viernes, 26 de octubre de 2012

Día Setenta y ocho: Una multitud de personajes (uno, ninguno y cien mil) en busca de Pirandello



Hablábamos ayer de la duplicidad y el desdoblamiento de personalidad supuestamente ocurrido en Pessoa, y ello me trajo a la memoria a uno de los primeros y más grandes escritores que se propusieron cuestionar la identidad del individuo. Podríamos decir que, en una u otra forma, toda la obra del genial siciliano Luigi Pirandello está impregnada de esa terrible pregunta que tan menudo todos nos hacemos mirándonos a nuestro interior: ¿Quién soy yo?

     El título de la última novela que llegó a escribir podría servirnos de respuesta absoluta a esa pregunta; todos somos Uno, ninguno y cien mil. Mucho antes de escribirla había manifestado que: «...cada uno de nosotros cree que es uno solo, pero esa es una percepción falsa; cada uno de nosotros es tantos, tantos cuantas son las potencialidades del ser que hay en nosotros. Conocemos únicamente una parte de nosotros mismos, y con toda probabilidad la menos significativa». Jugar con el concepto de personalidad y demostrar que no es única, fue una constante en su impaciente vida de novelista y dramaturgo. 
     Descubrí a Pirandello hace ya muchos años cuando adquirí y lei una de sus primeras novelas (que todavía conservo) y que hoy sigue estando considerada tal como entonces su mejor obra en el terreno de la narrativa. Posiblemente con ella, con El difunto Matías Pascal, se inició esa corriente literaria sobre «la pluralidad de conciencias y de estratos conscientes e inconscientes que pueden convivir dentro de un individuo y las fuertes variaciones que puede sufrir su personalidad a lo largo del tiempo»(1), todo lo cual él llevaría después con gran fecundidad y éxito al teatro, y en ello indagarían subsiguientemente otros muchos autores. Pero, sin lugar a dudas, Pirandello fue un precedente.
     De hecho, al igual que Kafka nos legó el vocablo «kafkiano» como sinónimo de los conceptos incoherente, inexplicable, intranquilizador y desconcertante, de Pirandello nos ha quedado «pirandelliano» para expresar la falta de identidad en el individuo, para percibir y destacar el eterno conflicto entre realidad y apariencia del yo, revestido ello, además, de una comicidad o humorismo trágico y amargo, todo al mismo tiempo; porque Pirandello —al menos su personalidad conocida— no se puede entender al margen de su concepto pesimista de la vida con cierta tendencia al nihilismo.
     En realidad «la pregunta por la esencia del yo recorre toda la obra de Pirandello, que llega al extremo de invertir los planos y aseverar que una criatura de ficción es más auténtica que un ser de carne y hueso»(2). Es así que Alonso Quijano o Enma Bovary son más auténticos que Cervantes y Flaubert, algo que posiblemente estaba pensando cuando escribió que «Quien nace personaje, quien tiene la ventura de nacer personaje vivo, puede reírse hasta de la misma muerte. ¡Ya no muere! ¡Morirá el hombre, el escritor, instrumento natural de la creación; la criatura ya no muere! Y para vivir eternamente, no tiene la menor necesidad de poseer unas dotes extraordinarias o de llevar a cabo ningún prodigio».
     Y, ¿qué más oportuno que preguntarnos ahora quién era Luigi Pirandello, o «quiénes» pudieron ser los personajes que convivían en él? Ante todo no olvidemos que estamos en Sicilia, algo así como el ágora del Mediterráneo dado que durante siglos fue encrucijada de civilizaciones, pueblos y culturas tan dispares como la helena, púnica, romana, bizantina, vandálica, ostrogoda, árabe, normanda, catalano-aragonesa y castellana. Todos, arribando a sus costas, se disputaron durante muchos siglos aquella tierra colmada de la más espantosa aridez y también bendecida con la fecundidad más exuberante a la que Goethe mitificó como «el lugar de los dioses». Allí, en el litoral del sur, en un antiplano calcáreo cortado por profundos barrancos entre terrazas de caliza y junto a ese mar por el que llegaron tantos visitantes, en un suburbio de Agrigento —Girgente en siciliano, Akragras en griego, Agrigentum en latín, Kerkent en árabe— se encuentra Kaos: el lugar donde vino al mundo Luigino. Me pregunto cuánta diferente sangre correría por sus venas, cuántas personalidades se habrían ido gestando en aquel recién nacido —justo en aquel «caos»— después de más de tres mil años de historia.   
Vayamos a su infancia cuyos recuerdos están presentes en muchas de sus obras, y nos encontraremos con desgarros típicos similares a los vividos por Stendhal. De nuevo late allí la percepción edípica al mantener con su padre una difícil relación hasta el punto de considerarse un «hijo cambiado»; su padre fue para él «un hombre incomprensible», alguien con el que «no se podía razonar». Es el mismo sentimiento edípico que en Uno, ninguno y cien mil expresa el protagonista tratando de evitar que pueda ser identificado con su padre. Stefano maltrató a su madre, mujer sumisa a la que él reverenciaba, y además la abandonó por una amante a la que el mismo Luigi llegó a escupir al encontrarlos en situación comprometida. Aunque el padre regresó, hay una niña nacida como consecuencia de su adulterio; un vecino aceptará a la mujer y a la niña a cambio de dinero. Dado que es normal que el creador excave siempre en sus impresiones remotas buscando recursos inagotables, Pirandello desempolvará recuerdos de todo ello que plasmará también en una obra, La voluptuosidad del honor. 

