lunes, 29 de abril de 2013

Día Cien: A los cuatro vientos estelares a modo de Postfacio


A los cuatro vientos estelares pero hoy a modo de despedida y justificación puesto que ha llegado el momento de dar fin a este blog tal como desde el primer día me propuse.
   Quisiera ante todo pedir disculpas por lo montaraz que haya podido resultar. Uno lo ha intentado hacer lo mejor que ha podido, pero no he tenido guía o maestro para ello, y además era la primera vez.
A continuación quiero agradecer todo comentario recibido, tanto los exclusivamente elogiosos como aquellos en los que se me advertían incorrecciones o erratas.
Y hablando de agradecer quiero dar las más efusivas gracias a todos cuantos han visitado alguna de las páginas que lo componen. ¡Gracias! Si tras la lectura de cualquiera de las cien «entradas», alguien ha sentido la motivación de saber más sobre un escritor, o si se ha puesto a leer alguno de los títulos más populares citados en la «entrada» me sentiré muy feliz, será mi gran compensación.
Y ahora quiero pasar a la justificación a la que hacía referencia en el párrafo primero. Es evidente que en esos cien «Días» no están todos los que son ni posiblemente son todos los que están. Primeramente porque entre ellos no hay un solo escritor hispano; segundo, porque puede que existan muchos de cualquier otra nacionalidad cuya vida y obra tuviera entidad suficiente para haber sido incluido.
Trataré de explicarme. Cuando espontáneamente comencé esta aventura una tarde de hace ya algo más de un par de años, no tenía nada exactamente concebido; he dicho «espontáneamente» porque fue una improvisación. Una persona me animó a intentarlo, me dijo la forma en que funcionaba ello técnicamente, y cuando contemplé la página en blanco no me pude contener y me puse a escribir.
Con gran sorpresa, al cabo de los cuatro o cinco primeros «Días» comprobé que los visitantes de otros países sobrepasaban a los nacionales. Me quedé de piedra, no lo podía entender; yo había comenzado a escribir pensando casi exclusivamente en mis compatriotas residentes en España. ¿Qué hacer?, me pregunté, y llegué a la conclusión de que en esas circunstancias tenía que dejar fuera a los escritores de mi país. En primer lugar porque, instintivamente, traería a estas páginas a  un porcentaje de ellos superior, y en segundo lugar porque muchos serían hasta desconocidos para los visitantes no residentes en mi país. Si fuera posible —me dije— algún día me podría dedicar únicamente a los escritores españoles.
En cuanto a que entre los escritores del resto del mundo se hayan quedado muchos sin ser tratados existiendo razones para que no fuera así, no lo voy a discutir; pero uno tiene su idea, sus sentimientos, su percepción; tenía que elegir y así lo hice al dictado de la imagen que de ellos tenía, aunque también de mi corazón y de mis gustos personales. Pido disculpas por los posibles «olvidados» con vidas singulares y una producción notable.
Creo que no me queda mucho más por decir; todo lo importante pienso que ha sido dicho en los noventa y nueve Días anteriores.
   Gracias, queridos amigos. Hasta otra ocasión.

 

ÍNDICE DE TÍTULOS Y FECHAS

2011

Día 1: A los cuatro vientos estelares, a modo de  Prefacio (enero 17)

Día 2: ¿Por dónde comenzaré a pajarear? (enero 23)

Día 3: ¿He de escribir "Decíamos ayer..."? (enero 29)

Día 4: Complacencia en la desdicha ajena (febrero 5)

Día 5: Pero ¿quién era Dostoievski? (febrero15)

Día 6: Tener que escribir por encargo para poder comer (febrero 20)

Día 7: ¿Idiota igual a bueno? (febrero 27)

Día 8: Dostoievski versus Freud (marzo 8)

Día 9: Soñar despierto; sueños diurnos (marzo 16)

Día 10: Refinar, refinar y refinar (marzo 22)

Día 11: De escritura elegante que provoca y lacera (abril 3)

Día 12: Un último sorprendente apunte acerca de Dostoievski (abril 10)

Día 13: Pero regresemos a Freud el escritor (abril 18)

Día 14: ¿Por qué se escribe?, ¿para qué se escribe? (abril 27)

Día 15: ¿Por qué se escribe?, ¿para qué se escribe? (y dos) (mayo 1)

Día 16: De un noble francés que se puso a ensayar (mayo 7)

Día 17: ¿Es molesto que alguien nos hable siempre de sí mismo? (mayo 15)

Día 18: ¿Montaigne filósofo? (mayo 21)

Día 19: De otro aristócrata francés el cual... (mayo 31)

Día 20: Tocqueville y la rumia del escritor; entre el goce y la aflicción (junio 4)

Día 21: Sobre la denominada literatura de la memoria (junio 13)

Día 22: Sobre la denominada literatura de la memoria (y dos) (junio 17)

Día 23: Aquella brisa oriental que nos electrizó (junio 27)

Día 24: ¿Mishima energúmeno? (julio 3)

Día 25: Mishima e Imanishi (julio 12)

Día 26: La valentía de reescribir (julio 25)

Día 27: ¿Adriano?, ¿Qué? La eternidad (agosto 4)

Día 28: La humillación, la desdicha, la discordia: Ovidio (agosto 15)

Día 29: Fahrenheit 451; Celsius 233 (agosto 25)

Día 30: Las mil y una tragedias de Nietzsche (septiembre 15)

Día 31: El enigma Goethe (septiembre 26)

Día 32: Goethe y Christiane (octubre 5)

Día 33: Pero ¿cuántos Goethes...? (octubre 17)

Día 34: Entre lo dionisíaco y lo perverso; Wilde (octubre 27)

Día 35: Algo más sobre Wilde (noviembre 7)

Día 36: Nietzsche y Wilde y The Impossible Dream (noviembre 17)

Día 37: ¡El estilo! Pero ¿qué cosa es el estilo? (noviembre 24)

Día 38: Borges (diciembre 5)

Día 39: Borges y alguna cosa más (diciembre 12)

Día 40: De los arrebatos, tormentos y pasiones de Tolstói (diciembre 27)

2012

Día 41: Sonia y Tolstói; un brusco desencuentro (enero 4)

Día 42: De Levin a Pózdnychev (enero 13)

Día 43: Dostoievski y Tolstói... ¿se envidiaban, se temían, se respetaban? (enero 22)

Día 44: An American in Paris; H. Miller (febrero 2)

Día 45: Henry, Anaïs y el aire acondicionado (febrero 6)

Día 46: El desconocido Séneca (febrero 15)

Día 47: Qué diantres es el senequismo (febrero 23)

Día 48: Flujo de conciencia; de Wagner a Joyce (marzo 3)

Día 49: ¿Que no ha leído usted el Ulises? (marzo 9)

Día 50: Nora Barnacle, puntal y sustento de Joyce (marzo 16)

Día 51: Todos tememos a "Virginia Woolf" (marzo 27)

Día 52: Nadie teme -leer- a Virginia Woolf (abril 7)

Día 53: Un par de marcas, o dos brazas de profundidad; Mark Twain (abril 16)

Día 54: El lado oculto de Mark Twain (abril 20)

Día 55: Flaubert, ¿El idiota de la familia? (abril 27)

Día 56: Las madames Bovary de Flaubert (mayo 4)

Día 57: Los Mann, una caprichosa y candente incógnita (mayo 13)

Día 58: Grandeza, sufrimiento y miseria de Thomas Mann (mayo 20)

Día 59: El eclipse final de aquel destello tan singular: los Mann (mayo 25)

Día 60: Charles Oliver David Dickens Twist Copperfield (junio 4)

Día 61: Mujeres en la vida y obra de Dickens; locuras de amor (junio 9)

Día 62: De los nunca relevantes escritores llamados "negros", y de los plagiarios (junio 18)

Día 63: Plagiarios y "negros" para todos los gustos (junio 25)

