lunes, 10 de diciembre de 2012

Día Ochenta y tres: El insondable, enigmático y desconcertante Rilke


«No puede haber un buen poeta sin un enardecimiento de locura» conjeturaba Demócrito de Abdera. «Para escribir, para meditar, es preciso recogerse hacia el interior, reconcentrarse, volver la atención de espaldas al mundo y operar sobre el botín que dentro se tenga». «Hay escritores para quienes crear es contradecir su vida buscando en la obra el complemento de lo que a su vida faltaba».
Tanto lo dicho por Demócrito como las dos aseveraciones de Ortega y Gasset nos vienen muy a propósito hoy para comenzar a inmiscuirnos en la insólita vida de Rainer Maria Rilke y para escrutar su obra. Veremos que todo lo anterior le era muy característico o privativo.

A uno le gustaría comenzar con Rilke, sobre todo con Rilke, hablando de su lugar de nacimiento, familia, adolescencia, etc. Pero eso sería biografiar, y lo que aquí pretendemos es esbozar unos trazos lo suficientemente relevantes que nos permitan atisbar al personaje de un solo golpe y con muy pocas líneas escritas, pero que al tiempo y sin menoscabo nos proporcionen la más fiel impronta posible suya. ¡Difícil tarea con Rilke!, porque... el título lo dice todo. 
¿Amó realmente Rilke? Pues no se sabe; él en alguna ocasión había admitido que era incapaz de amar. Pero, si es que amó, ¿en qué forma lo hizo? Lou Andreas-Salomé, Magda von Hattingberg (Benvenuta), Clara Westhoff, Ellen Key, Paula Becker, Alice Fähndrich, Baladine Klossowska (Merline), Marie von Thurn und Taxis, Lou Albert-Lasard, Claire Studer, Nanny Wunderly, Erika Mitterer, Genia Tschernosvitow..., son algunas de las mujeres (casi todas pertenecientes al mundo del arte) con las que tuvo relaciones. Rilke no podía vivir alejado de las mujeres, no podía hallarse sin presencia femenina. Se ha llegado a la conclusión de que lo que Rilke amaba era estar constantemente cerca de una mujer que lo amara y a la que no le importara no ser correspondida por él; algo que denominó como el «amor intransitivo», o amar sin esperanzas, sin recibir respuesta, amar a alguien sin la certeza de un amor recíproco. «Todo amor supone para mí esfuerzo y tensión»; «El hombre con una misión quiere ser querido, no quiere querer». Ese es el caso de aquel Rilke que estaba persuadido de que tenía una misión; son palabras suyas. Y, sin embargo, con una de aquellas, con Clara Westhoff, escultora, llegó a casarse; y aunque siguieron en lo sucesivo relacionándose, el matrimonio duró escasamente un año a pesar de haber tenido una hija. Difícil por tanto conocer cuales eran para él los límites del amor que, en principio, colisionaban con su misión y con su intenso afán de soledad. Y ello nos trae otra idea suya: la «guarda de la soledad». «A mi entender, la misión más importante en la unión de dos seres es que el uno guarde la soledad del otro». Rilke jamás quiso perder la suya.
Terminemos con esta faceta del amor y la mujer en su vida —aunque sobre la soledad nos queda mucho que decir. Parece ser, y hay unanimidad entre sus hagiógrafos, que la necesidad de tener una mujer a su lado pudo ser debida a una búsqueda continua de protección femenina debida a la falta de amor filio-maternal del que estaba necesitado, o en otras palabras la inmensa nostalgia de una madre que nunca tuvo. La suya, Sophia Entz, fue aborrecida por su hijo a lo largo de toda su vida. Le resultó «un ser ávido de placeres y miserable» al que le otorgó un desprecio y una aversión total. Hasta los cinco años —alguien ha escrito siete— lo vistió y cuidó como una niña recordando a su hija que a las pocas semanas se le había muerto. Y si ello no nos parece suficiente trauma, digamos que a los diez es inscrito «gracias» a su padre en una Escuela preparatoria militar en la que permanecerá cuatro años antes de ingresar en la Academia superior donde... ya no podrá soportarlo y la abandonará antes de un año. En síntesis, un doble choque psicológico.
La experiencia militar le significará una de las etapas más negras de su existencia; una época que él llegó a comparar con La casa de los muertos; de aquella vida salió «extenuado y maltratado física y espiritualmente». Allí comenzó «un camino hacia adentro...». Expresión que repetidamente, como un lema de su existencia, la tendrá especialmente presente en sus diarios y la predicará a los demás en sus cartas.