    Trece años vive el pequeño Luigi entre aquellos sus paisanos, unos de rostros cetrinos y mirada torva, otros con rasgos helenos y la mayoría celosos de sus mujeres hasta el punto de cubrir los balcones para que no se vea nada desde la acera. Es Sicilia, y se habla el dialecto siciliano hoy reconocido como idioma por la Unesco. Ese será el tema que el joven Pirandello, después de ser educado en su casa por preceptores y de matricularse en la universidad de Palermo, su segunda ciudad, y en Roma donde se acaba pegando con el decano, ese será el tema, digo, sobre el que versará su tesis de licenciatura al terminar su carrera de Letras en Bonn, donde la lee en alemán. ¿Fue quizá allí y entonces donde se contagió del pesimismo de Schopenhauer y creyó firmemente que «...la vida del individuo, por muy enrevesada que pueda parecer, es una totalidad congruente en sí misma, que posee una determinada tendencia y un sentido instructivo, al igual que la epopeya más meditada», e «incluso que el curso individual de los acontecimientos, los cuales son con frecuencia el caprichoso juego del ciego azar, esté de alguna manera planificado y dirigido como conviene al bien verdadero y último de la persona»? ¿Y que: «Si examinamos minuciosamente algunas escenas de nuestro pasado, todo en él nos parece tan tramado como en una novela trazada conforme a un plan»?
     Si de vida enrevesada y de reveses hablamos, la suya iba a ser de las más enmarañadas. Su matrimonio se convierte pronto en un infierno cuando a los treinta y seis años un acontecimiento familiar, la inundación de una mina de azufre de su suegro en la que está invertida la dote de su esposa Antonietta, deja a su familia en la ruina y aquella comienza a enloquecer. Manías persecutorias y escenas de celos terribles, celos de las mujeres que ya empiezan a aparecer en las obras de Pirandello. La locura y la crisis matrimonial serán temas omnipresentes en la obra pirandelliana; la huida de Matías Pascal de su casa, es la escapada imaginaria de Pirandello de la suya. Evidentemente nunca será un loco pero en su novela corta Cuando estaba loco el protagonista dice: «Cuando estaba loco (...) no podía, en mi conciencia, decir "yo", sin que inmediatamente un eco me repitiese: "Yo, yo, yo... de tantos como llevaba dentro en animada algarabía». La pluralidad —«El yo no es único sino que se multiplica en tantos yoes como los demás perciben en nosotros o como nosotros podemos percibir en nosotros mismos, en tantos yoes como pueden sucederse en nosotros a lo largo del tiempo o como pueden convivir en nosotros simultáneamente»— será una constante(1). Al igual que en el Il fu Mattía Pascal y La signora Morli una e due, el tema de la identidad junto con la evasión de la realidad será el de toda su obra. «El piso se convirtió en un infierno. Prisionero en este laberinto, Pirandello iba a errar por él más de dieciocho años. Al no poder vivir su vida, sólo podía escribirla. Y tal fue el inicio de la gloriosa catarsis»(3)
* * *
     ¡Y todavía no hemos hablado de su teatro! Pirandello, que abordó la obra teatral por recomendación de dos íntimos amigos, resultó ser uno de los grandes renovadores del género sin dejar de cuestionar la identidad de los personajes: «Todo lo que vive, por el mero hecho de vivir, posee una forma, y por lo mismo debe morir; menos la obra de arte que, precisamente en tanto que es forma, vive siempre». Laura Vaccaro dice que «Además de perder su identidad (...) el personaje pirandelliano percibe algo tanto o más desasosegante: que no hay autor que le fije el texto y le organice sentido a su peripecia. Algo que bien mirado, aparecía ya en el teatro isabelino como el dilema de Hamlet».
     Bástenos decir para terminar que estamos ante el máximo innovador del teatro, desde Shakespeare e Ibsen, hasta nuestros días. Pirandello nos trajo «el teatro dentro del teatro»: aquello de que los espectadores invadan el escenario, o que la obra sea parte de lo que sucede en el patio de butacas o en la antesala de él y hasta en las inmediaciones del mismo antes de comenzar la función. Su Seis personajes en busca de autor o Esta noche se improvisa son títulos, por ejemplo, que siempre seguiremos viendo en cartel. ¡Genial Luigi Pirandello que tantas emociones nos ha hecho vivir lo mismo desde los escenarios que desde sus cuentos y novelas!

