«El hombre
que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren
a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y los
retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo
frecuentaron, como si conocer al mago les permitiera entender su
magia»(1).
Y
esta vez el mago, más que nunca, no se deja conocer. ¿O es que no
es sorprendente que un tuberculoso siempre débil y consumido desde
su infancia se encare a la vida, y viajando y escribiendo
incansablemente le arrebate la felicidad que ella le quiere negar? A
la manera de cualquier poeta maldito vivió escasamente cuarenta y
cuatro años; fue además de poeta cuentista; escribió libros de
ensayo, de viajes, de moral e incluso sermones; cultivó el género
epistolar, escribió comedias, se atrevió con la novela policíaca y
fue un excepcional narrador de aventuras las cuales él nunca las
hubiera sido capaz de protagonizar.
He
tomado el título de aquella genial película de los años cincuenta
—en inglés His Majesty O'Keefe— para
resaltar una de las épocas más relevantes de su vida; la que
irrebatible y plenamente le satisfizo y que también fue la final.
Allí, en los entonces aún del todo por explorar Mares del Sur del
siglo diecinueve, los cuales recorrió navegando por sus numerosas
islas, vino a morir Tusitala,
("el narrador de cuentos" para los indígenas) después de
«reinar» entre ellos en Samoa.
Aquel
larguirucho escocés que debía haber sido ingeniero de faros como su
abuelo y su padre, permanece hoy frente al océano en lo más alto de
un acantilado de la isla donde los mismos indígenas lo enterraron.
Desde allí vislumbra «la vasta planicie del Pacífico bajo el ancho
cielo estrellado» como un faro de los que él nunca quiso construir.
¿Quién
era Stevenson? Desentrañémosle. A mí se me ocurre a bote pronto
que Stevenson podría ser visto como una especie de mixtura entre
Rilke y Twain; de ambos tiene muchas cosas su vida. Común con ellos
comparte su pasión viajera, su vena de errabundo impenitente si bien
por razones quizás algo distintas a las de aquellos; una de ellas la
búsqueda de lugares apropiados para calmar su dolencia. Pero, ¿sólo
esa?, entonces, ¿por qué con veintitrés años pasa tres meses solo
en una isla de las Hébridas?; ¿una prueba de supervivencia a lo
Robinson Crusoe? Sí, la aventura también le llamaba.
Especialmente
con Rilke, además de la incesante huida a otros lugares por motivos
también muy próximos a los de aquel, y su apasionado amor por la
naturaleza y el paisaje, le une su relación íntima con las mujeres
de más edad: diez, doce, catorce años. Se acabará casando con una
que le lleva once, y al igual que aquel frecuenta una colonia de
artistas y allí la conocerá; no será escultora sino pintora, y en
este caso se tratará del amor de toda su vida.
Con
Twain, unida a su inquietud viajera comparte un contagioso
optimismo y un siempre gozoso placer de vivir:
«No hay valor que valoremos menos que el deber de ser feliz».
Pero también como él es un hombre soliviantado contra los dogmas
intolerantes y preocupado por los grandes problemas humanos. Y ambos,
aunque fieles a sus consortes durante toda su vida tendrán que
soportar su carácter autoritario y manipulador que llegará a
coartarles y a influir en sus creaciones.
Pero
aún hay más, debido a sus obras más notables los dos tuvieron que
sufrir pronto y universalmente un erróneo encasillamiento como
escritores para muchachos, que en el caso de Stevenson se deberá a
su novela La isla del tesoro.
Dice
Sabater que «los grandes charmeurs de
las letras (...) se las arreglan para que sus textos parezcan siempre
fruto de una afortunada improvisación, de una inspiración casual e
irrepetible». Nada más cierto que ese «se las arreglan»: «La
gente supone que los pensamientos y sentimientos de Shakespeare,
prodigiosos y espléndidos, impresionan por su propio peso, y no
entiende que el diamante sin pulir no es más que una piedra. Cree
que las situaciones sorprendentes o los buenos diálogos se consiguen
estudiando la vida, no llega a comprender que se preparan mediante un
delicioso artificio y se realizan mediante penosas ocultaciones».
Para José Antonio Molina Foix sus virtudes escribiendo radican en
«economía de medios, concisión verbal, la palabra exacta e
insustituible, fina capacidad de observación, colorista sentido del
ambiente descrito, un autocontrol y una aversión a intemperancias
románticas o sentimentales, y una elegante y profunda prosa sonora».
Y no hemos hablado de aquello que lo distingue de todos los demás y
que tanto se le ha reconocido: el personal encanto de su carácter que
llega a trascender a su obra; el aspecto fascinante de su
personalidad. «It is therefore from the point
of view of his charm that the genius of Stevenson must be approached»
se dice en la Enciclopedia Británica.