Día 64: La metamorfoseante y siempre nebulosa mente de Kafka (julio 4)

Día 65: Los tres grandes demonios de Kafka (julio 9)

Día 66: Jean-Jacques y, punto. Fue único (julio 18)

Día 67: De cómo Rousseau llegó a ser Rousseau (julio 31)

Día 68: ¿Teresa y Juan-Jacobo?, ¿pero cómo se explica? (agosto 5)

Día 69: Escribir hasta alcanzar el delirium tremens... (agosto 15)

Día 70: ...para morir entre la flores del mal (agosto 29)

Día 71: Lucrecio y Cicerón: contiguos, lejanos, próximos... (septiembre 10)

Día 72: El hambre de Knut Hamsun (septiembre 15)

Día 73: Faulkner y Hemingway; dos vidas tangenciales (septiembre 23)

Día 74: El Nobel en estado puro (septiembre 27)

Día 75: De un desconocido sujeto llamado Henri Beyle (octubre 7)

Día 76: Qué es lo que se esconde tras el seudónimo Stendhal (octubre 12)

Día 77: No puede existir creación sin desasosiego. Preguntadle a Pessoa (octubre 19)

Día 78: Una multitud de personajes (uno, ninguno y cien mil) en busca de Pirandello (octubre 26)

Día 79: La Madre Rusia, el alma rusa y la troika rusa (noviembre 5)

Día 80: Bertand Russell; diáfano y preciso (noviembre 14)

Día 81: Y sin tiempo que perder, Marcel Proust (noviembre 22)

Día 82: Lo que convendría quizás saber sobre "la recherche" de Proust (noviembre 29)

Día 83: El insondable, enigmático y desconcertante Rilke (diciembre 10)

Día 84: Stevenson el olvidado, o Su Majestad de los Mares del Sur (diciembre 20)

Día 85: Las Memorias de ultratumba de un vizconde muy romántico (diciembre 30)

2013

Día 86: Acerca del "oficio u hosco arte" del ignorado traductor (enero 6)

Día 87: La náusea y La peste; Sartre y Camus (enero 15)

Día 88: Whitman, épico y elegíaco sin normas ni recato (enero 21)

Día 89: Energúmeno y con biografía: Balzac (enero 27)

Día 90: Balzac sin sus mujeres no hubiera llegado a ser Balzac (febrero 4)

Día 91: Erasmo y su elogio de la majadería y la insensatez (febrero 10)

Día 92: La paradoja Austen; sentido, sensibilidad, orgullo... (febrero 17)

Día 93: Voltaire vs. Arouet; fascinación, repulsa y contradicción (febrero 25)

Día 94: Hablábamos de Voltaire... (marzo 4)

Día 95: El extraño caso Ibsen (marzo 10)

Día 96: Yeats, el último druida (marzo 19)

Día 97: Valéry entre dos luces (abril 5)

Día 98: Petrarca, nacido para la modernidad (abril 16)

Día 99: Mill. Sobre la libertad y sobre su inconcebible amor (abril 25)

Día 100: A los cuatro vientos estelares a modo de Postfacio (abril 29)


jueves, 25 de abril de 2013

Día Noventa y nueve: Mill. Sobre la libertad y sobre su inconcebible amor


«Ningún hombre y ninguna sombra se mantiene en verdad viva 
más que mientras es realmente amada por algún ser en la tierra»

 
    No sin justificación elijo hoy este pensamiento de Stefan Zweig para comenzar a hablar de John Stuart Mill. Su sorprendente educación, su portentoso pensamiento y obra, junto con su increíble y descomunal amor a aquella mujer con la que de forma desasosegada compartió toda su existencia, hacen de este hombre genial un escritor digno, a más no poder, de ser tratado en estos transmutables apuntes. No podíamos permitirnos dejarlo fuera.
   Estamos hoy ante una figura difícil de encuadrar entre aquellos grandes de las letras sobre los que hemos ido recordando hechos, obras y palabras. En Mill diríamos que hay de todos ellos un poquito, algún rasgo; en él vemos sufrimiento, congoja, tenacidad, lucha, pasión, empeño..., pero más amor y devoción hacia el ser amado de los que quizás pudo haber en todos aquellos juntos.

   Gran parte de la vida de Mill transcurrió en la época victoriana; indudablemente ello ya le condicionó. Pero el hecho que en principio provocó en él una determinada respuesta que influirá toda su vida en su carácter y pensamiento, fue la insólita educación recibida. Aquel pequeño londinense nacido en el 1806 fue, casi se podría decir que desde ese mismo momento, el objeto sobre el que James Mill, su padre, experimentará como un aprendiz de brujo. John Stuart Mill resultará ser el fruto de los sistemas pedagógicos ensayados por su progenitor; alguien que nacido en la modestia había accedido a los estudios superiores dadas sus extraordinarias facultades intelectuales —ello es importante— gracias a las cuales había sido enviado a la Universidad de Edimburgo y ordenado Predicador de la Iglesia Escocesa, aunque jamás llegó a predicar.
Se encargó personalmente de su educación aislándolo de los demás niños y sometiéndolo a la más estricta disciplina. Sentado frente a su padre —«uno de los hombres más impacientes que ha habido»— en la misma mesa en la que aquel escribía la Historia de la India, consiguió que a los cinco años supiera griego y a los ocho aritmética y latín el cual tuvo que enseñar además a sus hermanos. «De los ocho a los doce años —dice en su autobiografía— aprendí con detalle Geometría elemental y Álgebra, el Cálculo Diferencial y otras partes de la matemática superior...»
¿Cuál podría ser el coeficiente intelectual del joven John? Aunque él razonaba que «...en lo que se refiere a dones naturales, estoy por debajo, no por encima, de la media normal» (algo poco creíble) de esta experiencia pudo resultar un monstruo o una ruptura con su estricto padre. Pero no; «John Mill poseía al cumplir los doce años los conocimientos de un hombre de treinta excepcionalmente erudito. (...) Su padre no dudaba del valor de su experimento. Había conseguido producir un ser excelentemente instruido y perfectamente racional»(1), y se diría que con una mente lógica y clarividente junto con una capacidad de pensamiento singular, aunque..., castrado de sentimientos y emociones. Esa falta de afecto y emotividad le llevará a sufrir ya adulto terribles crisis en las que contemplará el suicidio. A los veinte años: «Me encontraba en un estado de depresión nerviosa (...) sin poder experimentar sentimientos alegres o placenteros de ningún tipo», al tiempo que cada vez eran más frecuentes «...mis más largas recaídas depresivas». Conseguirá salir de esa etapa leyendo poesía por primera vez en su vida, puesto que a su padre sólo le había gustado «poner en mis manos libros que trataran de hombres con energía, capaces de enfrentarse a circunstancias poco comunes, y luchar y vencer ante las dificultades», ello además de que «...tenía que darle cuenta minuciosa de lo que había leído, y responder a sus numerosas e inquisitivas preguntas».
Lo superó; nunca le faltó como veremos aquella energía necesaria para enfrentarse a circunstancias poco comunes. La primera de esas circunstancias le sobrevino pronto, fue desde el momento en que conoció a la persona que le influirá por el resto de su vida aún más que su padre, y a la que dedicará «la más absoluta adoración durante casi medio siglo»(2). Se trataba de una casada con niños, «...la más valiosa amistad de mi vida», a la que conoció durante una cena en la casa de ella «...en 1830, cuando yo tenía veinticinco, y ella veintitrés años». Durante los veinte siguientes Mill se verá envuelto en un ménage à trois de lo más extraño que se pueda uno imaginar. La admiración y el enamoramiento entre John Stuart Mill, empleado gracias a su padre en la East India Company, y Harriet Taylor, una joven intelectual casada con el propietario de un productivo negocio de almacenamiento y venta de salazones y doce años mayor que ella, fueron mutuos e intensos desde aquel primer encuentro.
Tratando escrupulosamente por todos los medios de no deshonrar al señor Taylor —algo que no pudo conseguirse—, comenzaron a sucederse una relación de hechos y acontecimientos que aunque siempre los llevaron a cabo en forma platónica, inevitablemente escandalizaron a la sociedad de su tiempo. Veinte años de visitas (que en cierto momento tuvieron que ser interrumpidas), cartas, notas, encuentros furtivos, incluso largas estancias solos en Francia e Italia autorizadas por el esposo y a veces llevando ella consigo a su tercera hija —no olvidemos que él conservó siempre su puritanismo y ella la fidelidad hacia su esposo—, veinte años en esta situación, decíamos, acabaron llevando pronto a Mill a sufrir importantes daños no sólo en su sistema nervioso sino en toda su salud; nuevas depresiones, lesiones en su aparato digestivo y, finalmente, principio de tuberculosis. Aunque no achacable a aquella situación se le fracturó también una cadera debido a una caída la cual lo dejó incapacitado durante varios meses y, lo que fue peor, sufrió la pérdida de la visión debida a los emplastos de belladona que se le aplicaron —aunque acabó finalmente recuperándola. Todo lo sufrieron estoicamente hasta que el señor Taylor ya sexagenario acabó muriendo de cáncer. No obstante, durante los dos meses que duró la agonía, Harriet ejerció con entrega y total dedicación el papel de enfermera y acompañante al lado de su esposo.
Tras un espacio de tiempo razonable contrajeron matrimonio. Se produjo entonces uno de «los acontecimientos más importantes» de su vida privada. El primero de estos fue mi matrimonio, en abril de 1851, (...) durante siete años y medio pude disfrutar de aquella bendición. ¡Durante siete años y medio solamente!». Así fue; Harriet acabó también enfermando de tuberculosis, y, buscando un lugar apropiado para combatirla se dirigieron al sur de Francia. En ese viaje tuvo lugar «...la muerte de mi esposa, en Avignon, camino de Montpellier». En aquel lugar, Avignon, «Compré un "cottage" lo más cercano posible al lugar donde ella está enterrada, y allí, su hija y yo, vivimos durante gran parte del año». También allí moriría él en 1873 a la edad de sesenta y siete años, la sobrevivió quince.
Pasó allí en realidad la mayor parte de aquellos quince años con la hija de ella como su colaboradora, venerando a su excepcional y adorada compañera y terminando de corregir y publicar lo que faltaba de su extensa obra. Entre otras cosas el último capítulo, el séptimo, de su autobiografía; ella ya le había revisado en vida cuidadosamente los seis primeros y aún parte de ese último. ¿Nos extraña? Pues bien, ello nos da ocasión de conocer su relación intelectual.

