martes, 31 de julio de 2012

Día Sesenta y siete: De cómo Rousseau llegó a ser Rousseau

El día anterior nos hacíamos preguntas acerca de la erudición de Rousseau y de su capacidad para la escritura. Entremos en sus Confesiones en las cuales se confiesa «como nunca antes lo había hecho un ser humano», el primer libro considerado «inaugural de toda la autobiografía moderna»(1) que, además, lo escribió a raíz de las acusaciones de un panfleto anónimo detrás del cual estaba Voltaire. Cuando las comenzó contaba cincuenta y cuatro años.
   Su madre, de familia más acomodada, les había dejado al morir a él y a su padre una biblioteca con algunas novelas «...que leíamos por las noches después de cenar (...) pasábamos las noches en claro, leyendo sin descanso...» Leídas todas ellas —Rousseau contaba siete años— aborda otros libros que «...de la parte de su padre (su abuelo materno) nos había tocado. (...) la Historia de la Iglesia y del Imperio, por Le Sueur; el Discurso sobre la Historia Universal, de Bossuet; los Hombres ilustres, de Plutarco; la Historia de Venecia, por Nani; las Metamorfosis, de Ovidio. (...) Plutarco fue sobre todo mi lectura favorita...» ¿Debemos creerle? Muchos críticos han asegurado que Rousseau fabuló en sus confesiones.
   Sea como fuere, su afición primero a la lectura y después al estudio le persiguió toda la vida. Nunca pisó un aula; todo lo más, junto a su primo, escuchó hasta los doce años las enseñanzas que el pastor Lambercier les impartía en su casa. A los quince, siendo aprendiz de grabador, se vuelve a aficionar a la lectura. Una mujer «famosa alquiladora de libros me los proporcionaba de todas clases (...) todo lo leía con idéntica avidez (...) a fuerza de leer se me iba la cabeza (...) Mi amo me vigilaba, me atrapaba, me pegaba y me cogía los libros. ¡Cuántos volúmenes fueron rasgados, abrasados o tirados por la ventana!».
Ahora lo vemos con veinticuatro años en la finca Les Charmettes donde pasa los mejores años de su vida con su protectora y amante la señora de Warens que le lleva trece; ella fue quien lo inició en el conocimiento y cultivo de la música. Pero allí diríamos que comienza su enseñanza superior. «Me he trazado un sistema de estudio que he dividido en dos capítulos principales: el primero comprende todo lo que sirve para iluminar el espíritu y para adornarlo con conocimientos útiles y agradables, el otro incluye los medios de formar el corazón para la sabiduría y la virtud» le escribe entonces a su padre.
En la mañana «Después de dos o tres horas de conversación me iba a mis libros hasta la hora de comer. (...) alguno de filosofía, como la Lógica de Port-Royal, el Ensayo de Locke, Malebranche, Leibniz, Descartes, etc. (...) de aquí pasé a la geometría elemental; (...) Siguió el álgebra (...) Después de esto venía el latín. (...) Antes de mediodía dejaba los libros, (...) Luego volvía a mis libros; (...) Lo que seguía con más exactitud era la historia y la geografía; (...) Había comprado un planisferio para estudiar las constelaciones; (...) Este furor en aprender se convirtió en una manía que me dejaba como entorpecido...» —no es extraño. «Seducido mucho tiempo por los prejuicios de mi siglo, consideraba el estudio como la única ocupación digna de un sabio».
Pero oigámosle de nuevo: ahora está en Montpellier donde, siempre preocupado por su dolencia urológica, se apunta a un curso de anatomía «...que me vi obligado a abandonar a causa de la horrible hediondez de los cadáveres que se disecaban y que me fue imposible soportar. (...) He aquí lo primero que debo verdaderamente al estudio; por él había aprendido a reflexionar y comparar». Y, sin embargo, curiosamente su vida intelectual seguirá también otros derroteros: la música. Cuando Rousseau con treinta años llega a París dispuesto a conquistarlo está plenamente dedicado a la música y, de hecho, donde su nombre va a ser conocido es en este campo. «No había abandonado la música, (...) al contrario, había estudiado la teoría lo bastante para considerarme perito en esta parte».
A París llega con tres cosas: quince luises, su comedia Narciso escrita a los veinte años, y su nuevo sistema de notación musical que consigue exponer en la Academia de Ciencias. Hasta aquí, atropelladamente, su insólita lucha en busca de aquella instrucción de la que carecía.


