miércoles, 4 de julio de 2012

Día Sesenta y cuatro: La metamorfoseante y siempre nebulosa mente de Kafka

«Al despertar Gregor Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».
   ¿Se puede comenzar a leer una historia tan alucinante y extraña cual parece ser esta y no seguir leyendo? Como la mayoría conoce o intuye se trata de su más célebre novela La metamorfosis. La escribió con veintinueve años a finales de 1912, pero él no le dio demasiado valor: «Gran aversión a Metamorfosis. Final ilegible. Imperfecta casi hasta la médula. Habría quedado mucho mejor si no me hubiera interrumpido por entonces un viaje de negocios...». Y es que, afortunadamente, Kafka dejó diarios y muchas cartas; aunque..., estos diarios y cartas nos hayan confundido a la mayoría.
Entremos en materia: «Estoy hecho de literatura, no soy ni puedo ser otra cosa». Sí; sí era otra cosa además de literatura. Como está reconocido hoy día, Kafka fue sobre todo miedo y deseo.
La imagen que Kafka nos ha transmitido con su obra —cuyo tema fundamental y constante es la culpa y la condena, una obra en la que todos los protagonistas sufren situaciones inconcebibles e inexplicables—, esa imagen junto con la que de él nos transmiten sus diarios y cartas ha llegado a nosotros envuelta en un aura de misterio. «Toda la vida de Kafka fue una serie de vacilaciones sobre el proceso de condenarse a sí mismo y de ejecutar la sentencia»(1).
Palabras comunes a esa imagen y que a menudo se repiten en boca de él o de sus personajes nos pintan un hombre sometido a represión y con un constante temor. Un hombre dominado por una perseverante angustia, abrumado por el sin sentido, torturado por mil ansias, atormentado, inseguro, que se siente ridículo y que sufre el autodesprecio, acobardado y lleno de repugnancias, encastillado en la introspección, compungido, avergonzado, saturado de culpabilidad y sumido en la frialdad, en la reserva y en el retraimiento... Y aunque de todo eso hubo en su personalidad, lo que verdaderamente predominó en su siempre transmutante mente velada a los demás fue el deseo y el miedo.
En sus diarios y cartas Kafka se lamenta continuamente. No lo olvidemos: es un continuo lamento. Se queja de su familia, especialmente del padre que nos aparece pintado como un ogro: «La sóla visión de aquellos de quienes procedo me llena de consternación (...) La vida es sencillamente terrible». Considera fastidioso su trabajo que no le deja escribir: «Mi trabajo se me hace insufrible porque entra en conflicto con mi único deseo y mi única vocación, que es la literatura»; «...perder seis horas al día (...) es una doble vida espantosa...» Su vida amorosa, a la que le dedica cartas y más cartas, es otro motivo de queja y desazón: «El sexo sigue corroyéndome, me acosa día y noche, para satisfacerlo tendría que vencer el temor y la vergüenza y probablemente también el dolor»; «Me comprometí dos veces (si se quiere, tres; es decir, dos veces con la misma joven), y las tres veces rompí el compromiso pocos días antes del casamiento». Y, finalmente, él mismo se siente repulsivo externa e internamente: «¿Cómo es posible, Milena, que todavía no sientas temor o repugnancia hacia mí o algo parecido?»; «Si me faltara un labio superior aquí, un lóbulo de oreja allá, una costilla acá y un dedo acullá, si tuviera claros de calvicie en la cabeza y picaduras de viruela en la cara, todo ello no sería aún un correlativo físico adecuado de mi imperfección interna».
Pero no nos engañemos. La vida de Kafka no fue ninguna tragedia; él la hizo trágica o la sintió inexplicablemente trágica. Y ello lo sabemos cuando leemos las biografías que sobre él se han escrito —incluida la de su mejor amigo Max Brod— por las que conocemos un Kafka que vive con su familia hasta los treinta y dos años porque a él le da la gana; que ríe, se lo pasa bien y se divierte con sus amigos; que nada, rema, juega al tenis, conduce motocicletas y sube a caballo; que juega al billar y holgazanea; que acude a los burdeles y a toda clase de espectáculos y hasta lleva prostitutas a hoteles; que veranea en multitud de sitios; que se enamorisquea con una frecuencia pasmosa; que viaja frecuentemente por placer o como ejecutivo del Instituto de Seguros en el que trabaja, donde tiene un horario reducido y cómodo (que él se ha buscado) al tiempo que goza del aprecio de sus superiores. Si realmente hubo una gran tragedia en su vida esa fue su tuberculosis; ni siquiera lo fue el ser judío.