Para empezar diremos que en aquella joven casada a los veinte años con aquel hombre de negocios al por mayor, subyacía una progresista radical que llevaba una vida matrimonial en cierto modo fracasada. Harriet había realizado escarceos literarios sin éxito y, en sus escritos íntimos, en sus cuadernos de notas, diarios y poesía, había ido expresando su frustración. Mill fue su salvación; ¿qué fue lo que él vio en ella para que con tanta insistencia afirme en lo sucesivo, casi de una manera ridícula, que ella tuvo un peso excepcional en sus escritos? Escuchemos algunas de estas afirmaciones:
«Por encima de la general influencia que el espíritu de mi esposa tuvo sobre el mío, lo que hay de más valioso en estas obras producidas en colaboración provino de ella, fueron emanaciones suyas, no teniendo yo parte mayor en ellas que la que tuve encontrando ideas en otros escritores anteriores a mí, asimilándolas e incorporándolas luego a mi propio sistema de pensamiento»
«...puede decirse que todos mis escritos publicados son tanto obra mía como suya»
«...fui yo su discípulo tanto por el vigor y decisión de sus especulaciones, como por la cautela con que formulaba juicios de un orden práctico»
Su embeleso hacia esa mujer fue tal que cuando muere, tras siete años y medio de matrimonio, escribe de ella: «Mis objetivos en la vida son los que fueron los suyos; mis metas y ocupaciones son las mismas que ella compartía o con las que ella simpatizaba, y están indisolublemente asociadas con su persona. Su recuerdo es para mí como una religión, y el intento de ganar su aprobación es el criterio por el que trato de regular mi vida».
Entre todo lo que el pensador, escritor y político Mill nos dejó escrito, además de su excepcional Autobiografía, tenemos que detenernos en su trascendental ensayo Sobre la libertad, la obra más fundamental y reconocida y aún de plena actualidad hoy, además de en el pasado siglo, como al tiempo de su publicación en 1859. Pues bien, ese magnífico ensayo sobre «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo», o en otras palabras el límite de «la dictadura de las mayorías sobre las minorías en una democracia» ¡no es enteramente obra suya!, tal como él mismo dice. Escuchémosle de nuevo:
«Por lo que se refiere al contenido, es difícil identificar qué parte o elemento en particular es más de ella que el resto. Todo el estilo de pensamiento de que el libro es expresión fue enfáticamente suyo»
«No hay en la obra ni una sola frase que ella y yo no revisáramos juntos varias veces, la diéramos mil vueltas y la expurgáramos cuidadosamente de cualquier falta, tanto de contenido como de expresión, que detectáramos en ella»
«Ninguno de mis escritos ha sido tan cuidadosamente compuesto ni tan escrupulosamente corregido como éste. Después de escribirlo dos veces, como de costumbre, lo conservamos con nosotros, y de cuando en cuando lo sacábamos y volvíamos a repasarlo de "novo", leyendo, ponderando y criticando cada frase».
¡Desconcertante! Si bien es cierto que ella estuvo siempre contra los convencionalismos de aquella sociedad los cuales para Mill se podrían enumerar como: «la abolición del privilegio y del abuso; la lucha contra la barbarie elitista, y también contra la barbarie popular; el reconocimiento de las dignidades básicas de los seres humanos, hombres y mujeres por igual; el universal derecho al sufragio; la abolición de la esclavitud y del racismo; la supresión del castigo corporal; el derecho al trabajo; el respeto a la legítima voluntad de independencia de los pueblos frente al centralismo colonialista; la extirpación del prejuicio»(2), algo que para él, como utilitarista que era, podría resumirse en aquella frase: «la mayor felicidad para el mayor número de personas», hemos de reconocer que nunca su esposa pudo tener en su pensamiento y expresión la superior preparación de Mill. En su juventud —en pocas palabras— su padre lo inició en el estudio de David Ricardo y Adam Smith; después pasó temporadas en Francia con el «padre» del Utilitarismo, Jeremy Bentham, y en su posterior preparación intelectual llegó a saber en profundidad de los principales pensadores anteriores y contemporáneos a él.
John Stuart Mill, para ir terminando, pudo estar deslumbrado por algo que en su esposa Harriet residía y que quizás tuvo que ver con aquella amputación de sentimientos, bondades y cariño que sufrió en su infancia y juventud bajo la «tutela» de su padre —en toda su autobiografía jamás hace mención a su madre. Pero «la mejora de la humanidad» que él de una manera idealista pretendió con sus escritos, se tuvo que basar indudablemente en su formación, clarividencia y discernimiento.
Despidamos a Mill trayendo aquí algunas citas suyas que con emoción fui guardando en alguno de mis morrales cuando lo leí:
«Aprendí como lograr lo más posible cuando no podía conseguirse todo; en vez de indignarme o desanimarme cuando las cosas no salían enteramente como yo quería, supe conformarme e, incluso, animarme cuando siquiera una parte mínima resultaba conforme a mis deseos; y cuando ni eso llegaba a alcanzar, aprendí también a soportar con absoluta calma la derrota completa».
Y más adelante: «...ese hábito de no aceptar como completas las medias soluciones a los problemas; de no abandonar nunca una dificultad, sino de volver una y otra vez a ella hasta clarificarla; de no dejar nunca sin explorar los oscuros rincones de ningún asunto, simplemente porque no parecen importantes; de no pensar que se ha entendido ninguna parte de un problema hasta haber entendido el todo».
«¡Cuánto que gozar en un mundo donde hay tanto que transformar, reformar, tantas injusticias que suprimir, tanto sufrimiento que eliminar, tanta belleza que construir!».
«Una mente cultivada encuentra motivos de interés perenne en cuanto le rodea. En los objetos de la naturaleza, las obras de arte, las fantasías poéticas, los incidentes de la historia, el comportamiento de la humanidad pasada y presente y sus proyectos de futuro».
«En un mundo en el que hay tanto por lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable».
Y como estamos en un blog literario no dejemos sin consignar un par de sentencias suyas relativa a este campo:
«Escribir para publicar no es tarea que pueda recomendarse como segura fuente de ingresos a una persona que esté llamada a hacer algo en el campo de las letras o en filosofía».
«Los que tienen que vivir de la pluma están obligados a depender de la esclavitud literaria, o, en el mejor de los casos, de obras que están dirigidas a las grandes multitudes; y sólo pueden dedicarse a escribir lo que verdaderamente quieren durante los pocos ratos libres que les quedan después de cubrir sus necesidades».
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(1) Isaiah Berlin, John Stuart Mill y los fines de la vida
(2) Carlos Mellizo, Prólogo y notas a la Autobiografía de Mill












