Se diría que en estas tres últimas palabras se
condensa la imagen y la trayectoria de François-Marie Arouet. Fue fascinante para
unos pocos, repulsivo para muchos más y contradictorio para estos y aquellos
durante toda su existencia. Su vida se nos presenta hoy como una gran paradoja
cuajada de un sin fin de contradicciones ciertamente inexplicables. ¿Era unas
veces Voltaire el que tomaba la iniciativa de escandalizar y vilipendiar con
sus escritos, y otras veces era aquel Arouet el que pregonaba el derecho a la
tolerancia, la justicia y la libertad civil? ¿Quién de los dos adulaba a los
poderosos después de haber escrito para ellos infamantes anónimos, y quién el
que iniciaba campañas para rehabilitar y defender a los injustamente
perseguidos? ¿Cuál fue el que escribió apoteósicas tragedias, nobles poemas y
textos históricos, y quién el que tanto fustigó a la Iglesia mediante escritos
emponzoñados?
Dígaseme si su vida no fue
una completa y deplorable paradoja cuando todo
lo grande que él creía estar escribiendo para la posterioridad, sobre todo como
poeta y dramaturgo, no tuvo ningún valor después de su muerte. Sin embargo, todo
lo hiriente, breve y sarcástico que escribía sin intención de engrandecerse
ante sus contemporáneos y ni siquiera ante la historia, y que tantos disgustos
le causó, es lo que le ha mantenido vivo después de muerto. Y aún más, incluso
se le ha tildado de superficial en cuanto a esos escritos y, hoy —se dice— todo
ello resulta hasta pueril.
Es momento, quizás, de entrar en el tema y la dimensión de su obra; en
otras palabras, qué es lo que escribió y cuanto escribió. René Pomeau, posiblemente la
persona que más ha profundizado hasta el día de hoy en su vida y en su
creación, lo definió como «Un autor breve que ha dejado una obra inmensa».
Desde luego inmensa lo es teniendo en cuenta que ocupa cincuenta y dos
volúmenes de todo género pasando por poesía, teatro, cuento, ensayo, historia y
correspondencia, junto a muchos libelos y hasta un diccionario. Pero ¿por qué
un autor breve?; ese «breve», según varios estudiosos de nuestro autor,
«sugiere una dimensión de superficialidad, (...) breve —también— en el sentido
literal por lo que se refiere a la dimensión de sus composiciones literarias:
el opúsculo, el poema de combate, el cuento, la nota satírica, el ensayo
irónico; (...) la nota dominante en los géneros y recursos volterianos, es la
brevedad de la contundencia, (...) brevedad como expresión de un discurso que
tiende a pasar a grandes zancadas sobre los grandes temas»(1). Nunca mejor
expresado: Voltaire no fue un escritor profundo en prácticamente nada de lo que
nos dejó.
Mas hay otras connotaciones
en cuanto a su actividad literaria. En sus escritos también hay un Dr Jekyll y
un Mr Hyde; buscará la notoriedad y el exhibicionismo cuando su obra vaya
firmada pero sin decirnos jamás algo sobre sí mismo —¿era Voltaire o Arouet? Se
esconderá tras sus libelos anónimos, clandestinos y difamatorios —«Golpead
y esconded la mano»— y tampoco sabremos nada de cómo en realidad pensaba. Y
en cuando a memorias o autobiografía..., de las primeras nos dejó tan sólo otro
opúsculo, una obrilla de ciento catorce pequeñas páginas que cubren apenas
veinticinco años de su vida a partir de los cuarenta años, y que no nos aporta
nada sobre él aunque sí sobre un centenar de variados personajes. Por otra
parte, al parecer, su autobiografía la intentó en varias ocasiones pero abandonó
la empresa. Fue muy prudente en lo tocante a hablar sobre él, pensaba o al
menos decía que ello era una inutilidad: «...el
ridículo de hablar de mí mismo»; habría que decir más bien que fueron
precauciones y temores los condicionantes principales.