¿Rousseau músico? Esa fue su ilusión, triunfar en el campo de la obra musical. Y, sin embargo, a pesar de escribir óperas y componer, habiendo puesto todo su fervor en la música no pasará a la historia en ese campo; será conocido definitivamente como escritor aunque consiga con aquella una gran popularidad que después de su colaboración en la Enciclopedia le llevará a escribir un Diccionario sobre ella. Ni siquiera su gran triunfo Pigmalión estrenado a los cincuenta y ocho llegará apenas a la posterioridad. Acabará rompiendo con el gran músico del momento, Rameau, que lo despreciará envidioso de su éxito tras conseguir estrenar su ópera Las musas galantes; después en Versalles El adivino en la aldea y nuevamente en París la comedia Narcisse. Va a ser presentado al rey que quiere señalarle una pensión, pero Rousseau es demasiado republicano y huye, se escapa; así es Rousseau.
Entonces, ¿cómo es posible que este ignorado galeote de la música nos haya llegado como ejemplar de una mente clara exponiendo sus ideas con la pluma?
    Fue un día de octubre del año 49 cuando se hizo escritor; fue como la caída del caballo que sufrió Pablo de Tarso. Una «iluminación fulminante y brutal» tal como él mismo la definirá:
Diderot, entonces su amigo del alma sufre prisión y Rousseau lo va a ver a Vicennes frecuentemente. Aquel día, camino de una de aquellas habituales visitas tiene conocimiento mediante un periódico de un certamen: ¿Han sido las ciencias y las artes positivas para la Humanidad?, ¿el progreso de las mismas ha contribuido a depurar o a corromper las costumbres? El periódico Mercure de France invita a que se expongan ideas sobre este punto y Rousseau tiene conocimiento de ello precisamente dirigiéndose a pie —como a todas partes acostumbraba a ir— a ver a su amigo. «Nada mas leerlo vi un universo distinto y me convertí en un hombre diferente». Él, que durante un tiempo se había rendido al influjo de las artes y las ciencias, se estremece y ve claro por primera vez su error; se le caen las escamas de los ojos de la razón y, en una iluminación fulgurante, agitado por un cataclismo de ideas que acuden brutalmente y sin orden a su cerebro se tiene que sentar al pie de un olmo como si aquel relámpago de principios y percepciones le derribara. Una vez en Vicennnes, todavía desasosegado, le confiesa a su amigo su emoción y le pregunta si debe intentar exponer sus teorías.
¡Qué paradojas! Aquel éxito que lanzó a Jean-Jacques definitivamente a la fama, aquel Discurso sobre las ciencias y las artes que apasionadamente se pondrá a escribir, una diatriba que hoy nos parece una boutade y que incluso entonces debió serlo, resultó gustar por su estilo y fue premiado por la Academia de Dijon.
Pero Rousseau, como le sucedió a lo largo de su vida, tuvo que sufrir la ignominia y el ultraje, aquel «alimento de los héroes» que tanto hemos citado; la confesión hecha a su amigo y sus planes de escribir sobre el tema servirán para que más tarde el discurso sea atribuido a Diderot, al menos las ideas cardinales allí expuestas.
¡Pobre Jean-Jacques!; ya Diderot no era su amigo, se habían distanciado y nadie lo defenderá. «Estamos engañados por la apariencia de un bien», nunca más a propósito ese lema con el que había concurrido a aquel certamen que, de momento, le significaba una medalla de oro de gran valor como resultado de la feliz votación de los académicos. «Dijon había coronado sobre todo una elocuencia y una retórica de un tono nuevo.... que condenaba —¡precisamente!— los valores que se suponía que los académicos tenían que defender»(2). «Me hice escritor casi a pesar mío, fui arrojado por sorpresa en esa funesta carrera».

   Y, sin embargo, aquello era únicamente el principio de su abrumadora y variopinta obra revestida de pensamiento, o viceversa. Durante diez años llevará a cabo toda su más importante producción literaria comenzando por el segundo discurso, el del origen de la desigualdad entre los hombres que, como el anterior, obedecía a un certamen de la Academia de Dijon. Y aunque no hubo premio sí hubo reconocimiento y... odio, el de los enciclopedistas encabezados por Voltaire: «Jamás se ha derrochado tanto ingenio en querer convertirnos en bestias. Cuando se lee vuestro libro entran ganas de andar a cuatro patas» le contesta acusándole recibo de haberlo recibido  —para Engels «una obra maestra de la dialéctica». Faltaban siete años para que diera a la luz su revolucionario Contrato social tras publicar Julia o la nueva Eloísa y Emilio o la educación.
   De este ultimo yo le pediría al lector desconectado de Rousseau que tratara de leer exclusivamente el relato titulado Profesión de fe del vicario saboyano. Es cautivador leer lo que su portentoso intelecto le dicta, todo ello disfrazado bajo la supuesta confesión que le hace un tercero.


   Dejemos hoy a Rousseau del que no pararíamos de hablar. Solamente recordar que a todos sus reveses debemos añadirle que durante toda su vida fue un enfermo. Su retención crónica de orina le fustigó sin piedad; «Los médicos no conseguían aliviarlo... Se veía condenado al uso más o menos continuo de la sonda..., la enfermedad cada día lo aisló más. En compañía, siempre le costaba mucho dominar sus molestias... ¿Hay que decir que le salvó de los demás? Sin ella, posiblemente no hubiese sido más que un filósofo entre los filósofos...»(3)
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(1) Fco. Javier Hernández: Introducción a Las ensoñaciones del paseante solitario
(2) Raymond Trousson: Jean Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una conciencia
(3) Jean Guéhenngo: Jean-Jacques Rousseau