martes, 19 de marzo de 2013

Día Noventa y seis: Yeats, el último druida


Pienso que a estas alturas no debe resultarnos extraño hablar de la «misión del escritor», ese término que desde el principio y tan a menudo hemos venido mencionando y que podríamos resumir en aquello tan simple como el mandato arrebatado, imperioso y apasionado de transmitir nuestra íntima verdad. Y comienzo haciendo referencia a ello porque en William Butler Yeats ese mandato fue precisamente tan definido como lo pudo ser en los más escogidos, aquellos que hicieron de su vida el estricto cumplimiento de esa misión: «Todas las actividades de la larga vida de Yeats estuvieron cobijadas por la poesía»(1).
   Sligo, capital del condado del mismo nombre en Irlanda, está situada a unos doscientos kilómetros al noroeste de Dublín. Allí, más o menos a un cuarto de siglo para que comience el veinte, un muchacho de siete, ocho o diez años pasa algunos de ellos con sus abuelos; y a través de los cuentos, los relatos fantásticos y las leyendas que escucha en aquel lugar entra en contacto con los mitos, las tradiciones y las supersticiones de su país, en una palabra se encuentra absorto e inmerso en el recóndito y perdido mundo de los celtas. Dice José A. Marina que «el escritor vuelve a la infancia —aunque haya sido infeliz— como vuelve el emigrante a un país del que le hubiera gustado no salir nunca. Vuelve a recuperar lo perdido, la magia que lo habitó. Y muchas veces esa vuelta se hace poema o libro, como si allí hubiera recuperado la fuerza y la agilidad con que trepaba a los árboles, o corría con los perros, como si hubiera recuperado el fulgor y el asombro, la mirada de entonces. Porque la literatura no es sino otro modo de mirar lo que llamamos realidad, otro modo de mirar el mundo y la vida»(2). ¡Qué bien nos encaja ello en la trayectoria de William Butler Yeats! 

   Aquel muchacho, desde entonces y durante toda su vida, ya no quiso mirar de otra manera lo que se le ofrecía como realidad. Marchará siempre tras «lo perdido, la magia que lo habitó», y hará de su vida, con su irrealidad y descreimiento, un poema y una obra escénica en la que se declarará inclusive un visionario y un anticientífico.
Yeats cantará las epopeyas de aquellos los héroes de los que supo en su infancia y nos sumirá en los mitos ancestrales de un pasado arcano, será un explorador de misterios psíquicos y sobrenaturales en los que tratará de encontrar lo inexistente e inexplicable, y no dejará de buscar y rastrear en el universo de lo incorpóreo a aquellos semidioses que poblaron los umbríos bosques de su país. Yeats será, al igual que un brujo o sacerdote celta, el nuevo y último druida que por medio de su inimitable palabra logrará sumirnos en su desconcertante y quimérica fantasía.
Pero además —volvamos a las primeras líneas— se empeñó como tantos otros artífices en cumplir su misión con aquella fuerza de los hombres escogidos: «El único pecado que tiene importancia es el no realizar la obra más perfecta de que seamos capaces», porque —lo veremos— se trataba de un hombre de aquellos en los que «ser» significa llevar a cabo grandes empresas, realizar tareas de gran tonelaje. Tal como parafraseamos el último día era de los que necesitan un proyecto que se encuentre muchas veces por encima de sus fuerzas, que los haga sentirse solos, incomprendidos y al final derrotados, pero invariablemente orgullosos de haberse aventurado en el viaje emprendido.

