«Al
despertar Gregor Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo,
encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase
echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la
cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por
curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la
colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo.
Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con
el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el
espectáculo de una agitación sin consistencia».
¿Se puede
comenzar a leer una historia tan alucinante y extraña cual parece
ser esta y no seguir leyendo? Como la mayoría conoce o intuye se
trata de su más célebre novela La
metamorfosis. La escribió con veintinueve
años a finales de 1912, pero él no le dio demasiado valor: «Gran
aversión a Metamorfosis. Final ilegible. Imperfecta casi hasta la
médula. Habría quedado mucho mejor si no me hubiera interrumpido
por entonces un viaje de negocios...». Y es
que, afortunadamente, Kafka dejó diarios y muchas cartas; aunque...,
estos diarios y cartas nos hayan confundido a la mayoría.
Entremos
en materia: «Estoy hecho de literatura, no
soy ni puedo ser otra cosa». Sí; sí era
otra cosa además de literatura. Como está reconocido hoy día,
Kafka fue sobre todo miedo y deseo.
La
imagen que Kafka nos ha transmitido con su obra —cuyo tema
fundamental y constante es la culpa y la condena, una obra en la que
todos los protagonistas sufren situaciones inconcebibles e
inexplicables—, esa imagen junto con la que de él nos transmiten
sus diarios y cartas ha llegado a nosotros envuelta en un aura de
misterio. «Toda la vida de Kafka fue una serie de vacilaciones sobre
el proceso de condenarse a sí mismo y de ejecutar la sentencia»(1).
Palabras comunes a esa imagen y que a menudo se repiten
en boca de él o de sus personajes nos pintan un hombre sometido a
represión y con un constante temor. Un hombre dominado por una
perseverante angustia, abrumado por el sin sentido, torturado por mil
ansias, atormentado, inseguro, que se siente ridículo y que sufre el
autodesprecio, acobardado y lleno de repugnancias, encastillado en la
introspección, compungido, avergonzado, saturado de culpabilidad y
sumido en la frialdad, en la reserva y en el retraimiento... Y aunque
de todo eso hubo en su personalidad, lo que verdaderamente predominó
en su siempre transmutante mente velada a los demás fue el deseo y
el miedo.
En
sus diarios y cartas Kafka se lamenta continuamente. No lo olvidemos:
es un continuo lamento. Se queja de su familia, especialmente del
padre que nos aparece pintado como un ogro: «La
sóla visión de aquellos de quienes procedo me llena de
consternación (...) La vida es sencillamente terrible».
Considera fastidioso su trabajo que no le deja escribir:
«Mi trabajo se me hace insufrible porque entra en conflicto con mi
único deseo y mi única vocación, que es la literatura»;
«...perder seis horas al día (...) es una doble vida espantosa...»
Su vida amorosa, a la que le dedica cartas y más cartas, es otro
motivo de queja y desazón: «El sexo sigue
corroyéndome, me acosa día y noche, para satisfacerlo tendría que
vencer el temor y la vergüenza y probablemente también el dolor»;
«Me comprometí dos veces (si se quiere, tres; es decir, dos veces
con la misma joven), y las tres veces rompí el compromiso pocos días
antes del casamiento». Y, finalmente, él
mismo se siente repulsivo externa e internamente: «¿Cómo
es posible, Milena, que todavía no sientas temor o repugnancia hacia
mí o algo parecido?»; «Si me faltara un labio superior aquí, un
lóbulo de oreja allá, una costilla acá y un dedo acullá, si
tuviera claros de calvicie en la cabeza y picaduras de viruela en la
cara, todo ello no sería aún un correlativo físico adecuado de mi
imperfección interna».
Pero
no nos engañemos. La vida de Kafka no fue ninguna tragedia; él la
hizo trágica o la sintió inexplicablemente trágica. Y ello lo
sabemos cuando leemos las biografías que sobre él se han escrito
—incluida la de su mejor amigo Max Brod— por las que conocemos un
Kafka que vive con su familia hasta los treinta y dos años porque a
él le da la gana; que ríe, se lo pasa bien y se divierte con sus
amigos; que nada, rema, juega al tenis, conduce motocicletas y sube a
caballo; que juega al billar y holgazanea; que acude a los burdeles y
a toda clase de espectáculos y hasta lleva prostitutas a hoteles;
que veranea en multitud de sitios; que se enamorisquea con una
frecuencia pasmosa; que viaja frecuentemente por placer o como
ejecutivo del Instituto de Seguros en el que trabaja, donde tiene un
horario reducido y cómodo (que él se ha buscado) al tiempo que goza
del aprecio de sus superiores. Si realmente hubo una gran tragedia en
su vida esa fue su tuberculosis; ni siquiera lo fue el ser judío.
