Se
decía exactamente en aquel artículo citado el último día que: «La
historia de la literatura es un proceso de imitaciones a las que los
autores, a veces inconscientemente, van añadiendo algo genuino. Pero
no es cierto; me refiero a «inconscientemente» y a «genuino».
Uno
de los casos de «negros» más conmovedor es el que aquí en mi país
salió a la luz hará aproximadamente una docena de años, y que tuvo
lugar —siempre según uno de los presumibles «negros»— en la
década de los sesenta del siglo pasado, exactamente en 1966.
Suponiendo que los hechos sean ciertos la conocida escritora y
periodista Lidia Falcón (hija de César Falcón, el también
escritor y periodista peruano) nos descubrió a los españoles que el
gran libro sobre la sexualidad publicado en esa fecha por el entonces
famosísimo psiquiatra López Ibor —quizá el primer libro de ese
género con atisbos audaces—, fue la obra íntegra de ella y de su
«compañero» de aquella época, Eliseo Bayo, también periodista.
El
libro de la vida sexual fue el trabajo
exclusivo de una pareja de jóvenes escritores contestatarios del
franquismo, sin empleo y con hambre, a los cuales la editorial les
había encargado esa tarea pagándoles treinta y cinco pesetas por
página escrita para que pudieran comer: «...consultamos multitud de
obras de los más famosos entendidos en la materia. Empezamos por la
vida sexual de los pueblos primitivos (...) y llegamos entusiasmados
a las obras de Freud, de Wilhelm, de Foucault...» La pareja le puso
ilusión al asunto, y, aquel libro —pionero como hemos dicho en ese
tema tabú en aquella época de represión— acabó siendo un éxito.
Como dijo Valéry: «La historia de las Letras
es pues también la historia de los medios de subsistencia de los que
han practicado el arte de escribir a través de los tiempos. En ella
se encuentran todas las soluciones posibles al problema de vivir a
pesar del talento que se tenga...».
¿Habéis
oído hablar de «intertextualidad»? En el diccionario de María
Moliner no aparece esa palabra, aunque hace muy pocos años estuvo
durante unos días de moda. En Wikipedia se define como el «conjunto
de relaciones que acercan un texto determinado a otros textos de
variada procedencia... con una referencia explícita o la apelación
a un género... etc. Y entonces yo recordé a Borges, a su biblioteca
infinita y aquello de que todo estaba ya escrito.
Viene
esto a cuento porque nada menos que un director de la Biblioteca
Nacional de España, ingeniero, economista, urbanista, profesor
universitario y escritor (novelista y ensayista) publica hace unos
años —estando en el cargo— un libro sobre el mundo griego en
tiempos de Pericles, y en él se descubre que ha reproducido hasta
doce páginas de la obra editada por un profesor universitario de
Oxford en 1921, Gilbert Murray,
que fue publicada
en España tres años más tarde con el título El
legado de Grecia.
Cuando ante aquel plagio de fragmentos enteros estalló el escándalo,
el autor explicó que se trataba de un caso de «intertextualidad» y
no de plagio.
David
Hume había dejado escrito que: «Una
noble emulación es la fuente de toda excelencia», pero,
¡ojo!, la palabra emulación la escribió precedida del adjetivo
«noble».
En
el caso anterior curiosamente no se trataba de «negros»; hay que
suponer que el resto de la obra fue fruto del trabajo y del tesón
del autor, aunque en algunos sucesos parecidos a este con frecuencia
vienen saliendo a la luz casi siempre aquellos. Decía Fernán-Gómez
en aquel artículo que: «En
la mayor parte de los casos de plagio... se ha acabado echando la
culpa a los negros. El misterio ha quedado resuelto: el escritor no
ha sido culpable del delito de plagio sino de utilizar un negro. Y
este delito me parece que no está tipificado».
Fue
lo sucedido hace una decena de años a una star
del periodismo y de
la televisión, que además editaba una revista para féminas —la
cual supongo que sigue apareciendo— y que llevaba su nombre como
título de la misma. Aquí el estrépito se armó al haberse
descubierto que la primera novela de la afamada periodista era en
parte el resultado del trabajo de un «negro» que le acabó metiendo
en ella trozos enteros, sin retocarlos, de novelas ya publicadas por
otros autores. Se trataba de su primera novela, repito, y su
argumento trataba de un tema muy de actualidad entonces y aún en
nuestros días: el maltrato de género.
Párrafos de dos obras de autoras conocidas, Danielle
Steel y Angeles Mastretta, aparecían en la novela. El «negro» —que
ya tenía novelas publicadas— era según ella un «colaborador»
suyo de toda confianza, y también su ex cuñado. Al cabo de varios
días de un embarazoso silencio acabó ella manifestando que se
trataba de un error informático, pero la novela fue retirada del
mercado por la editorial después de haberse vendido cien mil
ejemplares. ¿Venganza del «negro»?, ¿ganas de darse a conocer? No
lo sé, pero lo que sí quedó claro es que ella ni siquiera la había
leído para supervisarla, pues habría detectado aquellos párrafos
como no suyos si es que hubiera sido la autora.
En
octubre de 2003 me sorprendió leer en Newsweek
un artículo sobre
la autoría de El
Don apacible. Se
decía en él que Shólojov —allí se le
llamaba Sholokhov— posiblemente nunca escribió su gran obra El
Don apacible, que siempre habían existido
rumores sobre ello. En aquellas fechas un historiador de literatura
judío trataba de demostrar que el autor de este libro fue en
realidad un oficial del ejército ruso muy poco conocido como autor,
Fiodor Kriukov, que había sido asesinado por los comunistas durante
la revolución bolchevique; se decía que posiblemente el Soviet
Supremo pasó el ejemplar de ese manuscrito a un equipo de notables
«negros» para que compusieran una gran obra capaz de proyectar la
literatura del país comunista en plena guerra fría. El historiador
judío demostraba al parecer que en la obra original había stylistic
inconsistencies and
competing voices.
