lunes, 27 de junio de 2011

Día Veintitrés: Aquella brisa oriental que nos electrizó

¿Qué probabilidades tiene hoy un joven de poco más de veinte años de que una editorial le acepte su autobiografía?
     Hace aproximadamente unos sesenta que un joven japonés le entregó un manuscrito con la suya a un editor el cual decidió publicarla. Le había dado el título Confesiones de una máscara y con ella se daría a conocer un autor con una compleja personalidad que a los occidentales nos llegó a fascinar. Se daba la circunstancia de que a Yukio Mishima el destino le había otorgado (además de otras increíbles capacidades) ese don especial que poseen los grandes escritores: una exquisita sensibilidad.

     Precisamente por haber terminado el último día con la literatura de la memoria he pensado que vendría bien hoy enlazar con esa obra mencionada: una autobiografía escrita por un muchacho de veintitrés años; recordemos aquello de autobiografía igual a senectud y chochez. Pero había otra razón para hablar de Mishina; percibí al mismo tiempo que era necesario salir del continente europeo y respirar nuevos aires y nueva época; vivir momentos más cercanos de la literatura; cabalmente irnos a Japón a mitad del siglo pasado.

     Resulta que cuando se acaban de leer los cuatro capítulos de que consta Confesiones de una máscara uno termina comprendiendo aquello que decía Misch sobre el mundo y sobre uno mismo que "ayer" traíamos a estas Notas. En el capítulo tercero de esa obra Mishima comienza diciendo: "Todos dicen que la vida es un escenario (...) Al finalizar mi infancia estaba firmemente convencido de que era así". Cita en ella también a Zweig y lo que pensaba sobre "lo que llamamos el mal y la inestabilidad de la humanidad". En una palabra, al leer esa autobiografía se empieza a comprender que al joven Mishima le preocupaban mucho el mundo y su yo.
     Analicemos algunas circunstancias y rasgos básicos de este joven que morirá siendo joven y desconcertará a la humanidad. Primera y fundamentalmente una estrecha convivencia con una abuela histérica y enferma a la que atendió durante su infancia: "A la edad de doce años, tuve una novia apasionada, de sesenta"; noches en vela escuchando sus gritos y lamentos causados por sus espantosos dolores del trigémino, ciática y cefalalgias; una intensa relación amor-odio dado que ella lo mima y al tiempo lo esclaviza: "Aquella hada loca puso en él, probablemente, el grano de demencia que antaño se consideraba necesario para el genio" (1); a todo ello hay que añadirle una naciente homosexualidad y atracción por el sadomasoquismo, algo que le acompañará siempre. En la misma obra confiesa que "le habían dado un menú completo de todas las desgracias de su vida cuando todavía era demasiado pequeño para poder leerlo". Y de ella escribirá más adelante que "es un último testamento que quiero dejar olvidado en los dominios de la muerte donde he residido hasta ahora".


     Todo esto sin embargo no es suficiente para poder atisbar por qué fue como fue Yukio Mishima. Cuando se publica esta obra Mishima el japonés está ya occidentalizado puesto que además de la cultura de su país ha absorbido casi toda la del mundo occidental. En la universidad ha estudiado derecho alemán, le ha deslumbrado el mundo de la Grecia clásica con sus mitos y narraciones y especialmente su culto a la belleza y, finalmente, ha leído ya a muchos autores consagrados de occidente. Al joven Mishima le seducen Rilke, Proust, Cocteau, Wilde, Yeats, Whitman, Mann, D'Annuncio y Zweig, pero especialmente el francés Radiguet muerto a los veinte años tras escribir El baile del conde de Urgel; obra que él, a esa misma edad, leía una y otra vez; la terminaba y la volvía a comenzar.
     Para su biógrafo John Nathan, Mishima fue un hombre de múltiples personalidades; para Marguerite Yourcenar un narrador de las contradicciones humanas; para Henry Miller alguien que pretendía hacer un mundo mejor. Para psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, sin embargo..., un desmedido narcisista, una persona con un gran complejo de inferioridad, un perturbado que busca sentirse seguro, una persona enormemente vanidosa, un nihilista con una colección de máscaras, alguien sumido en un vacío existencial. Él dejará escrito que "la mayoría de los escritores son normales y se portan como perturbados".
     Pero para sus lectores y críticos Mishima es un autor con una exacerbada ansia de belleza y de perfección que vive obsesionado con el amor y con la muerte, alucinado por lo horrible y lo esplendoroso, desasosegado por el concepto de pureza y el de perversión y torturado por la dulzura y la crueldad. A pesar de todo ello, de lo que no cabe duda -y todos están de acuerdo- es de que llegó a ser uno de los más consumados estetas de su tiempo.