martes, 16 de abril de 2013

Día Noventa y ocho: Petrarca, nacido para la modernidad


Valéry indudablemente estaba equivocado cuando escribía aquello de que «Hay que ser verdaderamente estúpido para atribuir a un poeta los sentimientos que aparecen en sus versos», o que «Es un dicho gracioso y trillado afirmar que el poeta expresa sus dolores, sus grandezas y sus aspiraciones en sus versos. Eso sólo es verdad en poetas vulgares...» porque, dígaseme como es posible, por tanto, que uno de los más grandes poetas de Occidente de todos los tiempos, «el primer gran poeta moderno», pudo dedicarse durante cerca de cincuenta años a transmitir mediante los versos de su Canzoniere los sentimientos hacia su amada Laura junto con sus dolores y aspiraciones personales.
    Y ya que hemos citado al poeta Valéry, ¿no es casualidad que el gran poeta Petrarca hubiera estudiado también leyes en Montpellier seiscientos años antes que él?, ¿que durante aproximadamente cincuenta años, los dos fielmente se dedicaran uno a su Cancionero y el otro a sus Cuadernos?, ¿que ambos se enamorasen profundamente y a la misma edad, uno en Avignon y el otro en Montpellier, de dos mujeres misteriosas —Laura y madame Rovira— que tanto les influyeron en sus vidas aunque en sentidos opuestos?... Hay más concomitancias pero las expuestas me son suficientes para señalar mi perplejidad. Pero ¿por qué hoy aquí Petrarca y no otro? Pues bien, no se piense que la respuesta tiene que ver algo con Valéry; olvidémoslo.

