domingo, 27 de enero de 2013

Día Ochenta y nueve: Energúmeno y con biografía: Balzac

«Fuera del mundo literario... no hay nadie que tenga la más mínima idea de la odisea terrible por la que los escritores alcanzan lo que se llama boga, moda, reputación, fama, celebridad o favor del público... Esa cosa tan exquisita que es la reputación objeto de tantos deseos, es casi siempre una prostitución coronada». Aparece ello escrito por Honoré de Balzac en Las ilusiones perdidas —¡qué título para la obra de cualquier avezado escritor fracasado! (me recuerda El divino fracaso, de Cansinos) aunque lo que allí Balzac paradójicamente narra son sus fracasos financieros.
    ¿De verdad atrevido lector de estos apuntes, que has leído despacio la anterior afirmación y en especial la última frase? Pues yo me atrevo a decirte que si la primera  parte de ella puede que sea cabal, no lo es exactamente la segunda. Al menos no podemos creer que lo fuera ya en la primera mitad del siglo diecinueve, aunque, ¡un momento!, reparo en que dice «casi siempre». Entonces está claro que para algunos como él mismo no existió «prostitución coronada» alguna.

     Hemos llegado a Balzac, intencionadamente traído a estas notas después de Whitman, debido notoriamente a su azarosa biografía que posiblemente fuera la que Borges lamentaba no encontrar en el pasado del norteamericano. Y yo me atrevería a decir que junto con la de Dostoievski no han existido biografías tan aparatosas, espectaculares y dramáticas como las suyas en la vida de escritor alguno. En ellas se mezclan casi todos aquellos ingredientes que componen «el antiguo alimento de los héroes...» que decía el mismo Borges; o aquello de Cela de que «el escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin...», e incluso algo más reciente pero no menos expresivo de Sánchez Dragó, de que «para ser novelista, para ser escritor, hay que forjarse, hay que curtirse, pasarlas putas, descender a los infiernos...».
    Le hemos denominado energúmeno en el título, y es que sin duda estamos de nuevo ante uno de esos autores frenéticos, incansables y obsesionados con su tarea, y al tiempo dotados de una capacidad fuera de lo normal para producir; y ello simultáneamente al tiempo de vivir o dedicar tiempo a distintas actividades totalmente ajenas a la escritura, se diría que por el contrario adversas a ella; tareas que lógicamente le deberían restar la concentración necesaria para crear. Y es que «Balzac fue un verdadero torbellino. Las eternas noches de las que van naciendo sus personajes, los largos y continuos viajes, la agitación sin tregua de su vida, todo presupone una suma de fuerzas inconcebibles en alguien sin sus afanes y su genio»(1). Pero es hora de que descendamos nosotros, en el tiempo, a Honorato de Balzac.
   Y, ¿por dónde comenzar? Esa es en este preciso momento nuestra gran duda, puesto que ¡tantas cosas se agolpan en mi cabeza! Primeramente se me está ocurriendo situarlo junto con aquellos otros dos franceses, sin los cuales la literatura del XIX de aquel país no sería ni la mitad de lo que hoy representa. Mirad; gráficamente:

           Stendhal 1783—¦——————1842

                                      Balzac 1799—¦—————¦—1850                           

                                             Flaubert 1821——————¦—1880

     O sea, Balzac en el tiempo está en medio de Stendhal y de Flaubert pero, como se ha dicho, reúne en cuanto a la novela realista no sólo la mitad de cada uno de ellos sino, al mismo tiempo, lo que a aquellos les falta.
Stendhal, el primero, describe poco o nada los ambientes y, aunque es ya el maestro que sabe retratar los caracteres, los temperamentos y las conductas de sus personajes, está siempre en la obra haciéndonos saber sus propias opiniones —es un psicólogo presente y con juicio. Por otra parte Flaubert despieza con todo detalle el marco en el que se desarrolla la escena y al tiempo nos hace también conocer todas las pasiones de sus personajes; es también un psicólogo,  pero estando —como Dios todopoderoso, decía él— fuera de la novela, sin opinión alguna.
Sin embargo, Balzac es el maestro completo. Su poder de imaginación no tiene límites ni en cuanto a la descripción de los escenarios o ambientes, ni tampoco acerca de los sentimientos, sensaciones, pasiones y emociones de sus personajes; es además un entrometido enjuiciando las vidas de los mismos: los valora, critica, opina, juzga, censura... Y todavía más: los «resucita» en novelas sucesivas; los vemos en otros momentos de sus vidas y consigue que nos parezca que existen fuera de sus novelas; su obra completa es una «comedia humana».
Dostoievski dijo: «Balzac es grande. ¡Sus caracteres son obra de una mente universal! No ya el espíritu del tiempo, sino milenios enteros han preparado con su lucha tal desenlace en el alma del hombre». Y, sin embargo, ahí lo tenemos: no sólo no pudo llegar a formar parte de la Academia (y mira que lo intentó) sino que en su tiempo y para la gran mayoría —con su atuendo de dandy, aparentando una nobleza que le faltaba, ostentando una casaca con botones de oro, chaleco de seda y un bastón con turquesas en la empuñadura— resulta ser un bufón; incluso hace que un «de» preceda a su apellido cuando hasta hace muy poco tiempo firmaba con seudónimo.