Hemos escrito "cartas"; y es que acabamos de dar con otra excepcional faceta suya. Rilke resultó ser, o se comportó como un escritor de cartas compulsivo hasta el punto de que días hubo en que llegó a escribir más de una docena: «...muchas, muchas cartas, espontáneas, hermosas, que me salieron como brotadas del corazón». Tal es así que cuando se indaga en su obra, entre todo lo publicado, la escritura epistolar es posiblemente la que más se prodiga; abundan las Cartas...: ...a un joven poeta; ...a Benvenuta; ...a Rodin; ...a una amiga veneciana; ...del vivir; ...del joven obrero; ...a Merline. Y en esas cartas es corriente encontrar su escapada al interior, aquella huida hacia adentro que, junto con aquella misión que él decía que tenía que cumplir, componen «una personalidad quebrada o por lo menos conflictiva, de práctica psicoterapéutica»(1). «Adéntrese en sí mismo...»; «Describa sus tristezas y anhelos...»; «Camine hacia sí mismo...»; «Busque lo hondo de las cosas»; «Ame su soledad y soporte el dolor que causa»; «Debe con dignidad soportar la vida».       
    Es lo que él mismo se propuso hacer sufriendo aquella «...atroz e inconcebible polaridad entre la vida y el trabajo supremo» o, sencillamente, la exigencia de un nivel muy alto de rigor y una gran precisión en su obra que lo llegó a atormentar. Como dice J. A. Marina, «Rilke fue un poeta que vivió su poesía a tiempo completo, pensando que ella era la gran descifradora de la realidad». De ahí su gran lucha interior con sus angustias y sus tempestades internas; su temor a volverse loco que desde los veinte años no le abandonará en ningún momento; de ahí su vida: pura aflicción con insuperables contradicciones y extraordinarias zozobras. Y de todo ello brotará la mejor poesía y prosa poética que a la literatura universal del pasado siglo le haya aportado la literatura alemana. Alemana puesto que, aunque nacido en Praga, René Maria Rilke vio la primera luz en 1875, y entonces Bohemia era parte del imperio austro-húngaro. Excepto el francés de sus últimos años, aquella fue la lengua en la que escribió. Ah, y ese René era su auténtico nombre, el cual al parecer se lo cambió por Rainer una de sus amantes: Lou Andreas-Salomé, la misma que había llegado a fascinar a Nietzsche.
    Ella y Marie von Thurn und Taxis fueron las dos mujeres que más se preocuparon por confortarlo, aquietarlo y asentarlo; fueron las que le proporcionaron más consuelo y apoyo a fin de que encontrara el equilibrio que necesitaba. Las dos eran casadas y catorce y veinte años respectivamente mayores que él; ¿hablábamos de amor maternal?
Lou, a la que conoció cuando contaba veintidós años y con la que viajó a Rusia dos veces —algo que significó una etapa fundamental para su obra y que se tradujo en su  Libro de horas— nos dejará noticia de sus convulsos accesos de llanto a causa de auténticas nimiedades, así como de sus terribles crisis de miedo que hasta le llevaban a arrojarse al suelo para evitar supuestos peligros. No obstante, nunca llegaron a romper y no dejaron ambos de cartearse durante el resto de la vida del poeta. A Marie, por otra parte, le debe la literatura universal las Elegías de Duino. En el castillo que ella tenía en Duino, en la costa del Adriático, y en el que como su huésped se aisló Rainer varias veces para escribir, nacieron aquellas.
Hemos hablado de su patria, y ello exige hacer un alto en nuestra reseña. Rilke nunca se sintió ligado a país alguno; Rilke fue durante toda su existencia un apátrida. Viajará febrilmente de ciudad en ciudad, lo mismo que de país en país, sin otra razón aparente que el partir por partir, como los grandes viajeros. «No me está todavía permitido tener casa, (...) lo mío es vagar y esperar». No echará raíz en sitio alguno; buscará siempre una excusa, alguna tan peregrina como que en una sesión de espiritismo una voz le diga que debe ir a Toledo. Pero hay que suponer que junto con su constante desasosiego, lo que más le impulsaba a realizar aquellos bruscos viajes era la búsqueda de motivos e inspiración para su obra. Como dato anecdótico citaremos que se han calculado en más de cincuenta las residencias que tuvo durante los cuatro años anteriores a la Gran Guerra. Viajero solitario buscando inspiración —y una mujer cerca— pero siempre y ante todo la soledad, su vida fue una perpetua contradicción; se aislará existencialmente sometiendo su vida a su vocación. «Mi soledad, esta máxima peculiaridad de mi existencia».

