Hemos de
reconocer que el caso de Henri Beyle es raro. Normalmente el uso de
seudónimos en la literatura no ha sido común en los grandes; si
comenzaron con alguno lo acabaron abandonando pronto cuando supieron
que su obra trascendía. ¿A qué se debe habitualmente la ocultación
del nombre cuando se escribe? ¿Desconfianza en uno mismo?, ¿complejo
y timidez?, ¿falta de valentía para enfrentarse a la crítica?
Nunca debió ser ninguna de estas las razones de Henri Beyle.
Si la
neurociencia y la psiquiatría actual aseguran que la futura vida de
un sujeto está condicionada en una parte muy importante por la
infancia que vivió hasta los siete u ocho años, además de los
genes heredados y la educación posterior recibida, en el caso de
Sthendal aquellos años debieron influir poderosamente en su
personalidad. A pesar de las confusas pistas que nos ha dejado en la
gran cantidad de escritos biográficos, esa época de su existencia
es de las más claras y convincentes, o al menos él lo pretendió.
Sus odios y amores alrededor de esos años en que queda huérfano por
parte de su madre, debieron ser decisivos. En su autobiografía
titulada La vida de Henry Brulard escribe:
«...yo estaba enamorado de mi madre», «...yo
deseaba cubrir a mi madre de besos y que no estuviera vestida. Ella
me amaba apasionadamente y me besaba mucho; yo le devolvía los besos
con un ardor que frecuentemente se veía obligada a marcharse.
Siempre quería dárselos en el cuello». Henriette
Gagnon, al fallecer a consecuencia de un parto contaba treinta y dos
años y, en lo sucesivo, fue para él objeto de una doliente añoranza
y perdurable idealización. Si a ello le añadimos los epítetos
dedicados a su padre al que abiertamente confiesa que odió toda su
vida nos queda un cuadro perfecto de edipismo freudiano: «Acaso
nunca reunió el azar dos seres tan profundamente incompatibles como
mi padre y yo». (...) «Aborrecía a mi padre cuando venía a
interrumpir nuestros besos». A este respecto
escribió Stefan Zweig: «...apenas existe otro lugar donde el
psicoanálisis pueda encontrar una exposición literaria más
impecable del complejo de Edipo que en las primeras páginas de Henry
Brulard, la autobiografía de Stendhal»(1)
No puedo
sustraerme de traer ahora a Dostoievski describiendo a Fiódor
Pávlovich, el padre de los hermanos Karamázov —¿su propio
padre?— representándonos en aquella novela a un individuo
hipócrita, avaro y ruin. Casi se podría decir que los mismos
infamantes adjetivos utilizados en ella por Dostoievski, son los que
utiliza Henri Beyle para su padre. Él era el jesuita, el bastardo,
un avaro, beato, arrugado y feo, desmañado y silencioso con las
mujeres, que, sin embargo, le eran necesarias.... Representará
siempre para él «el más nauseabundo fariseísmo, la sequedad de
alma, la hipocresía, la tiranía..., lo mezquino»(2).
Hay que
suponer que Henri Beyle no quiso que el apellido heredado de su padre
pasara a la posteridad; tenemos que pensar que se vengó, lo castigó.
Pero, ¿por qué no eligió entonces el de su madre a la que por otro
lado tanto amó? Buena pregunta. Pues resulta que el siguiente
personaje más odiado a la muerte de su madre fue su tía Séraphie
Gagnon, de la que sospechaba que posiblemente estaba liada con su
padre y a la que le dedica los adjetivos de iracunda, agria, beata
furibunda, jesuita Séraphie, marimacho colérico, la loca que tiene
el diablo en el cuerpo. No tenía elección y eligió un seudónimo,
el de Stendhal que aunque acerca del mismo se han querido encontrar
algunas explicaciones en cuanto a su origen o significado, no son
convincentes; representa una más de las muchas nebulosas de sus
dilatadas confesiones, una más de las confusas pistas que nos ha
dejado sobre su existencia. Ya Zola dejó escrito en su obra
Stendhal, biografía y ensayo, que
«...cuando vivía, le agradaba envolverse en el misterio (...)
discurría seudónimos e inventaba supercherías», «Una de las
mayores preocupaciones de Stendhal es el arte de mentir». Nos surge
ahora una duda acerca de sus sempiternos estados amorosos de los que
ya hemos hablado, y es si fueron también una patraña; ya cincuentón
escribirá que el número de sus conquistas amorosas no pasaría de
seis o siete, y que cualquier oficial de Napoleón se habría
acostado con muchas más mujeres que él.
* * *
Hacíamos
ayer referencia a Flaubert en cuanto al polo opuesto a lo que
representó Stendhal. Recordemos ante todo que cuando él fallece
Flaubert no ha cumplido todavía los veinte años.
Podíamos
empezar diciendo que, en cierto aspecto, lo único que tenían en
común es que escribían como hablaban; ojo, me refiero a que, por
ejemplo, Flaubert se saltaba las reglas de la coma olímpicamente
hasta el punto de insertar comas entre el sujeto y el verbo porque
entendía que era necesario.
