jueves, 20 de diciembre de 2012

Día Ochenta y cuatro: Stevenson el olvidado, o "Su Majestad de los Mares del Sur"


«El hombre que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y los retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiera entender su magia»(1).
Y esta vez el mago, más que nunca, no se deja conocer. ¿O es que no es sorprendente que un tuberculoso siempre débil y consumido desde su infancia se encare a la vida, y viajando y escribiendo incansablemente le arrebate la felicidad que ella le quiere negar? A la manera de cualquier poeta maldito vivió escasamente cuarenta y cuatro años; fue además de poeta cuentista; escribió libros de ensayo, de viajes, de moral e incluso sermones; cultivó el género epistolar, escribió comedias, se atrevió con la novela policíaca y fue un excepcional narrador de aventuras las cuales él nunca las hubiera sido capaz de protagonizar.

He tomado el título de aquella genial película de los años cincuenta —en inglés His Majesty O'Keefe— para resaltar una de las épocas más relevantes de su vida; la que irrebatible y plenamente le satisfizo y que también fue la final. Allí, en los entonces aún del todo por explorar Mares del Sur del siglo diecinueve, los cuales recorrió navegando por sus numerosas islas, vino a morir Tusitala, ("el narrador de cuentos" para los indígenas) después de «reinar» entre ellos en Samoa.
Aquel larguirucho escocés que debía haber sido ingeniero de faros como su abuelo y su padre, permanece hoy frente al océano en lo más alto de un acantilado de la isla donde los mismos indígenas lo enterraron. Desde allí vislumbra «la vasta planicie del Pacífico bajo el ancho cielo estrellado» como un faro de los que él nunca quiso construir.  
   ¿Quién era Stevenson? Desentrañémosle. A mí se me ocurre a bote pronto que Stevenson podría ser visto como una especie de mixtura entre Rilke y Twain; de ambos tiene muchas cosas su vida. Común con ellos comparte su pasión viajera, su vena de errabundo impenitente si bien por razones quizás algo distintas a las de aquellos; una de ellas la búsqueda de lugares apropiados para calmar su dolencia. Pero, ¿sólo esa?, entonces, ¿por qué con veintitrés años pasa tres meses solo en una isla de las Hébridas?; ¿una prueba de supervivencia a lo Robinson Crusoe? Sí, la aventura también le llamaba.
Especialmente con Rilke, además de la incesante huida a otros lugares por motivos también muy próximos a los de aquel, y su apasionado amor por la naturaleza y el paisaje, le une su relación íntima con las mujeres de más edad: diez, doce, catorce años. Se acabará casando con una que le lleva once, y al igual que aquel frecuenta una colonia de artistas y allí la conocerá; no será escultora sino pintora, y en este caso se tratará del amor de toda su vida.
Con Twain, unida a su inquietud viajera comparte un contagioso optimismo y un siempre gozoso placer de vivir: «No hay valor que valoremos menos que el deber de ser feliz». Pero también como él es un hombre soliviantado contra los dogmas intolerantes y preocupado por los grandes problemas humanos. Y ambos, aunque fieles a sus consortes durante toda su vida tendrán que soportar su carácter autoritario y manipulador que llegará a coartarles y a influir en sus creaciones.
Pero aún hay más, debido a sus obras más notables los dos tuvieron que sufrir pronto y universalmente un erróneo encasillamiento como escritores para muchachos, que en el caso de Stevenson se deberá a su novela La isla del tesoro.
Dice Sabater que «los grandes charmeurs de las letras (...) se las arreglan para que sus textos parezcan siempre fruto de una afortunada improvisación, de una inspiración casual e irrepetible». Nada más cierto que ese «se las arreglan»: «La gente supone que los pensamientos y sentimientos de Shakespeare, prodigiosos y espléndidos, impresionan por su propio peso, y no entiende que el diamante sin pulir no es más que una piedra. Cree que las situaciones sorprendentes o los buenos diálogos se consiguen estudiando la vida, no llega a comprender que se preparan mediante un delicioso artificio y se realizan mediante penosas ocultaciones». Para José Antonio Molina Foix sus virtudes escribiendo radican en «economía de medios, concisión verbal, la palabra exacta e insustituible, fina capacidad de observación, colorista sentido del ambiente descrito, un autocontrol y una aversión a intemperancias románticas o sentimentales, y una elegante y profunda prosa sonora». Y no hemos hablado de aquello que lo distingue de todos los demás y que tanto se le ha reconocido: el personal encanto de su carácter que llega a trascender a su obra; el aspecto fascinante de su personalidad. «It is therefore from the point of view of his charm that the genius of Stevenson must be approached» se dice en la Enciclopedia Británica.
No es extraña la admiración que Henry James —el único en quien podía confiar plenamente y quien mejor entendió sus propósitos literarios— sentía por él: «...tuvo la fortuna de verse obligado a consentir en convertirse en una Figura que ha entrado indeleblemente en la leyenda». Y, sin embargo, ¿se lee hoy a Robert Louis Stevenson? Sinceramente creemos que no todo lo que se debiera. «It is difficult to believe that the time will ever come in which Stevenson will not be remembered» se menciona también en la citada Enciclopedia. Pero ha sucedido; ni Borges, que también lo tenía en un pedestal, podía explicarse la injusta relegación y el olvido casi generalizado en que ha llegado a caer.

