jueves, 29 de noviembre de 2012

Día Ochenta y dos: Lo que convendría quizás saber sobre «la recherche» de Proust


Admito que posiblemente este título pueda resultar algo atrevido; en concreto me refiero al termino «convendría». Posiblemente a unos les interesará saber exclusivamente qué es lo que se dice en la obra; otros preferirán conocer cómo fue escrita, sus vicisitudes y avatares y, quizás, algunos meramente qué quiso expresar Proust en ella. En fin, tratemos de complacer a todos un poco. En busca del tiempo perdido resulta ser en cualquier caso tan fascinante como su autor, y precisamente por ello a casi todo el mundo le complacerá saber de ambos. 
   Lo primero que hay que decir es que ante obra tan anormalmente extensa, tan imponente, uno se siente abrumado tan sólo con su presencia. Pero cuando se comienza a leer..., escuchemos: «...un lector superficial —decía Nabokov— se aburrirá tanto, se ahogará tanto en sus propios bostezos, que no terminará el libro», lo cual es muy similar a lo que nos dejó escrito Ortega y Gasset: «...la peculiar fatiga que aun en el más aficionado a estos volúmenes produce su lectura (...); en los volúmenes de Proust no acontece nada, no hay dramatismo, no hay proceso»; lo cual debemos reconocer que es verdad.
En mi caso he de decir que la adquirí hará unos cuarenta años en dos tomos y en papel biblia con letra muy menuda, y tengo que confesar que todavía no la he terminado, o más precisamente no lo sé. He ido tomándola de tiempo en tiempo y la he ido leyendo arbitrariamente sin seguirla capítulo a capítulo, porque, en realidad la obra —bastante desordenada— lo permite ya que no es una novela común, sino un texto muy rico en situaciones, vivencias, sensaciones y emociones experimentadas por el narrador y con una prosa admirable. Tal como acertadamente se ha dicho, «Proust nos transmite no sólo la imagen de los hombres y los hechos que registró en su memoria, sino todas las reacciones que en él produjo su contemplación»(1); por eso pudo él escribir que «...el libro es el producto de una personalidad diferente a aquella que manifestamos a través de nuestros hábitos, nuestra vida social y nuestros vicios. Y esa personalidad tan sólo se manifiesta en lo más profundo de nuestro ser, por lo que, si pretendemos comprenderla, debemos intentar reconstruirla allí, en aquellas profundidades, ya que sólo allí podremos comprenderla».
Pero continuo con Nabokov el cual dice que se trata de «...la transmutación de la sensación en sentimiento, el flujo y reflujo de la memoria, las oleadas de emociones tales como el deseo o los celos y la euforia artística, (...) es una evocación, no una descripción del pasado, (...) no es un espejo de costumbres, ni una autobiografía, ni una narración histórica, (...) es una mezcla de sensaciones del presente y de recuerdos del pasado». Verdaderamente no se puede definir más acertadamente; aunque quizás habría que añadir que hay en ella también algo de ensayo. Se diría que es novela y ensayo a un tiempo puesto que aquellas sus emociones, sus angustias y sus añoranzas le dan a Proust a veces ocasión de transmitirnos sus modos de pensar, sus creencias y algunas de sus teorías sobre el arte y la vida, respecto a la conducta humana, acerca de la sexualidad, sobre el artista, etcétera.
En lo concerniente a la homosexualidad, por ejemplo, se despacha con un verdadero «sermón» que, por cierto, se asegura que contiene la frase más larga de la historia de la literatura. En esa perorata que figura en el volumen Sodoma y Gomorra bajo el epígrafe "Primera aparición de los hombres-mujeres descendientes de aquellos habitantes de Sodoma que se salvaron del fuego del cielo", se encuentra la frase a que nos referimos la cual comienza diciendo: «Sin honor, salvo precario, sin libertad, salvo provisional hasta que se descubra el crimen...». ¡Setenta y seis renglones! Y es que esa fue una de las licencias de nuestro escritor: sus frases interminables y frecuentemente lastradas de incisos y de otras oraciones subordinadas, algo que a nadie le ha pasado desapercibido; incluso Anatole France manifestó su desagrado cuando tuvo que prologarle Los placeres y los días puesto que allí también se daba el caso —¿tomaría Faulkner de Proust ese hábito?
Decíamos al principio que la exposición o el relato es desordenado, y lo es en varios sentidos pero singularmente a veces en el tiempo y especialmente en el ritmo. Proust —que trata de no ser Proust sino un personaje en el que se encarna teniéndose como modelo— es a menudo irregular en la cadencia de la narración; y así, relata lo sucedido en unos pocos minutos en un centenar de páginas y, luego, en un par de ellas nos cuenta lo acaecido durante años. Pero hay más: a veces un detalle para él muy significativo le lleva más de una docena de páginas, y posteriormente en unos cuantos renglones nos dice cuatro cosas sobre un hecho relevante —¿algo parecido a Stendhal? Sabemos que tanto él como Flaubert eran sus arquetipos.
Vayamos ahora al grano. Y el grano en la obra es lo que él mismo denominó «la memoria involuntaria»; esa memoria es la que le va proporcionando al genial Proust material para su creación. Y ello puede que sea lo que la diferencie de cualquier obra autobiográfica, y al tiempo y por otra parte la haga tan desordenada. ¿Qué es la memoria involuntaria?, pues algo así como una experiencia del presente que, inmediatamente, se convierte en una imagen del pasado y le devuelve al autor aquel tiempo escapado, esfumado y ya perdido. Los recuerdos acuden desordenada e «involuntariamente» a su mente estimulados por el tacto, los sabores, los olores y otras distintas vivencias del momento; puede ser el sabor de una magdalena, la ayuda de su madre al desatarle los zapatos, el coger una servilleta almidonada, el tintineo de una cuchara al repicar sobre un plato... «Cada día le doy menos importancia a la inteligencia. Cada día me doy más cuenta que sólo al margen de ella puede el escritor apresar algo de nuestras impresiones, es decir, alcanzar algo de uno mismo y la misma materia del arte».