Pero ya conocemos sus
exquisiteces eligiendo las palabras. No; no tenían nada en común;
ni en su forma de vida —recordemos la misantropía de Flaubert—
ni en su expresión o estilo. Para comenzar, Flaubert rehuía escribir
algo sobre sí mismo, sobre su pasado o sus quimeras; recuerdo que en
una de sus cartas censura por ello a Montaigne y confiesa que jamás
escribirá algo que tenga que ver con su vida. Stendhal sin embargo
se embriagó escribiendo sobre sí mismo.
¿Diferencias?, he aquí una más: ¿recordáis aquello de Flaubert de
que «El artista debe estar en su obra como
Dios en la creación, invisible y todopoderoso, que se le sienta por
doquier, pero que no se le vea»?. Pues bien,
en la obra de Stendhal «Dios» está visible advirtiéndonos qué y
quién es bueno y qué y quiénes los malos, eso al tiempo que juzga,
sentencia y con mucha frecuencia condena.
Mas
entremos de lleno en la diferencia más importante acerca de la forma
de su exposición, y además con ejemplos y comentarios, algo que
Stendhal acostumbraba a intercalar profusamente en sus textos. De vez
en cuando, en una nota a pie de página habla de otro texto diferente o
hace una alusión en relación con el lugar, el personaje o el suceso
que describe: «...hace estallar el texto narrativo para difundir
notas, apuntes, comentarios, de los que en tantas ocasiones los
editores no han sabido qué hacer, si incorporarlos al texto o
abandonarlos»(3). Y, sin embargo, por otra parte nos deja in
albis en cuanto a los detalles del medio en que se desarrolla una
escena. Un ejemplo de El rojo y el negro:
«Los salones que aquellos señores atravesaron en
el primer piso, antes de llegar al gabinete del marqués, le hubieran
parecido, mi querido lector, tan tristes como magníficos. Aun
regalándoselos no querría usted habitarlos. Son la patria del
bostezo y del razonamiento triste».
¿Pero qué
había en ellos?, ¿cómo estaban decorados y amueblados? En esa
misma obra decía el propio Stendhal que dejaba al lector «en
completa ignorancia de la forma de los vestidos que llevaban la
señora de Rênal y la señorita de La Mole», y era cierto, también
sobre ello nos dejó a dos velas. Flaubert sin embargo dedica páginas y
páginas en su Madame Bovary
a que el lector conozca la habitación en la que Emma Bovary se
acicala, a que sepa cómo son las cortinas, por dónde entra la luz,
qué clase de zapatos se pone ella, cuáles son las flores que están
en el florero... Gran paciencia escribir todo eso, además con
perfeccionismo.
Y, sin
embargo, entre tantos vacíos qué maravillosas reflexiones las de
los personajes de Stendhal. Sabía él de esa narrativa que se ha
llamado del pensamiento íntimo o del alma; sabía como retratar
interiormente a los personajes de su tiempo, cómo hacer llegar al
lector los sentimientos y sensaciones de aquellos. Sobre ambas
novelas Lampedusa
escribió: «Stendhal, a la manera de un ser divino, conoce los más
ocultos pensamientos de cada personaje, los muestra al lector, al que
hace partícipe de su propia facultad de verlo todo»; y
concretamente sobre El rojo y el negro matiza:
«Todo el libro (al que califica como una novela de análisis
psicológico) discurre derecho y rápido como una flecha»(4).
Aspecto,
el psicológico, que ya Zola había señalado hablando sobre
Stendhal: «..es ante todo un psicólogo (...) rara vez tiene en
cuenta el medio en que coloca a sus personajes. El mundo exterior no
existe apenas (...) Todo su sistema se reduce a estudiar el mecanismo
del alma...». Con razón los estudiantes de psiquiatría han venido
asegurando, como ya un día señalamos, que aprendían más leyendo a
Dostoievski y a Stendhal que en los libros de texto.
A Zola le
gustó más El rojo y el negro que
la Cartuja de Parma, y
se ha comentado de las dos obras —unánime
coincidencia— que Julián Sorel, el protagonista de la primera, es
el propio Stendhal con sus monólogos del final llenos de crítica
dura, muy dura, a cierta sociedad de la Francia de entonces, a las
desigualdades sociales, a la labor controladora del clero y a toda la
falsedad de aquella su época: a su catolicismo e, incluso —al
estilo de Nietzsche—, al Dios de los cristianos. El héroe de la
segunda, Fabricio del Dongo, parece que es sin embargo el personaje
que a Stendhal le hubiera gustado ser y nunca fue. Por cierto que en
esta novela, la Cartuja (a la que se refiere su título) tan sólo
aparece en la última página de la novela y además se diría que a
lo lejos; ¿capricho del autor?, ¿quiso tomarle el pelo al lector?
¡Cosas de Stendhal! tal como es posible que hubiera pensado Zola,
que terminó su biografía y ensayo sobre él diciendo: «...su
ironía afectada, las puertas que cierra, y tras las cuales no hay,
frecuentemente, más que una nada trabajosa, me atacan a los
nervios».
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(1) Stefan
Zweig, Tres poetas de sus vidas. Casanova,
Stendhal, Tolstói
(2) Consuelo
Berges, Stendhal y su mundo
(3) Mercé
Boixareu, Enciclopedia de Literatura
Universal, Stendhal
(4) Giuseppe
Tomasi di Lampedusa, Stendhal