     Volvamos a su primera obra cumbre, aquella autobiografía escrita a los veintitrés años y publicada exactamente en 1949. Mishima ha estado trabajando en el Ministerio de Economía en el departamento bancario durante nueve meses, un trabajo burocrático con el cual alterna la escritura durmiendo no más de tres horas. Cuando lo abandona se decide a escribir y publicar Confesiones..., ¡pero lo hace para poder comer! Es la misma razón  por la que escribe aquellas novelas por entregas que despreciaba y que era capaz de redactar simultáneamente con las novelas de calidad. Y, no obstante, como muchos novelistas franceses sobrevivía -dice su biógrafo. Por aquellas fechas llegó a escribir diecisiete novelas por entregas para ganar el dinero necesario para subsistir.
     No se dará a conocer sin embargo entre nosotros por esa obra esencial; sus editores piensan que no será bien recibida puesto que se trata de la autobiografía de un homosexual. Ni Norteamérica ni Europa están todavía preparadas para ello. Será conocido por fin en el mundo occidental por una obra posterior: El rumor del oleaje, la primera que se llega a publicar en Europa.
     De ella, en la que no hay perversión ni sarcasmo alguno (todo lo contrario), él mismo dirá que les había tomado el pelo a sus lectores. Y no obstante está considerada por la crítica como uno de los grandes relatos de amor de la literatura de todos los tiempos; se trata de la historia de dos adolescentes en un mundo primitivo, idílico, elemental y arcádico con un argumento similar al de Dafnis y Cloe, el relato griego escrito en el siglo II de nuestra Era. No será por lo tanto conocida Confesiones de una máscara fuera de Japón hasta 1958, y ello probablemente gracias a Marguerite Yourcenar.


     ¿Pero cuáles eran los secretos de ese polifacético e infatigable escritor llamado Yukio Mishima el cual estuvo preparando el ritual de su suicidio por medio del hara-kiri durante seis años?
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(1) Yourcenar: Mishima o el fondo del vacío

viernes, 17 de junio de 2011

Día Veintidós: Sobre la denominada literatura de la memoria (y dos)

Divagábamos el día anterior sobre la importancia y el sentido de los diarios de un escritor; hoy me gustaría dar fin al tema general del título elucidando algo sobre las memorias y la autobiografía.
     Ante todo creo que deberíamos hacer una distinción entre ambas. Entiendo por Autobiografía, con mayúscula, la narración más o menos ordenada en el tiempo de la vida de una persona contada por ella misma; y entiendo por Memorias, también con mayúscula, la exposición no precisamente cronológica de los recuerdos de todo tipo que alguien tiene sobre lo vivido a lo largo de su existencia o en un determinado período de tiempo. Hago esta observación porque, no obstante, ambos términos suelen confundirse con frecuencia o utilizarse indiscriminadamente. Por ejemplo, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand son para mí una autobiografía por más que su autor les diera el título de memorias, y Desde la última vuelta del camino son unas memorias donde Baroja desordenadamente desgrana recuerdos, habla sobre personas que ha conocido, enuncia creencias, manifiesta pensamientos y relata avatares de su existencia. De cualquier forma, ambas, tanto las Memorias como la Autobiografía -sin olvidarnos de las Confesiones- lo que sí tienen en común es que mientras se escriben se está rumiando el pasado. Es aquello que Ortega dejó dicho: "Las Memorias son un síntoma de complacencia de la vida. No basta con haberla vivido, sino que gusta repasarla. (...) Memorias y novela son dos maneras gemelas de acariciar la existencia".
     Ciñéndonos a este mismo asunto he de decir que aunque no puedo precisar donde lo he leído, tengo anotado que Oscar Wilde escribió algo parecido a que "de los escritores fracasados de calidad secundaria se podría extraer la importante aportación estética de que su vida era una gran obra literaria". Claro que, digo yo, siempre que esa vida hubiera sido bien escrita. Pero ello, sin embargo, está muy en consonancia con aquello que puntualizó Baroja: "La altura intelectual no creo que produzca que unas Memorias sean interesantes para el público. La vida de Shakespeare, la vida de Cervantes, la de Dickens o la de Tolstói son poca cosa al lado de su obra. En cambio, de escritores sin importancia, la obra puede valer poco, quizá; pero, en cambio, la vida puede tener interés si está contada con ilusión y sencillez". Ahora sí tiene más sentido lo de Wilde y, además, anima a cualquiera a contar su vida.

