años que Montaigne dejó escrito en sus
Ensayos
que era fácil componer un libro sin haber leído a nadie «engañando
al necio mundo». O
en otras palabras, que ya entonces existían los «negros» y los
plagiarios: «He
visto hacer libros sobre cosas jamás estudiadas ni entendidas,
encargando el autor a distintos amigos sabios la búsqueda de esta y
aquella materia para construirlos, contentándose por su parte con
haber hecho el proyecto y apilado industriosamente ese montón de
provisiones desconocidas; al menos son suyos la tinta y el papel».
Me
he propuesto hoy, por lo tanto, traer a estas notas algunas
meditaciones y razonamientos en los que, ¡quién sabe!, es posible
que nunca nos hayamos detenido a pensar, y también algunos casos
flagrantes sobre el tema, generalmente patéticos, de los que
personalmente he tenido conocimiento.
Pero antes de nada veamos lo que el diccionario entiende
hoy por «negro» (una de sus acepciones) y por plagiario. «Negro»
es la «persona que hace un trabajo, sobre todo intelectual, por
encargo de otra, que presenta dicho trabajo como suyo mientras que el
verdadero autor queda en el anonimato». Y, plagiario «es el que
copia o imita fraudulentamente una obra literaria o artística»
En
un magnífico artículo publicado en la prensa española hace unos
años, venía a decir más o menos el autor(1) que la literatura es
un incesante ir poniendo algo nuevo —«a veces inconscientemente»—
a lo que los demás han ido dejando escrito. Lo que no resolvía el
actor-escritor ni intentaba averiguar, y ni siquiera se preguntaba,
era quién había sido el primero; quién había empezado a escribir
la primera palabra a la que alguien le empezó a añadir otras, y así
sucesivamente. ¿Sómos entonces por lo tanto todos unos plagiarios?
Ya
en aquel mismo siglo XVI un contemporáneo de Montaigne, Francisco
Sánchez, médico y filósofo que por su ascendencia judía y aquello
de la Inquisición vivió siempre fuera de España, escribió una
obra con un título muy sugestivo: Que
nada se sabe. En
ella no dejó títere con cabeza, incluidos Platón y Aristóteles;
y de esta obra pesimista, sincera pero atropellada, algo apasionada,
escrita a borbotones y con el corazón abierto se ha llegado a decir
que Descartes le plagió parte de la misma.
Pero
no hay que asustarse; la lista de grandes escritores acusados de
plagio es inmensa. Simplemente por citar sólo algunos...:
Chateaubriand, D'Annuncio, Victor Hugo, Manzoni, Rostand, Maurois,
Flaubert y... hasta Shakespeare. Pero claro, hay que distinguir
entre «copiar» o «imitar». Goethe, cuando se pone a escribir el
Fausto, se
basa en una leyenda que ya había sido impresa y que se venía
transmitiendo por generaciones desde doscientos años antes. ¿Llevó
a cabo un plagio? Sería entonces inmenso el «martirologio
de los obscuros escritores desvalijados, desdeñados, hechos
víctimas, machacados bajo las ruedas del carro triunfal, en honor de
los diestros que les arrebataban la obra, la gloria, el ideal...». Y
es que «muchos escritores célebres han transformado en obras
maestras más de uno de esos libracos perdidos en los estantes de los
gabinetes de lectura o de las bibliotecas de pueblo»(2), o como
decía Marañón «en las bibliotecas
—cementerios solemnes— o en el osario informe de los puestos de
libros viejos».
Juan
Valera vino a decir en sus Ensayos
que el plagio sólo
es permisible si va acompañado del «asesinato», o lo que es lo
mismo que «bien
valía la pena sepultar, como a un cadáver inservible, a la obra
plagiada, a condición de haberla rebasado tan sobradamente en todos
sus méritos que, en lo sucesivo, asesinada,
ya nadie citase sino a la obra reciente cuando hiciese alusiones a su
tema. Esta clase de plagio queda reservada a los grandes escritores.
Algunos ni lo ocultan. Shakespeare, que es, sin duda, el más
original y genial de los dramaturgos de su nación, y uno de los
primeros de su época, incurre en el uso de leyendas populares. Él
no lo niega: «todo
eso es cierto, pero tened presente que (...) yo transformo el polvo
en oro»(3).
«Shakespeare no solamente no podía ser culpado de
falta de originalidad por tomar de crónicas y novelas conocidas los
argumentos de sus obras, sino que encontraba encomiadores de talento
en no exponerse a dejar de ser entendido...»; o en otras palabras,
es explicable que «para ser entendido de su iliterato público,
tomase sus planes de obras, si leídas por pocos, conocidas por los
más... Shakespeare es siempre original... No tuvo a quien
imitar, y fue imitado»(4)
Queda
hasta aquí, por lo tanto, clara la diferencia.