En fin, si se quiere conocer al auténtico
Voltaire —¿a Arouet?— hay que recurrir a su correspondencia privada, a la
enorme correspondencia que mantuvo y que es fundamental para conocerlo como
hombre y como escritor; la edición de la misma consta de más de veintiún mil
cartas, de las cuales unas quince mil son suyas. En ellas —se ha dicho— se
encuentra el auténtico personaje: «En
cuanto haya el menor peligro, os ruego, por favor, me aviséis para que yo
niegue la obra de todos los papeles públicos con mi candor e inocencia
ordinarios». ¿Cinismo? Sí, habría que decir; pero también habría que
justificarlo. Cualquier ardid es bueno para Voltaire a fin de difundir sus
ideas y su postura sin ser apaleado a la puerta de la casa de un amigo (tenía treinta y un años) por los sirvientes del noble Rohan-Chabot, al que había
contestado impertinentemente. Todo artificio es aceptable para no ir a dar con
sus huesos entre los sombríos muros de la Bastilla tal como le ocurrió en dos
ocasiones —a los veintidós y a los treinta y dos. Cualquier treta o artimaña le
viene bien y la utiliza para que no lo persigan, no le fijen residencias fuera
de París o se tenga que ir al extranjero —Inglaterra, Países Bajos, Suiza—, y
sobre todo para no pasar desgracias y penalidades: «Estaba sin un penique, enfermo. (...) Extranjero, sin amigos,
desamparado, (...) Nunca he sufrido tanta miseria; pero he nacido para soportar
todos los infortunios de la vida». No; esto último no es cierto; no es
verdad que esté dispuesto a sufrir infortunios por comunicar «su verdad», «su
minúscula pero íntima verdad» de escritor. Después de tan malas experiencias
siempre pretenderá armonizar el ejercicio de su tarea literaria con su
bienestar: «He visto tantos hombres de
letras pobres y despreciados, que hace tiempo llegué a la conclusión de que no
debía aumentar su número» escribe con su sarcasmo habitual.
Voltaire buscará el desahogo
económico y llegará hasta la opulencia al tiempo que escribe; invertirá en el
negocio de la venta de trigo, especulará financieramente, será proveedor del
ejército, ganará dinero con la manufactura de la seda, los encajes y la
fabricación de relojes —algunos magníficos con los que se preocupará de
obsequiar a príncipes de la iglesia y de la nobleza; llegará finalmente a
ser terrateniente y empresario: «...nada
es tan agradable como hacer uno mismo su propia fortuna».
Desde pequeño amó el fasto y la elegancia
además de rechazar las abstinencias y privaciones que la Iglesia predicaba: «Amo el lujo e incluso la molicie».
Desde que con trece años su padrino el abate Chateauneuf lo lleva a que conozca
los gustos distinguidos y libertinos de la Sociedad del Templo, amará los
placeres de la vida; puede que allí encontrase su primera disconformidad con
las predicas ascéticas del cristianismo de su tiempo, y no sólo con sus dogmas,
intolerancias y —según él— supersticiones. Vivirá la mayor parte de su vida en
magníficas residencias de su propiedad: «Después
de haber vivido en casa de los reyes, me he convertido en rey en la mía...»,
y a veces tendrá dos al mismo tiempo, una cerca de Ginebra y otra al lado de
Lausana, pues: «...los filósofos deben
tener dos o tres agujeros contra los perros que correa tras ellos». En fin,
tan cínico como en lo relativo a la precaución que se debe tener en la actividad
de la escritura, lo es (cuando puede serlo) en el tema del bien vivir: «Concluí que, para hacer la más pequeña
fortuna, más valía decir cuatro palabras a la amante del rey que escribir cien
volúmenes». Y sin embargo, en su apogeo de empresario y terrateniente
—desconcertante Voltaire—, además de reconstruir por su propia cuenta una
iglesia, también fertiliza tierras incultas y establece plantaciones que son
fuentes de bienestar social para los menesterosos que hay a su alrededor de los
que se preocupa consiguiéndoles bienestar social.
Y así, con esos altibajos,
se crea la admiración de unos pocos y el odio de otros muchos. Voltaire es
famoso en toda Europa y conoce durante toda su existencia el éxito, la
popularidad y la polémica.
Estábamos tratando de
analizar qué escribió y cuánto escribió, y viene por tanto a cuento ahora
profundizar algo en el Voltaire filósofo. ¿Qué hubo más en él, filosofía o
literatura? Él escribió el siguiente juicio: «...filósofo es, o al menos debe tratar de
serlo, todo hombre honesto, es decir, toda persona sensata que intenta vivir de
acuerdo con los dictados de la ética y el buen sentido». Señalemos ante
todo que, sin duda, la razón y el objeto de cada obra escrita obedece al
momento de su vida en que la escribió: fueron las dudas, los problemas o las
crisis que le invadían lo qué le llevó a escribir condenando o defendiendo
apasionadamente esto o aquello.