     Acabamos de citar la admiración por él de Dostoievski. Pues bien, ese es su homólogo. No hay otro igual con más constantes comunes y que haya dejado como él una huella tan profunda en la literatura a partir del XIX. Balzac fue el monstruo en la Europa occidental y Dostoievski en la lejana Rusia. He aquí una de las conclusiones de Fromm: «Sólo grandes dramaturgos, como Shakespeare, y los novelistas insignes como Dostoievski y Balzac, describieron el carácter en sentido dinámico,.. ».
La verdad es que se dejaron la piel escribiendo tras decirle al demonio, como diría Zweig, que sí, que estaban dispuestos a arriesgar sus futuros —con sus carreras terminadas— en aras de la literatura, la gloria y la popularidad. Y comenzaron a pasarlo... muy mal. Hambres, miserias, reveses y desdichas de todo tipo; y ello sin contar sus aciagas infancias y adolescencias, debido a sus relaciones con la familia.
¿Mujeres?; varias mujeres en sus vidas. Pero dos, una a cada uno, les llegan a fascinar hasta el punto de que —¡ironías del destino!— Dostoievski sigue a Paulina frenéticamente hasta París para reunirse con ella, y Balzac llega hasta San Petersburgo para encontrarse con Eveline.
También les fascina el dinero; el ruso pretende hacerse rico jugando a la ruleta y el francés lo intenta haciendo negocios. Y pierden, y fracasan. Deudas y más deudas, acreedores, venta de novelas antes de haberlas escrito y por tanto recibiendo cuatro perras.
 En resumen: necesitaban escribir, ello fue una pasión sin límites; uno con un perenne samovar de té a su lado y el otro teniendo a mano su sempiterna jarra de café. Como Ortega se atrevió a decir, Balzac murió a consecuencia de sus borracheras de café; se calcula que para soportar aquel ritmo de trabajo debió consumir más de cincuenta mil tazas en sus últimos veinte años. A veces son hasta catorce horas las que dedica a la escritura: «...me absorbía de tal forma que sentía mi cerebro inflamado»; lo cual no nos debe parecer extraño puesto que, al parecer, antes de ensimismarse, «Balzac sentía la imperiosa necesidad de emborronar cuartillas para ponerse a tono y encontrar la inspiración», según Huysmans. ¿Quién es capaz de escribir en aproximadamente veinte años noventa novelas, treinta cuentos y algunas obras de teatro, colaborando al tiempo en la prensa y redactando ingentes cantidades de cartas? ¿Tenemos que decir también que al mismo tiempo aceptando los «favores» que varias mujeres le ofrecían? Balzac «supo vivir como un personaje literario e insuflar vida, quizás arracándola de sí mismo, a sus criaturas de ficción»(1)
Cuatro mil de esas criaturas de ficción había previsto que «actuarían» en su comedia, La comedia humana, que estaría compuesta por ciento cuarenta novelas. Se quedaron en dos mil personajes que aparecen y desaparecen (y algunos vuelven a aparecer) en noventa de las previstas, que retratan —se ha dicho que históricamente— la sociedad que él contempló.
 
