lunes, 18 de junio de 2012

Día Sesenta y dos: De los nunca relevantes escritores llamados «negros», y de los plagiarios


Hace ya unos cuatrocientos cincuenta años que Montaigne dejó escrito en sus Ensayos que era fácil componer un libro sin haber leído a nadie «engañando al necio mundo». O en otras palabras, que ya entonces existían los «negros» y los plagiarios: «He visto hacer libros sobre cosas jamás estudiadas ni entendidas, encargando el autor a distintos amigos sabios la búsqueda de esta y aquella materia para construirlos, contentándose por su parte con haber hecho el proyecto y apilado industriosamente ese montón de provisiones desconocidas; al menos son suyos la tinta y el papel».
   Me he propuesto hoy, por lo tanto, traer a estas notas algunas meditaciones y razonamientos en los que, ¡quién sabe!, es posible que nunca nos hayamos detenido a pensar, y también algunos casos flagrantes sobre el tema, generalmente patéticos, de los que personalmente he tenido conocimiento.
Pero antes de nada veamos lo que el diccionario entiende hoy por «negro» (una de sus acepciones) y por plagiario. «Negro» es la «persona que hace un trabajo, sobre todo intelectual, por encargo de otra, que presenta dicho trabajo como suyo mientras que el verdadero autor queda en el anonimato». Y, plagiario «es el que copia o imita fraudulentamente una obra literaria o artística»
   En un magnífico artículo publicado en la prensa española hace unos años, venía a decir más o menos el autor(1) que la literatura es un incesante ir poniendo algo nuevo —«a veces inconscientemente»— a lo que los demás han ido dejando escrito. Lo que no resolvía el actor-escritor ni intentaba averiguar, y ni siquiera se preguntaba, era quién había sido el primero; quién había empezado a escribir la primera palabra a la que alguien le empezó a añadir otras, y así sucesivamente. ¿Sómos entonces por lo tanto todos unos plagiarios?


   Ya en aquel mismo siglo XVI un contemporáneo de Montaigne, Francisco Sánchez, médico y filósofo que por su ascendencia judía y aquello de la Inquisición vivió siempre fuera de España, escribió una obra con un título muy sugestivo: Que nada se sabe. En ella no dejó títere con cabeza, incluidos Platón y Aristóteles; y de esta obra pesimista, sincera pero atropellada, algo apasionada, escrita a borbotones y con el corazón abierto se ha llegado a decir que Descartes le plagió parte de la misma.
   Pero no hay que asustarse; la lista de grandes escritores acusados de plagio es inmensa. Simplemente por citar sólo algunos...: Chateaubriand, D'Annuncio, Victor Hugo, Manzoni, Rostand, Maurois, Flaubert y... hasta Shakespeare. Pero claro, hay que distinguir entre «copiar» o «imitar». Goethe, cuando se pone a escribir el Fausto, se basa en una leyenda que ya había sido impresa y que se venía transmitiendo por generaciones desde doscientos años antes. ¿Llevó a cabo un plagio? Sería entonces inmenso el «martirologio de los obscuros escritores desvalijados, desdeñados, hechos víctimas, machacados bajo las ruedas del carro triunfal, en honor de los diestros que les arrebataban la obra, la gloria, el ideal...». Y es que «muchos escritores célebres han transformado en obras maestras más de uno de esos libracos perdidos en los estantes de los gabinetes de lectura o de las bibliotecas de pueblo»(2), o como decía Marañón «en las bibliotecas —cementerios solemnes— o en el osario informe de los puestos de libros viejos».
   Juan Valera vino a decir en sus Ensayos que el plagio sólo es permisible si va acompañado del «asesinato», o lo que es lo mismo que «bien valía la pena sepultar, como a un cadáver inservible, a la obra plagiada, a condición de haberla rebasado tan sobradamente en todos sus méritos que, en lo sucesivo, asesinada, ya nadie citase sino a la obra reciente cuando hiciese alusiones a su tema. Esta clase de plagio queda reservada a los grandes escritores. Algunos ni lo ocultan. Shakespeare, que es, sin duda, el más original y genial de los dramaturgos de su nación, y uno de los primeros de su época, incurre en el uso de leyendas populares. Él no lo niega: «todo eso es cierto, pero tened presente que (...) yo transformo el polvo en oro»(3).
«Shakespeare no solamente no podía ser culpado de falta de originalidad por tomar de crónicas y novelas conocidas los argumentos de sus obras, sino que encontraba encomiadores de talento en no exponerse a dejar de ser entendido...»; o en otras palabras, es explicable que «para ser entendido de su iliterato público, tomase sus planes de obras, si leídas por pocos, conocidas por los más... Shakespeare es siempre original... No tuvo a quien imitar, y fue imitado»(4)
   Queda hasta aquí, por lo tanto, clara la diferencia.

