Cuando el
día anterior finalizaba con Stendhal decidí que había llegado el
momento de traer a estas notas a Pessoa. Si Stendhal se prodigó en
seudónimos Pessoa lo hizo en seudónimos y heterónimos; si los
manuscritos de Stendhal al morir fueron arrinconados en una
biblioteca los de Pessoa a su muerte permanecían ignorados en un
baúl. A ambos les importaba poco que casi nadie los leyera en vida y
ambos fueron reconocidos y celebrados cincuenta años más tarde
gracias a Stryenski y Gaspar Simões.
Pero
también en Pessoa hay algo de Poe y de Baudelaire con su muerte
temprana a los cuarenta y siete años tras un anonimato no exento de
alcohol; y nos trae a la memoria a Joyce caminando no durante
veinticuatro horas como su Lopoldo Bloom por Dublín sino haciéndolo
incansablemente durante veintisiete años por su entrañable Lisboa;
y a Kafka con sus problemas respecto al sexo y al matrimonio y con
sus temores y miedos, en su caso a la locura. Y sin embargo en
Pessoa, al margen de su estampa de hombre vulgar y anodino, de un
fracasado que careció de casi todo y al que hasta su familia
despreciaba, se da el caso de que asumió y aceptó resignadamente la
desdicha y el infortunio de ser para todos un inutil.
Pessoa,
siempre reservado, con su compleja y desconcertante personalidad
humana fue también un poeta maldito a su manera sin estridencias ni
desentonos, sin borracheras y sin escándalos..., pero presa de un
gran desasosiego interior; esa desazón que sacude y consume a todos
los artistas y sin la cual no es posible crear.
Pessoa,
siempre impasible entre los lisboetas de su tiempo, pulcro y bien
vestido y aseado, subiendo y bajando de los tranvías, recorriendo
las céntricas rúas
de la capital, trabajando en sus cartas comerciales en otros idiomas
para poder comer, fumando incansablemente y bebiendo sus vinos y
aguardientes en los cafés, cambiando más de veinte veces de piso
con su baúl a cuestas, siempre silencioso e ignorado me recuerda
aquello de Ortega y Gasset: algo así como que para el ayuda de
cámara no existe el gran hombre, no es capaz de apreciarlo. Pessoa
fue todo un genio ignorado en sus días por sus contemporáneos.
Apenas
un libro y un puñado de poemas y ensayos dispersos en fugaces
revistas literarias de vanguardia fue todo lo que en su vida vio la
luz. Traduciendo cartas comerciales para varias empresas lisboetas,
aquel hombre con el dominio de varios idiomas europeos y una enorme
cultura que había adquirido mientras devoraba toda clase de lecturas
desde su infancia transcurrida en Sudáfrica, llevó la vida más
mediocre y anodina que se pueda imaginar. Pero al morir nos dejó un
baúl, un arca llena de gente y también un libro: el Livro
do desassossego el
cual lo comenzó a escribir en el 1912 y no lo abandonó hasta su
muerte en 1935: «un infatigable y bello dietario que lo reúne
absolutamente todo: reflexiones estéticas y filosóficas, poemas,
divagaciones y apuntes cotidianos a la manera de un gran laboratorio
de escritura».
No
obstante, lo que ha sorprendido de una forma extraordinaria a todo
lector entusiasmado o estudioso de su obra ha sido aquella permuta o
alteración y desdoblamiento de su personalidad a lo largo de su vida
(para ser exactos desde los veintiséis años) en otros seres a los
que él denominó heterónimos «Tuve siempre
desde niño necesidad de aumentar el mundo con personalidades
ficticias»; «...yo
me siento vivir varios seres. Me siento vivir vidas ajenas...»;
«...el fenómeno curioso del desdoblamiento es cosa que
habitualmente tengo...». Fernando António
Nogueira Pessoa sintió un día en el que se puso frenéticamente a
escribir poesía, de pie sobre una cómoda, como a él le gustaba si
podía hacerlo, que era otra persona la que redactaba aquellos
treinta y tantos poemas; acababa de escribir El
guardador de rebaños pero se dio cuenta de
que no era obra suya. Aquel día «apareció
en mí mi maestro»; «le di el nombre de Alberto Caeiro».
Inmediatamente se puso a escribir más poesía y le salieron también
de un tirón los seis poemas que componen La
lluvia oblicua, y entonces reparó en que
esos poemas sí eran suyos, de Pessoa.
Fue
entonces cuando llegó a saber por primera vez de sus desdoblamientos
de personalidad; fue ese el día en que supo de la «existencia» de
Alberto Caeiro, su primer heterónimo; alguien con poca instrucción
y sin profesión que pasó casi toda su vida en el campo. Después
vendría el segundo, Ricardo Reis, un poeta epicúreo, un nihilista
total que, exilado, publica poesía desde Brasil. A diferencia de
Caeiro, Reis es culto, fue educado por los jesuitas y estudió
medicina. El tercer heterónimo fue Álvaro Campos, un ingeniero
naval que había estudiado en Escocia y trabajado en Glasgow, aunque
en la actualidad permanecía inactivo en Lisboa. Aquel Campos se le
había aparecido de forma similar a Caeiro el día en que compuso
«de un tirón y en la máquina de escribir,
sin pausas ni correcciones, como al
dictado, La Oda triunfal».
Además de estos tres heterónimos en la obra de Pessoa también
están presentes los semiheterónimos, como
Bernardo Soares, ayudante de contabilidad y
autor del Libro del desasosiego,
un diario íntimo y un auténtico retrato interior de Fernando Pessoa. Y
están los innumerables seudónimos que no vamos a mencionar.
