«Tres
pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi
vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una
insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres
pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá,
por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta
el borde mismo de la desesperación». Con
estas palabras comienza Russell su apasionante Autobiografía
—«una de sus obras más hermosas, tan
candorosa como aguda y penetrante relación de acontecimientos y de
hombres, escrita en una prosa de rara elegancia y sobriedad»(1).
Y es cierto que a lo largo de la lectura de
la misma se ponen de manifiesto esas tres pasiones, y precisamente
con la misma intensidad que su frecuente abatimiento y desesperación.
Echo
mano de mi zurrón y reproduzco algo que dejó escrito Hume en De
la norma del gusto y otros ensayos: «Con
los libros ocurre igual que con las mujeres, en las que una cierta
simplicidad de costumbres y de vestido es más atractivo que el
relumbrar de la pintura, los melindres y el atavío, que pueden
deslumbrar a la vista pero que no se granjean los afectos». Algo que
viene muy a cuento cuando se trata de expresar lo que se siente
leyendo a Bertrand Russell cualquiera que sea la materia sobre la que
dejó algo escrito. Porque esta mente lúcida y privilegiada no se
limitó a escribir tan sólo sobre unos pocos temas o materias; su
ingente obra comprende lo mismo la filosofía que la matemática, la
divulgación científica o la historia, la educación y la pedagogía
junto con estudios políticos o éticos, sin olvidar
el cuento y la novela. Y todo ello, de verdad, es posible disfrutarlo
—se granjea nuestro afecto— porque
para comprenderle no hace falta ser una «luminaria»; todos podemos
leer y entender a Russell puesto que habla claro y al alcance de todo
el mundo, eso al tiempo de ser una fuente de mesura con una enorme
clarividencia, agudeza intelectual, valentía y honestidad.
Y
no veo mejor oportunidad para comenzar hablando de Russell, de su
vida y de su obra que, precisamente, refiriéndome a aquellas tan
intensas pasiones que él citaba habían gobernado su existencia:
el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable
piedad por el sufrimiento de la humanidad. En principio he de
reconocer que superficialmente y tras leer su autobiografía, sentí
envidia de este hombre que aparentemente vivió una vida plenamente
disfrutada. Un tiempo de campiñas inmaculadas sin residuos y
plásticos, por las que este hombre gustaba recorrer sus caminos en
bicicleta; una vida dedicada en libertad al estudio y al conocimiento
y, consecuentemente, a la escritura; unas experiencias vitales
envidiables sentidas a lo largo y a lo ancho del planeta: sus años
vividos en Cambridge como estudiante o como enseñante, sus
frecuentes cambios de domicilio tanto en Inglaterra como sus
residencias en los Estados Unidos, sus viajes y conferencias, sus
apasionados amores y matrimonios y su falta de lazos con todo excepto
con sus libros —los que escribía sin cesar. Ah, pero «La
capacidad de producir grandes obras de arte va unida con mucha
frecuencia, aunque no siempre, a una infelicidad temperamental tan
grande que, de no ser por el placer que el artista obtiene de su
obra, le empujaría al suicidio». En fin,
una vida plena y al tiempo desdichada, especialmente su vida íntima,
la familiar, en la que tuvo numerosos fracasos.
Eso sin dejar de reconocer que para
ciertos sectores tan sólo fue un apestado dada su filosofía
práctica y su pensamiento innovador. Otra
vez esa sempiterna maldición de la desdicha en la existencia de
todos los llamados al éxito y a la inmortalidad.
Nacido en
una familia noble, aunque de padres librepensadores que habían
dispuesto para él una educación laica, su voluntad no se cumplió.
A los cuatro años el pequeño Bertie está al cuidado de sus abuelos
paternos al haber fallecido sus padres, y con ellos recibe una
educación no sólo religiosa sino rígida y espartana que le dejará
huella: «Desde la adolescencia me atenazaba
una desesperada infelicidad causada por la soledad, para la que yo
sabía que el amor sería la única cura». En
su dilatada existencia se casará cuatro veces buscando ese amor:
Alys, Dora, Patricia y Edith, la última vez ya cumplidos los
ochenta; aunque serán constantes sus escarceos amorosos y sus
amantes.