   La respuesta a esta pregunta es sin embargo clave puesto que soy consciente de que me estoy saltando a Dante o a Boccaccio, tan cercanos a él, uno antecesor y otro posterior o más joven. Y esa clave reside —y ya estamos entrando en harina— en el papel jugado por Petrarca en el futuro y pleno humanismo de Europa, en su arrolladora personalidad y en la directa o indirecta imitación de su Canzoniere; sus temas, su ideología, sus procedimientos estilísticos, sus formas; esto es: lo que será denominado «petrarquismo» y que desde su tiempo, la Baja Edad Media, será cultivado a través del Humanismo del siglo XV, durante todo el Renacimiento, en pleno Barroco, y que llegará hasta nuestros días en el siglo XX.
   Respecto a las diferencias entre el autor de la Comedia (a la cual Dante no la llamó nunca divina) y el autor del Canzoniere —obras ambas escritas en verso y en el idioma vulgar, el toscano—, las diferencias, digo, son muchísimas según los que saben de ambos. De entrada les separa la pasión de Petrarca por la antigüedad al dedicarse por entero a los estudios clásicos (Cicerón, Virgilio, Livio) despreciando la cultura medieval y escolástica en la que en cambio Dante se había formado y la había asumido. Se ha dicho entre otras cosas de Petrarca que fue un innovador, un intelectual original y ya humanista, y ello además de estar siempre libre de los condicionamientos políticos vinculados a la realidad local como había ocurrido con Dante —precisamente amigo de su padre— el cual había nacido treinta y nueve años antes que nuestro poeta de hoy. Y, no obstante, a pesar de que en general la actitud de Petrarca hacia su gran predecesor nunca al parecer fue sosegada sino compleja y sin duda conflictiva, y a menudo dejó bien clara la irreductible distancia que los separaba, lo calificó respetuosamente de «guía de nuestro idioma vulgar».
La relación con Boccaccio, tan sólo nueve años más joven que nuestro poeta, fue sin embargo muy distinta. Boccaccio fue su amigo, su gran admirador, su mayor discípulo y, por tanto, un humanista como él. Entre sus innumerables cartas existe una dirigida al autor del conocido compendio de historias eróticas y carnales; es la conocida como el «testamento espiritual» de Petrarca en la que le habla a su amigo y discípulo de la necesidad de seguir con el estudio y la escritura a pesar de la vejez y de los dolores. Viene bien decir ahora, aunque sea prematuro, que fue encontrado sin vida sobre uno de sus libros a los setenta años.
   ¿Hemos dicho libro?, ¿uno de sus libros? ¡Estamos ante quizás el mayor bibliófilo medieval! «De todos los goces terrenales ninguno hay más noble, dulce, más perdurable y seguro que el que proporcionan los libros». Se nos ha olvidado decir que había nacido en el cuarto año del siglo catorce, en el 1304, y hemos titulado este apunte «Petrarca, nacido para la modernidad», lo cual parece un contrasentido. Faltaban muchos años por supuesto para que llegase Erasmo y la Edad Moderna, pero él la atisbó: «Me encuentro colocado en los confines de dos pueblos diferentes, desde donde veo a la vez el pasado y el porvenir»; así era. Dice Ortega que tenía «el corazón de las creencias partido en dos —el pasado gótico tira de él por habitualidad, el porvenir naturalista intramundano le atrae como una promesa, y el pobre hombre no sabe qué hacer»(1). Petrarca «se esforzaba por deslindar el terreno del artista filósofo y el del católico ortodoxo, lo cual le creaba un malestar, desánimo o melancolía, (...) confesaba abiertamente su pasión por el mundo clásico y nunca se convirtió en un exegeta de la Biblia, del dogma o de los preceptos de la Iglesia»(2). Y continua Ortega: «Un hombre inenarrable, tan genial como absurdo, tan sincero como farsante, tan genial como ridículo en el fondo de cuyo ser, por vez primera, se va a romper la quietud de las creencias medievales, (...) en el corazón de este hombre fantasmagórico y extraño da su primera pulsación lo que más adelante habrá de llamarse "vida moderna"».
   Se le ha llamado, entre otros sobrenombres, el primer turista medieval —se entiende que turista culto y curioso—, el primer alpinista de esa misma época, el gran cosmopolita... Su pasión como «turista» fue descubrir el pasado pagano y encontrar obras ya perdidas de los clásicos. Viajó por Francia —la mitad de su vida la pasó en Provenza—, los Países Bajos, Alemania y toda Italia. Algunas de las ciudades que visita como curioso viajero son Aquisgrán, París, Gante, Lieja, Colonia, Lyon, sin contar las de su auténtico país el cual deseaba ver unificado y con la sede Pontificia instalada de nuevo en Roma; y en esas ciudades busca y acaba descubriendo varias obras desconocidas de los clásicos. En Lieja encontró Pro Archia y en Verona Epístolas a Ático ambas de Cicerón su ídolo; también descubrió De Architectura, de Vitruvio y la Corografía, de Pomponio Mela... «La propagación de una parte inmensa de la literatura latina —base de toda la civilización renacentista— es fundamentalmente obra de Petrarca»(2).
Francesco Petrarca al igual que Dante era toscano y, aunque hubiera nacido en Arezzo, era Florencia su ciudad, la que su padre el notario Petracco tuvo que abandonar por razones de güelfos y gibelinos, en concreto por diferencias entre estos últimos, y acabase residiendo a la «sombra» de la sede papal de Avignon. Cuando su padre fallece Francesco deja de estudiar jurisprudencia en Bolonia, regresa a Avignon y, como tantos escritores han hecho, busca una forma de vida que le proporcione el sustento y le permita consagrarse a lo que le gusta: leer y escribir. Decidió dedicarse a la carrera eclesiástica tomando las órdenes menores; no tenía que ser sacerdote, se pasaba a estar únicamente bajo la jurisdicción eclesiástica y no bajo la del Estado y gozaba de los privilegios de la Iglesia asumiendo los cometidos y reglas que ello conllevaba, entre ellas el celibato.
Con veintiséis años, alguna canonjía o sinecura y la protección de un poderoso eclesiástico —el cardenal Giovanni Colonna que lo nombró capellán de familia y se convirtió en su amigo— tuvo ocasión de realizar muchos viajes por Europa impulsado por su inquietante anhelo de nuevas experiencias humanas y culturales, rasgo primordial de toda su existencia. ¿No era experiencia nueva subir al monte Ventoux, a más de 1.900 metros, por el placer de otear el panorama desde su cumbre? Lo relatará con todo detalle en una de sus cartas, porque aunque no nos dejó memorias sí nos proporcionó una gran información autobiográfica retratándose y confesándose con ellas; montones de cartas que, posiblemente influido por Cicerón y Séneca, escribió a amigos y hasta al mismo Cicerón o a Virgilio quizás con objeto de transmitirnos una imagen ideal.
Aunque difícil, resumamos. ¿Quién era Petrarca?, ¿quién era ese sujeto que hoy vemos encapuchado o con una corona de laurel ceñida a su cabeza? Pues era un ferviente italiano que vivió entre Francia e Italia; clérigo aunque no sacerdote, virtualmente laico; investigador e intelectual que acopiaba libros para su biblioteca; alguien que se pasa la vida viajando y escribiendo: «cuando cese de escribir... cesaré de vivir»; «nada pesa menos que una pluma, y nada anima más», lo hace en latín pensando en la posteridad y, paradójicamente lo que le hace famoso es lo versificado en el primitivo italiano, la lengua vulgar que él en parte despreciaba y consideraba una fruslería. Es alguien que se debate entre dos pasiones: el deseo de una vida retirada y solitaria dedicada al estudio y la reflexión, y la ambición mundana, la sed de gloria, las pasiones terrenales; un célibe que engendró dos hijos y estuvo enamorado apasionadamente de una casada, Laura, tanto en vida de ella como después de muerta.
Por cierto, digamos algo acerca de aquella corona de laurel: la Universidad de París y el Capitolio de Roma le ofrecen en 1340, con treinta y seis años, la coronación poética, un título con su respectiva ceremonia en la que se le imponía una corona de laurel y se le reconocían públicamente los méritos adquiridos; él eligió Roma.
Pero volvamos a Laura; el nombre Laura proviene de láurea, laurel, triunfo, la ejemplarizante coronación al ganador en la Roma clásica. Esa corona de laurel ¿la ostenta en su retrato debido también a su fascinación y en honor de aquella mujer que conoció un 6 de abril de 1327 a los veintitrés años en Avignon, en la Iglesia de Santa Clara y que fue la inspiración central de su obra poética?
Siempre me ha sorprendido que Francesco Petrarca, contador de tantos hechos e historias a través de su enorme epistolario, no nos haya desvelado quién era aquella Laura fallecida según él debido a la peste, de lo cual se enteró cuando contaba tan sólo cuarenta y cuatro años estando de paso en Parma, y a la que siguió ensalzando en su Canzoniere hasta el final de sus días. ¿Existió realmente?, ¿era casada?, ¿tenía hijos?, ¿qué relaciones tuvo con ella? Hay respuestas para todos los gustos. Tan sólo sabemos que pudo ser cierto que fue una mujer inaccesible y distante, desdeñosa y altiva; que los encuentros posibles fueron poquísimos y casuales, y que su amor jamás fue correspondido. ¿Cómo se le pueden dedicar a una falsa e imaginaria «Beatriz», por imitación de Dante, nada menos que 317 sonetos, 29 canciones, 9 sextinas, 7 baladas y 4 madrigales, cantando durante cerca de cincuenta años casi exclusivamente la figura de esa Laura?, una figura que descolla a lo largo de esa dilatada «cantiga» lírica que es el Canzoniere. Y uno llega a la conclusión de que Laura tuvo que existir: «El mundo la poseyó sin conocerla, y yo, que la conocí, estoy aquí llorándola».
No me resisto a despedir a Francesco Pretarca, el primer humanista del medievo, el padre del renacentismo y de la modernidad, sin dejar aquí uno de sus sonetos a aquella Laura en una de las mejores traducciones que he conocido.

Paz no encuentro ni puedo hacer la guerra,
y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo;
y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra;
y nada aprieto y todo el mundo abrazo.

Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra,
ni me retiene ni me suelta el lazo;
y no me mata Amor ni me deshierra,
ni me quiere ni quita mi embarazo.

Veo sin ojos y sin lengua grito;
y pido ayuda y parecer anhelo;
a otros amo y por mí me siento odiado.

Llorando grito y el dolor transito;
muerte y vida me dan igual desvelo;
por vos estoy, Señora, en este estado.
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(1) Ortega y Gasset, Obras completas
(2) F. Rico, Lecciones de Literatura Universal







viernes, 5 de abril de 2013

Día Noventa y siete: Valéry entre dos luces


¿Puede una fortísima tormenta cambiar la vida de un hombre? O mejor y más preciso: ¿puede que una noche de tormenta perfecta, como se dice hoy, haga que un joven dedicado por entero a la poesía y enamorado platónicamente de una muchacha, con la que ni siquiera ha cruzado una palabra, sufra una crisis espiritual o de identidad que le haga decidir un cambio radical en su modo de vida?
Fue posiblemente la famosa «noche de Génova» del 4 al 5 de octubre de 1892, cuando Paul Valéry tenía veintiún años, la que nos deparó al poeta filósofo que de otra forma nunca hubiera existido. Tras aquella noche decidió evadirse y renunciar a todo aquello que pudiera impedirle el dominio de su propio ser. «Decidió abandonar la actividad poética: se le rompieron entonces los «ídolos» del amor y de la poesía» (...) «cosas vagas» que enturbian la lucidez soberana del intelecto»(1), y prometió dedicarse en adelante al estudio, sobre todo al de las ciencias y en especial a las matemáticas, poniendo también una atención especial a la mente y al espíritu.
Afortunadamente no se cumplió todo ello tan rígidamente y Paul Valéry volvió a poetizar y a amar. Sin embargo, lo que aquella tormenta nos deparó fue un «versificador» como él se denominará, y al tiempo un pensador acerca del «mundo, el cuerpo y el espíritu».
 
