domingo, 30 de diciembre de 2012

Día Ochenta y cinco: Las "Memorias de ultratumba" de un vizconde muy romántico


Tanto que posiblemente sea el primero de los grandes románticos franceses y quién sabe —Byron fue su discípulo— si de toda Europa; y eso a pesar de que un solomillo lleva hoy su apellido. Dada su peregrina y sinuosa obra en cuanto a los temas desarrollados y a su cambiante estilo y sentimiento, François-René de Chateaubriand ha pasado a la historia de la literatura como uno de los más discutidos autores de todos los tiempos. Y, no obstante, si no se leen hoy la mayoría de aquellas sus creaciones destinadas a defender la fe cristiana combatiendo el volteranismo o superponiéndola al paganismo, o aquellas otras henchidas de una fascinación primitiva y exótica, no se deja sin embargo de editar y leer su obra cumbre: su autobiografía escrita durante cerca de cuarenta años evocando una época tormentosa si se tiene en cuenta que había nacido veintiún años antes del estallido de la Revolución Francesa y que falleció tan sólo a dos años de la mitad del siguiente siglo.


   Sus Memorias de ultratumba es por lo tanto una obra destacada en la literatura europea que merece la pena ser leída. Se editó por primera vez en Francia en 1848, justamente el año de su muerte, y ello a pesar de que había decidido que no fuera publicada hasta pasados cincuenta años después de que llegase ese final; pero su falta de medios económicos le obligó a darlas apresuradamente a la imprenta, de lo que se lamentó con todo el dolor de su corazón.
Este mago de la expresión, creyente a machamartillo y políticamente liberal, voluptuoso y sensual, sujeto contradictorio armado siempre de una fe dogmática pero fogoso, casquivano y bon vivant, comenzó a escribir sus memorias en «una casa de hortelano escondida entre las colinas cubiertas de bosques» localizada en una finca que había comprado en el Valle de los Lobos, a una docena de kilómetros de París, justamente a su regreso de su viaje por Oriente Medio, el Norte de África y España. Porque, ¡ojo!, acabamos de dar con otro gran viajero impenitente como los anteriores, aunque en este caso nos hallemos ante alguien que ama los viajes por un puro sentimiento turístico y gozoso, al tiempo de huir de lo cotidiano. Tenía entonces cuarenta y un años, había sufrido un descalabro político y, desconociendo que estaba todavía en la mitad de su agitada vida, había decidido recluirse en aquel lugar. 
Mucho antes, a sus veinticuatro, después de regresar de Norteamérica —el primero de sus viajes el cual lo inicia a la vista de como se desarrollan los acontecimientos en su país tras la gran revolución, y al que le mueve sobre todo el poner agua de por medio— a los veinticuatro decíamos se casa, emigra, se enrola en el ejército, es herido, se licencia enfermo y se refugia en Londres. En su mochila de soldado (contará después en sus memorias) llevaba junto con su impedimenta militar sus notas y apuntes, los cuales, a veces, se dedicaba a corregir sobre la misma hierba. Tenía prisa Chateaubriand: «Nuestra existencia es tan fugaz que si no escribimos por la noche lo sucedido por la mañana, el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya de ponerlo al día».
Si no en su mochila de soldado, sí en alguna otra parte tendría perfilados los apuntes correspondientes a su novela Atala, la historia de amor de una pareja de indios de Lousiana, que junto con el ensayo El genio del cristianismo publicará en Francia con un gran éxito tras su exilio londinense. Allí había sobrevivido colaborando en prensa y enseñando francés.
Durante su larga vida ejerciendo como politólogo y archimonárquico liberal, ocupará cargos públicos y será periodista, ministro, senador, representante de su país en alianzas internacionales, embajador... y, siempre, un turista fuera de su país, un cristiano romántico, un profeta, «un mortal donde se funden lo individual y lo universal, vida doméstica y existencia de estadista»(1)
En alguna parte ya hemos citado que Bernard Shaw pensaba que en las memorias se mentía, mientras que Schopenhauer había ya sostenido antes que en ellas no solía haber engaño ni fingimiento, y que «en estos libros es donde más pronto se aprende a conocer a un escritor como hombre». Pues bien, en el caso de nuestro voluptuoso René, que era como él gustaba ser llamado, podemos sospechar sin duda alguna que se equivocaba mucho menos Shaw que el segundo. Ya en torno a la veracidad de estas memorias se ha puesto en duda la entrevista de aquel jovenzuelo de veintitrés años, nada menos que con George Washington; aunque no se ha dudado de su personal relación con Napoleón para el que su cocinero tuvo a bien prepararle al emperador un solomillo al que le dio el apellido de su señor.
 