Pero
también buscó el amor (y hasta cierto punto fue donde lo encontró)
en el conocimiento. «Si su primer amor habían sido las matemáticas,
el siguiente fue el Trinity College...»(2). En Cambridge le habían
enseñado matemáticas y filosofía. Las matemáticas siempre le
habían apasionado desde que supo de Euclides: «...uno
de los acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como mi primer
amor. No podía imaginar que hubiera algo tan delicioso en el mundo»;
y fueron precisamente las matemáticas las
que le llevaron a la filosofía. A pesar de que no se suicidó
«porque deseaba saber más matemáticas»,
necesitaba «alguna razón para suponer que
eran verdaderas». Porque Russell se
caracterizará siempre por su escepticismo y su empirismo; dudará de
todo y todo deberá ser demostrado; Russell es un racionalista del
siglo veinte.
Los
números, «que no tienen ser, ya que de hecho
son lo que se denominan "ficciones lógicas"»
están ahí y, con ellos, a base de razonamientos y formulas, se
puede construir un universo; pero como él mismo explicaba era
necesario partir de los números en la dirección opuesta: se empeñó
en conocer «los fundamentos lógicos de lo
que tenemos que dar por sentado en la matemática», algo
que tiene un nombre: filosofía matemática. El esfuerzo que realizó
hasta completar su obra Principia mathematica
(escrita en colaboración con uno de sus
antiguos profesores) y que le llevó tres años y tres gruesos
volúmenes fue terrible y agotador: «...mi
intelecto jamás se recuperó por completo de aquella tensión».
¿Y qué
más pudo amar Russell? Pues la lectura y la escritura, sin duda, y
me refiero a la literatura. He aquí una opinión al caso que
acredita gustaba de la novela: «Todas las
mejores novelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche
chispas desde la primera página a la última seguramente no será
muy buena novela». Fueron buenos amigos
suyos al menos tres novelistas notables: H. D. Lawrence, Joseph
Conrad y T. S. Eliot. A este último lo había conocido en Harvard
mientras impartía conferencias y allí le alentó y aconsejó;
después, en Londres lo acogería en su casa junto con su mujer en
momentos financieros difíciles para aquel joven matrimonio. La
casualidad hará que Eliot se adelante dos años a él en alcanzar el
Nobel de Literatura. Respecto a Joseph Conrad, aquel polaco
nacionalizado británico, la amistad iba unida a la admiración por
el novelista y por su obra; tal era así que a su segundo hijo le
puso en su honor Conrad como nombre.
Y,
finalmente, yo me atrevería a decir que también amó las cosas
bellas y sencillas que muy pocos aman: «El
mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados,
significan más para mí que los seres humanos que más quiero...»;
«...las grandes, sencillas y eternas cosas de la vida, el sonido del
mar al arrastrar los guijarros, el grito de las gaviotas, la luz de
la luna reflejada en las olas, el sol que se pone sobre los
acantilados...»; «La matemática y las estrellas me consolaban
cuando el mundo humano me parecía carente de calor».
La búsqueda
del conocimiento, su segunda pasión, se diría que era en parte
debida a su curiosidad y a sus dudas. Russell no sólo sentía
curiosidad por todas las manifestaciones de lo humano, sino de lo que
el mismo universo físico representara y de todo lo abstracto que en
él se hallare. «Los hombres nacen y mueren.
Algunos apenas dejan rastro, otros transmiten algo bueno a los
tiempos futuros. El hombre cuyos pensamientos o sentimientos se han
ampliado gracias a su conocimiento de la historia deseará
transmitir, en la medida en que le sea posible, lo que sus sucesores
juzgarán que ha sido bueno».
Y él se propuso hacerlo acerca de todas las disciplinas imaginables;
sus escritos y sus numerosas conferencias
versan tanto sobre lo aprendido como sobre lo por él rechazado.