Creo que meramente nos falta poner de manifiesto otra característica de la obra, sin que signifique que el ser la última que cito sea la menos importante, quizá todo lo contrario. Se trata de los personajes que por ella van desfilando; todos o casi todos nobles, diplomáticos, artistas o alta burguesía, y todos con nombres imaginarios pero encarnando personajes reales que él conocía y en hechos o situaciones casi siempre vividas por él. Proust trastoca, altera y cambia títulos, rangos, parentescos, géneros sexuales, etc. En Le Figaro apareció el siguiente comentario que nos será muy ilustrativo para entender lo que decimos: «Como siempre, este artista hace un uso libre de todo lo que observa, dando a uno las experiencias de otro, colocando una cabeza sobre unos hombros que no le pertenecen, convirtiendo un chico adolescente en una joven muchacha, la viuda de un noble en un viejo caballero». Efectivamente: Proust desfigura todo y nos engaña. Su abuela en la novela es su auténtica madre; a su verdadero padre lo retrata como un bonachón ministro de estado; «las muchachas en flor» del balneario de Balbec son atléticos y atractivos jovencitos; La prisionera es un camarero del Ritz que se trajo a vivir a su última residencia; y, nada menos que Albertine, relevante personaje y su intermitente amor en la novela, es en parte Albert y en parte Alfred; el primero un secretario que le mecanografió el primer libro y el segundo su chofer. Y en esa línea, con su manifiesto interés en que su homosexualidad permanezca oculta, casi todas las relaciones hererosexuales que va narrando son relaciones de él con sus amantes masculinos, la mayoría hombres de su servidumbre como los citados a los que había acabado seduciendo. No es extraño que «...una de las críticas que la novela de Proust ha recibido con frecuencia, es su elevado porcentaje de personajes homosexuales o bisexuales»(2).
Todos esos cambios y alteraciones es lo que se ha venido a denominar «trasposiciones», las cuales —al parecer— resultan a veces muy difíciles de descubrir; aunque el mismo Jean Cocteau se atreve a decir que todas las chicas de Proust son chicos disfrazados. En plena consonancia con ello cobra especial relieve aquello suyo de que «...un libro es un gran cementerio en donde ya no se pueden leer los nombres de la mayoría de las tumbas»; lo cual podría ser interpretado como que resultaría imposible identificar a sus personajes, en algunos de los cuales puede que coincidan varios auténticos, todos en una misma sepultura.