«El arte venga a la vida. En la creación artística el hombre se convierte en Dios»

 
 

(1) Miquel Edo, Introducción a El difunto Matías Pascal.  
(2) Laura Vaccaro, Los premios Nobel de Literatura
(3) J. Chaix-Roy,  Pirandello

viernes, 19 de octubre de 2012

Día Setenta y siete: No puede existir creación sin desasosiego. Preguntadle a Pessoa


Cuando el día anterior finalizaba con Stendhal decidí que había llegado el momento de traer a estas notas a Pessoa. Si Stendhal se prodigó en seudónimos Pessoa lo hizo en seudónimos y heterónimos; si los manuscritos de Stendhal al morir fueron arrinconados en una biblioteca los de Pessoa a su muerte permanecían ignorados en un baúl. A ambos les importaba poco que casi nadie los leyera en vida y ambos fueron reconocidos y celebrados cincuenta años más tarde gracias a Stryenski y Gaspar Simões.


    Pero también en Pessoa hay algo de Poe y de Baudelaire con su muerte temprana a los cuarenta y siete años tras un anonimato no exento de alcohol; y nos trae a la memoria a Joyce caminando no durante veinticuatro horas como su Lopoldo Bloom por Dublín sino haciéndolo incansablemente durante veintisiete años por su entrañable Lisboa; y a Kafka con sus problemas respecto al sexo y al matrimonio y con sus temores y miedos, en su caso a la locura. Y sin embargo en Pessoa, al margen de su estampa de hombre vulgar y anodino, de un fracasado que careció de casi todo y al que hasta su familia despreciaba, se da el caso de que asumió y aceptó resignadamente la desdicha y el infortunio de ser para todos un inutil.
Pessoa, siempre reservado, con su compleja y desconcertante personalidad humana fue también un poeta maldito a su manera sin estridencias ni desentonos, sin borracheras y sin escándalos..., pero presa de un gran desasosiego interior; esa desazón que sacude y consume a todos los artistas y sin la cual no es posible crear. 
Pessoa, siempre impasible entre los lisboetas de su tiempo, pulcro y bien vestido y aseado, subiendo y bajando de los tranvías, recorriendo las céntricas rúas de la capital, trabajando en sus cartas comerciales en otros idiomas para poder comer, fumando incansablemente y bebiendo sus vinos y aguardientes en los cafés, cambiando más de veinte veces de piso con su baúl a cuestas, siempre silencioso e ignorado me recuerda aquello de Ortega y Gasset: algo así como que para el ayuda de cámara no existe el gran hombre, no es capaz de apreciarlo. Pessoa fue todo un genio ignorado en sus días por sus contemporáneos.
Apenas un libro y un puñado de poemas y ensayos dispersos en fugaces revistas literarias de vanguardia fue todo lo que en su vida vio la luz. Traduciendo cartas comerciales para varias empresas lisboetas, aquel hombre con el dominio de varios idiomas europeos y una enorme cultura que había adquirido mientras devoraba toda clase de lecturas desde su infancia transcurrida en Sudáfrica, llevó la vida más mediocre y anodina que se pueda imaginar. Pero al morir nos dejó un baúl, un arca llena de gente y también un libro: el Livro do desassossego el cual lo comenzó a escribir en el 1912 y no lo abandonó hasta su muerte en 1935: «un infatigable y bello dietario que lo reúne absolutamente todo: reflexiones estéticas y filosóficas, poemas, divagaciones y apuntes cotidianos a la manera de un gran laboratorio de escritura».