Se conoce poco al verdadero Chautebriand leyendo sus Memorias de ultratumba, independientemente de que se goce enormemente con ellas, pues al igual que en una novela queda patente «el lujo mágico de su estilo» y su gran romanticismo en todas las descripciones, no importa lo sublimes o sencillas que ellas sean. Tiene Chateaubriand la capacidad de enaltecer todo lo que relata, bien se trate de aventuras infantiles o retratos de paisajes. Pero no pretendáis encontrar en ellas la verdad de su vida, especialmente la amatoria, porque no encontraréis una palabra acerca de las aventuras extraconyugales del vizconde. Bien se cuidará de que no sepáis nada de sus amantes, especialmente de las seis principales: Charlotte Ives, Pauline de Beaumont, Nathalie de Noailles, Juliette Récamier, Cordélia de Castellane y Hortense Allart, todas ellas al parecer mujeres inestables y sensuales a las que a la mayoría de ellas hizo desdichadas. De Madame Chateaubriand, a la que tan infiel le fue, tampoco conoceréis demasiado; de hecho parece que el relator es soltero y además de célibe casto, como corresponde a un constante defensor de la tradición cristiana.
Y he dicho lo anterior recordando aquella característica de que terminara muchos de los capítulos de una manera muy afectada; se diría que reflexionando en profundidad, lamentándose, sermoneando al lector o clamando al Altísimo. Por ejemplo: «¡Oh, miserables de nosotros! Tan vana es nuestra vida que no es más que un reflejo de nuestra memoria», o «Bien hecho está lo que hace Dios: es la Providencia la que nos dirige, cuando nos destina a desempeñar un papel en la escena del mundo», todo lo cual suena muy mojigato en un sujeto que ha corrido tanto mundo, ha visitado tantos salones y ha vivido tantas aventuras licenciosas. Casi empieza uno a encontrar disculpable que Sartre, precisamente él, hiciera lo que hizo sobre su tumba y no quisiéramos citar algunos pasajes finales de la obra. ¿Qué escritor no ha renunciado a las lecturas y publicaciones de sus primeras obras pasados algunos años bien debido a su estilo o al contenido de las mismas? Pues bien, yo me pregunto qué es lo que pensaría al final de sus días Chateaubriand de aquellas «Bellezas de la religión cristiana» en las que escribía que la existencia de Dios quedaba probada por las maravillas de la naturaleza, y en las que se podían leer cosas tan estrambóticas como lo bien que Dios había diseñado las patas de las aves para que pudieran asirse a las ramas..., o cómo Dios les había infundido la sabiduría de construir sus nidos tan perfectos..., y hasta qué oportuna había sido la Providencia que les hacía emigrar según el tiempo atmosférico que se avecinaba y de este modo los labradores sabían cuando debían exactamente proceder con sus faenas agrícolas. En fin, me es difícil dejar sin citar algunas boutades del final de estas memorias, y pido disculpas al lector: «Por otra parte, la sociedad no sólo se ve amenazada por la expansión de la inteligencia...»; «Un Estado político en el que unos individuos tienen millones de renta, mientras que otros se mueren de hambre, ¿puede subsistir cuando la religión no está presente con sus esperanzas en otra vida para justificar dicho sacrificio?; «La maldición divina entra, pues, en el misterio de nuestra fortuna; (...) nos encontramos en el punto de partida frente a las verdades de las Escrituras».
Pero no todo es censurable en «la obra maestra literaria de la prosa francesa» en la que surge «la palabra hecha música», como se ha dicho de ella(2). Nos estamos refiriendo únicamente a los pensamientos reaccionarios de su autor, a pesar de que se consideraba un liberal. Y, a propósito de los términos liberal y reaccionario, pienso que sería tiempo ahora de preguntarnos: ¿Chateaubriand y Proust?, ¿algo en común?
Pues sí, algo; y son también algunos los testimonios. Primero de todo he de decir que durante la lectura de la obra, a veces me resultaba más diario que memorias; Chateaubriand escribe frecuentemente contando las circunstancias del momento o del día en el que se dedica a relatar aquellas, y así enlaza con el pasado; y ello hizo que cuando supe de ciertas comparaciones me resultaron acertadas y llenas de perspicacia. Sin duda Proust «bebió» mucho de sus Memorias de ultratumba: «El método proustiano de la reconstrucción afectiva del pasado encuentra sus orígenes más profundos en las Mémoires d´Outre-Tombe»(3), y aún más: «Los procedimientos de evocación de Chateaubriand son ya los de Proust»(4); citas que aquí traigo puesto que me parece todo ello posible. ¡Y habíamos creído que antes que la obra de Proust únicamente existían Los cuadernos de Malte de Rilke! Vivir para ver.
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   Posiblemente se nos ha olvidado decir que Chateaubriand había nacido en la Bretaña francesa al lado del mar, en Saint-Malo. «Los hombres que se preparan una tumba en parajes singulares y solitarios son unos grandes orgullosos o almas divididas atormentadas por una apasionada necesidad de silencio y reposo»(4). Él lo hizo: quiso ser enterrado en aquel lugar en un islote al que tan sólo se podía acceder cuando bajaba la marea. Lo que allí hay, batido por el mar, es una piedra de granito con una cruz y sin nombre alguno: «Yo creo que un hombre honrado puede muy bien esperar la muerte para decir todo lo que piensa, al abrigo de una tumba bien cerrada con una gran piedra».
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(1) Mario Soria, Chateaubriand o Un espíritu incorrecto
(2) Marc Fumaroli, Presentación de Memorias de ultratumba
(3) Luis Gaston, Las raíces de A la recherche.... en Chateaubriand
(4) André Maurois, René o La vida de Chateaubriand