     Y, sin embargo, la autobiografía ha sido tildada de escritura de chochez, lo propio de la senectud, obra cercana a una percepción de la muerte, quizás de un ponerse más plumas, también de un ajuste de cuentas con sujetos del pasado o de un pedir al lector su beneplácito... A mí me gustaría quedarme con aquel aserto de Georg Misch de que "el más importante entre los impulsos hacia la autobiografía es el de la meditación del hombre sobre sí mismo y sobre el mundo" (1), aunque ello nos parezca demasiado elevado.
     Pero tan profundo o más que este enunciado es el de aquellos pensadores que han coincidido en otra faceta o, quizás mejor, propósito de la autobiografía o las memorias: el de transmitir saberes y conocimientos. Bertrand Russell, el cual nos dejó la suya, pensaba que "Los hombres nacen y mueren. Algunos apenas dejan rastro, otros transmiten algo bueno a los tiempos futuros. El hombre cuyos pensamientos y sentimientos se han ampliado gracias a su conocimiento de la historia deseará transmitir, en la medida en que le sea posible, lo que sus sucesores juzgarán que ha sido bueno". Y esto mismo lo viene a corroborar Ortega: "Da pena evaluar la cuantía inmensa de conocimientos sobre sus próximos y contemporáneos que las generaciones últimas se han llevado inexpresos a la tumba. (...) ¡qué admirables noticias podrían habernos dejado sobre su alrededor humano, sobre las personas con quienes vivieron, las mujeres a quienes amaron, los contrincantes con quienes combatieron! Cuando uno sopesa el volumen de saber que posee sobre las gentes que han intervenido en su vida, aterra la pérdida del que debieron atesorar esas egregias figuras. (...) Pero sea una u otra la porción de ese saber que nos haya sido concedida, da pena llevársela muda a la sepultura, da pena no dejarla para los demás y para siempre dicha. (...) Por eso pienso que todo hombre capaz de meditación debiera añadir a sus libros profesionales otro que comunicase su saber vital. (...) Lo primero sería meditar sobre qué forma de expresión fuera la más adecuada: ¿el diálogo?, ¿las memorias? o, por ventura, ¿la novela?"; y es curioso que para él no exista  gran diferencia entre estas formas de expresión: "Las Memorias o su sustituto la novela en que contamos nuestra vida, se proponen, en definitiva, salvar ésta, evitar su absoluta volatización".
       Hay que decir, sin embargo, que él, Ortega, no nos dejó ni memorias ni autobiografía; sería porque su "saber vital" lo fue dejando en sus obras. Y, a propósito: viene muy a mano mencionar ahora la razón por la cual en estas breves notas literarias aparecen con tanta frecuencia numerosas citas de él, de José Ortega y Gasset. Y es que posiblemente escritor alguno se haya dedicado a reflexionar y profundizar en tanto y tan variado tema como él hizo. Yo diría que muy pocas materias quedaron al margen de su atrevida y magistral pluma como filósofo, escritor, articulista o conferenciante. Habría que decir que Ortega se  atrevió a escribir sobre lo más diverso y heterogéneo del Universo, pero muy en especial -creáseme- sobre literatura. No en vano ésta le atraía en un grado singular y él por lo tanto había dedicado muchas horas a leer a todo prestigioso autor entonces conocido: "¡Pues no faltaba más sino que en mis lecciones no hubiera literatura!".

     Creo que tanto la autobiografía como las memorias, siempre que se ciñan a eso, a contarnos vivencias y pensamientos, pueden sernos de un valor incalculable y, al tiempo, un esparcimiento de lo más placentero; y ello independientemente del interés que en nosotros despierte el autor y nuestra curiosidad sobre él. Pero insisto y matizo en que "siempre que se ciñan a eso, a contarnos algo" porque personalmente siento cierto desencanto en la lectura de aquellas en las que el autor nos presenta cartas escritas o recibidas por él o incluso por sus familiares y amigos, y a veces hasta nos incluye copias de textos y documentos relativos a su existencia; algo también muy común.
     A diferencia de Bernard Shaw el cual pensaba que en toda biografía se mentía, Schopenhauer había dejado escrito cien años antes que no creía que fuese así. En Parerga y paralipómena explicitaba: "Es un error suponer que las autobiografías no son más que engaño y fingimiento. Por el contrario, la mentira, aunque posible en todas partes, es quizás más difícil en ésta que en otra alguna. (...) En estos libros es donde más pronto se aprende a conocer a un escritor como hombre, (...) fingir en una autobiografía es tan difícil que quizás no haya una sola que no encierre más verdad que cualquier otra historia escrita".