Sin embargo y para terminar, es tiempo ahora para decir algunas palabras acerca de una de sus obras, precisamente aquella de sus escasas creaciones en prosa que más ha trascendido a toda clase de lectores. Nos estamos refiriendo a Los apuntes de Malte Laurids Brigge conocidos también como Los cuadernos de Malte. La etapa de su vida que Rilke pasa en París con ocasión de escribir sobre Rodin —tenía veintisiete años— le marca tan definitivamente como los viajes a Rusia. Para él París no será nunca la ciudad luz sino la ciudad «carroña», tal como él la definió tomando esa palabra de una de las flores del mal de Baudelaire. En París siente el «miedo absoluto» y «la existencia de lo terrible» y lo deja inmortalizado en unas notas que supuestamente va escribiendo un irreal joven danés de nombre Malte Laurids Brigge llegado como él a esa ciudad —aunque en el trasfondo está el escritor noruego Sigbjörn Obstfelder al que leía y admiraba, alguien eternamente errabundo y, como él, entregado en alma a escribir.
Estos apuntes, notas o vivencias que la vida en aquella ciudad le sugiere, se van mezclando también con sus memorias y evocaciones infantiles para darnos como resultado una obra de nuevo cuño para su tiempo, comparable únicamente a la de Proust. Y ello porque Rilke no sólo renunció en ella «...a la estructuración cronológica de la acción, inscribiéndose así en las corrientes más avanzadas de su tiempo»(2) como aquel hizo, sino que «...el gran parentesco espiritual que existe entre personaje y autor»(3) es el mismo del que Proust se valió. El mismo Rilke habla del «Malte» mencionando «...la gran cantidad y variedad de evocaciones» que en la obra existen, y añade que: «Puede decirse que el lector no se comunica con la realidad histórica o imaginaria de tales evocaciones sino que, por medio de ellas, se comunica con las vivencias de Malte». O en otras palabras Los cuadernos de Malte fue una obra pionera. Se diría que fue la primera versión o intento de buscar el tiempo perdido. «To a limited extent, we can compare Proust's probing into innumerable areas of psychological, cultural, and historical discovery in In Search of Lost Time with The Notebooks of Malte Laurids Brigge published in 1910»(4) —recordemos de paso que la obra de Proust comenzó a aparecer en 1913.
Y nadie está hablando de plagio sino de una coincidencia, quizá como la que existió entre sus vidas: se llevaban cuatro años y vivieron los dos cincuenta y uno. Pero, además, París es el eje de la acción de las dos obras que fueron escritas en una misma época, y, al igual que la gigantesca obra de Proust —4.300 páginas— esta menuda obra de sólo ciento setenta ha sido tildada de autobiografía mientras que ambos autores las reconocieron como novelas; ambos habían ya escrito sus autobiografías que nunca llegaron a publicar en vida, la de Rilke llevaba el título de Ewald Tragy y vio la luz tras su muerte. Finalmente, cuando por primera vez se editaron los seis tomos de las obras de Rilke vio también la luz el último de los siete de Proust. Pero hay una gran diferencia: que en la obra de Rilke las muchachas nunca fueron en la realidad jovencitos. Citemos que aunque Rilke leyó y tradujo a Gide y a Valéry, a los que además de admirarlos trató personalmente, él y Proust no llegaron a conocerse.
Rainer —como a él a veces le gustaba firmar— terminó su estancia en París agotado y enfermo debido al profundo rechazo, «el miedo, la soledad, lo inhóspito y sombrío de la ciudad», pero continuó escribiendo sus «apuntes» durante seis años. Cuando le dio fin a esa obra tuvo comienzo la segunda mitad de su vida que, precisamente, fue muy distinta de la primera; entre otras cosas  porque en ella se producirá una agudización de su inestabilidad emocional. Fallecerá en diciembre de 1926 en un sanatorio de Valt-Mont, en Suiza, de una leucemia. Hacía tiempo que había escrito: Quiero soterrarme con el invierno (...) quiero cubrirme de nieve por amor a la próxima primavera...».


El extraño epitafio que escribió para su tumba...: «Rosa, contradicción pura. Placer de no ser sueño de nadie debajo de tantos párpados» ...está esperando todavía ser descifrado.
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(1) Eustaquio Barjau, Lecciones de literatura universal 
(2) Federico Bermudez-Cañete, Rilke, vida y obra
(3) Eustaquio Barjau, Rilke
(4) Gerald Gillespie, Proust, Mann, Joyce in the modern context