   ¿Qué sucedió aquella noche? Oigámosle: «Noche espantosa. La pasé sentado en la cama. Tormenta por todas partes. Con cada rayo, una claridad deslumbrante en mi cuarto, y todo mi destino, en mi cabeza. Estoy entre yo y yo.
   »Noche infinita. Crítica. Tal vez como consecuencia de esa tensión de la atmósfera y del espíritu. Y esas explosiones recurrentes, cada vez más intensas, del cielo, ese relampagueo repentino, abrupto entre las paredes de cal claras, desnudas.
   »Por la mañana me siento OTRO. Pero —sentirse OTRO— no puede durar mucho, ya sea que uno vuelva a transformarse en lo que era y el anterior venza, ya sea que el hombre nuevo absorba al anterior y lo aniquile».
No habla aquí sin embargo de la pasión amorosa que le inspiraba una bella catalana de Montpellier, Madame de Rovira, «l'idole catalane» que representaba su descontrol interior y por la cual el joven Valéry experimentó una pasión muda y dolorosa y ello sin siquiera conocerla:
   —«El amor insensato hacia esa dama de Rovira que nunca conocí sino de vista»
   —«Fue un período muy duro y muy fecundo. Una lucha contra los demonios. Noche de Génova en octubre del 92»
   —«La señora de Rovira. Me volví loco y horriblemente desdichado durante años, ¡imaginando a esta mujer con la que ni siquiera llegué a hablar!»  
   —«Esta ingenua, brutal y temible decisión-descubrimiento hecha para y por defensa general contra mi capacidad de sufrir en espíritu —(Madame de Rovira) con un mínimo de causa (continuación, por otra parte, del ejercicio de la conciencia-conciencia (C²) y del trabajo de versificación), me apartó muchísimo de todos»

Desde entonces se levantará todas las mañanas entre las 4 y las 5 de la madrugada a escribir tres o cuatro horas —«entre la lámpara y el sol»— sobre los temas más diversos que pueda uno imaginar. Realizará un extraordinario ejercicio mental que plasmará en magníficas reflexiones y aforismos, apuntes psicológicos, análisis estéticos, disquisiciones filosóficas, consideraciones sociológicas, poemas en prosa, críticas literarias, ensayos y hasta formulas matemáticas, dibujos e inclusive datos autobiográficos. Esas notas y apuntes redactados entre dos luces —su particular «livro do desassossego»— serán los Cahiers, los «cuadernos» que no dejará de escribir durante los siguientes cincuenta y un años de vida que aún le quedaban por vivir —fallecería a los setenta y cuatro. Resultarán en total 261 cuadernos que se publicarán en la década de los años cincuenta del pasado siglo en una edición facsímil de veintinueve volúmenes con un total de 26.600 páginas.
Decíamos que afortunadamente no se cumplió tan rígidamente lo decidido aquella noche, puesto que veinte años más tarde volvió a escribir poesía, aunque... filosófica. Hacia 1913 —contaba cuarenta y dos años— volvió a versificar, pero esta vez «con pensamiento». Será La joven Parca la primera obra; le llevó cuatro años y fue calificada como un drama y al tiempo una metamorfosis de la conciencia humana; muy lejos por cierto de aquellos poemas escritos entre los dieciséis y los veinte años y que verán la luz bajo el título Álbum de versos antiguos.
Pero lo más sorprendente es que aquella obra, o su más conocida El cementerio marino, a Valéry le podía haber llevado, como le llevaron los Cuadernos, el resto de su vida: «Me ha gustado trabajar una página —como un pintor un cuadro— indefinidamente. Sin límite»; «Trabajo una estrofa, no me quedo satisfecho diez veces, veinte veces, pero a fuerza de insistir me familiarizo no con mi texto, —sino con sus posibilidades, sus armónicos».  Fue gracias a Gide que La joven Parca dejó de estar en un cajón para ser retocada de vez en cuando y fue publicada. Respecto a su famosísimo poema El cementerio marino, escuchemos lo que él mismo cuenta:
   «Una tarde del año 1920, nuestro inolvidable amigo Jacques Rivière, que acudió a visitarme, me encontró ante un "estado" de ese Cementerio marino pensando en revisar, suprimir, sustituir, retocar aquí y allá... Rivière no paró hasta que consiguió leerlo, y después de leído, hasta que se quedó con él». No es extraño que tardara más de cuarenta años en escribir el Narcisse.
   Estamos ya haciendo su biografía y no hemos dicho que, al igual que Rilke y Yeats, Valéry vivió a caballo del XIX y del XX. Qué casualidad que el gran poeta en alemán hubiera nacido en el año 1865, el bardo que poetizó en inglés en 1875 y el «versificador» en francés en 1871. No olvidemos que Rilke llegó a traducir a Valéry al que personalmente conoció.
La primera luz que vio Valéry, hijo de corso e italiana genovesa, fue la luz mediterránea iluminando aquel cementerio blanco de Sète tendido al azul del mar. De nuevo estamos ante aquello que decía Marina, y que parafraseábamos ayer, de que «el escritor vuelve a la infancia como vuelve el emigrante a un país del que le hubiera gustado no salir nunca». Al igual que las cenizas de Yeats regresaron a Sligo, también volverán a Sète las cenizas de Valéry; exactamente al «cementerio marino» de aquel lugar, próximo a Montpellier, que dio nombre al más popular o famoso de sus poemas.
El resto de sus datos biográficos o son intranscendentes o ya los hemos mencionado. Se instala en París a los veintitrés y cultiva la amistad de Stéphane Mallarmé y André Gide entre otros muchos escritores. Pero tiene que comer, y aunque licenciado en derecho trabaja como redactor de una revista del Ministerio de la Guerra; tres años después, y hasta que la fama se lo permite y su empleador fallece, lo hace como secretario particular del director de una poderosa agencia de noticias; ambos empleos sin rígidos horarios le permitirán compaginar las actividades literarias. Cuenta entonces cincuenta y un años y es ya un afamado ensayista y poeta filósofo; tres años más tarde ingresará en la Academia Francesa. Terminará siendo el poeta francés más citado del siglo veinte al igual que Victor Hugo lo fue del anterior; y de la misma manera que sucedió con aquel, el día de su muerte será declarado en Francia día de luto nacional.

Y, sin embargo, será también muy discutido entre sus contemporáneos y aun entre los posteriores a él. ¿Por qué? ¿Escribía Valéry únicamente para las minorías? Recuerdo que cuando leí sus Estudios literarios, en el que se incluían diversos ensayos —algún discurso también— sobre muchos personajes de la literatura, me sorprendí y me sentí confundido; la prosa, la composición, el discurso de Valéry lo encontré de difícil lectura. Aunque me parecía estar leyendo a Ortega cuando este escribía sobre autores y obras literarias, me resultó sin embargo muy lejos de la simplicidad del lenguaje y de la exposición del hispano. O lo que es lo mismo, noté que ambos tenían un idéntico anhelo escribiendo, un mismo objetivo y sentimiento, pero el francés daba la sensación que prefería escribir sólo para unos pocos.
Cioran dijo que «Valéry hizo del lenguaje su dios, (...) se convirtió en un fanático del verbo, o de la "forma" si se prefiere». En otro trabajo sobre él, afirmó que «para un autor resulta una verdadera desgracia ser comprendido», y que Valéry «cometió la imprudencia de dar demasiadas precisiones sobre sí mismo y sobre su obra, (...) que disipó buena parte de esos malentendidos indispensables al prestigio secreto de un escritor..., exageró hasta el vicio la manía de explicarse»; que «cada vez nos interesa más no lo que un autor ha dicho, sino lo que hubiera querido decir», para seguidamente hablar del esfuerzo de aquel por «lograr un brillo abstracto de la frase». Todo lo cual puede que esté en perfecta consonancia con lo que el mismo Valéry pensaba. En uno de sus textos, precisamente acerca de Mallarmé, encontré quizás la explicación; dice allí Valéry: «La facilidad de lectura se ha convertido en una especie de regla (...) Todo el mundo tiende a leer aquello que todo el mundo hubiera podido escribir. (...) que no se le ocurra a nadie pedir un esfuerzo, ni invocar la voluntad. (...) Por lo que a mí respecta, debo confesar que si algún libro no me ofrece alguna resistencia prácticamente no me entero de nada.» Por eso él utiliza la perífrasis y la oración retorcida, con lo cual hay que leer el texto más de una vez para captar cual es el mensaje. Insólito ¿no?
Digamos que en el otro extremo de Cioran hubo otros muchos que no ahorraron palabras para elogiarlo. Octavio Paz nos dejó escrito lo siguiente: «Cuando era adolescente, uno de los escritores que más veneraba era Paul Valéry. Lo he releído hace poco y encuentro que el verdadero filósofo francés de nuestra época no es Sartre: es Valéry, como lo revela, sobre todo, la publicación póstuma de los Cahiers».
Y es que los Cahiers son algo distinto, y sin ninguna duda extraordinarios. Yo me voy a permitir traer a estas páginas algunos de los apuntes realizados entre dos luces, durante tantos años, por aquel hombre genial. Los he escogido de mi macuto en el que guardé bastantes de la selección de sus Cuadernos que se publicó en español en la década pasada, y lógicamente pertenecen exclusivamente a las secciones —de las treinta y una en total en que sus apuntes fueron clasificados— relativas a Lenguaje, Literatura, Poesía, etcétera. Pienso que descubren mucho de la personalidad y el pensamiento literario del escritor.