     Debo finalizar: "Escribir la propia vida en novela, o en autobiografía o en memorias es leer la propia vida -dice Umbral. No hay forma más profunda de que nos leamos a nosotros mismos. (...)  Creo que -los que escribimos- no hacemos más que contar nuestra vida: el que diga que hace otra cosa, miente. (...) Los grandes escritores no hicieron otra cosa".
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(1) Misch: Historia de la autobiografía  

lunes, 13 de junio de 2011

Día Veintiuno: Sobre la denominada literatura de la memoria

Todo escritor es esencialmente memoria: autobiografía, diarios, vivencias, sucesos de su vida...; se dice que la misma novela es literatura de la memoria. ¿Es ello cierto? He considerado que podía ser atractivo hablar sobre este tema tras haber sido mencionado en la última "entrada".
     Sobre este género de literatura se ha dicho de todo: que no es literatura; que se trata de literatura en decadencia; que es un gran tipo de literatura; que es tan sólo una salida fácil para el escritor sin ideas; que supone un esfuerzo psíquico y literario muy exigente y a veces titánico; que la verdadera biografía de un escritor son sus obras de creación; que todo escritor debería atreverse con su autorretrato.
     Lo cierto es que han sido muy pocos los escritores que no quisieron o no se atrevieron ni decidieron abordar este tipo de escritura: tanto los diarios como la autobiografía o sus memorias. Se diría que tan sólo una minoría de ellos.

     Comencemos por los diarios:
     Mann, Thomas Mann por ejemplo, era uno de los que llevaba diarios; primero de todo hay que señalar que la versión de los que escribió se estima que ocuparía más de ocho mil páginas. Los publicados, sin embargo, -al menos los conocidos por mí- comprenden tan sólo dos volúmenes y van desde 1918 a 1939. En mi opinión son unos diarios minuciosos y sinceros; ¡conocemos hoy mediante ellos tantas cosas sobre este gigante de la literatura! A través de esos diarios nos enteramos de infinidad de detalles que jalonaron su vida tanto en su faceta literaria o simplemente como persona. Desde que acostumbraba a escribir sus manuscritos sobre papel rayado con renglones muy separados para así poder efectuar con holgura las revisiones -Darwin también lo había hecho- hasta que a veces dictaba capítulos enteros de sus novelas en la "oficina de estenografía", y ello sin olvidar a los autores que está leyendo -o posiblemente volvía a leer- a los sesenta y tres años: Tolstói, Bernanos, Dostoievski... ¡Goethe, al que pensaba suceder!
     Pero sorprendentemente Mann nos descubre también en ellos mucho sufrimiento y desdicha, o aquel "alimento de los héroes" al que se refería Borges. Oculta tras una vida en aquellos años aparentemente envidiable y apasionante, la mayor parte de ella transcurrida en Norteamérica, una vida de viajes, de una actividad literaria y social inusitada -triunfo literario, amigos, ensalzamiento por su oposición al nazismo, laureado con el Nobel, exilio voluntario, conferencias, ruedas de prensa, agasajos, admiración y respeto-, oculta tras esa vida, como digo, Mann nos confiesa su otra existencia con enormes depresiones, con sus angustias y sus náuseas. No omite confesar que llora frecuentemente a solas arrastrando su problema de homosexualidad el cual su mujer conoce y soporta, y al que se refiere a menudo en esos diarios.
     Hemos citado al gran Goethe; pues bien, escuchémosle: "El legado más útil que podamos dejar a la posterioridad son nuestras confesiones, hemos de descubrirnos como individuos, hemos de decir lo que pensamos, lo que creemos...". Mann le hizo caso, aunque he de puntualizar que sus Diarios y anales, los de Goethe, me decepcionaron; en ellos no se descubre ni dice lo que piensa ni en lo que cree, se limita a relatar como un notario, año tras año, los hechos desnudos, sin pulso ni pasión, que le vinieron sucediendo. Otra cosa es su autobiografía publicada bajo el título Poesía y verdad, aunque lamentablemente tan sólo relativa a su juventud y poco confesional.

