Seguro que si alguien se atreviera a decirnos: «¡La cantidad de afinidades existentes entre Wilde y Nietzsche!» nos echaríamos a reír; pensaríamos que se trata de un loco o que no sabe nada de tales personajes. Es por ello que... —primero de todo me disculpo si es que estuviera equivocado— me permito invitar al lector curioso a que me siga antes de abandonar a Wilde.
¿Qué pueden tener en común estos dos escritores? ¡Es sorprendente! Se diría que en lo más íntimo les unen mayor número de matices que aquellos que los separan. A mí, en primer lugar, me gusta imaginarlos en su época —que es una misma— y en un idéntico territorio que es la Europa de la segunda mitad del siglo diecinueve. Por ella transitan Nietzsche y Wilde ensimismados en un mismo tema: aquella cultura griega hedonista y pagana que el mundo llegó a perder. Es su tragedia, y recuperarla es su norte, su ideal, su lucha y su sueño imposible. «¡Oh, aquellos griegos! Sabían lo que es vivir». Cada uno lo lamenta a su manera y cada uno lo predica con su particular estilo. Cómo regresar a aquel edén, cómo invertir los valores morales de su tiempo, liberar «todo lo que hasta hoy se ha venido prohibiendo, despreciando y maldiciendo». Lo que ambos pretenden es que para el arte y la belleza no exista moral alguna, anhelan «el retorno del espíritu griego», quieren que se comprenda «lo que fue el fenómeno dionisíaco entre los griegos». «Lo que yo llamé dionisíaco (...) es la afirmación de la vida»; «yo soy el primer inmoralista» proclama Nietzsche.
Las coincidencias tienen comienzo cuando ambos empiezan a estudiar filología clásica en sus respectivas universidades; continúan cuando salen de allí seducidos por aquella cultura y se prolongan a lo largo de su existencia pretendiendo que el dios Dionisos, con su corona de hiedra y su cuerno de vino en la mano, vuelva a bailar al son de la flauta entre los faunos, sátiros, ninfas y bacantes. «Mi filosofía triunfará un día sobre este lema: "Nos arrojamos en brazos de lo prohibido"» aseguraba Nietzsche mientras Wilde lo estaba ya haciendo.
Si hablamos de estética (aquello que para Wilde era primordial y reconocía por encima de la ética) Nietzsche no duda en asegurar que en su obra El origen de la tragedia «los valores estéticos son los únicos valores reconocidos».
¡Qué casualidad que Nietzsche afirme que «El artista de verdad no tiene en Europa más patria que París», y que Wilde exclame «Soy francés de corazón». Aún más: ¿no es sorpresivo que asegure el primero: «Sólo creo en la cultura francesa» y que Wilde le replique «No hay literatura moderna fuera de Francia»? Aunque eso sí: Nietzsche admira a Stendhal y Wilde a Baudelaire.
Pero existen más puntos en común: no sólo cultivan prosa aforística y ensayística, sino que criticando cada uno a su manera aquella sociedad decadente —uno lo hacía escribiendo teatro y otro filosofía— los dos nos dejaron poesía, prosa rítmica y estrofas rimadas. Es más: en Nietzsche «el lenguaje filosófico se aleja de la demostración matemática para acercarse a la poesía»(1). Sin embargo, para ser totalmente precisos les separan dos cosas: Wilde, protestante, no dejó durante toda su vida de acariciar la idea de hacerse católico; Nietzsche abominó durante toda la suya del cristianismo.
El último día hablamos de la misoginia helénica de Wilde y citábamos algunas «lindezas» dedicadas a la mujer. Nietzsche no se buscó un «erómeno» como hizo Wilde, pero he aquí otros comentarios suyos sobre la mujer que salpican varias de sus obras; comparémoslas con aquellas:
«La mujer es vengativa; ello viene determinado por el hecho de su debilidad»; «La mujer perfecta desgarra cuando ama»; «La mujer necesita hijos; el hombre no es para ella más que un medio»; «¿Vas con mujeres?, no te olvides del látigo»; «El carácter distintivo del hombre es la voluntad, el de la mujer, la sumisión —¡esa es la verdadera ley de los sexos!»; «Un hombre que ama a una mujer se convierte en esclavo»; «Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera, para un hombre profundo y ateo, algo completamente repugnante o ridículo...».