No obstante, lo que ha sorprendido de una forma extraordinaria a todo lector entusiasmado o estudioso de su obra ha sido aquella permuta o alteración y desdoblamiento de su personalidad a lo largo de su vida (para ser exactos desde los veintiséis años) en otros seres a los que él denominó heterónimos «Tuve siempre desde niño necesidad de aumentar el mundo con personalidades ficticias»; «...yo me siento vivir varios seres. Me siento vivir vidas ajenas...»; «...el fenómeno curioso del desdoblamiento es cosa que habitualmente tengo...». Fernando António Nogueira Pessoa sintió un día en el que se puso frenéticamente a escribir poesía, de pie sobre una cómoda, como a él le gustaba si podía hacerlo, que era otra persona la que redactaba aquellos treinta y tantos poemas; acababa de escribir El guardador de rebaños pero se dio cuenta de que no era obra suya. Aquel día «apareció en mí mi maestro»; «le di el nombre de Alberto Caeiro». Inmediatamente se puso a escribir más poesía y le salieron también de un tirón los seis poemas que componen La lluvia oblicua, y entonces reparó en que esos poemas sí eran suyos, de Pessoa.
Fue entonces cuando llegó a saber por primera vez de sus desdoblamientos de personalidad; fue ese el día en que supo de la «existencia» de Alberto Caeiro, su primer heterónimo; alguien con poca instrucción y sin profesión que pasó casi toda su vida en el campo. Después vendría el segundo, Ricardo Reis, un poeta epicúreo, un nihilista total que, exilado, publica poesía desde Brasil. A diferencia de Caeiro, Reis es culto, fue educado por los jesuitas y estudió medicina. El tercer heterónimo fue Álvaro Campos, un ingeniero naval que había estudiado en Escocia y trabajado en Glasgow, aunque en la actualidad permanecía inactivo en Lisboa. Aquel Campos se le había aparecido de forma similar a Caeiro el día en que compuso «de un tirón y en la máquina de escribir, sin pausas ni correcciones, como al dictado, La Oda triunfal». Además de estos tres heterónimos en la obra de Pessoa también están presentes los semiheterónimos, como Bernardo Soares, ayudante de contabilidad y autor del Libro del desasosiego, un diario íntimo y un auténtico retrato interior de Fernando Pessoa. Y están los innumerables seudónimos que no vamos a mencionar.
Hagamos una pausa. ¿Era Pessoa un desequilibrado? Él se diagnosticaba como «histeroneurasténico» y ya hemos mencionado su gran temor a caer en la locura la cual, por línea paterna, le amenazaba. Aunque cuando él contaba siete años su padre había muerto de tuberculosis, antes ya había mostrado signos de desequilibrio mental; a su abuela sin embargo la conoció totalmente enajenada. No dejó Pessoa nunca de sentirse al borde de la locura, «...la locura circula aparentemente en su obra (...) aflora y desaparece, circula latente o al descubierto...»(1), ¿o se trataba simplemente de un inadaptado, un esquivo a la vida en sociedad incapaz de aceptar sus cometidos existenciales? ¿Estamos de nuevo ante la ecuación genio-locura? Para Mario Saraiva, psiquiatra portugués, hay un diagnóstico: «...era un psicópata (...), no era lo que se llama un loco. Padecía de una nosofobia, o una fobia a la enfermedad»(2).
Pero regresemos a saber de todos los Pessoas —persona en portugués se escribe pessoa— que en él convivían; «La lectura de la obra de los heterónimos muestra (...) que cada uno de ellos tiene un estilo, un arte poética, una escritura —si se prefiere— característica y original. Es imposible confundir una oda de Reis con cualquiera de las de Campos, o una obra de cualquiera de ellos con uno solo de los poemas de Caeiro o con cualquiera de las composiciones de Pessoa...»(3). Y tanto fue así que escribió sus datos biográficos, ocupaciones, carácter, relaciones entre ellos y con él, críticas de las obras que aparecieron con sus nombres; en cierta ocasión su novia Ofélia recibió una carta firmada por Campos en la que le comenzaba diciendo que «Un abyecto y miserable individuo llamado Fernando Pessoa (...) me ha encargado comunicar a V.E. etc. Hay que hacer notar que Fernando se dirigía a ella habitualmente como su «bebé», su «bebecito».
Y a propósito de Ofélia Queirós —la única mujer que hubo en su vida— abordemos superficialmente el aspecto de su vida amorosa. Su noviazgo breve e interrumpido por una ruptura y después por la definitiva, nos confunde como casi todo en Pessoa. En ese noviazgo se dan situaciones de lo más común para la época y al mismo tiempo reacciones extrañas que ella misma ha relatado. Él, que ya tenía más de treinta años y bebía, la familia de ella (que tenía diecinueve) y no veía con buenos ojos aquella relación y, sobre todo, que «los alcohólicos revelan su personalidad anómala por la inmadurez acentuada, por la ambivalencia de las relaciones familiares, por el miedo al sufrimiento, por la introversión y por un sentimiento de inseguridad que los consume en sentimientos de angustia»(4) pudieron tener que ver con aquella ruptura; de cualquier forma —¿el miedo como Kafka al aburrimiento, al sufrimiento y al abandono de la escritura?— decidió mantenerse fuera del matrimonio, renunció a él si es que alguna vez lo contempló; es posible que también su idiosincrasia y sus estrecheces financieras jugaran un papel fundamental. Además, a Álvaro de Campos que era homosexual le malhumoraban aquellas relaciones. El sexo, como dice su biógrafo Crespo, fue siempre motivo de perplejidad para él.
Aunque hubo una época patriótica en su vida en la que se preocupó con celo de la política y el destino en la historia de su país, su gran amor, sin embargo, a medida que envejecía fue la astrología, la teosofía, las ciencias ocultas, la vida esotérica, la numerología sagrada y la santa cábala. En su «Ficha autobiográfica» alaba al Gran Maestre de los Templarios y se considera iniciado en los tres grados menores de la extinta Orden Templaria de Portugal. Se ha dicho que llegó a ser un experto en astrología.
Cincuenta años después de su muerte a causa de una cirrosis hepática, los restos de aquel señor tan raro cuya imagen es hoy ya un icono con su sombrero, sus lentes y su pajarita, aquel señor que hasta los veinte años pensaba, hablaba y escribía en inglés y que no quiso «prostituirse» ganando un buen salario con un empleo fijo que le ofrecieron pero sometido a rígidos horarios, y prefirió subsistir ganando lo mínimo pero dedicándose a escribir, aquel nostálgico de su infancia con dos únicas obras terminadas y una de ellas publicada (The Mad Fiddler, escrito en inglés, y su libro de poesías Mensaje), decía yo que sus restos fueron exhumados, trasladados y depositados en un túmulo en el monasterio de Los Jerónimos, el mismo lugar donde reposan Vasco de Gama y Camoens. Y allí, junto a su nombre, también están inscritos los de sus tres heterónimos Caeiro, Reis y Campos «como para dar testimonio de la pluralidad de su vida». Durante ella se había él preguntado: «¿Tendrá la gloria un gusto de muerte y de inutilidad, y el triunfo, un olor de podredumbre?»
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(1) Antonio Tabucchi, Un baúl lleno de gente
(2) Mario Saraiva, El caso clínico de Fernando Pessoa
(3) Angel Crespo, La vida plural de Fernando Pessoa.
(4) Taborda de Vasconcelos, Antropografía de Fernando Pessoa