*
* *
Pasemos ahora a tratar de analizar una circunstancia muy
distinta en la que no tienen protagonismo los grandes de la
literatura. Aunque, antes de ello, ruego se me disculpe que elucubre
lo que sigue:
Para
escribir un libro, primero hay que pensar; «hay
que pensar y repensar en el tema mucho tiempo hasta que estemos en
tal estado de efervescencia que experimentemos la necesidad de
desembarazarnos de dicho asunto» (V.
Nelson). Pensar mucho y haber leído sobre
el tema todo lo que se haya podido, y además sentir íntimamente ese
tema; «es preciso que el asunto importe al
autor como un elemento de su existencia que ha hecho presa en él y
lo lleva a la rastra, como la fiera a su víctima»
(Ortega y Gasset). Pero eso no es más que el principio.
Para
escribir un libro, además de lo dicho se necesita haber tomado
muchas notas en nuestro Moleskine
de aquellas ideas que acuden a nuestro cerebro a cualquier hora del
día y de la noche, caminando o viajando en el metro o en el autobús,
estando al volante de nuestro coche e incluso durmiendo, claro está
que cuando nos hayamos detenido o nos despertemos —si es que nos
acordamos.
Para
escribir un libro es necesario tener la «mesa
de trabajo llena de libros con sus páginas erizadas de etiquetas de
colores, párrafos subrayados, márgenes anotados y hasta apuntes
también en sus guardas... pasar horas y horas delante de un cuaderno
o de una pantalla escogiendo, pensando y puliendo palabras hasta once
horas diarias, siete días a la semana, todas las semanas de todos
los meses durante tres, cuatro o cinco años»
(A. Grandes). Y
añado yo que habrá que acudir con alguna frecuencia a Google
para confirmar una fecha, un lugar o la
correcta escritura de una palabra en un idioma que no conocemos...
Y,
después, ese manuscrito hay que revisarlo, corregirlo y refinarlo
desechando quizás la mitad de lo que hayamos escrito:
«no lamento
que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la
papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia» (S.
Zweig).
Y
todo esto lo digo porque hay en mi país un sujeto «de cuyo nombre
no quiero acordarme» que lleva publicados más de cien libros en los
últimos veinte años sobre temas especialmente tan laboriosos como
historia, biografía y religión, algunos de ellos de más de
quinientas páginas, en los que aparecen multitud de citas
bibliográficas y a pie de página. Este señor es una «estrella»
mediática que participa como maestro de ceremonias en programas de
radio y televisión durante todo el año; que viaja a varias ciudades
a firmar ejemplares de sus libros y que también se desplaza con
frecuencia al extranjero. Deduzco además que este señor, para estar
en candelero en sus programas en directo, tendrá que leer
diariamente la prensa y saber de las trends,
y, al menos,
necesitará también leer someramente —hojear—algún libro de
éxito que no esté escrito por él. Tendrá también, lógicamente,
que mantener una vida social: atender a entrevistadores, asistir a
inauguraciones, lanzamientos de otros libros, homenajes con almuerzos
y cenas incluidas y pronunciar al final algunas palabras; también
deberá charlar de vez en cuando con su familia, preocuparse por ella
(mujer e hijos si es que los tiene), despachar con sus editores
discutiendo el lanzamiento y la presentación de sus libros, los
beneficios, etc., tendrá que preparar un poco los programas en
directo de radio y televisión, y... tendrá que dormir algo.
En
este mismo sentido no quiero dejar de referirme a determinados
políticos de renombre internacional que ante tanta popularidad como
la que les viene rodeando se deciden en pleno ejercicio de sus
cometidos a publicar sus autobiografías. Y si las leemos nos damos
cuenta de que en ellas, a propósito de algunos de sus hechos vividos
o simplemente como encabezamiento de un capítulo, se incluyen muy
oportuna e inteligentemente proverbios chinos, máximas de Cofucio,
sentencias socráticas y hasta alguna estrofa de los Vedas o los Upanishad, por
ejemplo. ¿Pero en qué momentos de sus ajetreadas vidas —de las
cuales dependen la seguridad no tan sólo de su propio país sino a
veces la del planeta entero— se han puesto a relatarnos con tanto
acierto y erudición su vida pasada? Uno no tiene más remedio que
pensar que el oficio de «negro», tanto en este caso como en el
anterior, debe de estar hoy muy bien pagado.
Apenas
dispongo ya de espacio para traer aquí hoy los «patéticos» casos
de «negros» y plagiarios de los que he tenido noticia en los
últimos años, pero desde luego lo intentaré en la entrada del
siguiente día. Hoy termino con aquel oportuno título del artículo
periodístico del principio: Madre,
yo quiero un «negro».
——————————
(1)
F. Fernán-Gómez; ABC,
14.02.2001
(2)
Domenico Giuriati, El
plagio
(3)
Gabriel Sánchez de la Cuesta, Impugnación
y defensa del plagio
(4)
Luis Astrana Marín, El
libro de los plagios