   Retornemos finalmente a este sorprendente mago —como se decía al principio— en busca de todo lo que podamos saber de él. Se nos cuenta que desde joven fue rebelde y antipuritano, que aunque a los ocho años era analfabeto total, su nodriza le inoculó el virus de los cuentos y las aventuras y, en cuanto aprendió a escribir, se convirtió en uno de los más prolíficos de todas las épocas. Se nos dice que escribía viajando, siempre en marcha; escribía sobre el carruaje, el tren, el barco y hasta caminando al lado de la burra con la cual viajó durante casi un par de semanas por el macizo francés de Cévennes, y por cuyo relato Viajes con una burra, uno de sus primeros libros escrito para comer y seguir viajando, le habían anticipado algunas libras.
   Pero encontró a Fanny Osbourne, aquella estadounidense casada y con dos hijos que una vez divorciada se le unió definitivamente para, contra viento y marea, vivir con él una vida en lucha por su salud a través del mundo. En busca de aire limpio para sus enfermos pulmones se mueven, entre otros sitios, de los Alpes suizos a las montañas de Adirondack en el estado de Nueva York. Tres veces, aunque parezca mentira, había él antes cruzado el Atlántico y dos los Estados Unidos con su maleta de dolor y sufrimiento a cuestas. Y, un día — ¿fue a consecuencia del escándalo de la edición de Dr Jekyll y Mr Hyde?— deciden partir definitivamente para los Mares del Sur. «La primera experiencia nunca puede repetirse. El primer amor, la primera salida del sol, la primera isla de los Mares del Sur...»
   Tres viajes a bordo de tres naves distintas durante cerca de tres años —«Viajar esperanzado es mejor que llegar...»— los llevará a Las Marquesas, después a Samoa y de allí a las islas Marshall, para volver definitivamente a Samoa donde se acabarán estableciendo: «...ni una sola vez he perdido mi fidelidad al agua azul y a un barco en este mundo de los Mares del Sur»

«Este clima; estas travesías; 
estos atraques al alba; estas islas desconocidas
que surgen al amanecer;
(...)
Toda la historia de mi vida es más dulce que un poema»

   Allí, en la isla de Upolu, cerca de su capital Apia, aquel excepcional tuberculoso se construye una mansión a la que llama Vailima —cinco ríos. Y escribiendo compulsivamente e interviniendo en las disputas de los indígenas —al tiempo que critica la destrucción de aquella cultura por nuestra civilización— se gana el aprecio de los nativos.
   En 1894 una congestión cerebral acabó con Tusitala. Contaba cuarenta y cuatro años. A la manera de Rilke había escrito antes: Hogar, ya no hay hogar para mí; ¿a donde vagaré?

* * *
   Pero tengo que decirlo. ¿Sabéis cual es la ironía del destino en el caso de la popularidad de Stevenson? ¡Parece increíble! Hela aquí:
   Poco después de casarse ha escrito para su hijastro Lloyd de catorce años poesía y relatos: Virginibus puerisque y más tarde Jardín de los versos de un niño. Mas, cierto día, a la vista de un mapa de una utópica isla pintada por él durante una tarde de lluvia «...con la ayuda de una pluma, de tinta y de una caja de acuarelas de un chelín...», se pone a escribir también una historia ideada a petición de su hijastro adolescente a partir de aquella pintura. Será la celebérrima novela La isla del tesoro.
   «No estamos destinados al éxito. Nuestro destino es el fracaso. Así es en toda arte y en todo estudio».
   Yo no estoy muy seguro de si sabía lo que estaba diciendo.
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(1) Alberto Manguel, Introducción a Los ensayos de R. L. Stevenson