viernes, 12 de octubre de 2012

Día Setenta y seis: Qué es lo que se esconde tras el seudónimo Stendhal

Hemos de reconocer que el caso de Henri Beyle es raro. Normalmente el uso de seudónimos en la literatura no ha sido común en los grandes; si comenzaron con alguno lo acabaron abandonando pronto cuando supieron que su obra trascendía. ¿A qué se debe habitualmente la ocultación del nombre cuando se escribe? ¿Desconfianza en uno mismo?, ¿complejo y timidez?, ¿falta de valentía para enfrentarse a la crítica? Nunca debió ser ninguna de estas las razones de Henri Beyle.


    Si la neurociencia y la psiquiatría actual aseguran que la futura vida de un sujeto está condicionada en una parte muy importante por la infancia que vivió hasta los siete u ocho años, además de los genes heredados y la educación posterior recibida, en el caso de Sthendal aquellos años debieron influir poderosamente en su personalidad. A pesar de las confusas pistas que nos ha dejado en la gran cantidad de escritos biográficos, esa época de su existencia es de las más claras y convincentes, o al menos él lo pretendió. Sus odios y amores alrededor de esos años en que queda huérfano por parte de su madre, debieron ser decisivos. En su autobiografía titulada La vida de Henry Brulard escribe: «...yo estaba enamorado de mi madre», «...yo deseaba cubrir a mi madre de besos y que no estuviera vestida. Ella me amaba apasionadamente y me besaba mucho; yo le devolvía los besos con un ardor que frecuentemente se veía obligada a marcharse. Siempre quería dárselos en el cuello». Henriette Gagnon, al fallecer a consecuencia de un parto contaba treinta y dos años y, en lo sucesivo, fue para él objeto de una doliente añoranza y perdurable idealización. Si a ello le añadimos los epítetos dedicados a su padre al que abiertamente confiesa que odió toda su vida nos queda un cuadro perfecto de edipismo freudiano: «Acaso nunca reunió el azar dos seres tan profundamente incompatibles como mi padre y yo». (...) «Aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos». A este respecto escribió Stefan Zweig: «...apenas existe otro lugar donde el psicoanálisis pueda encontrar una exposición literaria más impecable del complejo de Edipo que en las primeras páginas de Henry Brulard, la autobiografía de Stendhal»(1)
   No puedo sustraerme de traer ahora a Dostoievski describiendo a Fiódor Pávlovich, el padre de los hermanos Karamázov —¿su propio padre?— representándonos en aquella novela a un individuo hipócrita, avaro y ruin. Casi se podría decir que los mismos infamantes adjetivos utilizados en ella por Dostoievski, son los que utiliza Henri Beyle para su padre. Él era el jesuita, el bastardo, un avaro, beato, arrugado y feo, desmañado y silencioso con las mujeres, que, sin embargo, le eran necesarias.... Representará siempre para él «el más nauseabundo fariseísmo, la sequedad de alma, la hipocresía, la tiranía..., lo mezquino»(2).
   Hay que suponer que Henri Beyle no quiso que el apellido heredado de su padre pasara a la posteridad; tenemos que pensar que se vengó, lo castigó. Pero, ¿por qué no eligió entonces el de su madre a la que por otro lado tanto amó? Buena pregunta. Pues resulta que el siguiente personaje más odiado a la muerte de su madre fue su tía Séraphie Gagnon, de la que sospechaba que posiblemente estaba liada con su padre y a la que le dedica los adjetivos de iracunda, agria, beata furibunda, jesuita Séraphie, marimacho colérico, la loca que tiene el diablo en el cuerpo. No tenía elección y eligió un seudónimo, el de Stendhal que aunque acerca del mismo se han querido encontrar algunas explicaciones en cuanto a su origen o significado, no son convincentes; representa una más de las muchas nebulosas de sus dilatadas confesiones, una más de las confusas pistas que nos ha dejado sobre su existencia. Ya Zola dejó escrito en su obra Stendhal, biografía y ensayo, que «...cuando vivía, le agradaba envolverse en el misterio (...) discurría seudónimos e inventaba supercherías», «Una de las mayores preocupaciones de Stendhal es el arte de mentir». Nos surge ahora una duda acerca de sus sempiternos estados amorosos de los que ya hemos hablado, y es si fueron también una patraña; ya cincuentón escribirá que el número de sus conquistas amorosas no pasaría de seis o siete, y que cualquier oficial de Napoleón se habría acostado con muchas más mujeres que él.
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   Hacíamos ayer referencia a Flaubert en cuanto al polo opuesto a lo que representó Stendhal. Recordemos ante todo que cuando él fallece Flaubert no ha cumplido todavía los veinte años. 
   Podíamos empezar diciendo que, en cierto aspecto, lo único que tenían en común es que escribían como hablaban; ojo, me refiero a que, por ejemplo, Flaubert se saltaba las reglas de la coma olímpicamente hasta el punto de insertar comas entre el sujeto y el verbo porque entendía que era necesario. Pero ya conocemos sus exquisiteces eligiendo las palabras. No; no tenían nada en común; ni en su forma de vida —recordemos la misantropía de Flaubert— ni en su expresión o estilo. Para comenzar, Flaubert rehuía escribir algo sobre sí mismo, sobre su pasado o sus quimeras; recuerdo que en una de sus cartas censura por ello a Montaigne y confiesa que jamás escribirá algo que tenga que ver con su vida. Stendhal sin embargo se embriagó escribiendo sobre sí mismo. ¿Diferencias?, he aquí una más: ¿recordáis aquello de Flaubert de que «El artista debe estar en su obra como Dios en la creación, invisible y todopoderoso, que se le sienta por doquier, pero que no se le vea»?. Pues bien, en la obra de Stendhal «Dios» está visible advirtiéndonos qué y quién es bueno y qué y quiénes los malos, eso al tiempo que juzga, sentencia y con mucha frecuencia condena.
   Mas entremos de lleno en la diferencia más importante acerca de la forma de su exposición, y además con ejemplos y comentarios, algo que Stendhal acostumbraba a intercalar profusamente en sus textos. De vez en cuando, en una nota a pie de página habla de otro texto diferente o hace una alusión en relación con el lugar, el personaje o el suceso que describe: «...hace estallar el texto narrativo para difundir notas, apuntes, comentarios, de los que en tantas ocasiones los editores no han sabido qué hacer, si incorporarlos al texto o abandonarlos»(3). Y, sin embargo, por otra parte nos deja in albis en cuanto a los detalles del medio en que se desarrolla una escena. Un ejemplo de El rojo y el negro:

   «Los salones que aquellos señores atravesaron en el primer piso, antes de llegar al gabinete del marqués, le hubieran parecido, mi querido lector, tan tristes como magníficos. Aun regalándoselos no querría usted habitarlos. Son la patria del bostezo y del razonamiento triste».

   ¿Pero qué había en ellos?, ¿cómo estaban decorados y amueblados? En esa misma obra decía el propio Stendhal que dejaba al lector «en completa ignorancia de la forma de los vestidos que llevaban la señora de Rênal y la señorita de La Mole», y era cierto, también sobre ello nos dejó a dos velas. Flaubert sin embargo dedica páginas y páginas en su Madame Bovary a que el lector conozca la habitación en la que Emma Bovary se acicala, a que sepa cómo son las cortinas, por dónde entra la luz, qué clase de zapatos se pone ella, cuáles son las flores que están en el florero... Gran paciencia escribir todo eso, además con perfeccionismo.
   Y, sin embargo, entre tantos vacíos qué maravillosas reflexiones las de los personajes de Stendhal. Sabía él de esa narrativa que se ha llamado del pensamiento íntimo o del alma; sabía como retratar interiormente a los personajes de su tiempo, cómo hacer llegar al lector los sentimientos y sensaciones de aquellos. Sobre ambas novelas Lampedusa escribió: «Stendhal, a la manera de un ser divino, conoce los más ocultos pensamientos de cada personaje, los muestra al lector, al que hace partícipe de su propia facultad de verlo todo»; y concretamente sobre El rojo y el negro matiza: «Todo el libro (al que califica como una novela de análisis psicológico) discurre derecho y rápido como una flecha»(4).
Aspecto, el psicológico, que ya Zola había señalado hablando sobre Stendhal: «..es ante todo un psicólogo (...) rara vez tiene en cuenta el medio en que coloca a sus personajes. El mundo exterior no existe apenas (...) Todo su sistema se reduce a estudiar el mecanismo del alma...». Con razón los estudiantes de psiquiatría han venido asegurando, como ya un día señalamos, que aprendían más leyendo a Dostoievski y a Stendhal que en los libros de texto.
   A Zola le gustó más El rojo y el negro que la Cartuja de Parma, y se ha comentado de las dos obras —unánime coincidencia— que Julián Sorel, el protagonista de la primera, es el propio Stendhal con sus monólogos del final llenos de crítica dura, muy dura, a cierta sociedad de la Francia de entonces, a las desigualdades sociales, a la labor controladora del clero y a toda la falsedad de aquella su época: a su catolicismo e, incluso —al estilo de Nietzsche—, al Dios de los cristianos. El héroe de la segunda, Fabricio del Dongo, parece que es sin embargo el personaje que a Stendhal le hubiera gustado ser y nunca fue. Por cierto que en esta novela, la Cartuja (a la que se refiere su título) tan sólo aparece en la última página de la novela y además se diría que a lo lejos; ¿capricho del autor?, ¿quiso tomarle el pelo al lector? ¡Cosas de Stendhal! tal como es posible que hubiera pensado Zola, que terminó su biografía y ensayo sobre él diciendo: «...su ironía afectada, las puertas que cierra, y tras las cuales no hay, frecuentemente, más que una nada trabajosa, me atacan a los nervios».
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(1) Stefan Zweig, Tres poetas de sus vidas. Casanova, Stendhal, Tolstói
(2) Consuelo Berges, Stendhal y su mundo
(3) Mercé Boixareu, Enciclopedia de Literatura Universal, Stendhal
(4) Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Stendhal