Kafka se estuvo debatiendo constantemente entre el miedo y el deseo. Kafka es un constante quiero... pero no; no se atreve. Se promete en matrimonio varias veces y otras tantas se echa para atrás. Duda, todo le abruma, malgasta el tiempo y lo reconoce; él desearía disponer de todo el tiempo del mundo para escribir..., y seguiría dejando todo inacabado tal como lo dejó. Dice que «...escribir es para mí lo más importante del mundo...», y desea escribir una obra que como a Mann le dé una independencia económica para dedicarse exclusivamente a la literatura, o que su progenitor le proporcione una autonomía financiera como la que disfrutó Flaubert para lo mismo, —y he citado a ambos porque se contaban entre sus ídolos. Quiere casarse, pero lo ve un inconveniente por la sujeción a otro ser, la lógica descendencia y su trabajo de escritor, y no se casa. Kafka desea y teme constantemente; ese fue su gran dilema. Rodeado de amigos con verdaderos problemas y menoscabos en sus vidas, la suya es la más confortable; pero él nos magnifica de una manera atroz sus pequeñas cuitas y sus insignificantes pesadumbres haciéndolo hasta extremos inconcebibles. Kafka se siente torturado, condenado.
Quizá en eso, en una cierta clase de expiación que fue su vida, haya que basar la gran originalidad de su obra que posiblemente queda resumida en el título de una de sus novelas, la cual escribió de una sentada desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana del día siguiente: La condena. Este título lo dice todo; por su cobardía ante el acontecer diario Kafka «está condenado a sentirse condenado» sin saber la razón, y por ello es capaz de «tratar con toda naturalidad en sus obras de ficción sucesos que cualquier lector sabe que son improbables o directamente imposibles»(2): «existe un gran fuego a punto para todas las cosas, para las más extrañas fantasías...» De ahí El proceso, El castillo, En la colonia penitenciaria, La metamorfosis, Un artista del hambre..., todos ellos relatos fantásticos y crueles. «¿No te produce placer exagerar lo doloroso todo lo posible? le escribe a Grete, uno de sus tantos amores. Y, ¿no es eso lo que hizo Kafka no sólo con sus personajes sino con sus supuestas «tragedias»?, o sea: su padre, las mujeres, su trabajo, la literatura, su indolencia... A Milena, otra de sus amantes, le escribe: «Sí, la tortura tiene muchísima importancia para mí; mi única ocupación es torturar y ser torturado». Y la verdad que lo consiguió. Se torturó él mismo y consiguió torturarnos a todos los que leemos sus relatos.
Volvamos por ejemplo a la obra con la que comenzamos: La metamorfosis. Él mismo ya había experimentado la angustia de ser un insecto: «Mientras estoy en la cama, tengo la forma de un gran escarabajo, un ciervo volante o un abejorro, creo... Luego finjo que hay que hibernar, y aprieto mis patitas contra mi cuerpo panzudo...» Contemplamos ahora a Gregor, un viajante de comercio del que dependen sus padres y su hermana, que trata de reanudar esa mañana su vida normal: empaquetar el muestrario, coger el tren... Nada de eso le es ya posible; como escarabajo vivirá sólo meses; se arrastrará por el suelo del dormitorio, o adhiriéndose a las paredes con sus patitas pegajosas alcanzará el techo al tiempo que espanta a todos con su visión y con su insoportable olor... Kafka es minucioso haciéndonos ver todos los detalles de la nueva vida del gigantesco y repelente Gregor. Kafka nos infunde angustia a pesar de la rareza y extravagancia de la historia. Y, sin embargo, refiriendose a esta obra escribe: «Llegué al delirio leyendo mi relato. Pero al final nos dejamos llevar y nos reímos a base de bien». Y no sólo de ese terrorífico argumento. Escuchemos a su amigo Max Brod: «...nos reíamos a mandíbula batiente la primera vez que nos hizo escuchar el capítulo uno de El proceso. Y él mismo se reía tanto que había momentos en que no podía seguir leyendo. Lo que no deja de resultar asombroso, si se considera la terrorífica seriedad de ese capítulo».
¿Pero qué extraña y veleidosa mente albergaba el cerebro de Kafka?; ¿cómo se concibe ese desternillarse de risa con su miedo constante?: «...sentí tanto miedo que gustosamente me hubiera escondido debajo de la mesa»; «Pero no sólo es pereza sino miedo...»; «El miedo a la unión, a dar el paso...»; «Desde entonces tengo diez veces más miedo a caer enfermo...»; «Todo ello hacía que yo notara aún mi miedo...»; «Pero luego está el miedo a la espantosa comida obligatoria...»
   Hay mucho que hablar de Kafka.

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(1) Hayman, Ronald: Kafka, biografía
(2) Begley, Louis: El mundo formidable de Franz Kafka