   —«El verdadero escritor es un hombre que no encuentra sus palabras. Así que las busca. Y buscándolas, encuentra las mejores»
   —«Cuando una obra es muy hermosa, pierde su autor. Ya no es propiedad suya. Conviene a todos. Devora a su progenitor —Él sólo fue su instrumento. La obra lo despoja»
   —«Escribir —para conocerse— y eso es todo»
   —«Aprovechar el accidente afortunado. El verdadero escritor abandona su idea en beneficio de otra que le surge mientras buscaba las palabras de la que quería, a través de las palabras mismas»
   —«Mediante la mezcla de palabras muy corrientes, el escritor sabe ensanchar el mundo expresado»
   —«El deseo de originalidad es el padre de todos los préstamos, de todas las imitaciones»
   —«El placer literario no consiste tanto en expresar tu pensamiento como en encontrar lo que no te esperabas de ti mismo»
   —«Las tres cuartas partes de un trabajo hermoso se va en rechazos»
   —«Escribir. Resolver una nebulosa interna»
   —«Las bellas obras son hijas de su forma —que nace antes que ellas»
   —«En la práctica literaria, las palabras proporcionan, como promedio, tantas ideas como las ideas proporcionan las palabras»
   —«En cuanto un escritor es bueno para mucha gente, desconfío de él del mismo modo que desconfío de mucha gente»
   —«No es nunca el autor el que hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector...»
   —«Escribir es necesitar a los demás»
   —«En nueve de cada diez casos, es cien veces más fácil escribir una cosa bella que una cosa precisa»
   —«Prefiero ser leído varias veces por una sola persona que una vez sola por varias»
   —«Cuando el verso es muy hermoso no pensamos ni siquiera en comprenderlo»
   —«El verdadero poeta no sabe exactamente el sentido de lo que acaba de tener la fortuna de escribir»
   —«Hay que ser verdaderamente estúpido para atribuir a un poeta los sentimientos que aparecen en sus versos»
   —«Es poeta aquel a quien la dificultad inherente al verso le da ideas —y no lo es aquel a quien se las retira»
   —«Es un dicho gracioso y trillado afirmar que el poeta expresa sus dolores, sus grandezas y sus aspiraciones en sus versos. Eso sólo es verdad en poetas vulgares...»
   —«El trabajo del poeta es quizá, de todos los trabajos, aquel en el que la mayor impaciencia tiene esencial necesidad de la mayor paciencia»
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(1) Enciclopedia Garzanti de la Literatura

 

 

martes, 19 de marzo de 2013

Día Noventa y seis: Yeats, el último druida


Pienso que a estas alturas no debe resultarnos extraño hablar de la «misión del escritor», ese término que desde el principio y tan a menudo hemos venido mencionando y que podríamos resumir en aquello tan simple como el mandato arrebatado, imperioso y apasionado de transmitir nuestra íntima verdad. Y comienzo haciendo referencia a ello porque en William Butler Yeats ese mandato fue precisamente tan definido como lo pudo ser en los más escogidos, aquellos que hicieron de su vida el estricto cumplimiento de esa misión: «Todas las actividades de la larga vida de Yeats estuvieron cobijadas por la poesía»(1).
   Sligo, capital del condado del mismo nombre en Irlanda, está situada a unos doscientos kilómetros al noroeste de Dublín. Allí, más o menos a un cuarto de siglo para que comience el veinte, un muchacho de siete, ocho o diez años pasa algunos de ellos con sus abuelos; y a través de los cuentos, los relatos fantásticos y las leyendas que escucha en aquel lugar entra en contacto con los mitos, las tradiciones y las supersticiones de su país, en una palabra se encuentra absorto e inmerso en el recóndito y perdido mundo de los celtas. Dice José A. Marina que «el escritor vuelve a la infancia —aunque haya sido infeliz— como vuelve el emigrante a un país del que le hubiera gustado no salir nunca. Vuelve a recuperar lo perdido, la magia que lo habitó. Y muchas veces esa vuelta se hace poema o libro, como si allí hubiera recuperado la fuerza y la agilidad con que trepaba a los árboles, o corría con los perros, como si hubiera recuperado el fulgor y el asombro, la mirada de entonces. Porque la literatura no es sino otro modo de mirar lo que llamamos realidad, otro modo de mirar el mundo y la vida»(2). ¡Qué bien nos encaja ello en la trayectoria de William Butler Yeats! 

   Aquel muchacho, desde entonces y durante toda su vida, ya no quiso mirar de otra manera lo que se le ofrecía como realidad. Marchará siempre tras «lo perdido, la magia que lo habitó», y hará de su vida, con su irrealidad y descreimiento, un poema y una obra escénica en la que se declarará inclusive un visionario y un anticientífico.
Yeats cantará las epopeyas de aquellos los héroes de los que supo en su infancia y nos sumirá en los mitos ancestrales de un pasado arcano, será un explorador de misterios psíquicos y sobrenaturales en los que tratará de encontrar lo inexistente e inexplicable, y no dejará de buscar y rastrear en el universo de lo incorpóreo a aquellos semidioses que poblaron los umbríos bosques de su país. Yeats será, al igual que un brujo o sacerdote celta, el nuevo y último druida que por medio de su inimitable palabra logrará sumirnos en su desconcertante y quimérica fantasía.
Pero además —volvamos a las primeras líneas— se empeñó como tantos otros artífices en cumplir su misión con aquella fuerza de los hombres escogidos: «El único pecado que tiene importancia es el no realizar la obra más perfecta de que seamos capaces», porque —lo veremos— se trataba de un hombre de aquellos en los que «ser» significa llevar a cabo grandes empresas, realizar tareas de gran tonelaje. Tal como parafraseamos el último día era de los que necesitan un proyecto que se encuentre muchas veces por encima de sus fuerzas, que los haga sentirse solos, incomprendidos y al final derrotados, pero invariablemente orgullosos de haberse aventurado en el viaje emprendido.

   Digamos en primer lugar que Yeats es un irlandés nacido en las inmediaciones de Dublín cuando Irlanda es todavía parte de Inglaterra, al igual que sucedía en el caso de aquellos otros dos grandes dublineses de los que ya hemos hablado.
Yeats es un británico de origen sajón-protestante nacido en la segunda parte del diecinueve, exactamente en el verano del año sesenta y cinco. De su infancia ya hemos dicho lo más trascendental y de su adolescencia nos resta decir que tras estudiar en un Liceo y pasar dos años en la Metropolitan School of Art estudiando pintura, que era la profesión de su padre, abandona y se lanza a escribir.
En la Dublin University Review aparecerán publicados a sus veinte años los primeros versos, aunque, ya antes, en la misma Escuela de Arte se produce un hecho significativo en su vida. Conoce allí a una persona cuyo pensamiento complementará aquel su universo ya plagado de fantásticas y mágicas leyendas. Con él y otros más, imbuidos del ocultismo, la cábala y lo nigromántico formarán la "Dublin Hermetic Society" con el objeto de explorar los misterios psíquicos y sobrenaturales, el mundo esotérico. Este será el primer paso de esa faceta, aunque poco después se inscribirá en la "Theosophical Society" de la famosa Mme Blavatsky dedicada entre otras actividades al estudio de los libros proféticos y de la alquimia, a la que posteriormente abandonará para unirse a la "Hermetic Order of the Golden Dawn" con fines similares. Y todo ello al tiempo que lee a los gurús de lo sobrenatural como a Blake y Swedenborg. «Creo en la práctica y en la filosofía de lo que de común acuerdo llamamos magia, en lo que debo llamar la evocación de espíritus, aunque no sepa lo que son,...»; «Creo que toda la naturaleza está llena de gente invisible».
Su entera obra girará a un tiempo alrededor de aquellas leyendas y mitos de su país oídos en su infancia y de la nigromancia o búsqueda de un explicación arcana del acontecer en el universo.