domingo, 7 de octubre de 2012

Día Setenta y cinco: De un desconocido sujeto llamado Henri Beyle

De un desconocido sujeto llamado Henri Beyle que un día de marzo de 1842 cayó fulminado en plena calle en París a consecuencia de un ictus cerebral. Unos dicen que lo metieron en un portal y otros que en una tienda cercana donde trataron de reanimarlo; sin embargo nada se pudo hacer y unas horas después exhalaba su último suspiro. Había escrito muchísimo, y sin embargo no era demasiado conocido; al día siguiente los periódicos hacían referencia a él como a un autor con algunos libros de viajes y algunas novelas que apenas nadie había leído. Todos sus manuscritos se envían entonces a la Biblioteca de Grenoble donde cincuenta y nueve años antes había nacido, para que duerman allí el sueño de los justos. Acababa de morir Stendhal.


Escribió Cela que «No hay más escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. (...) El escritor nada pide porque nada —ni siquiera voz ni pluma— necesita; le basta con la memoria». Henri Beyle era, como veremos, un escritor comprometido que se había jurado una gran fidelidad a sí mismo y que en su vida no había pedido demasiado; ni siquiera que lo leyesen. De hecho, estaba convencido de que escribía para unos pocos elegidos que lo leerían y lo comprenderían tan sólo en el futuro, en el año 1935 conjeturaba él mismo; serían los happy few como los denominaba, una minoría selecta de «almas sencillas».
Stefan Zweig, en su obra La lucha contra el demonio —obra que precisamente se la dedicó a Freud— hace una comparación entre Hölderlin y Stendhal (fallecidos ambos con la diferencia de unos meses) en cuanto a la ignorancia y el desprecio de sus contemporáneos por lo que escribían. Si todo lo escrito por Stendhal se envía a la Biblioteca de Grenoble a su muerte, lo que había dejado Hölderlin se archiva en la de Sttutgart. Cincuenta años después son tremendamente valorados y reconocidos como «el mejor prosista francés y el mejor lírico alemán» afirma Zweig. En cuanto a Stendhal, se diría que sus libros eran «sagrados». Su editor le había dicho que al menos Del amor sí lo era puesto que nadie lo tocaba. «Aunque mis obras hayan de ser siempre sagradas... Bien sé que, siguiendo mi método, es casi imposible llegar a lo que aquí llaman gloria...».
Henri Beyle necesitaba de la literatura exclusivamente por tres razones: porque escribir le proporcionaba placer, le permitía luchar contra el desánimo y le resultaba un acto liberador. Lo de menos, aunque en el fondo también soñase con ella, era la gloria. Sus contemporáneos lo conocieron poco y, además, lo conocieron mal: «En el fondo, yo desconcertaba o escandalizaba a todo el mundo». Y ese fue su gran «problema»: nunca quiso «ser como los demás», jamás se plegó a las modas. Stendhal, aunque romántico, despreció a los escritores contemporáneos que hicieron del romanticismo una escuela lírica y elocuente. Stendhal, con su personalísimo estilo, con su naturalidad y su realismo no se sujeta a regla alguna. Stendhal es desinhibido escribiendo y no oculta estar contra los fanatismos, la intolerancia y el clericalismo. Se ha dicho que esa naturalidad en la escritura de Stendhal tiene algo de una mezcla de Rousseau con el Código Civil, el cual —según él— leía todas las mañanas para mantener su estilo.    
Y, sin embargo, ¿qué sucedió para que Stendhal haya llegado a ser una gloria universal de la literatura a partir de un siglo después de su muerte? Todo se lo debemos a un profesor de apellido polaco el cual, enseñando en el Liceo de Grenoble cincuenta años más tarde de la muerte de Henri Beyle, «se interna en la montaña de los manuscritos de Stendhal que yacen empolvados..., y emprende, con tanto amor como fidelidad a los textos, la publicación de inéditos sensacionales que renuevan y revolucionan la exégesis stendhaliana»(1). Acaba de resucitar Sthendhal.