Procuré
informarme, pues poseía un ejemplar en dos volúmenes editado en
1967 adquirido por esas fechas (entonces se le llamaba Cholojov). Me
fui a él y consulté la Introducción; en ella se decía lo
siguiente: «El estilo de Cholojov es variado,
múltiple. Fluido cuando relata, suntuoso cuando describe paisajes,
cadencioso en las batallas, directo... etc.»
Y entonces, cuando además averigüé que Mijaíl Shólojov tan sólo
contaba veintitrés años al comenzar a publicarse la obra por
entregas —las cuatro entregas duraron doce años hasta 1940—, que
además de ser un funcionario del Partido Comunista —ajeno y sin
compromiso con la literatura— había sido un protegido de Stalin,
que el manuscrito original no había sido encontrado hasta la muerte
del mismo en 1984, y, finalmente, que nunca volvió a escribir una
obra con clase...: «Los demás libros de Shólojov (...) aparecen
condicionados por el intento de lograr la aceptación de la crítica
oficial y de convertirse en intérprete de la política cultural
stalinista»(1), entonces comprendí que estaba ante una de las
mistificaciones más grandes de la historia de la Literatura.
Ante
el sorprendente «estilo» de este autor —el cual se decía en la
Introducción de mi ejemplar que era variado, múltiple...—
recordé aquello que decía Ortega y Gasset:
«...se escribe como se es, como se piensa y como se siente».
Lo triste es que Sólojov fue premiado con el Nobel por esa obra en
1965.
¿Puede
una máquina escribir una novela? La noticia saltó a la prensa hace
cuatro años cuando oímos en la televisión y luego leímos en los
periódicos que un ordenador denominado Writer
2008 había escrito
una versión parecida a Anna
Karenina. Preparado
para empresas similares gracias a lo más avanzado en Inteligencia
Artificial, una vez que hubo recibido datos de aquella novela
incluidos apariencia y perfil psicológico de los personajes,
vocabulario, estilos literarios de trece escritores rusos y las
líneas generales de la trama, en tres días Writer
2008 había
compuesto una novela aceptable que, una vez realizada en ella las
oportunas correcciones literarias, se iba a editar en una primera
tirada de diez mil ejemplares. Sin embargo, pronto supe que diversos
expertos del mundo de la literatura habían «decretado» que la
obra, sin duda, había sido escrita por un «negro», alguien que ya
en la sombra venía trabajando para otros autores. En una palabra:
hasta los ordenadores disponen ya de «negros». ¿Y quién se atreve
así a leer cualquier cosa que salga hoy al mercado? Yo,
personalmente, me quedo con los clásicos que no tenían negros y lo
más que hacían era imitar; ya dejó escrito Gautier que «Quien
no ha imitado nunca, no ha sido nunca original».
*
* *
Y
ahora Platón.
Imaginemos
que tenemos un amigo excepcional cuyos pensamientos son nuevos,
revolucionarios; nunca antes nadie había sido capaz de darle un
enfoque tan hermoso y sublime a la existencia. Pero este amigo no
escribe, tan sólo nos enuncia sus teorías, y, un día se nos muere.
Uno de nosotros se pone a escribir y quiere dejar plasmado en el
papel lo que aquel amigo sabio pensaba, y escribe mucho y bien; y lo
lee mucha gente, y muchas generaciones saben de él —de él y del
que escribe. Pero llega un momento en el que alguien empieza a dudar
que todo lo que este discípulo ha escrito y puesto en boca de
nuestro sabio amigo fallecido puede que esté contaminado por
algunas ideas propias de ese discípulo, y no hubiera sido pensado y
dicho por aquel amigo y maestro tan sabio.
El
Fedón es
un gran libro escrito por Platón (el cual estuvo presente en la agonía
de Sócrates) en el que nos relata su muerte y sus últimos
pensamientos. Fedón era otro de los discípulos, pero nunca
escribió ese libro; entonces Platón se pone a escribirlo como un supuesto relato de Fedón (que también fue testigo, estuvo allí) en el que le
cuenta a Equécatres (un discípulo que no estuvo presente cuando
Sócrates moría) cómo sucedió todo. Pero —¡ojo!—, Platón se
escabulle; hace notar en el propio libro
que él, Platón, «no estaba presente en esos últimos momentos de
Sócrates porque estaba enfermo», ¿no es sorprendente?
En el
volumen que poseo, la responsable de la edición(2) señala que en el
Fedón la supuesta
ausencia de Platón —que sí estaba allí, repito—, es una
«ironía del propio Platón quizá para dejar todo el protagonismo
de la teoría de la inmortalidad del alma en boca de Sócrates que se halla en
los umbrales de ese paso al más allá»; e incluso en la
Introducción aclara que: «Resulta muy difícil delimitar en este
diálogo lo socrático y lo platónico ...
lo más probable es que, en sus líneas generales, se trate del
pensamiento de Platón...».
Si esto es
cierto, ¿cómo podríamos denominar este hecho? No es un plagio, no
hay «negros»..., y, sin embargo...
Me
preguntaba yo en la «entrada» del último día, que si
la literatura es un incesante ir poniendo algo nuevo —«a veces
inconscientemente»— a lo que los demás han ido dejando escrito,
¿quién había sido el primero?, ¿quién había empezado a escribir
la primera palabra a la que alguien le empezó a añadir otras, y así
sucesivamente?
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(1)
Enciclopedia de la Literatura Garzanti, Ediciones B, S.A., 1992
(2)
Mª Luz Prieto, Apología de Sócrates,
Critón. Fedón