Tanto que
posiblemente sea el primero de los grandes románticos franceses y
quién sabe —Byron fue su discípulo— si de toda Europa; y eso a
pesar de que un solomillo lleva hoy su apellido. Dada su peregrina y
sinuosa obra en cuanto a los temas desarrollados y a su cambiante
estilo y sentimiento, François-René de Chateaubriand ha pasado a la
historia de la literatura como uno de los más discutidos autores de
todos los tiempos. Y, no obstante, si no se leen hoy la mayoría de
aquellas sus creaciones destinadas a defender la fe cristiana
combatiendo el volteranismo o superponiéndola al paganismo, o
aquellas otras henchidas de una fascinación primitiva y exótica, no
se deja sin embargo de editar y leer su obra cumbre: su autobiografía
escrita durante cerca de cuarenta años evocando una época
tormentosa si se tiene en cuenta que había nacido veintiún años
antes del estallido de la Revolución Francesa y que falleció tan
sólo a dos años de la mitad del siguiente siglo.
Sus
Memorias de ultratumba es
por lo tanto una obra destacada en la literatura europea que merece
la pena ser leída. Se editó por primera vez en Francia en 1848,
justamente el año de su muerte, y ello a pesar de que había
decidido que no fuera publicada hasta pasados cincuenta años después
de que llegase ese final; pero su falta de medios económicos le
obligó a darlas apresuradamente a la imprenta, de lo que se lamentó
con todo el dolor de su corazón.
Este
mago de la expresión, creyente a machamartillo y políticamente
liberal, voluptuoso y sensual, sujeto contradictorio armado siempre
de una fe dogmática pero fogoso, casquivano y bon
vivant, comenzó a
escribir sus memorias en «una casa de
hortelano escondida entre las colinas cubiertas de bosques»
localizada en una finca que había comprado en el Valle de los Lobos,
a una docena de kilómetros de París, justamente a su regreso de su
viaje por Oriente Medio, el Norte de África y España. Porque,
¡ojo!, acabamos de dar con otro gran viajero impenitente como los
anteriores, aunque en este caso nos hallemos ante alguien que ama los
viajes por un puro sentimiento turístico y gozoso, al tiempo de huir
de lo cotidiano. Tenía entonces cuarenta y un años, había sufrido
un descalabro político y, desconociendo que estaba todavía en la
mitad de su agitada vida, había decidido recluirse en aquel lugar.
Mucho
antes, a sus veinticuatro, después de regresar de Norteamérica —el
primero de sus viajes el cual lo inicia a la vista de como se
desarrollan los acontecimientos en su país tras la gran revolución,
y al que le mueve sobre todo el poner agua de por medio— a los
veinticuatro decíamos se casa, emigra, se enrola en el ejército, es
herido, se licencia enfermo y se refugia en Londres. En su mochila de
soldado (contará después en sus memorias) llevaba junto con su
impedimenta militar sus notas y apuntes, los cuales, a veces, se
dedicaba a corregir sobre la misma hierba. Tenía prisa
Chateaubriand: «Nuestra existencia es tan
fugaz que si no escribimos por la noche lo sucedido por la mañana,
el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya de ponerlo al día».
Si
no en su mochila de soldado, sí en alguna otra parte tendría
perfilados los apuntes correspondientes a su novela Atala, la historia de amor de una pareja de indios
de Lousiana, que junto con el ensayo El genio
del cristianismo publicará en Francia con un
gran éxito tras su exilio londinense. Allí había sobrevivido
colaborando en prensa y enseñando francés.
Durante
su larga vida ejerciendo como politólogo y archimonárquico liberal,
ocupará cargos públicos y será periodista, ministro, senador,
representante de su país en alianzas internacionales, embajador...
y, siempre, un turista fuera de su país, un cristiano romántico, un
profeta, «un mortal donde se funden lo individual y lo universal,
vida doméstica y existencia de estadista»(1)
En
alguna parte ya hemos citado que Bernard Shaw pensaba que en las
memorias se mentía, mientras que Schopenhauer había ya sostenido
antes que en ellas no solía haber engaño ni fingimiento, y que «en
estos libros es donde más pronto se aprende a conocer a un escritor
como hombre». Pues bien, en el caso de nuestro voluptuoso René, que
era como él gustaba ser llamado, podemos sospechar sin duda alguna
que se equivocaba mucho menos Shaw que el segundo. Ya en torno a la
veracidad de estas memorias se ha puesto en duda la entrevista de
aquel jovenzuelo de veintitrés años, nada menos que con George
Washington; aunque no se ha dudado de su personal relación con
Napoleón para el que su cocinero tuvo a bien prepararle al emperador
un solomillo al que le dio el apellido de su señor.
Se
conoce poco al verdadero Chautebriand leyendo sus Memorias
de ultratumba, independientemente de que se
goce enormemente con ellas, pues al igual que en una novela queda
patente «el lujo mágico de su estilo» y su gran romanticismo en
todas las descripciones, no importa lo sublimes o sencillas que ellas
sean. Tiene Chateaubriand la capacidad de enaltecer todo lo que
relata, bien se trate de aventuras infantiles o retratos de paisajes.