No obstante, como tantas otras veces, me he precipitado. Hay que decir que sí, que también hubo algún que otro happy few mucho antes de que aquel profesor del Liceo de Grenoble, Stryenski, desempolvara sus manuscritos. En vida, Goethe lo leyó y lo estimó y Balzac elogió excepcionalmente una de sus novelas. Después Taine, Nietzsche, Tolstói, Zola... Habría que decir que alguien estuvo siempre leyendo a aquel desconocido llamado Henri Beyle que tantos amores tuvo y nunca llegó a amar a nadie, eso a pesar de haber escrito Del amor.
Que tuvo muchos amores fue indudable; se ha escrito de él que toda su vida estuvo amando a alguna mujer bien soltera o casada, francesa o italiana, actriz o condesa...; tenía que estar constantemente en un cierto estado de enamoramiento para poder escribir. Como resulta que Stendhal escribió afortunadamente mucho sobre sí mismo, incluyendo una autobiografía, los stendhalistas posteriores han tratado de conocer quienes fueron ellas indagando en sus escritos, pero ni se sabe cabalmente. Primero porque trató de ocultar identidades y nombres, y segundo porque sus estados de enamoramiento eran muy «sui géneris». Se ha dicho que aunque para él tan sólo existía el «amor-pasión» amaba a veces tan sólo con su imaginación descubriendo una dama entre las columnas en alguno de los muchos salones galantes y elegantes que durante su vida frecuentó. Que en realidad nunca llegó a amar o no supo lo que era el amor lo han escrito otros, por ejemplo Ortega y Gasset que, si no era un stendhaliano le faltó poco. En su ensayo Amor en Stendhal nos dice sobre él y su libro Del amor: «El libro es de lectura deliciosa. Stendhal cuenta siempre, hasta cuando define, razona y teoriza. (...) es el mejor narrador que existe, el archinarrador ante el Altísimo», y más adelante añade: «Se trata de un hombre que ni verdaderamente amó ni, sobre todo, verdaderamente fue amado. (...) Stendhal no consiguió ser amado verdaderamente por ninguna mujer. (...) Los amores de Stendhal fueron pseudoamores». Lo primero que el lector de su libro se pregunta es que, cómo a los treinta y nueve años se puede publicar un tratado con ese título: Del amor. Lo segundo es que todavía, y además, Stendhal no había vivido todas sus intensas pasiones amorosas alguna de las cuales a punto estuvieron de llevarlo al matrimonio. Se podría pensar que nos estamos dedicando demasiado a la vida amorosa de este irremediable soltero, pero hay que señalar que ese aspecto frívolo y sensual de su existencia es muy importante. Esa faceta de amador junto con la de constante viajero por Europa, de parte a parte y no como turista sino debido a sus obligaciones y reveses, son dos rasgos inconfundibles en su personalidad. Mas entonces, después de señalar lo anterior, reparo en que lo más importante ahora es trazar un esbozo de lo que fue su vida.


A diferencia de otros artistas de la pluma que dedicaron toda su existencia exclusivamente a ella, como Flaubert, Henri Beyle compartió simultáneamente la pasión de la escritura con otras profesiones y actividades. Hay que señalar —lo han consignado muchos— que las vidas de ambos son paradigmáticamente diferentes no sólo en ello sino en todo lo demás, y, sobre todo, en el estilo de escribir; tendremos tiempo de detenernos en ello. Pero ahora volvamos a los exclusivos azares de Stendhal.
Desde que de Grenoble marcha a París con un buen historial académico para iniciar estudios superiores en la prestigiosa Escuela Politécnica, su vida es un constante ajetreo pues ni siquiera se presentará al examen de ingreso; únicamente quería huir de Grenoble y dejar atrás su —para él— penosa infancia y adolescencia. Será, gracias a ciertos apoyos familiares, secretario provisional en el Ministerio de la Guerra a las órdenes de un pariente; marchará a Italia para unirse a las tropas de Napoleón como oficial de un Regimiento de dragones; dejará el cuartel para ir a Marsella y establecerse como banquero; no tiene ayudas y retorna a París; su pariente lo envía a Alemania como funcionario y después a Austria, y asiste en Moscú a la retirada de las tropas de Napoleón. Perdido el empleo vuelve a Italia, a Milán, y se dedica a escribir; lo echan por liberal y vuelve a París, y de nuevo Milán. Escribiendo para revistas francesas e inglesas otra vez París, Inglaterra, Italia, Francia y España (Barcelona); cónsul en Trieste y después en Civitavecchia. Tres años antes de su muerte realiza un viaje por Alemania, Bélgica, Holanda y Suiza; el final ya lo hemos contado. Apasionante vida envuelta en ¿una docena? de amores, intrigas sin fin, y obras terminadas y a medio terminar: ensayos, crónicas artísticas y literarias, libros de viajes, biografías de algunos personajes ilustres, escritos autobiográficos y, por encima de todo, dos obras terminadas consideradas maestras: El rojo y el negro y La Cartuja de Parma. No pasó demasiadas privaciones; tan sólo, y no de las peores, antes de llegar a ejercer como diplomático en Trieste.  
Hasta aquí y a grandes brochazos las idas y venidas de Stendhal. Parecerá que poco nos resta decir superficialmente de él si exceptuamos el hablar sobre sus obras; y no es así, hay algo más. Es poco pero puede que sea fundamental para intentar explicar su carácter, su pensamiento y actitud ante la existencia. Ante todo habría que preguntarse el por qué de ese seudónimo que utilizó por primera vez en su estudio Del amor, aunque siempre había utilizado otros.
   Ese poco pero fundamental que nos queda por conocer y que nos explicará muchas cosas, se encuentra en su infancia y en su adolescencia. Lo hemos de conocer.
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(1) Consuelo Berges, Stendhal y su mundo