lunes, 21 de enero de 2013

Día Ochenta y ocho: Whitman, épico y elegíaco sin normas ni recato


Dejó escrito Borges acerca de Walter Whitman que «Quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de cualquiera de las piadosas biografías del escritor, se sienten defraudados. (...), buscan al vagabundo semidivino que le revelaron los versos y les asombra no encontrarlo...». Y es verdad que tras la lectura de, no digamos esos 390 poemas sino simplemente del primero de ellos, Canto a mí mismo de más de ochenta páginas y cincuenta y dos estrofas, es verdad que el encandilamiento y el arrebato es tan brutal que uno espera encontrar en su biografía un verdadero héroe con sus increíbles andanzas y aventuras... pero, ¡caray!, tampoco se puede decir que la biografía de Borges haya dejado pequeña a la de Whitman.

    Tengo que confesar que lo primero que de Whitman leí en mi vida fue una cita que otro autor traía a las páginas de un libro que ahora no recuerdo. La interpreté como un credo del norteamericano y la guardé en mi zurrón. Decía así:
«Esto es lo que tenéis que hacer: amar la tierra, y el sol, y a los animales, despreciar la riqueza, dar limosna a todo el que la pida, defender a los tontos y a los locos, dedicar vuestros ingresos y trabajo a los demás, odiar a los tiranos, no discutir sobre Dios, tener paciencia e indulgencia con la gente, no quitaros el sombrero ante ninguna cosa conocida o desconocida, ni ante ningún hombre ni ningún grupo de hombres; frecuentar libremente a personas poderosas sin educación, y a los jóvenes, y a las madres de familia, leer estas Hojas de hierba al aire libre en todas las estaciones, en todos los años de vuestra vida; reexaminar todo lo que os han contado en la escuela o en la iglesia, o en cualquier libro, y rechazar todo aquello que insulte a vuestra alma». Hoy la tengo incorporada a mi Breviario de certidumbres  a la misma altura que los asertos de Séneca o Montaigne.
    Y nos surge irremediablemente la pregunta: ¿de qué manera y por qué caminos que no fueran los de su vagabundeo se cultivó Whitman? Se dice que llegó a leer a Hegel, a Fichte y a Nietzsche. Y, si así fue ¿los pudo entender con su elemental cultura adquirida hasta los once años en una escuela rural...? Esto y mucho más, muchísimo más, es un enigma. Sin embargo, no nos importa a quién leyera o dejase de leer; durante toda su vida es posible que no dejara de hacerlo aunque no sepamos qué libros leyó; pero estamos del todo seguros de que no dejó de leer en la mirada y en los hechos de los seres humanos; en los animales más insignificantes y en los brutos; en los bosques, en las campiñas y en los desiertos; en el mar y en el viento; en el cosmos, en los astros..., en el firmamento. «Creo que una brizna de hierba no es menor que la senda que recorren los astros». Y de esa forma, leyendo esos textos vivos, tuvo que aprender muchísimo.
    Sabemos que en sus «piadosas» biografías se habla de un Whitman periodista a los veintiún años; un periodista de varios diarios —sucesivamente— en los que al parecer él mismo era el periódico. En alguno de ellos fue al tiempo director, redactor jefe, cronista, reportero, compositor del texto en el taller y distribuidor a caballo del mismo. Pero ya sabemos que a Tocqueville, por aquellas mismas fechas, le sorprendió enormemente que en cada villorrio ya se editase allí, en la joven América de entonces un periódico, algo que en tamaño debía parecerse a la «Hoja dominical» que se nos distribuía en la parroquia durante nuestra infancia a muchos de mi edad. 
    Cuando se leen aquellos vibrantes versos escritos con un nuevo lenguaje poético para la elegía y la épica, aquella prosa musical de su Canto a mí mismo, uno se transmuta, se apasiona y se estremece. «I'll pour the verse with streams of blood, full of volition, full of joy». Y así fue en realidad; vertió sus versos con raudales de sangre, y los colmó de determinación y de alegría. Versos sin métrica, rima o norma alguna, y sin el menor recato o comedimiento para el lugar y el tiempo en el que estaba versificando. «Creó un verso que no se sujetaba a ningún tipo de métrica determinada. Con el verso libre, Whitman conseguía poner su poema en consonancia con el espíritu libre, dinámico, versátil y revolucionario del país que intentaba retratar»(1). Versos que entre sus puritanos compatriotas sonaron mal, escandalizaron y, lo que es peor: excepto por muy pocos fueron comprendidos.
    En cierto aspecto su gran obra podríamos compararla con aquella De la naturaleza de las cosas de Lucrecio, también en verso, en la que de todo se hablaba. Aunque Leaves of grass es más un compendio de expresividad y pensamiento, dolor, historias, orgullo, creencias, negaciones, también confesión, defensa de principios, ternura, filias y fobias. Whitman, en esa su interminable y única obra, diríamos que como Baudelaire en su única poesía, la de toda su vida, canta sin pudor al cuerpo y a la esencia, a la carne y al espíritu: Soy el poeta del cuerpo y soy el poeta del alma. «Yo me celebro y me canto» —comienza diciendo— y sigue cantando a la naturaleza entera, a la que es y a la que haya dejado de ser. Atrevido en grado sumo dice que «Es inútil la insolencia o el recato»; «Canto a la exaltación o a la soberbia»... Y no deja nada sin cantar; canta tanto a lo que vive como a lo exánime o a lo inmaterial, y en su canto incluye a Manitú, a Alá y al crucificado.
La estuvo corrigiendo e incrementando desde que la comenzó hasta el año de su muerte; la publicó diez veces llegando a transformar aquel primer ejemplar de doce poemas en una obra de trescientos noventa. Fue la historia de su vida. 