Y ahora me pregunto: ¿no parece imposible imaginarse a cada uno de estos dos «Quijotes» los cuales están enamorados de una misma «Dulcinea» —aquel sueño imposible: la Grecia clásica— no parece imposible imaginarlos, digo, en un estilo de vida tan distinto como el que llevaron? Wilde dijo que su genio lo había puesto en su vida y el talento en su obra, y de Nietzsche se podría decir lo opuesto. Observemos a Nietzsche:
Es un solitario; su única compañía es la soledad. Ha procurado huir siempre de las multitudes; en la pensión o en el hotel exige comer solo y antes de que lo hagan los demás huéspedes; generalmente cena y desayuna en su habitación preparándose él mismo sus potingues. Descuidado en el vestir —lo hace desaliñadamente aunque no con prendas raídas— allá va con sus enormes mostachos desbordados y con su libreta en un bolsillo en busca de ideas para sus libros.
Lo hace en el verano en los Alpes suizos y durante el invierno al lado del Mediterráneo. En aquellos —por ejemplo en los alrededores de St. Moritz y Sils Maria— llega a andar hasta siete u ocho horas diarias por senderos entre montañas. A seis mil pies de altura, «por encima del hombre y del tiempo» bordeando el lago de Silvaplana y junto a «una roca formidable que se alza en forma de pirámide» se le ocurre la idea del Zaratustra, Al borde del abismo del torrente Fex durante su estancia en Sils Maria concibe La genealogía de la moral.
Ahora es invierno y camina a lo largo del Po o por la bahía de Rapallo o la de Santa Margherita hasta el promontorio de Portofino; Humano, demasiado humano fue redactado en Sorrento; todas las frases de Aurora están «pescadas en ese conjunto caótico de rocas que hay cerca de Génova, en el que me encontraba a solas, confiando mis secretos al mar».
Y, mientras tanto, ¿cómo se conduce Wilde? Wilde detesta la soledad; frecuenta los ambientes elegantes donde hace gala de su conversación, donde la aristocracia y los adinerados suelen codearse con los actores y artistas de moda. Allí está Sarah Bernhardt entonces en su esplendor; lugares donde puede tomar nota mental para sus obras teatrales de los vicios, la falsedad y la hipocresía de aquella sociedad a la que desprecia. No es extraño que en sus obras habitualmente figure un aristócrata.
Dentro de lo que él considera la más pura estética Wilde viste muy cuidadamente, aunque resulte en aquellos tiempos un atuendo algo estrambótico. Con sus zapatos de hebilla, su chaqueta ribeteada, sus calcetines largos y su calzón corto, todo ello complementado con una corbata llamativa y un girasol o un lirio en la solapa se mueve en los salones a veces a costa de haber tenido que hacer un gasto, un obsequio: «Para tener hoy acceso a lo mejor de la sociedad, a la gente hay que echarle de comer, divertirla o escandalizarla».
Wilde además bebe y trasnocha; épocas hay en las que se levanta después de las dos o las tres de la tarde tras haber frecuentado hasta altas horas de la madrugada lugares prohibidos con especiales reservados.
¿Pueden existir mayores diferencias en sus conductas? Pensamos que no. Posiblemente Nietzsche fue exclusivamente el teórico de aquella cultura griega y Wilde el que además pretendió ponerla en práctica.
Se llevaban cabalmente diez años y unas horas, y tras enormes tragedias ambos fallecieron en 1890.
«Se paga caro ser inmortal. (...) Existe algo a lo que yo llamo rencor de lo grande: todo lo grande —una obra, una acción— se vuelve, una vez acabada, contra quien la hizo». Nietzsche.
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(1) López Castellón; Estudio Preliminar a Ecce Homo