               * * *

   Pasemos ahora a tratar de analizar una circunstancia muy distinta en la que no tienen protagonismo los grandes de la literatura. Aunque, antes de ello, ruego se me disculpe que elucubre lo que sigue:
Para escribir un libro, primero hay que pensar; «hay que pensar y repensar en el tema mucho tiempo hasta que estemos en tal estado de efervescencia que experimentemos la necesidad de desembarazarnos de dicho asunto» (V. Nelson). Pensar mucho y haber leído sobre el tema todo lo que se haya podido, y además sentir íntimamente ese tema; «es preciso que el asunto importe al autor como un elemento de su existencia que ha hecho presa en él y lo lleva a la rastra, como la fiera a su víctima» (Ortega y Gasset). Pero eso no es más que el principio.
Para escribir un libro, además de lo dicho se necesita haber tomado muchas notas en nuestro Moleskine de aquellas ideas que acuden a nuestro cerebro a cualquier hora del día y de la noche, caminando o viajando en el metro o en el autobús, estando al volante de nuestro coche e incluso durmiendo, claro está que cuando nos hayamos detenido o nos despertemos —si es que nos acordamos.
Para escribir un libro es necesario tener la «mesa de trabajo llena de libros con sus páginas erizadas de etiquetas de colores, párrafos subrayados, márgenes anotados y hasta apuntes también en sus guardas... pasar horas y horas delante de un cuaderno o de una pantalla escogiendo, pensando y puliendo palabras hasta once horas diarias, siete días a la semana, todas las semanas de todos los meses durante tres, cuatro o cinco años» (A. Grandes). Y añado yo que habrá que acudir con alguna frecuencia a Google para confirmar una fecha, un lugar o la correcta escritura de una palabra en un idioma que no conocemos...
Y, después, ese manuscrito hay que revisarlo, corregirlo y refinarlo desechando quizás la mitad de lo que hayamos escrito: «no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia» (S. Zweig).

   Y todo esto lo digo porque hay en mi país un sujeto «de cuyo nombre no quiero acordarme» que lleva publicados más de cien libros en los últimos veinte años sobre temas especialmente tan laboriosos como historia, biografía y religión, algunos de ellos de más de quinientas páginas, en los que aparecen multitud de citas bibliográficas y a pie de página. Este señor es una «estrella» mediática que participa como maestro de ceremonias en programas de radio y televisión durante todo el año; que viaja a varias ciudades a firmar ejemplares de sus libros y que también se desplaza con frecuencia al extranjero. Deduzco además que este señor, para estar en candelero en sus programas en directo, tendrá que leer diariamente la prensa y saber de las trends, y, al menos, necesitará también leer someramente —hojear—algún libro de éxito que no esté escrito por él. Tendrá también, lógicamente, que mantener una vida social: atender a entrevistadores, asistir a inauguraciones, lanzamientos de otros libros, homenajes con almuerzos y cenas incluidas y pronunciar al final algunas palabras; también deberá charlar de vez en cuando con su familia, preocuparse por ella (mujer e hijos si es que los tiene), despachar con sus editores discutiendo el lanzamiento y la presentación de sus libros, los beneficios, etc., tendrá que preparar un poco los programas en directo de radio y televisión, y... tendrá que dormir algo.

   En este mismo sentido no quiero dejar de referirme a determinados políticos de renombre internacional que ante tanta popularidad como la que les viene rodeando se deciden en pleno ejercicio de sus cometidos a publicar sus autobiografías. Y si las leemos nos damos cuenta de que en ellas, a propósito de algunos de sus hechos vividos o simplemente como encabezamiento de un capítulo, se incluyen muy oportuna e inteligentemente proverbios chinos, máximas de Cofucio, sentencias socráticas y hasta alguna estrofa de los Vedas o los Upanishad, por ejemplo. ¿Pero en qué momentos de sus ajetreadas vidas —de las cuales dependen la seguridad no tan sólo de su propio país sino a veces la del planeta entero— se han puesto a relatarnos con tanto acierto y erudición su vida pasada? Uno no tiene más remedio que pensar que el oficio de «negro», tanto en este caso como en el anterior, debe de estar hoy muy bien pagado.

   Apenas dispongo ya de espacio para traer aquí hoy los «patéticos» casos de «negros» y plagiarios de los que he tenido noticia en los últimos años, pero desde luego lo intentaré en la entrada del siguiente día. Hoy termino con aquel oportuno título del artículo periodístico del principio: Madre, yo quiero un «negro».
——————————



(1) F. Fernán-Gómez; ABC, 14.02.2001
(2) Domenico Giuriati, El plagio
(3) Gabriel Sánchez de la Cuesta, Impugnación y defensa del plagio
(4) Luis Astrana Marín, El libro de los plagios