   Digamos en primer lugar que Yeats es un irlandés nacido en las inmediaciones de Dublín cuando Irlanda es todavía parte de Inglaterra, al igual que sucedía en el caso de aquellos otros dos grandes dublineses de los que ya hemos hablado.
Yeats es un británico de origen sajón-protestante nacido en la segunda parte del diecinueve, exactamente en el verano del año sesenta y cinco. De su infancia ya hemos dicho lo más trascendental y de su adolescencia nos resta decir que tras estudiar en un Liceo y pasar dos años en la Metropolitan School of Art estudiando pintura, que era la profesión de su padre, abandona y se lanza a escribir.
En la Dublin University Review aparecerán publicados a sus veinte años los primeros versos, aunque, ya antes, en la misma Escuela de Arte se produce un hecho significativo en su vida. Conoce allí a una persona cuyo pensamiento complementará aquel su universo ya plagado de fantásticas y mágicas leyendas. Con él y otros más, imbuidos del ocultismo, la cábala y lo nigromántico formarán la "Dublin Hermetic Society" con el objeto de explorar los misterios psíquicos y sobrenaturales, el mundo esotérico. Este será el primer paso de esa faceta, aunque poco después se inscribirá en la "Theosophical Society" de la famosa Mme Blavatsky dedicada entre otras actividades al estudio de los libros proféticos y de la alquimia, a la que posteriormente abandonará para unirse a la "Hermetic Order of the Golden Dawn" con fines similares. Y todo ello al tiempo que lee a los gurús de lo sobrenatural como a Blake y Swedenborg. «Creo en la práctica y en la filosofía de lo que de común acuerdo llamamos magia, en lo que debo llamar la evocación de espíritus, aunque no sepa lo que son,...»; «Creo que toda la naturaleza está llena de gente invisible».
Su entera obra girará a un tiempo alrededor de aquellas leyendas y mitos de su país oídos en su infancia y de la nigromancia o búsqueda de un explicación arcana del acontecer en el universo.

Mas, para realizar su misión —y esto es significativo— las mayoría de las veces el creador necesita la ayuda de alguien, y ese alguien si se trata un sujeto masculino es siempre una mujer, o quizás varias como sucede en el caso de nuestro hombre; y a ellas hemos llegado.
Si llegó a conocer en persona al héroe de la independencia irlandesa O'Leary —el cual le estimuló a escribir sobre el mítico pasado de Irlanda— ello fue debido gracias a la que desde sus veinticuatro años comenzó a ser la musa de toda su existencia. Maud Gonne, bella, fascinante y destacada independentista no era al tiempo sólo una escritora, una actriz y una revolucionaria si no, como él, una seguidora de las creencias en lo oculto. Fue al tiempo de publicar su primera colección poética, Los vagabundos de Oisin, cuando Yeats caía también fulminado por los encantos de aquella para él algo parecido a una diosa celta.
Se inspirará en ella para escribir muchos de sus poemas, y aunque amada por él sin restricción alguna durante más de tres décadas, ella tan sólo le concedió después de tres rechazos de matrimonio una larga amistad. A pesar de que Yeats amó vanamente a una mujer imposible siempre trató de unirse en matrimonio con ella, e inclusive tras los rechazos pretendió hacerlo con su hija que también se negó. Yeats llegó a decir finalmente —¿a consolarse?— que con Maud Gonne había llegado a contraer un matrimonio «místico», lo cual tenía sentido si como él mismo decía «la vida mística es el centro de todo lo que hago, de todo lo que pienso y de todo lo que escribo».
A sus treinta años y quizá sublimadamente, encauzó aquel amor o parte del mismo hacia Olivia Shakespear, también escritora —«fue el centro de mi vida»— a la que de igual forma, aunque apenas durante dos años, amó intensamente. Por ella sí fue sin embargo correspondido y su amistad le duró toda su vida
No obstante, el apoyo definitivo y esta vez exento de pasión erótica o sensual le llegó acto seguido también de otra mujer. Lady Augusta Gregory, una viuda con vínculos aristocráticos y trece años mayor que él, dramaturga y recopiladora del folclore celta, gran organizadora e impulsora del renacimiento literario irlandés y de su antigua lengua el gaélico, se convertirá en su protectora al tiempo que potenciará sus capacidad creativa. Se producirá entre ambos una mutua simbiosis que durará treinta y cinco años: «...fue para mí madre, amiga, hermana...»; ella fue la que «le ayudó a cumplir su misión de poeta»(1). En su compañía y con sus cuidados, en su vasta e idílica propiedad Coole Park el desasosegado Yeats encontrará  el descanso y la quietud que le era necesaria, y todo ello al tiempo que un nuevo estímulo para escribir sobre los ideales mitológicos irlandeses de la cual ella, como hemos señalado, era una fervorosa defensora. Y así tenemos que mientras en el resto de Europa hace furor el teatro basado en el realismo de Ibsen, nuestro Yeats se entrega «aunque esa obra sea la de toda su vida» a escribir un teatro el cual llamaríamos, más que tradicional, mitológico. Con ella y otros enamorados de esa idea fundan el Teatro Literario Irlandés conocido como el Abbey Theatre, en el que Yeats será autor y director durante mucho tiempo.
La cadena femenina, tan importante en la actividad creativa de Yeats finalizará con Georgina Hyde-Lees, una «medium» de veintiséis años con la que se casará a los cincuenta y dos. Precisamente en su luna de miel, ante la que podría considerarse como una reyerta familiar y con objeto de «disuadirlo de la idea de que no se había casado con la mujer indicada»(3), ella le hará partícipe de lo que llegaría a ser conocido como la «escritura automática» la cual entonces su mujer practicó. Una visión, el libro más incomprensible de su total producción, procede de las revelaciones directas y «sobrenaturales» que su mujer le fue haciendo; se trataba de un experimento mediante el cual el subconsciente dictaba la composición y dirigía la pluma que mantenía la mano. Más de cuatrocientas sesiones de «escritura automática» que produjeron miles de páginas que él estudió y organizó.