     A mí me gustaría añadir aquello de Umbral acerca de que "El buen lector casi siempre se busca a sí mismo en los libros que lee; entonces, donde mejor se puede uno buscar a sí mismo es en el diario íntimo de otro escritor"; si ello es cierto, si de alguna forma mediante la lectura nos buscamos a nosotros mismos, creo que no deberíamos despreciar nunca el diario de un hombre de letras.
     Siempre he pensado que eso de escribir diarios -algo que siempre nos ha sonado a actividad de colegiala- es algo así como ir metiendo cosas, sin darnos cuenta, en la "papelera de reciclaje" del ordenador. Todo lo que vamos "eliminando" en la vida cotidiana mientras la vivimos se nos va quedando en los diarios que vamos escribiendo. No se olvida definitivamente de esta forma un autor, un pensamiento, un libro, un suceso que intensamente nos haya afectado. Creemos que lo hemos "borrado" de nuestra memoria pero siempre nos queda esa "papelera-diario".

     Por algunos intelectuales se ha considerado que el diario no pertenece al género memoralista al que estamos llamando literatura de la memoria. Se fundamentan en que aquellos, los diarios, no han sido escritos después de sucedidos los hechos. No sé...; yo siempre he entendido que forman parte de una misma familia. ¿Nos hemos parado a pensar que muchos escritores compusieron su autobiografía e incluso una gran novela a partir de sus diarios? Cansinos Assens, por ejemplo, mediante una gran labor posterior de reescritura elaboró a partir de unos diarios suyos La novela de un literato; pero son mucho más frecuentes los casos como este. Cuando estamos escribiendo una entrada en un diario estamos reflejando la realidad o circunstancia en la que nos encontramos: sentimientos, estado de ánimo, experiencias y, posiblemente, recientes y pasadas vivencias. Proust escribió que "Lo que llamamos la realidad es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que nos circundan simultáneamente". ¿No se ha escrito hasta la saciedad que lo que persigue el escritor es comunicar "su verdad", "su minúscula pero íntima verdad"? ¿No son aquellas sensaciones y recuerdos su auténtica verdad en uno de los momentos de su vida?
     Cuando leí los Diarios de Jovellanos -"considerados entre lo mejor de la prosa autobiográfica española"- en su Estudio Preliminar se decía que el impulso de todos los escritores de diarios radicaba en "el deseo de descubrir los resortes de su personalidad y el de conservar noticia de sus experiencias vitales". Me sirve. ¿Para qué más?

     Permítaseme finalizar parafraseando nuevamente a Umbral hablando sobre los diarios de un escritor: "¡Nos interesan porque son de un escritor! (...) Yo no leo para conmoverme con los problemas de un señor; leo para ver una mente literaria en funcionamiento".  
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sábado, 4 de junio de 2011

Día Veinte: Tocqueville y la rumia del escritor; entre el goce y la aflicción

"Por lo general, los críticos no tienen la menor idea de lo que pasa por el alma del escritor, de lo que le produce alegría o pesar, de sus aspiraciones, sus éxitos y sus fracasos. (...) se niegan a creer que reproducir la verdad y la realidad de la vida con exactitud y fuerza constituya la mayor felicidad del escritor, aun cuando esa verdad no sea merecedora de sus simpatías personales". Esto que manifiesta Turguéniev(1) viene muy a propósito a la hora de hablar de Tocqueville y su última pero más personal obra: los Souvenirs.
     Tocqueville -hemos de aclarar antes de nada- ha triunfado con su Democracia en América que le ha abierto los salones literarios de París. Después, además de publicar Quince días en las soledades americanas ha ejercido la política, se ha carteado con lo más selecto de su tiempo y ha escrito grandes discursos para el parlamento. Pero en ese ejercicio de la política le ha llegado su fin; ha caído. Sin embargo todavía escribirá otro gran éxito editorial: El Antiguo Régimen y la Revolución. Ahora, en la Normandía, retirado en su castillo -recordemos de nuevo a Montaigne- inicia su gran obra íntima: los Souvenirs, la cual continuará en Sorrento a donde los médicos le recomiendan ir dado su precario estado de salud, pero que, con su temprana muerte a los cincuenta y cuatro años, quedará inacabada.

