lunes, 25 de febrero de 2013

Día Noventa y tres: Voltaire vs. Arouet; fascinación, repulsa y contradicción


Se diría que en estas tres últimas palabras se condensa la imagen y la trayectoria de François-Marie Arouet. Fue fascinante para unos pocos, repulsivo para muchos más y contradictorio para estos y aquellos durante toda su existencia. Su vida se nos presenta hoy como una gran paradoja cuajada de un sin fin de contradicciones ciertamente inexplicables. ¿Era unas veces Voltaire el que tomaba la iniciativa de escandalizar y vilipendiar con sus escritos, y otras veces era aquel Arouet el que pregonaba el derecho a la tolerancia, la justicia y la libertad civil? ¿Quién de los dos adulaba a los poderosos después de haber escrito para ellos infamantes anónimos, y quién el que iniciaba campañas para rehabilitar y defender a los injustamente perseguidos? ¿Cuál fue el que escribió apoteósicas tragedias, nobles poemas y textos históricos, y quién el que tanto fustigó a la Iglesia mediante escritos emponzoñados?
Dígaseme si su vida no fue una completa y deplorable paradoja cuando todo lo grande que él creía estar escribiendo para la posterioridad, sobre todo como poeta y dramaturgo, no tuvo ningún valor después de su muerte. Sin embargo, todo lo hiriente, breve y sarcástico que escribía sin intención de engrandecerse ante sus contemporáneos y ni siquiera ante la historia, y que tantos disgustos le causó, es lo que le ha mantenido vivo después de muerto. Y aún más, incluso se le ha tildado de superficial en cuanto a esos escritos y, hoy —se dice— todo ello resulta hasta pueril.

Es momento, quizás, de entrar en el tema y la dimensión de su obra; en otras palabras, qué es lo que escribió y cuanto escribió. René Pomeau, posiblemente la persona que más ha profundizado hasta el día de hoy en su vida y en su creación, lo definió como «Un autor breve que ha dejado una obra inmensa». Desde luego inmensa lo es teniendo en cuenta que ocupa cincuenta y dos volúmenes de todo género pasando por poesía, teatro, cuento, ensayo, historia y correspondencia, junto a muchos libelos y hasta un diccionario. Pero ¿por qué un autor breve?; ese «breve», según varios estudiosos de nuestro autor, «sugiere una dimensión de superficialidad, (...) breve —también— en el sentido literal por lo que se refiere a la dimensión de sus composiciones literarias: el opúsculo, el poema de combate, el cuento, la nota satírica, el ensayo irónico; (...) la nota dominante en los géneros y recursos volterianos, es la brevedad de la contundencia, (...) brevedad como expresión de un discurso que tiende a pasar a grandes zancadas sobre los grandes temas»(1). Nunca mejor expresado: Voltaire no fue un escritor profundo en prácticamente nada de lo que nos dejó.
Mas hay otras connotaciones en cuanto a su actividad literaria. En sus escritos también hay un Dr Jekyll y un Mr Hyde; buscará la notoriedad y el exhibicionismo cuando su obra vaya firmada pero sin decirnos jamás algo sobre sí mismo —¿era Voltaire o Arouet? Se esconderá tras sus libelos anónimos, clandestinos y difamatorios  «Golpead y esconded la mano»— y tampoco sabremos nada de cómo en realidad pensaba. Y en cuando a memorias o autobiografía..., de las primeras nos dejó tan sólo otro opúsculo, una obrilla de ciento catorce pequeñas páginas que cubren apenas veinticinco años de su vida a partir de los cuarenta años, y que no nos aporta nada sobre él aunque sí sobre un centenar de variados personajes. Por otra parte, al parecer, su autobiografía la intentó en varias ocasiones pero abandonó la empresa. Fue muy prudente en lo tocante a hablar sobre él, pensaba o al menos decía que ello era una inutilidad: «...el ridículo de hablar de mí mismo»; habría que decir más bien que fueron precauciones y temores los condicionantes principales.