Kafka
se estuvo debatiendo constantemente entre el miedo y el deseo. Kafka
es un constante quiero... pero no; no se atreve. Se promete en
matrimonio varias veces y otras tantas se echa para atrás. Duda,
todo le abruma, malgasta el tiempo y lo reconoce; él desearía
disponer de todo el tiempo del mundo para escribir..., y seguiría
dejando todo inacabado tal como lo dejó. Dice que «...escribir
es para mí lo más importante del mundo...», y
desea escribir una obra que como a Mann le dé una independencia
económica para dedicarse exclusivamente a la literatura, o que su
progenitor le proporcione una autonomía financiera como la que
disfrutó Flaubert para lo mismo, —y he citado a ambos porque se
contaban entre sus ídolos. Quiere casarse, pero lo ve un
inconveniente por la sujeción a otro ser, la lógica descendencia y
su trabajo de escritor, y no se casa. Kafka desea y teme
constantemente; ese fue su gran dilema. Rodeado de amigos con
verdaderos problemas y menoscabos en sus vidas, la suya es la más
confortable; pero él nos magnifica de una manera atroz sus pequeñas
cuitas y sus insignificantes pesadumbres haciéndolo hasta extremos
inconcebibles. Kafka se siente torturado, condenado.
Quizá
en eso, en una cierta clase de expiación que fue su vida, haya que
basar la gran originalidad de su obra que posiblemente queda resumida
en el título de una de sus novelas, la cual escribió de una sentada
desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana del día
siguiente: La condena. Este
título lo dice todo; por su cobardía ante el acontecer diario Kafka
«está condenado a sentirse condenado» sin saber la razón, y por
ello es capaz de «tratar con toda naturalidad en sus obras de
ficción sucesos que cualquier lector sabe que son improbables o
directamente imposibles»(2): «existe un gran
fuego a punto para todas las cosas, para las más extrañas
fantasías...» De ahí El
proceso, El castillo, En la colonia penitenciaria, La metamorfosis,
Un artista del hambre..., todos ellos relatos
fantásticos y crueles. «¿No te produce
placer exagerar lo doloroso todo lo posible? le
escribe a Grete, uno de sus tantos amores. Y, ¿no es eso lo que hizo
Kafka no sólo con sus personajes sino con sus supuestas
«tragedias»?, o sea: su padre, las mujeres, su trabajo, la
literatura, su indolencia... A Milena, otra de sus amantes, le
escribe: «Sí, la tortura tiene muchísima
importancia para mí; mi única ocupación es torturar y ser
torturado». Y la verdad que lo consiguió.
Se torturó él mismo y consiguió torturarnos a todos los que leemos
sus relatos.
Volvamos
por ejemplo a la obra con la que comenzamos: La
metamorfosis. Él mismo ya había
experimentado la angustia de ser un insecto: «Mientras
estoy en la cama, tengo la forma de un gran escarabajo, un ciervo
volante o un abejorro, creo... Luego finjo que hay que hibernar, y
aprieto mis patitas contra mi cuerpo panzudo...» Contemplamos
ahora a Gregor, un viajante de comercio del que dependen sus padres y
su hermana, que trata de reanudar esa mañana su vida normal:
empaquetar el muestrario, coger el tren... Nada de eso le es ya
posible; como escarabajo vivirá sólo meses; se arrastrará por el
suelo del dormitorio, o adhiriéndose a las paredes con sus patitas
pegajosas alcanzará el techo al tiempo que espanta a todos con su
visión y con su insoportable olor... Kafka es minucioso haciéndonos
ver todos los detalles de la nueva vida del gigantesco y repelente
Gregor. Kafka nos infunde angustia a pesar de la rareza y
extravagancia de la historia. Y, sin embargo, refiriendose a esta
obra escribe: «Llegué al delirio leyendo mi
relato. Pero al final nos dejamos llevar y nos reímos a base de
bien». Y no sólo de ese terrorífico
argumento. Escuchemos a su amigo Max Brod: «...nos reíamos a
mandíbula batiente la primera vez que nos hizo escuchar el capítulo
uno de El proceso. Y
él mismo se reía tanto que había momentos en que no podía seguir
leyendo. Lo que no deja de resultar asombroso, si se considera la
terrorífica seriedad de ese capítulo».
¿Pero
qué extraña y veleidosa mente albergaba el cerebro de Kafka?; ¿cómo
se concibe ese desternillarse de risa con su miedo constante?:
«...sentí tanto miedo que gustosamente me
hubiera escondido debajo de la mesa»; «Pero no sólo es pereza sino
miedo...»; «El miedo a la unión, a dar el paso...»; «Desde
entonces tengo diez veces más miedo a caer enfermo...»; «Todo ello
hacía que yo notara aún mi miedo...»; «Pero luego está el miedo
a la espantosa comida obligatoria...»
Hay mucho
que hablar de Kafka.
———————
(1) Hayman,
Ronald: Kafka, biografía
(2) Begley,
Louis: El mundo formidable de Franz Kafka