Nos queda por reseñar que la actividad creativa de Yeats, que le duró hasta sus últimos días siendo al tiempo extraordinariamente productivo, se fue acrecentando hasta el punto de que sus obras de la madurez y de la vejez representan su cumbre poética. ¿Extraño?
El gran poeta visionario llegó a considerar sus últimos años como una segunda pubertad; si versificar era para él como una cópula, al faltarle el vigor sexual debido a su edad optó por someterse a una operación quirúrgica que entonces se consideraba que podría devolvérselo; en realidad se trataba de una vasectomía. A él al parecer no le hizo ningún efecto en el plano físico, pero... debió funcionarle en el intelectual, puesto que «los cinco siguientes años tras la operación, hasta su muerte —la cual le sobrevino a los setenta y cuatro— fue de una fecundidad literaria excepcional»(3). 

Voy a despedir a esta figura, que ha sido definida como la más sobresaliente de la poesía inglesa del pasado siglo y uno de los más grandes poetas ingleses de todos los tiempos, citando algunas de las frases que nos dejó en su obra Mitologías. Una recopilación que él realizó de experiencias sobrenaturales, sueños, cuentos y leyendas; un mundo de brujos, mitos, bosques, encantamientos, fantasmas, duendes, hadas, demonios, hechizos, brujas, magos, etc. Un mundo maravilloso e irreal frente a la realidad, en el cual también incluyó algunos ensayos.
 Del que lleva el título" Anima hominis" he extraído lo siguiente:
—«Sin duda hay hombres cuyo arte es menos una virtud que una compensación por alguna circunstancia o accidente de la salud»
—«Siempre que pienso en algún escritor poético del pasado (...) compruebo, si es que conozco a grandes rasgos su vida, que la obra de un hombre es una huida de su horóscopo, una lucha a ciegas con el entramado de las estrellas»
—«De las disputas con los otros hacemos retórica, pero de las disputas con nosotros hacemos poesía»
—«Estoy convencido de que ningún poeta, por desordenada que haya sido su vida, ha perseguido jamás los placeres en sí mismos»
—«El poeta encuentra y confecciona su máscara en la decepción, el héroe en la derrota»
—«Al hombre que toma la pluma o el cincel no le está permitido buscar la originalidad, pues su único objetivo es la pasión...»
—«Creo que los poetas y los artistas no podemos disparar más allá de lo tangible y estamos condenados a pasar del deseo a la fatiga y otra vez al deseo...»
—«Un poeta, cuando se va haciendo mayor, acaba preguntándose si no podrá conservar su máscara y su visión sin padecer nuevas amarguras y desilusiones»
—«No he leído, oído hablar o conocido a ningún poeta que haya sido un sentimental».
 
Aunque falleció en tierra francesa permanece enterrado en Sligo; el lugar más importante según él de su vida. Lo está en el sitio que él mismo fijó en un poema: al pie de un monte llamado Ben Bulben.
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(1) Ignacio Iribarren, Una revolución literaria y sus autores
(2) José A. Marina, La magia de escribir
(3) Richard Ellmann, Cuatro dublineses