No
es extraña la admiración que Henry James —el único en quien
podía confiar plenamente y quien mejor entendió sus propósitos
literarios— sentía por él: «...tuvo la fortuna de verse obligado
a consentir en convertirse en una Figura que ha entrado
indeleblemente en la leyenda». Y, sin embargo, ¿se lee hoy a Robert
Louis Stevenson? Sinceramente creemos que no todo lo que se debiera.
«It is difficult to believe that the time
will ever come in which Stevenson will not be remembered» se
menciona también en la citada Enciclopedia. Pero ha sucedido; ni
Borges, que también lo tenía en un pedestal, podía explicarse la
injusta relegación y el olvido casi generalizado en que ha llegado a
caer.
Retornemos
finalmente a este sorprendente mago —como se decía al principio—
en busca de todo lo que podamos saber de él. Se nos cuenta que desde
joven fue rebelde y antipuritano, que aunque a los ocho años era
analfabeto total, su nodriza le inoculó el virus de los cuentos y
las aventuras y, en cuanto aprendió a escribir, se convirtió en uno
de los más prolíficos de todas las épocas. Se nos dice que
escribía viajando, siempre en marcha; escribía sobre el carruaje,
el tren, el barco y hasta caminando al lado de la burra con la cual
viajó durante casi un par de semanas por el macizo francés de
Cévennes, y por cuyo relato Viajes con una
burra, uno de sus primeros libros escrito
para comer y seguir viajando, le habían anticipado algunas libras.
Pero
encontró a Fanny Osbourne, aquella estadounidense casada y con dos
hijos que una vez divorciada se le unió definitivamente para,
contra viento y marea, vivir con él una vida en lucha por su salud a
través del mundo. En busca de aire limpio para sus enfermos pulmones
se mueven, entre otros sitios, de los Alpes suizos a las montañas de
Adirondack en el estado de Nueva York. Tres veces, aunque parezca
mentira, había él antes cruzado el Atlántico y dos los Estados
Unidos con su maleta de dolor y sufrimiento a cuestas. Y, un día —
¿fue a consecuencia del escándalo de la edición de Dr
Jekyll y Mr Hyde?— deciden partir
definitivamente para los Mares del Sur. «La
primera experiencia nunca puede repetirse. El primer amor, la primera
salida del sol, la primera isla de los Mares del Sur...»
Tres viajes
a bordo de tres naves distintas durante cerca de tres años —«Viajar
esperanzado es mejor que llegar...»— los
llevará a Las Marquesas, después a Samoa y de allí a las islas
Marshall, para volver definitivamente a Samoa donde se acabarán
estableciendo: «...ni una sola vez he perdido
mi fidelidad al agua azul y a un barco en este mundo de los Mares del
Sur»
«Este
clima; estas travesías;
estos
atraques al alba; estas islas desconocidas
que
surgen al amanecer;
(...)
Toda la
historia de mi vida es más dulce que un poema»
Allí, en
la isla de Upolu, cerca de su capital Apia, aquel excepcional
tuberculoso se construye una mansión a la que llama Vailima —cinco
ríos. Y escribiendo compulsivamente e interviniendo en las disputas
de los indígenas —al tiempo que critica la destrucción de aquella
cultura por nuestra civilización— se gana el aprecio de los
nativos.
En 1894
una congestión cerebral acabó con Tusitala. Contaba cuarenta y
cuatro años. A
la manera de Rilke había escrito antes:
Hogar, ya no hay hogar para mí; ¿a donde vagaré?
* * *
Pero tengo
que decirlo. ¿Sabéis cual es la ironía del destino en el caso de
la popularidad de Stevenson? ¡Parece increíble! Hela aquí:
Poco
después de casarse ha escrito para su hijastro Lloyd de catorce años
poesía y relatos: Virginibus puerisque y
más tarde Jardín de los versos de un niño.
Mas, cierto día, a la vista de un mapa de
una utópica isla pintada por él durante una tarde de lluvia «...con
la ayuda de una pluma, de tinta y de una caja de acuarelas de un
chelín...», se pone a escribir también una
historia ideada a petición de su hijastro adolescente a partir de
aquella pintura. Será la celebérrima novela
La isla del tesoro.
«No
estamos destinados al éxito. Nuestro destino es el fracaso. Así es
en toda arte y en todo estudio».
Yo
no estoy muy seguro de si sabía lo que estaba diciendo.
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(1)
Alberto Manguel, Introducción a Los
ensayos de R. L. Stevenson