Pero no pretendáis encontrar en ellas la verdad de su vida,
especialmente la amatoria, porque no encontraréis una palabra acerca
de las aventuras extraconyugales del vizconde. Bien se cuidará de
que no sepáis nada de sus amantes, especialmente de las seis
principales: Charlotte Ives, Pauline de Beaumont, Nathalie de
Noailles, Juliette Récamier, Cordélia de Castellane y Hortense
Allart, todas ellas al parecer mujeres inestables y sensuales a las
que a la mayoría de ellas hizo desdichadas. De Madame Chateaubriand,
a la que tan infiel le fue, tampoco conoceréis demasiado; de hecho
parece que el relator es soltero y además de célibe casto, como
corresponde a un constante defensor de la tradición cristiana.
Y
he dicho lo anterior recordando aquella característica de que
terminara muchos de los capítulos de una manera muy afectada; se
diría que reflexionando en profundidad, lamentándose, sermoneando
al lector o clamando al Altísimo. Por ejemplo: «¡Oh,
miserables de nosotros! Tan vana es nuestra vida que no es más que
un reflejo de nuestra memoria», o «Bien
hecho está lo que hace Dios: es la Providencia la que nos dirige,
cuando nos destina a desempeñar un papel en la escena del mundo»,
todo lo cual suena muy mojigato en un sujeto
que ha corrido tanto mundo, ha visitado tantos salones y ha vivido
tantas aventuras licenciosas. Casi empieza uno a encontrar
disculpable que Sartre, precisamente él, hiciera lo que hizo sobre
su tumba ─y
no quisiéramos citar algunos pasajes finales de la obra. ¿Qué
escritor no ha renunciado a las lecturas y publicaciones de sus
primeras obras pasados algunos años bien debido a su estilo o al
contenido de las mismas? Pues bien, yo me pregunto qué es lo que
pensaría al final de sus días Chateaubriand de aquellas «Bellezas
de la religión cristiana» en las que
escribía que la existencia de Dios quedaba probada por las
maravillas de la naturaleza, y en las que se podían leer cosas tan
estrambóticas como lo bien que Dios había diseñado las patas de
las aves para que pudieran asirse a las ramas..., o cómo Dios les
había infundido la sabiduría de construir sus nidos tan
perfectos..., y hasta qué oportuna había sido la Providencia que
les hacía emigrar según el tiempo atmosférico que se avecinaba y
de este modo los labradores sabían cuando debían exactamente
proceder con sus faenas agrícolas. En fin, me es difícil dejar sin
citar algunas boutades del
final de estas memorias, y pido disculpas al lector: «Por
otra parte, la sociedad no sólo se ve amenazada por la expansión de
la inteligencia...»; «Un Estado político en el que unos individuos
tienen millones de renta, mientras que otros se mueren de hambre,
¿puede subsistir cuando la religión no está presente con sus
esperanzas en otra
vida para justificar dicho sacrificio?; «La maldición divina entra,
pues, en el misterio de nuestra fortuna; (...) nos encontramos en el
punto de partida frente a las verdades de las Escrituras».
Pero
no todo es censurable en «la obra maestra literaria de la prosa
francesa» en la que surge «la palabra hecha música», como se ha
dicho de ella(2). Nos estamos refiriendo únicamente a los
pensamientos reaccionarios de su autor, a pesar de que se consideraba
un liberal. Y, a propósito de los términos liberal y reaccionario,
pienso que sería tiempo ahora de preguntarnos: ¿Chateaubriand y
Proust?, ¿algo en común?
Pues
sí, algo; y son también algunos los testimonios. Primero de todo he
de decir que durante la lectura de la obra, a veces me resultaba más
diario que memorias; Chateaubriand escribe frecuentemente contando
las circunstancias del momento o del día en el que se dedica a
relatar aquellas, y así enlaza con el pasado; y ello hizo que cuando
supe de ciertas comparaciones me resultaron acertadas y llenas de
perspicacia. Sin duda Proust «bebió» mucho de sus Memorias
de ultratumba: «El método proustiano de la
reconstrucción afectiva del pasado encuentra sus orígenes más
profundos en las Mémoires d´Outre-Tombe»(3),
y aún más: «Los procedimientos de evocación de Chateaubriand son
ya los de Proust»(4); citas que aquí traigo puesto que me parece
todo ello posible. ¡Y habíamos creído que antes que la obra de
Proust únicamente existían Los cuadernos de
Malte de Rilke! Vivir para ver.
*
* *
Posiblemente
se nos ha olvidado decir que Chateaubriand había nacido en la
Bretaña francesa al lado del mar, en Saint-Malo. «Los hombres que
se preparan una tumba en parajes singulares y solitarios son unos
grandes orgullosos o almas divididas atormentadas por una apasionada
necesidad de silencio y reposo»(4). Él lo hizo: quiso ser enterrado
en aquel lugar en un islote al que tan sólo se podía acceder cuando
bajaba la marea. Lo que allí hay, batido por el mar, es una piedra
de granito con una cruz y sin nombre alguno: «Yo
creo que un hombre honrado puede muy bien esperar la muerte para
decir todo lo que piensa, al abrigo de una tumba bien cerrada con una
gran piedra».
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(1)
Mario Soria,
Chateaubriand o
Un espíritu incorrecto
(2) Marc
Fumaroli, Presentación de Memorias de
ultratumba
(3) Luis
Gaston, Las raíces
de A la recherche.... en
Chateaubriand
(4) André
Maurois, René o
La vida de Chateaubriand