 En fin, si se quiere conocer al auténtico Voltaire —¿a Arouet?— hay que recurrir a su correspondencia privada, a la enorme correspondencia que mantuvo y que es fundamental para conocerlo como hombre y como escritor; la edición de la misma consta de más de veintiún mil cartas, de las cuales unas quince mil son suyas. En ellas —se ha dicho— se encuentra el auténtico personaje: «En cuanto haya el menor peligro, os ruego, por favor, me aviséis para que yo niegue la obra de todos los papeles públicos con mi candor e inocencia ordinarios». ¿Cinismo? Sí, habría que decir; pero también habría que justificarlo. Cualquier ardid es bueno para Voltaire a fin de difundir sus ideas y su postura sin ser apaleado a la puerta de la casa de un amigo (tenía treinta y un años) por los sirvientes del noble Rohan-Chabot, al que había contestado impertinentemente. Todo artificio es aceptable para no ir a dar con sus huesos entre los sombríos muros de la Bastilla tal como le ocurrió en dos ocasiones —a los veintidós y a los treinta y dos. Cualquier treta o artimaña le viene bien y la utiliza para que no lo persigan, no le fijen residencias fuera de París o se tenga que ir al extranjero —Inglaterra, Países Bajos, Suiza—, y sobre todo para no pasar desgracias y penalidades: «Estaba sin un penique, enfermo. (...) Extranjero, sin amigos, desamparado, (...) Nunca he sufrido tanta miseria; pero he nacido para soportar todos los infortunios de la vida». No; esto último no es cierto; no es verdad que esté dispuesto a sufrir infortunios por comunicar «su verdad», «su minúscula pero íntima verdad» de escritor. Después de tan malas experiencias siempre pretenderá armonizar el ejercicio de su tarea literaria con su bienestar: «He visto tantos hombres de letras pobres y despreciados, que hace tiempo llegué a la conclusión de que no debía aumentar su número» escribe con su sarcasmo habitual.
Voltaire buscará el desahogo económico y llegará hasta la opulencia al tiempo que escribe; invertirá en el negocio de la venta de trigo, especulará financieramente, será proveedor del ejército, ganará dinero con la manufactura de la seda, los encajes y la fabricación de relojes —algunos magníficos con los que se preocupará de obsequiar a príncipes de la iglesia y de la nobleza; llegará finalmente a ser terrateniente y empresario: «...nada es tan agradable como hacer uno mismo su propia fortuna».
 Desde pequeño amó el fasto y la elegancia además de rechazar las abstinencias y privaciones que la Iglesia predicaba: «Amo el lujo e incluso la molicie». Desde que con trece años su padrino el abate Chateauneuf lo lleva a que conozca los gustos distinguidos y libertinos de la Sociedad del Templo, amará los placeres de la vida; puede que allí encontrase su primera disconformidad con las predicas ascéticas del cristianismo de su tiempo, y no sólo con sus dogmas, intolerancias y —según él— supersticiones. Vivirá la mayor parte de su vida en magníficas residencias de su propiedad: «Después de haber vivido en casa de los reyes, me he convertido en rey en la mía...», y a veces tendrá dos al mismo tiempo, una cerca de Ginebra y otra al lado de Lausana, pues: «...los filósofos deben tener dos o tres agujeros contra los perros que correa tras ellos». En fin, tan cínico como en lo relativo a la precaución que se debe tener en la actividad de la escritura, lo es (cuando puede serlo) en el tema del bien vivir: «Concluí que, para hacer la más pequeña fortuna, más valía decir cuatro palabras a la amante del rey que escribir cien volúmenes». Y sin embargo, en su apogeo de empresario y terrateniente —desconcertante Voltaire—, además de reconstruir por su propia cuenta una iglesia, también fertiliza tierras incultas y establece plantaciones que son fuentes de bienestar social para los menesterosos que hay a su alrededor de los que se preocupa consiguiéndoles bienestar social.