    Hablábamos de su biografía. ¿Qué hizo, o a qué se dedicó aquel robusto americano nacido en una granja de Long Island en el año 19 del siglo 19, hasta que publicó por su cuenta, él mismo en un taller tipográfico y por primera vez sus versos Hojas de hierba a los treinta y seis años? Tiene razón Borges: nada sublime ni importante. Ya abandonada la escuela comienza en una imprenta como aprendiz de tipógrafo, imparte clases en las escuelas por las aldeas, trabaja en el periodismo tal como hemos explicado y se dedica a la carpintería de la construcción.
    Sin embargo, a sus cuarenta y tres años comienza para él una etapa muy diferente que le dejará huella. Estamos en plena Guerra de Secesión americana y él, con esa edad, no está ya para combatir en el frente. Decide marchar en busca de su hermano por los campos de batalla de Virginia; y allí, vagabundeando por las inmediaciones del Potomac y de Washington se dedicará a cuidar de los soldados enfermos y de los moribundos.
 Durante esos años cantará a la guerra: «Yo también, sombra altiva, he cantado a la guerra, a una guerra más prolongada y grande que ninguna», y añadirá a su gran poema más versos: Redobles de tambor. Allí tuvo ocasión de conocer otra cara de su país; verdaderamente llegó a saber de su idolatrada América cuando convivió con los dolientes soldados de la Unión destrozados en los campos de batalla, experiencia traumática a la que se entregó al tiempo que ejercía como excepcional cronista en la retaguardia. Estimó que en los tres años allí pasados como enfermero, cuidando y consolando heridos entre los hospitales de campaña y también asistiendo a los médicos en sus rudas operaciones quirúrgicas —llego a desmayarse—, había hecho más de seiscientas visitas y había asistido a unos ochenta o cien mil soldados heridos y enfermos. Armado como siempre con sus minúsculas libretas (así dice en sus Diarios de guerra), desde el principio fue guardando «pequeños cuadernos con notas improvisadas a lápiz...», y llegó a garabatear «...quizás cuarenta de esos pequeños cuadernos»: los «Moleskines» de nuestros días. Si fue de esa manera... ¡sí que tenía Whitman una biografía!

Lo habíamos dejado en Washington, donde tras la guerra se convierte en un burócrata del gobierno. En el Departamento de Interior se ocupa de los asuntos relativos a los indios. Pero lo echan cuando se le acaba identificando como el autor de aquellas Hojas de hierba, esa libertina obra. Consigue seguir trabajando sin embargo en la oficina del Fiscal General. Esa etapa washingtoniana termina no obstante cuando con cincuenta y cuatro años le ataca una parálisis y también muere su madre. Se marcha para New Jersey y, a pesar de la enfermedad que lo avejenta, viaja, da conferencias y escribe.
Su vida, su hazaña y su obra terminará a los setenta y dos, ya establecido desde los sesenta y tres en Camden, New Jersey, donde vive una hermana. Y decimos que termina allí «su obra» porque hará imprimir entonces, ese año, la décima edición de su Leaves of grass que se será conocida como la «del lecho de muerte». Se encontraba inválido y era cuidado por una viuda en una pequeña vivienda a la que acudían infinidad de admiradores visitantes de todo el orbe.

    Sin querer —o un poco queriendo— hemos bosquejado una biografía. ¿Nos falta apuntar algo más? Sí, la «comidilla» sobre sus inclinaciones sexuales. Se ha hablado de «cruel desgarrón en sus apetencias sexuales», de «sublimación de sus inclinaciones homoeróticas en un ideal de camaradería universal», de «un homoerotismo puro y expansivo». Es fácil y comprensible entender que algo de eso hubo en su vida. La sensualidad y carnalidad que trepidan en su gran poema señalan pistas para pensar así. Nunca se casó y a menudo se refiere a esa gran camaradería con jóvenes amigos.
Únicamente me resta decir que acerca de todo ello se le puede preguntar a García Lorca leyendo su poema Oda a Walt Whitman.
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(1) Sam Abrams, Lecciones de Literatura Universal