Y ahora, la increíble historia de nuestra novela. La primera intentona de su publicación, el volumen Por el camino de Swann, resultó ser un fracaso. A pesar de ir muy bien recomendado y presentado, el editor se lo acabó rechazando. La reacción del mismo fue: «¿Qué pretende decir? ¿Adonde va a parar? ¡Imposible saberlo! ¡Imposible decir algo de él!». Su segundo intento fue con la entonces prestigiosa editorial de André Gide. Sin embargo «...les asustó la reputación de mundano, esnob y amigo de duquesas, y las frases inacabables y floridas del autor»(3). Para Gide, al que había conocido tiempo atrás, Proust era simplemente un tiralevitas de salón al tiempo que un mero cronista de ecos de la alta sociedad, además de un frívolo intrascendente.
Finalmente, cuando ya hacía hacía diez años que su padre había muerto y ocho su madre, en 1913, el libro fue editado por otra editorial gracias a los esfuerzos de marketing del mismo Proust. Parece que para conseguirlo llegó a pagar grandes sumas en publicidad en prensa, compró a ciertos personajes, se gastó mucho dinero en regalos a los mejores críticos e invitó a almorzar al Ritz a los que antes lo habían desprestigiado; nacían los métodos modernos. Tras su posterior éxito, Gide le escribiría: «El rechazo de este libro quedará como el error más grave de la editorial (...) será uno de los pesares y remordimientos más amargos de mi vida»; al parecer únicamente lo había hojeado.
No obstante, cinco años más tarde y ya terminada la guerra —que también llegó a ser protagonista en la novela— sí le publicó la editorial de Gide el segundo, A la sombra de las muchachas en flor que llegó a ser galardonado con el premio Goncourt, aunque parece ser que en parte «comprado» por él mismo según sus métodos y con el mayor rechazo de la sociedad que lo consideró un escándalo.

¿Cómo se conducía Proust durante aquellos años de intenso trabajo y voluntad de hierro? Céleste, su fiel criada, a la que después de su madre pudo ser la mujer que más quiso, nos ha dejado muchos datos; pero otros también se encuentran en sus cartas y en las memorias de varios amigos y conocidos, como por ejemplo Jean Cocteau. Dijimos que en cuanto a régimen de trabajo había hecho de la noche el día y viceversa: «...sus mañanas en realidad eran las tardes, cuando se despertaba», dice Céleste; y también sabemos por ella que no todas las noches trabajaba en su obra, algunas salía: «No salía nunca dos tardes o dos noches seguidas», pero salía: salones, cenas, conciertos, óperas, ballets..., e incluso durante la guerra prostíbulos. Ella nos cuenta que muchos sucesos de los que relata en Sodoma y Gomorra los obtuvo de un burdel exquisito de homosexuales de gustos muy refinados. No cabe duda de que aquel extraño género de vida no debía ser fácil de llevar; con su asma a cuestas necesitaba adrenalina y cafeína para realizar aquellas escapadas y, en consecuencia, después opio para dormir durante el día.
Por otro lado, escribir en la cama semiacostado no parece que fuera cómodo, si bien era así como lo hacía. Y aunque al revisar los originales los volvía a reescribir generalmente ampliándolos con nuevos lances, ello ya lo dictaba a sus secretarios y taquígrafos. Luego, utilizando cajistas mandaba componer todo el texto, e incluso posteriormente acostumbraba a reescribir en los márgenes o le pegaba nuevas páginas. Todo ello debía ser caro, pero lo pagaba.
* * *
No llegó a ver publicadas ninguna de las tres últimas partes o volúmenes de su obra: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. Murió el 18 de septiembre del año 22 después de acudir a un hotel donde había sido citado por uno de sus antiguos amores, otro sirviente, su antiguo mayordomo sueco Forssgren. Fue una neumonía sin tratar que degeneró en bronquitis y definitivamente en un absceso pulmonar.
Dice Edmund White: «Todos hemos recibido del destino un gran libro: la historia de nuestra vida», a lo que habría que añadirle que de ella Proust se quedó exclusivamente con «la angustia infantil y la pasión adulta»(3). En Sodoma y Gomorra había dejado escrito: «...algunas veces lo venidero vive en nosotros sin que lo sepamos».
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(1) Mauricio Serrahima, Introducción a En busca del tiempo perdido
(2) William C. Carter, Proust enamorado
(3) Edmund White, Proust