viernes, 17 de junio de 2011

Día Veintidós: Sobre la denominada literatura de la memoria (y dos)

Divagábamos el día anterior sobre la importancia y el sentido de los diarios de un escritor; hoy me gustaría dar fin al tema general del título elucidando algo sobre las memorias y la autobiografía.
     Ante todo creo que deberíamos hacer una distinción entre ambas. Entiendo por Autobiografía, con mayúscula, la narración más o menos ordenada en el tiempo de la vida de una persona contada por ella misma; y entiendo por Memorias, también con mayúscula, la exposición no precisamente cronológica de los recuerdos de todo tipo que alguien tiene sobre lo vivido a lo largo de su existencia o en un determinado período de tiempo. Hago esta observación porque, no obstante, ambos términos suelen confundirse con frecuencia o utilizarse indiscriminadamente. Por ejemplo, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand son para mí una autobiografía por más que su autor les diera el título de memorias, y Desde la última vuelta del camino son unas memorias donde Baroja desordenadamente desgrana recuerdos, habla sobre personas que ha conocido, enuncia creencias, manifiesta pensamientos y relata avatares de su existencia. De cualquier forma, ambas, tanto las Memorias como la Autobiografía -sin olvidarnos de las Confesiones- lo que sí tienen en común es que mientras se escriben se está rumiando el pasado. Es aquello que Ortega dejó dicho: "Las Memorias son un síntoma de complacencia de la vida. No basta con haberla vivido, sino que gusta repasarla. (...) Memorias y novela son dos maneras gemelas de acariciar la existencia".
     Ciñéndonos a este mismo asunto he de decir que aunque no puedo precisar donde lo he leído, tengo anotado que Oscar Wilde escribió algo parecido a que "de los escritores fracasados de calidad secundaria se podría extraer la importante aportación estética de que su vida era una gran obra literaria". Claro que, digo yo, siempre que esa vida hubiera sido bien escrita. Pero ello, sin embargo, está muy en consonancia con aquello que puntualizó Baroja: "La altura intelectual no creo que produzca que unas Memorias sean interesantes para el público. La vida de Shakespeare, la vida de Cervantes, la de Dickens o la de Tolstói son poca cosa al lado de su obra. En cambio, de escritores sin importancia, la obra puede valer poco, quizá; pero, en cambio, la vida puede tener interés si está contada con ilusión y sencillez". Ahora sí tiene más sentido lo de Wilde y, además, anima a cualquiera a contar su vida.

     Y, sin embargo, la autobiografía ha sido tildada de escritura de chochez, lo propio de la senectud, obra cercana a una percepción de la muerte, quizás de un ponerse más plumas, también de un ajuste de cuentas con sujetos del pasado o de un pedir al lector su beneplácito... A mí me gustaría quedarme con aquel aserto de Georg Misch de que "el más importante entre los impulsos hacia la autobiografía es el de la meditación del hombre sobre sí mismo y sobre el mundo" (1), aunque ello nos parezca demasiado elevado.
     Pero tan profundo o más que este enunciado es el de aquellos pensadores que han coincidido en otra faceta o, quizás mejor, propósito de la autobiografía o las memorias: el de transmitir saberes y conocimientos. Bertrand Russell, el cual nos dejó la suya, pensaba que "Los hombres nacen y mueren. Algunos apenas dejan rastro, otros transmiten algo bueno a los tiempos futuros. El hombre cuyos pensamientos y sentimientos se han ampliado gracias a su conocimiento de la historia deseará transmitir, en la medida en que le sea posible, lo que sus sucesores juzgarán que ha sido bueno". Y esto mismo lo viene a corroborar Ortega: "Da pena evaluar la cuantía inmensa de conocimientos sobre sus próximos y contemporáneos que las generaciones últimas se han llevado inexpresos a la tumba. (...) ¡qué admirables noticias podrían habernos dejado sobre su alrededor humano, sobre las personas con quienes vivieron, las mujeres a quienes amaron, los contrincantes con quienes combatieron! Cuando uno sopesa el volumen de saber que posee sobre las gentes que han intervenido en su vida, aterra la pérdida del que debieron atesorar esas egregias figuras. (...) Pero sea una u otra la porción de ese saber que nos haya sido concedida, da pena llevársela muda a la sepultura, da pena no dejarla para los demás y para siempre dicha. (...) Por eso pienso que todo hombre capaz de meditación debiera añadir a sus libros profesionales otro que comunicase su saber vital. (...) Lo primero sería meditar sobre qué forma de expresión fuera la más adecuada: ¿el diálogo?, ¿las memorias? o, por ventura, ¿la novela?"; y es curioso que para él no exista  gran diferencia entre estas formas de expresión: "Las Memorias o su sustituto la novela en que contamos nuestra vida, se proponen, en definitiva, salvar ésta, evitar su absoluta volatización".
       Hay que decir, sin embargo, que él, Ortega, no nos dejó ni memorias ni autobiografía; sería porque su "saber vital" lo fue dejando en sus obras. Y, a propósito: viene muy a mano mencionar ahora la razón por la cual en estas breves notas literarias aparecen con tanta frecuencia numerosas citas de él, de José Ortega y Gasset. Y es que posiblemente escritor alguno se haya dedicado a reflexionar y profundizar en tanto y tan variado tema como él hizo. Yo diría que muy pocas materias quedaron al margen de su atrevida y magistral pluma como filósofo, escritor, articulista o conferenciante. Habría que decir que Ortega se  atrevió a escribir sobre lo más diverso y heterogéneo del Universo, pero muy en especial -creáseme- sobre literatura. No en vano ésta le atraía en un grado singular y él por lo tanto había dedicado muchas horas a leer a todo prestigioso autor entonces conocido: "¡Pues no faltaba más sino que en mis lecciones no hubiera literatura!".

     Creo que tanto la autobiografía como las memorias, siempre que se ciñan a eso, a contarnos vivencias y pensamientos, pueden sernos de un valor incalculable y, al tiempo, un esparcimiento de lo más placentero; y ello independientemente del interés que en nosotros despierte el autor y nuestra curiosidad sobre él. Pero insisto y matizo en que "siempre que se ciñan a eso, a contarnos algo" porque personalmente siento cierto desencanto en la lectura de aquellas en las que el autor nos presenta cartas escritas o recibidas por él o incluso por sus familiares y amigos, y a veces hasta nos incluye copias de textos y documentos relativos a su existencia; algo también muy común.
     A diferencia de Bernard Shaw el cual pensaba que en toda biografía se mentía, Schopenhauer había dejado escrito cien años antes que no creía que fuese así. En Parerga y paralipómena explicitaba: "Es un error suponer que las autobiografías no son más que engaño y fingimiento. Por el contrario, la mentira, aunque posible en todas partes, es quizás más difícil en ésta que en otra alguna. (...) En estos libros es donde más pronto se aprende a conocer a un escritor como hombre, (...) fingir en una autobiografía es tan difícil que quizás no haya una sola que no encierre más verdad que cualquier otra historia escrita".

     Debo finalizar: "Escribir la propia vida en novela, o en autobiografía o en memorias es leer la propia vida -dice Umbral. No hay forma más profunda de que nos leamos a nosotros mismos. (...)  Creo que -los que escribimos- no hacemos más que contar nuestra vida: el que diga que hace otra cosa, miente. (...) Los grandes escritores no hicieron otra cosa".
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(1) Misch: Historia de la autobiografía