viernes, 12 de octubre de 2012

Día Setenta y seis: Qué es lo que se esconde tras el seudónimo Stendhal

Hemos de reconocer que el caso de Henri Beyle es raro. Normalmente el uso de seudónimos en la literatura no ha sido común en los grandes; si comenzaron con alguno lo acabaron abandonando pronto cuando supieron que su obra trascendía. ¿A qué se debe habitualmente la ocultación del nombre cuando se escribe? ¿Desconfianza en uno mismo?, ¿complejo y timidez?, ¿falta de valentía para enfrentarse a la crítica? Nunca debió ser ninguna de estas las razones de Henri Beyle.


    Si la neurociencia y la psiquiatría actual aseguran que la futura vida de un sujeto está condicionada en una parte muy importante por la infancia que vivió hasta los siete u ocho años, además de los genes heredados y la educación posterior recibida, en el caso de Sthendal aquellos años debieron influir poderosamente en su personalidad. A pesar de las confusas pistas que nos ha dejado en la gran cantidad de escritos biográficos, esa época de su existencia es de las más claras y convincentes, o al menos él lo pretendió. Sus odios y amores alrededor de esos años en que queda huérfano por parte de su madre, debieron ser decisivos. En su autobiografía titulada La vida de Henry Brulard escribe: «...yo estaba enamorado de mi madre», «...yo deseaba cubrir a mi madre de besos y que no estuviera vestida. Ella me amaba apasionadamente y me besaba mucho; yo le devolvía los besos con un ardor que frecuentemente se veía obligada a marcharse. Siempre quería dárselos en el cuello». Henriette Gagnon, al fallecer a consecuencia de un parto contaba treinta y dos años y, en lo sucesivo, fue para él objeto de una doliente añoranza y perdurable idealización. Si a ello le añadimos los epítetos dedicados a su padre al que abiertamente confiesa que odió toda su vida nos queda un cuadro perfecto de edipismo freudiano: «Acaso nunca reunió el azar dos seres tan profundamente incompatibles como mi padre y yo». (...) «Aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos». A este respecto escribió Stefan Zweig: «...apenas existe otro lugar donde el psicoanálisis pueda encontrar una exposición literaria más impecable del complejo de Edipo que en las primeras páginas de Henry Brulard, la autobiografía de Stendhal»(1)
   No puedo sustraerme de traer ahora a Dostoievski describiendo a Fiódor Pávlovich, el padre de los hermanos Karamázov —¿su propio padre?— representándonos en aquella novela a un individuo hipócrita, avaro y ruin. Casi se podría decir que los mismos infamantes adjetivos utilizados en ella por Dostoievski, son los que utiliza Henri Beyle para su padre. Él era el jesuita, el bastardo, un avaro, beato, arrugado y feo, desmañado y silencioso con las mujeres, que, sin embargo, le eran necesarias.... Representará siempre para él «el más nauseabundo fariseísmo, la sequedad de alma, la hipocresía, la tiranía..., lo mezquino»(2).
   Hay que suponer que Henri Beyle no quiso que el apellido heredado de su padre pasara a la posteridad; tenemos que pensar que se vengó, lo castigó. Pero, ¿por qué no eligió entonces el de su madre a la que por otro lado tanto amó? Buena pregunta. Pues resulta que el siguiente personaje más odiado a la muerte de su madre fue su tía Séraphie Gagnon, de la que sospechaba que posiblemente estaba liada con su padre y a la que le dedica los adjetivos de iracunda, agria, beata furibunda, jesuita Séraphie, marimacho colérico, la loca que tiene el diablo en el cuerpo. No tenía elección y eligió un seudónimo, el de Stendhal que aunque acerca del mismo se han querido encontrar algunas explicaciones en cuanto a su origen o significado, no son convincentes; representa una más de las muchas nebulosas de sus dilatadas confesiones, una más de las confusas pistas que nos ha dejado sobre su existencia. Ya Zola dejó escrito en su obra Stendhal, biografía y ensayo, que «...cuando vivía, le agradaba envolverse en el misterio (...) discurría seudónimos e inventaba supercherías», «Una de las mayores preocupaciones de Stendhal es el arte de mentir». Nos surge ahora una duda acerca de sus sempiternos estados amorosos de los que ya hemos hablado, y es si fueron también una patraña; ya cincuentón escribirá que el número de sus conquistas amorosas no pasaría de seis o siete, y que cualquier oficial de Napoleón se habría acostado con muchas más mujeres que él.
* * *
   Hacíamos ayer referencia a Flaubert en cuanto al polo opuesto a lo que representó Stendhal. Recordemos ante todo que cuando él fallece Flaubert no ha cumplido todavía los veinte años. 
   Podíamos empezar diciendo que, en cierto aspecto, lo único que tenían en común es que escribían como hablaban; ojo, me refiero a que, por ejemplo, Flaubert se saltaba las reglas de la coma olímpicamente hasta el punto de insertar comas entre el sujeto y el verbo porque entendía que era necesario. Pero ya conocemos sus exquisiteces eligiendo las palabras. No; no tenían nada en común; ni en su forma de vida —recordemos la misantropía de Flaubert— ni en su expresión o estilo. Para comenzar, Flaubert rehuía escribir algo sobre sí mismo, sobre su pasado o sus quimeras; recuerdo que en una de sus cartas censura por ello a Montaigne y confiesa que jamás escribirá algo que tenga que ver con su vida. Stendhal sin embargo se embriagó escribiendo sobre sí mismo. ¿Diferencias?, he aquí una más: ¿recordáis aquello de Flaubert de que «El artista debe estar en su obra como Dios en la creación, invisible y todopoderoso, que se le sienta por doquier, pero que no se le vea»?. Pues bien, en la obra de Stendhal «Dios» está visible advirtiéndonos qué y quién es bueno y qué y quiénes los malos, eso al tiempo que juzga, sentencia y con mucha frecuencia condena.
   Mas entremos de lleno en la diferencia más importante acerca de la forma de su exposición, y además con ejemplos y comentarios, algo que Stendhal acostumbraba a intercalar profusamente en sus textos. De vez en cuando, en una nota a pie de página habla de otro texto diferente o hace una alusión en relación con el lugar, el personaje o el suceso que describe: «...hace estallar el texto narrativo para difundir notas, apuntes, comentarios, de los que en tantas ocasiones los editores no han sabido qué hacer, si incorporarlos al texto o abandonarlos»(3). Y, sin embargo, por otra parte nos deja in albis en cuanto a los detalles del medio en que se desarrolla una escena. Un ejemplo de El rojo y el negro:

   «Los salones que aquellos señores atravesaron en el primer piso, antes de llegar al gabinete del marqués, le hubieran parecido, mi querido lector, tan tristes como magníficos. Aun regalándoselos no querría usted habitarlos. Son la patria del bostezo y del razonamiento triste».

   ¿Pero qué había en ellos?, ¿cómo estaban decorados y amueblados? En esa misma obra decía el propio Stendhal que dejaba al lector «en completa ignorancia de la forma de los vestidos que llevaban la señora de Rênal y la señorita de La Mole», y era cierto, también sobre ello nos dejó a dos velas. Flaubert sin embargo dedica páginas y páginas en su Madame Bovary a que el lector conozca la habitación en la que Emma Bovary se acicala, a que sepa cómo son las cortinas, por dónde entra la luz, qué clase de zapatos se pone ella, cuáles son las flores que están en el florero... Gran paciencia escribir todo eso, además con perfeccionismo.
   Y, sin embargo, entre tantos vacíos qué maravillosas reflexiones las de los personajes de Stendhal. Sabía él de esa narrativa que se ha llamado del pensamiento íntimo o del alma; sabía como retratar interiormente a los personajes de su tiempo, cómo hacer llegar al lector los sentimientos y sensaciones de aquellos. Sobre ambas novelas Lampedusa escribió: «Stendhal, a la manera de un ser divino, conoce los más ocultos pensamientos de cada personaje, los muestra al lector, al que hace partícipe de su propia facultad de verlo todo»; y concretamente sobre El rojo y el negro matiza: «Todo el libro (al que califica como una novela de análisis psicológico) discurre derecho y rápido como una flecha»(4).
Aspecto, el psicológico, que ya Zola había señalado hablando sobre Stendhal: «..es ante todo un psicólogo (...) rara vez tiene en cuenta el medio en que coloca a sus personajes. El mundo exterior no existe apenas (...) Todo su sistema se reduce a estudiar el mecanismo del alma...». Con razón los estudiantes de psiquiatría han venido asegurando, como ya un día señalamos, que aprendían más leyendo a Dostoievski y a Stendhal que en los libros de texto.
   A Zola le gustó más El rojo y el negro que la Cartuja de Parma, y se ha comentado de las dos obras —unánime coincidencia— que Julián Sorel, el protagonista de la primera, es el propio Stendhal con sus monólogos del final llenos de crítica dura, muy dura, a cierta sociedad de la Francia de entonces, a las desigualdades sociales, a la labor controladora del clero y a toda la falsedad de aquella su época: a su catolicismo e, incluso —al estilo de Nietzsche—, al Dios de los cristianos. El héroe de la segunda, Fabricio del Dongo, parece que es sin embargo el personaje que a Stendhal le hubiera gustado ser y nunca fue. Por cierto que en esta novela, la Cartuja (a la que se refiere su título) tan sólo aparece en la última página de la novela y además se diría que a lo lejos; ¿capricho del autor?, ¿quiso tomarle el pelo al lector? ¡Cosas de Stendhal! tal como es posible que hubiera pensado Zola, que terminó su biografía y ensayo sobre él diciendo: «...su ironía afectada, las puertas que cierra, y tras las cuales no hay, frecuentemente, más que una nada trabajosa, me atacan a los nervios».
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(1) Stefan Zweig, Tres poetas de sus vidas. Casanova, Stendhal, Tolstói
(2) Consuelo Berges, Stendhal y su mundo
(3) Mercé Boixareu, Enciclopedia de Literatura Universal, Stendhal
(4) Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Stendhal