     Lejos de mi ánimo biografiar a nuestro hombre, pero era necesario relatar lo anterior para enunciar que estamos, por fin, ante una obra de Tocqueville de las que vienen siendo conocidas y clasificadas dentro de la llamada literatura de la memoria. En su comienzo dice: "...me veo reducido a reflexionar sobre mí mismo" (...) "Estos recuerdos serán una liberación de mi espíritu y no una obra literaria. Los escribo sólo para mí". Pero no llegó a ser así; se equivocó. Los Souvenirs se publicaron treinta y cuatro años después de su muerte y está considerada como una magnífica obra literaria.
     En esos Recuerdos -obra que en las ediciones españolas lleva por título Recuerdos de la Revolución de 1848- están sus reservas, sus dudas, sus desilusiones; habría que decir que en ellos se encuentra todo lo complicado de su carácter. En esa obra se auto-describe; en ella está "lo que pasa por su alma, lo que le produce alegría o pesar", "sus aspiraciones, sus éxitos y sus fracasos" que decía Turguéniev. "Se me atribuyen pasiones y sólo tengo opiniones"; "observaciones sobre mí mismo"; "más capaz de tener éxito en los grandes asuntos que en los pequeños; menos turbado ante las grandes responsabilidades que ante las menores".
     Souvenirs es un texto autobiográfico en el cual, entreverado en los relatos personales de los hechos en los que se vio envuelto durante los turbulentos sucesos de la Revolución del 48, se esfuerza Tocqueville en conocerse a sí mismo, en conseguir un retrato de su persona. Souvenirs es en parte una autobiografía y en parte un libro de memorias. Está considerado el más personal de sus libros; en él se recrea patentizando sus confusiones y el desconcierto de su pensamiento político: "Nunca antes fui capaz de percibir donde residía la verdad, el honor y el hombre de buena voluntad, y confieso que aún hoy soy incapaz de hacerlo". Describe también en la obra actuaciones de personas que conoció; retrata fielmente a algunos de sus contemporáneos y se retrata él mismo. En esos recuerdos es autor y actor. Se ha reconocido que en esos Souvenirs existe un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
     Sobre el motivo de escribir esos recuerdos confiesa: "El único fin  para mí en ponerme a escribir esta obra radica en proporcionarme un placer íntimo para mí mismo (...) ver al hombre en la realidad de sus virtudes y sus vicios, su naturaleza, de entenderlo y juzgarlo". Esta obra, finalmente, le vino a consagrar como uno de los grandes escritores de su siglo.
     En carta a su amigo Beaumont le había confiado: "He pensado cien veces que si he de dejar alguna traza de mí en este mundo será más por lo que haya escrito que por lo que haya hecho". ¿Sería porque estaba convencido de que "Los escritores no sólo comunicaron sus ideas al pueblo: le dieron también un temperamento y un carácter. (...) Toda la nación al leerlos acabó por contraer los instintos, las tendencias, los gustos e incluso las estravagancias propias de los escritores"?
     De Tocqueville se ha dicho que era de escritura lenta. Él mismo en una carta le había reconocido a su amigo Beaumont que al escribir "vuelvo y revuelvo mi pensamiento antes de emitirlo", y uno de sus biógrafos asegura que era un perfeccionista que escribía y reescribía veinte veces la misma frase. Personalidad compleja la de Tocqueville. Su mejor biógrafo, André Jardin, le tilda de ciclotímico, o alguien que se debate continuamente entre el abatimiento y la euforia; una persona tímida, dubitativa e insegura y, sin embargo, tenido siempre por orgulloso y distante.

     He de terminar:
     En un prólogo redactado para la edición de sus obras, Ortega y Gasset que lo tenía por "un hombre genial", exterioriza algo también espléndido: "Nada garantiza mejor la autenticidad y, por tanto, el valor de una obra intelectual como el hecho de que el autor se haya dedicado a sus meditaciones y estudios movido por una necesidad íntima, es decir personal. (...) Es preciso que el asunto importe al autor como un elemento de su existencia que ha hecho presa en él y lo lleva a la rastra, como la fiera a su víctima". Y añade: "Tocqueville es un ejemplo claro de esto. Era incapaz de escribir por escribir".
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(1) Turguéniev, Páginas autobiográficas