Leyendo a Russell en algunos de sus libros muchos de los cuales hoy
se siguen editando —precisamente algunos de los que él mismo
llamaba libros «ganapanes» por haberlos escrito rápidamente en
épocas de crisis económicas personales— uno goza de lo lindo. A
Russell, gracias a su «facilidad para escribir una prosa perfecta
con gran rapidez sobre cualquier tema (...) y a su versatilidad
literaria»(2) se le lee con facilidad —ya lo hemos dicho— y es
capaz de llevar al lector sin agobios de un lado a otro: de Platón y
Aristóteles a la psiquiatría de su tiempo o a Spinoza o a Hume; de
éste a las guerras de religión o posiblemente al modo de ser de los
ingleses, y de aquí puede que lo conduzca a Gandhi o a la
superstición y la brujería.
Yo he
querido huir en principio de mencionar aquí algunas obras de él que
me han resultado extraordinarias, pero finalmente he razonado que
debería hacerlo porque, además de proporcionar su lectura un placer
inigualable, ayudan a comprender muchas incógnitas y enigmas que en
nuestros días están todavía presentes. Hay un sencillo volumen que
él escribió entre guerras, y que aún se vende hoy como libro de
bolsillo, que singularmente trata un tema que todavía en estos
tiempos viene siendo objeto muy tentador a desarrollar por los
escritores actuales; su título: La conquista
de la felicidad que, además de resultar
verdaderamente encantador, da idea de lo poco que ha cambiado nuestro
mundo en cuanto a la psique humana, y sigue siendo por tanto un libro
de actualidad. Pero hay muchos más: yo citaría
Ensayos impopulares, Ensayos
filosóficos, Sociedad
humana, ética y política, El credo del hombre libre y otros ensayos
(con la cual Conrad se sintió emocionado) y
Respuestas, o sus
ideas esenciales sobre política, sociedad, cultura y ética que,
compendiadas y publicadas bajo ese título, han sido extraídas de
todas sus obras por la Sociedad Bertrand Russell.
Finalmente
es tiempo de hablar sobre aquella su
«insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad».
La defensa de los derechos de la mujer y especialmente su acceso al
voto, la moral de la guerra —desde sus motivos hasta las prácticas—
y el reclutamiento forzoso, los problemas de la educación no
liberal, los genocidios masivos, los arsenales nucleares y el
desarme, entre otros, le llevaron a enfrentarse a los gobiernos de su
país, a la pérdida de cátedras, al exilio, a la creación de una
escuela libre, a entrevistarse con Lenin, a escribir al presidente
Wilson y después a Kruschov y a Eisenhower, a manifestarse a favor
de la desobediencia civil, a crear un Tribunal popular internacional
y, ...hasta a la cárcel en dos ocasiones. Se diría que, incansable y
luchando por lo que él pensaba era ayudar a mitigar el sufrimiento
de la humanidad, el tercer conde Russell permaneció firme hasta dos
días antes de su muerte, momento en el que dictó su última
proclama para ser leída en un congreso internacional, en la que
condenaba a Israel por bombardear Egipto. Era en enero de 1970 y
tenía noventa y ocho años.
Me place
terminar dejando una extensa, pero muy sutil y hasta ocurrente cita
de él en cuanto a la creación literaria:
«El
dramaturgo cuyas obras nunca tienen éxito debería considerar con
calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería
rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si
descubre que encaja con los hechos, debería adoptarla, como haría
un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado
casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que
los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien
su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su
camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una
persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir.
No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno
cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas. Si
perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si
perteneces a la segunda, es ridícula. Cuando lleves muerto cien
años, será posible saber a qué categoría pertenecías».
Y más adelante, «...si usted sospecha que es
un genio pero sus amigos sospechan que no lo es, existe una prueba,
que tal vez no sea infalible, y que consiste en lo siguiente:
¿produce usted porque siente la necesidad urgente de expresar
ciertas ideas o sentimientos, o lo hace motivado por el deseo de
aplauso? En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele
existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el
artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que
dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no
obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es
el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un
modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un tipo de
trabajo diferente».
————————
(1)
Enciclopedia de la Literatura Garzanti
(2)
Ronald Clark, Russell