Y así, con esos altibajos, se crea la admiración de unos pocos y el odio de otros muchos. Voltaire es famoso en toda Europa y conoce durante toda su existencia el éxito, la popularidad y la polémica.
 
Estábamos tratando de analizar qué escribió y cuánto escribió, y viene por tanto a cuento ahora profundizar algo en el Voltaire filósofo. ¿Qué hubo más en él, filosofía o literatura? Él escribió el siguiente juicio: «...filósofo es, o al menos debe tratar de serlo, todo hombre honesto, es decir, toda persona sensata que intenta vivir de acuerdo con los dictados de la ética y el buen sentido». Señalemos ante todo que, sin duda, la razón y el objeto de cada obra escrita obedece al momento de su vida en que la escribió: fueron las dudas, los problemas o las crisis que le invadían lo qué le llevó a escribir condenando o defendiendo apasionadamente esto o aquello.
En general, en su caso la filosofía es la predominante en la última parte de su vida, e inclusive en menor cantidad, después de abordar la poesía, el teatro, el ensayo y la historia durante la primera; se ha considerado que hasta los sesenta y un años es más escritor que filósofo. Además, en lo filosófico no llegó a crear sistema ni escuela alguna, se dedicó a criticar y burlarse de los existentes, por ejemplo de las teorías de Leibniz. No; no estamos ante un verdadero filósofo; Bergson dejó dicho que «Voltaire pertenece a la historia de las letras más que a la de la filosofía».
Sus Cartas filosóficas o Cartas inglesas atrevidamente editadas a sus cuarenta años, de vuelta de Inglaterra, elogian la tolerancia política y religiosa británica comparada con la existente en Francia; no hay en ellas una verdadera filosofía. Su Diccionario filosófico se diría que sí, es un diccionario, pero con poco o nada de filosofía —tengo que confesar que yo lo encontré divertidísimo.       
  Decididamente «Voltaire no es un gran filósofo, es un buen divulgador y un eficaz agitador»(1), y si nos ha llegado definitivamente como filósofo ello ha sido debido a sus cuentos. Este es el quid de la cuestión. Nadie recita hoy sus versos y tampoco se representan sus tragedias ni se leen sus escritos políticos disfrazados de filosóficos. Se leen y se gozan sus cuentos en los que está presente su pensamiento íntimo y trascendental del momento en el que vive, y cómo lo siente y lo interpreta. Si para él «Los libros más útiles son aquellos en que los lectores ponen la mitad de su parte, amplían los pensamientos cuyo germen les presentan, corrigen lo que juzgan defectuoso y refuerzan, con sus reflexiones, aquello que les parece endeble», sus cuentos, especialmente y por este orden: Cándido, Zadig y Micromegas, son libros en verdad útiles porque su lectura a todo ello nos invita, sin olvidar el divertimiento.
Comenzó tarde a escribir sus cuentos verdaderamente filosóficos al tiempo que satíricos y alegóricos. Zadig fue el primero señaladamente notable, y apareció cuando contaba cincuenta y cuatro años; Micromegas vio la luz cuatro años después y Cándido fue publicado cuando tenía ya sesenta y cinco. Esta última, su obra más universal, fue escrita precisamente ante una crisis de pesimismo causada por el terremoto que asoló Lisboa en 1755. Y aunque siguió escribiendo cuentos, estos tres han sido los que mayor difusión y éxito tuvieron. En ellos Voltaire procura exponernos su filosofía sobre la finalidad del hombre y la existencia de Dios, al tiempo que nos deleita por medio de la sátira y la ironía. Y de nuevo la paradoja: Voltaire o Arouet parece que duda y lo expone en sus cuentos, pero jamás en sus escrituras íntimas o en su correspondencia; en ninguna ocasión se trasluce en ellas ese sentir sino todo lo contrario. ¿Son más sinceros los sentimientos de sus escritos o los que expresan sus cuentos?
   ¡Y pensar que todavía apenas hemos hablado de Voltaire
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(1) Josep Ramoneda, Voltaire, Lecciones de Literatura Universal