Mas, para realizar su misión —y esto es significativo— las mayoría de las veces el creador necesita la ayuda de alguien, y ese alguien si se trata un sujeto masculino es siempre una mujer, o quizás varias como sucede en el caso de nuestro hombre; y a ellas hemos llegado.
Si llegó a conocer en persona al héroe de la independencia irlandesa O'Leary —el cual le estimuló a escribir sobre el mítico pasado de Irlanda— ello fue debido gracias a la que desde sus veinticuatro años comenzó a ser la musa de toda su existencia. Maud Gonne, bella, fascinante y destacada independentista no era al tiempo sólo una escritora, una actriz y una revolucionaria si no, como él, una seguidora de las creencias en lo oculto. Fue al tiempo de publicar su primera colección poética, Los vagabundos de Oisin, cuando Yeats caía también fulminado por los encantos de aquella para él algo parecido a una diosa celta.
Se inspirará en ella para escribir muchos de sus poemas, y aunque amada por él sin restricción alguna durante más de tres décadas, ella tan sólo le concedió después de tres rechazos de matrimonio una larga amistad. A pesar de que Yeats amó vanamente a una mujer imposible siempre trató de unirse en matrimonio con ella, e inclusive tras los rechazos pretendió hacerlo con su hija que también se negó. Yeats llegó a decir finalmente —¿a consolarse?— que con Maud Gonne había llegado a contraer un matrimonio «místico», lo cual tenía sentido si como él mismo decía «la vida mística es el centro de todo lo que hago, de todo lo que pienso y de todo lo que escribo».
A sus treinta años y quizá sublimadamente, encauzó aquel amor o parte del mismo hacia Olivia Shakespear, también escritora —«fue el centro de mi vida»— a la que de igual forma, aunque apenas durante dos años, amó intensamente. Por ella sí fue sin embargo correspondido y su amistad le duró toda su vida
No obstante, el apoyo definitivo y esta vez exento de pasión erótica o sensual le llegó acto seguido también de otra mujer. Lady Augusta Gregory, una viuda con vínculos aristocráticos y trece años mayor que él, dramaturga y recopiladora del folclore celta, gran organizadora e impulsora del renacimiento literario irlandés y de su antigua lengua el gaélico, se convertirá en su protectora al tiempo que potenciará sus capacidad creativa. Se producirá entre ambos una mutua simbiosis que durará treinta y cinco años: «...fue para mí madre, amiga, hermana...»; ella fue la que «le ayudó a cumplir su misión de poeta»(1). En su compañía y con sus cuidados, en su vasta e idílica propiedad Coole Park el desasosegado Yeats encontrará  el descanso y la quietud que le era necesaria, y todo ello al tiempo que un nuevo estímulo para escribir sobre los ideales mitológicos irlandeses de la cual ella, como hemos señalado, era una fervorosa defensora. Y así tenemos que mientras en el resto de Europa hace furor el teatro basado en el realismo de Ibsen, nuestro Yeats se entrega «aunque esa obra sea la de toda su vida» a escribir un teatro el cual llamaríamos, más que tradicional, mitológico. Con ella y otros enamorados de esa idea fundan el Teatro Literario Irlandés conocido como el Abbey Theatre, en el que Yeats será autor y director durante mucho tiempo.
La cadena femenina, tan importante en la actividad creativa de Yeats finalizará con Georgina Hyde-Lees, una «medium» de veintiséis años con la que se casará a los cincuenta y dos. Precisamente en su luna de miel, ante la que podría considerarse como una reyerta familiar y con objeto de «disuadirlo de la idea de que no se había casado con la mujer indicada»(3), ella le hará partícipe de lo que llegaría a ser conocido como la «escritura automática» la cual entonces su mujer practicó. Una visión, el libro más incomprensible de su total producción, procede de las revelaciones directas y «sobrenaturales» que su mujer le fue haciendo; se trataba de un experimento mediante el cual el subconsciente dictaba la composición y dirigía la pluma que mantenía la mano. Más de cuatrocientas sesiones de «escritura automática» que produjeron miles de páginas que él estudió y organizó.

Nos queda por reseñar que la actividad creativa de Yeats, que le duró hasta sus últimos días siendo al tiempo extraordinariamente productivo, se fue acrecentando hasta el punto de que sus obras de la madurez y de la vejez representan su cumbre poética. ¿Extraño?
El gran poeta visionario llegó a considerar sus últimos años como una segunda pubertad; si versificar era para él como una cópula, al faltarle el vigor sexual debido a su edad optó por someterse a una operación quirúrgica que entonces se consideraba que podría devolvérselo; en realidad se trataba de una vasectomía. A él al parecer no le hizo ningún efecto en el plano físico, pero... debió funcionarle en el intelectual, puesto que «los cinco siguientes años tras la operación, hasta su muerte —la cual le sobrevino a los setenta y cuatro— fue de una fecundidad literaria excepcional»(3). 

Voy a despedir a esta figura, que ha sido definida como la más sobresaliente de la poesía inglesa del pasado siglo y uno de los más grandes poetas ingleses de todos los tiempos, citando algunas de las frases que nos dejó en su obra Mitologías. Una recopilación que él realizó de experiencias sobrenaturales, sueños, cuentos y leyendas; un mundo de brujos, mitos, bosques, encantamientos, fantasmas, duendes, hadas, demonios, hechizos, brujas, magos, etc. Un mundo maravilloso e irreal frente a la realidad, en el cual también incluyó algunos ensayos.
 Del que lleva el título" Anima hominis" he extraído lo siguiente:
—«Sin duda hay hombres cuyo arte es menos una virtud que una compensación por alguna circunstancia o accidente de la salud»
—«Siempre que pienso en algún escritor poético del pasado (...) compruebo, si es que conozco a grandes rasgos su vida, que la obra de un hombre es una huida de su horóscopo, una lucha a ciegas con el entramado de las estrellas»
—«De las disputas con los otros hacemos retórica, pero de las disputas con nosotros hacemos poesía»
—«Estoy convencido de que ningún poeta, por desordenada que haya sido su vida, ha perseguido jamás los placeres en sí mismos»
—«El poeta encuentra y confecciona su máscara en la decepción, el héroe en la derrota»
—«Al hombre que toma la pluma o el cincel no le está permitido buscar la originalidad, pues su único objetivo es la pasión...»
—«Creo que los poetas y los artistas no podemos disparar más allá de lo tangible y estamos condenados a pasar del deseo a la fatiga y otra vez al deseo...»
—«Un poeta, cuando se va haciendo mayor, acaba preguntándose si no podrá conservar su máscara y su visión sin padecer nuevas amarguras y desilusiones»
—«No he leído, oído hablar o conocido a ningún poeta que haya sido un sentimental».
 
Aunque falleció en tierra francesa permanece enterrado en Sligo; el lugar más importante según él de su vida. Lo está en el sitio que él mismo fijó en un poema: al pie de un monte llamado Ben Bulben.
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(1) Ignacio Iribarren, Una revolución literaria y sus autores
(2) José A. Marina, La magia de escribir
(3) Richard Ellmann, Cuatro dublineses