En general, en su caso la filosofía es la predominante en la última
parte de su vida, e inclusive en menor cantidad, después de abordar la poesía,
el teatro, el ensayo y la historia durante la primera; se ha considerado que hasta
los sesenta y un años es más escritor que filósofo.
Además, en lo
filosófico no llegó a crear sistema ni escuela alguna, se dedicó a criticar y
burlarse de los existentes, por ejemplo de las teorías de Leibniz. No; no
estamos ante un verdadero filósofo; Bergson dejó dicho que «Voltaire pertenece
a la historia de las letras más que a la de la filosofía».
Sus Cartas filosóficas o Cartas
inglesas atrevidamente editadas a sus cuarenta años, de vuelta de
Inglaterra, elogian la tolerancia política
y religiosa británica comparada con la existente en Francia; no hay en ellas
una verdadera filosofía. Su Diccionario
filosófico se diría que sí, es un diccionario, pero con poco o nada de
filosofía —tengo que confesar que yo lo encontré divertidísimo.
Decididamente «Voltaire no es un gran filósofo, es un buen divulgador y un eficaz agitador»(1), y si nos ha llegado definitivamente como filósofo ello ha sido debido a sus cuentos. Este es el quid de la cuestión. Nadie recita hoy sus versos y tampoco se representan sus tragedias ni se leen sus escritos políticos disfrazados de filosóficos. Se leen y se gozan sus cuentos en los que está presente su pensamiento íntimo y trascendental del momento en el que vive, y cómo lo siente y lo interpreta. Si para él «Los libros más útiles son aquellos en que los lectores ponen la mitad de su parte, amplían los pensamientos cuyo germen les presentan, corrigen lo que juzgan defectuoso y refuerzan, con sus reflexiones, aquello que les parece endeble», sus cuentos, especialmente y por este orden: Cándido, Zadig y Micromegas, son libros en verdad útiles porque su lectura a todo ello nos invita, sin olvidar el divertimiento.
Decididamente «Voltaire no es un gran filósofo, es un buen divulgador y un eficaz agitador»(1), y si nos ha llegado definitivamente como filósofo ello ha sido debido a sus cuentos. Este es el quid de la cuestión. Nadie recita hoy sus versos y tampoco se representan sus tragedias ni se leen sus escritos políticos disfrazados de filosóficos. Se leen y se gozan sus cuentos en los que está presente su pensamiento íntimo y trascendental del momento en el que vive, y cómo lo siente y lo interpreta. Si para él «Los libros más útiles son aquellos en que los lectores ponen la mitad de su parte, amplían los pensamientos cuyo germen les presentan, corrigen lo que juzgan defectuoso y refuerzan, con sus reflexiones, aquello que les parece endeble», sus cuentos, especialmente y por este orden: Cándido, Zadig y Micromegas, son libros en verdad útiles porque su lectura a todo ello nos invita, sin olvidar el divertimiento.
Comenzó tarde a escribir sus
cuentos verdaderamente filosóficos al tiempo que satíricos y alegóricos. Zadig fue el primero señaladamente
notable, y apareció cuando contaba cincuenta y cuatro años; Micromegas vio la luz cuatro años después y Cándido
fue publicado cuando tenía ya sesenta y cinco. Esta última, su obra más universal, fue
escrita precisamente ante una crisis de pesimismo causada por el terremoto que
asoló Lisboa en 1755. Y aunque siguió escribiendo cuentos, estos tres han sido
los que mayor difusión y éxito tuvieron. En ellos Voltaire procura exponernos
su filosofía sobre la finalidad del hombre y la existencia de Dios, al tiempo
que nos deleita por medio de la sátira y la ironía. Y de nuevo la paradoja:
Voltaire o Arouet parece que duda y lo expone en sus cuentos, pero jamás en sus
escrituras íntimas o en su correspondencia; en ninguna ocasión se trasluce en
ellas ese sentir sino todo lo contrario. ¿Son más sinceros los sentimientos de
sus escritos o los que expresan sus cuentos?
¡Y
pensar que todavía apenas hemos hablado de Voltaire
——————
(1) Josep Ramoneda, Voltaire, Lecciones de
Literatura Universal