Hagamos
una pausa. ¿Era Pessoa un desequilibrado? Él se diagnosticaba como
«histeroneurasténico» y ya hemos mencionado su gran temor a caer
en la locura la cual, por línea paterna, le amenazaba. Aunque cuando
él contaba siete años su padre había muerto de tuberculosis, antes
ya había mostrado signos de desequilibrio mental; a su abuela sin
embargo la conoció totalmente enajenada. No dejó Pessoa nunca de
sentirse al borde de la locura, «...la locura circula aparentemente
en su obra (...) aflora y desaparece, circula latente o al
descubierto...»(1), ¿o se trataba simplemente de un inadaptado, un
esquivo a la vida en sociedad incapaz de aceptar sus cometidos
existenciales? ¿Estamos de nuevo ante la ecuación genio-locura?
Para Mario Saraiva, psiquiatra portugués, hay un diagnóstico:
«...era un psicópata (...), no era lo que se llama un loco. Padecía
de una nosofobia, o
una fobia a la enfermedad»(2).
Pero
regresemos a saber de todos los Pessoas —persona en portugués se
escribe pessoa— que
en él convivían; «La lectura de la obra de los heterónimos
muestra (...) que cada uno de ellos tiene un estilo, un arte poética,
una escritura —si se prefiere— característica y original. Es
imposible confundir una oda de Reis con cualquiera de las de Campos,
o una obra de cualquiera de ellos con uno solo de los poemas de
Caeiro o con cualquiera de las composiciones de Pessoa...»(3). Y
tanto fue así que escribió
sus datos biográficos, ocupaciones, carácter, relaciones entre
ellos y con él, críticas de las obras que aparecieron con sus
nombres; en cierta ocasión su novia Ofélia recibió una carta
firmada por Campos en la que le comenzaba diciendo que «Un
abyecto y miserable individuo llamado Fernando Pessoa (...) me ha
encargado comunicar a V.E. etc. Hay que hacer
notar que Fernando se dirigía a ella habitualmente como su «bebé»,
su «bebecito».
Y
a propósito de Ofélia Queirós —la única mujer que hubo en su
vida— abordemos superficialmente el aspecto de su vida amorosa. Su
noviazgo breve e interrumpido por una ruptura y después por la
definitiva, nos confunde como casi todo en Pessoa. En ese noviazgo se
dan situaciones de lo más común para la época y al mismo tiempo
reacciones extrañas que ella misma ha relatado. Él, que ya tenía
más de treinta años y bebía, la familia de ella (que tenía
diecinueve) y no veía con buenos ojos aquella relación y, sobre
todo, que «los alcohólicos revelan su personalidad anómala por la
inmadurez acentuada, por la ambivalencia de las relaciones
familiares, por el miedo al sufrimiento, por la introversión y por
un sentimiento de inseguridad que los consume en sentimientos de
angustia»(4) pudieron tener que ver con aquella ruptura; de
cualquier forma —¿el miedo como Kafka al aburrimiento, al
sufrimiento y al abandono de la escritura?— decidió mantenerse
fuera del matrimonio, renunció a él si es que alguna vez lo
contempló; es posible que también su idiosincrasia y sus
estrecheces financieras jugaran un papel fundamental. Además, a
Álvaro de Campos que era homosexual le malhumoraban aquellas
relaciones. El sexo, como dice su biógrafo Crespo, fue siempre
motivo de perplejidad para él.
Aunque
hubo una época patriótica en su vida en la que se preocupó con
celo de la política y el destino en la historia de su país, su gran
amor, sin embargo, a medida que envejecía fue la astrología, la
teosofía, las ciencias ocultas, la vida esotérica, la numerología
sagrada y la santa cábala. En su «Ficha autobiográfica» alaba al
Gran Maestre de los Templarios y se considera iniciado en los tres
grados menores de la extinta Orden Templaria de Portugal. Se ha dicho
que llegó a ser un experto en astrología.
Cincuenta
años después de su muerte a causa de una cirrosis hepática, los
restos de aquel señor tan raro cuya imagen es hoy ya un icono con su
sombrero, sus lentes y su pajarita, aquel señor que hasta los veinte
años pensaba, hablaba y escribía en inglés y que no quiso
«prostituirse» ganando un buen salario con un empleo fijo que le
ofrecieron pero sometido a rígidos horarios, y prefirió subsistir
ganando lo mínimo pero dedicándose a escribir, aquel nostálgico de
su infancia con dos únicas obras terminadas y una de ellas publicada
(The Mad Fiddler, escrito
en inglés, y su
libro de poesías Mensaje),
decía yo que sus restos fueron exhumados,
trasladados y depositados en un túmulo en el monasterio de Los
Jerónimos, el mismo lugar donde reposan Vasco de Gama y Camoens.
Y allí, junto a su nombre, también están inscritos los de sus tres
heterónimos Caeiro, Reis y Campos «como para dar testimonio de la pluralidad de su vida». Durante ella se había él
preguntado: «¿Tendrá la gloria un gusto de
muerte y de inutilidad, y el triunfo, un olor de podredumbre?»
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(1) Antonio
Tabucchi, Un baúl lleno de gente
(2) Mario Saraiva,
El caso clínico de Fernando Pessoa
(3) Angel Crespo,
La vida plural de Fernando Pessoa.
(4) Taborda de
Vasconcelos, Antropografía de Fernando Pessoa