La primera obra en que comenzaron a aparecer personajes de obras anteriores fue en El tío Goriot que, junto a Eugénie Grandet son sus obras de referencia. Esta segunda fue publicada un año antes que la anterior; son sus novelas más famosas y están consideradas como las de mayor perfección; también las más balzaquianas.
     Aunque no hemos terminado hoy con Balzac, convendría señalar algo más sobre las mismas. Contaba él treinta y cuatro años cuando terminó Eugénie Grandet; hacía algo más de cuatro que había comenzado su buena racha publicando, después de casi una década de frustraciones tanto literarias como en el mundo de los negocios.
En las dos obras es muy relevante el papel que juega el capital, las posesiones, el dinero, el éxito en las inversiones y, especialmente, también el vicio de la avaricia. Sin duda —se intuye— estaba resentido de su mala suerte en las aventuras emprendedoras anteriormente intentadas, y en su mente debían estar presentes hechos y eventos, y hasta personajes que había conocido que le habían dejado muy malos recuerdos: sujetos avaros y codiciosos ávidos de riquezas a cualquier precio. Lo bueno de esa época, pese a todo, era su reciente enamoramiento y carteo con la duquesa Evelina Hanska; la que será el gran amor de su vida. 
Esto y algo más será materia de nuestra próxima incursión en el apasionante mundo de Balzac.
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(1) Ana M. Platas Tasende, Introducción a Eugénie Grandet

lunes, 21 de enero de 2013

Día Ochenta y ocho: Whitman, épico y elegíaco sin normas ni recato


Dejó escrito Borges acerca de Walter Whitman que «Quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de cualquiera de las piadosas biografías del escritor, se sienten defraudados. (...), buscan al vagabundo semidivino que le revelaron los versos y les asombra no encontrarlo...». Y es verdad que tras la lectura de, no digamos esos 390 poemas sino simplemente del primero de ellos, Canto a mí mismo de más de ochenta páginas y cincuenta y dos estrofas, es verdad que el encandilamiento y el arrebato es tan brutal que uno espera encontrar en su biografía un verdadero héroe con sus increíbles andanzas y aventuras... pero, ¡caray!, tampoco se puede decir que la biografía de Borges haya dejado pequeña a la de Whitman.

    Tengo que confesar que lo primero que de Whitman leí en mi vida fue una cita que otro autor traía a las páginas de un libro que ahora no recuerdo. La interpreté como un credo del norteamericano y la guardé en mi zurrón. Decía así:
«Esto es lo que tenéis que hacer: amar la tierra, y el sol, y a los animales, despreciar la riqueza, dar limosna a todo el que la pida, defender a los tontos y a los locos, dedicar vuestros ingresos y trabajo a los demás, odiar a los tiranos, no discutir sobre Dios, tener paciencia e indulgencia con la gente, no quitaros el sombrero ante ninguna cosa conocida o desconocida, ni ante ningún hombre ni ningún grupo de hombres; frecuentar libremente a personas poderosas sin educación, y a los jóvenes, y a las madres de familia, leer estas Hojas de hierba al aire libre en todas las estaciones, en todos los años de vuestra vida; reexaminar todo lo que os han contado en la escuela o en la iglesia, o en cualquier libro, y rechazar todo aquello que insulte a vuestra alma». Hoy la tengo incorporada a mi Breviario de certidumbres  a la misma altura que los asertos de Séneca o Montaigne.
    Y nos surge irremediablemente la pregunta: ¿de qué manera y por qué caminos que no fueran los de su vagabundeo se cultivó Whitman? Se dice que llegó a leer a Hegel, a Fichte y a Nietzsche. Y, si así fue ¿los pudo entender con su elemental cultura adquirida hasta los once años en una escuela rural...? Esto y mucho más, muchísimo más, es un enigma. Sin embargo, no nos importa a quién leyera o dejase de leer; durante toda su vida es posible que no dejara de hacerlo aunque no sepamos qué libros leyó; pero estamos del todo seguros de que no dejó de leer en la mirada y en los hechos de los seres humanos; en los animales más insignificantes y en los brutos; en los bosques, en las campiñas y en los desiertos; en el mar y en el viento; en el cosmos, en los astros..., en el firmamento. «Creo que una brizna de hierba no es menor que la senda que recorren los astros». Y de esa forma, leyendo esos textos vivos, tuvo que aprender muchísimo.
    Sabemos que en sus «piadosas» biografías se habla de un Whitman periodista a los veintiún años; un periodista de varios diarios —sucesivamente— en los que al parecer él mismo era el periódico. En alguno de ellos fue al tiempo director, redactor jefe, cronista, reportero, compositor del texto en el taller y distribuidor a caballo del mismo. Pero ya sabemos que a Tocqueville, por aquellas mismas fechas, le sorprendió enormemente que en cada villorrio ya se editase allí, en la joven América de entonces un periódico, algo que en tamaño debía parecerse a la «Hoja dominical» que se nos distribuía en la parroquia durante nuestra infancia a muchos de mi edad. 
    Cuando se leen aquellos vibrantes versos escritos con un nuevo lenguaje poético para la elegía y la épica, aquella prosa musical de su Canto a mí mismo, uno se transmuta, se apasiona y se estremece. «I'll pour the verse with streams of blood, full of volition, full of joy». Y así fue en realidad; vertió sus versos con raudales de sangre, y los colmó de determinación y de alegría. Versos sin métrica, rima o norma alguna, y sin el menor recato o comedimiento para el lugar y el tiempo en el que estaba versificando. «Creó un verso que no se sujetaba a ningún tipo de métrica determinada. Con el verso libre, Whitman conseguía poner su poema en consonancia con el espíritu libre, dinámico, versátil y revolucionario del país que intentaba retratar»(1). Versos que entre sus puritanos compatriotas sonaron mal, escandalizaron y, lo que es peor: excepto por muy pocos fueron comprendidos.
    En cierto aspecto su gran obra podríamos compararla con aquella De la naturaleza de las cosas de Lucrecio, también en verso, en la que de todo se hablaba. Aunque Leaves of grass es más un compendio de expresividad y pensamiento, dolor, historias, orgullo, creencias, negaciones, también confesión, defensa de principios, ternura, filias y fobias. Whitman, en esa su interminable y única obra, diríamos que como Baudelaire en su única poesía, la de toda su vida, canta sin pudor al cuerpo y a la esencia, a la carne y al espíritu: Soy el poeta del cuerpo y soy el poeta del alma. «Yo me celebro y me canto» —comienza diciendo— y sigue cantando a la naturaleza entera, a la que es y a la que haya dejado de ser. Atrevido en grado sumo dice que «Es inútil la insolencia o el recato»; «Canto a la exaltación o a la soberbia»... Y no deja nada sin cantar; canta tanto a lo que vive como a lo exánime o a lo inmaterial, y en su canto incluye a Manitú, a Alá y al crucificado.
La estuvo corrigiendo e incrementando desde que la comenzó hasta el año de su muerte; la publicó diez veces llegando a transformar aquel primer ejemplar de doce poemas en una obra de trescientos noventa. Fue la historia de su vida. 

    Hablábamos de su biografía. ¿Qué hizo, o a qué se dedicó aquel robusto americano nacido en una granja de Long Island en el año 19 del siglo 19, hasta que publicó por su cuenta, él mismo en un taller tipográfico y por primera vez sus versos Hojas de hierba a los treinta y seis años? Tiene razón Borges: nada sublime ni importante. Ya abandonada la escuela comienza en una imprenta como aprendiz de tipógrafo, imparte clases en las escuelas por las aldeas, trabaja en el periodismo tal como hemos explicado y se dedica a la carpintería de la construcción.
    Sin embargo, a sus cuarenta y tres años comienza para él una etapa muy diferente que le dejará huella. Estamos en plena Guerra de Secesión americana y él, con esa edad, no está ya para combatir en el frente. Decide marchar en busca de su hermano por los campos de batalla de Virginia; y allí, vagabundeando por las inmediaciones del Potomac y de Washington se dedicará a cuidar de los soldados enfermos y de los moribundos.
 Durante esos años cantará a la guerra: «Yo también, sombra altiva, he cantado a la guerra, a una guerra más prolongada y grande que ninguna», y añadirá a su gran poema más versos: Redobles de tambor. Allí tuvo ocasión de conocer otra cara de su país; verdaderamente llegó a saber de su idolatrada América cuando convivió con los dolientes soldados de la Unión destrozados en los campos de batalla, experiencia traumática a la que se entregó al tiempo que ejercía como excepcional cronista en la retaguardia. Estimó que en los tres años allí pasados como enfermero, cuidando y consolando heridos entre los hospitales de campaña y también asistiendo a los médicos en sus rudas operaciones quirúrgicas —llego a desmayarse—, había hecho más de seiscientas visitas y había asistido a unos ochenta o cien mil soldados heridos y enfermos. Armado como siempre con sus minúsculas libretas (así dice en sus Diarios de guerra), desde el principio fue guardando «pequeños cuadernos con notas improvisadas a lápiz...», y llegó a garabatear «...quizás cuarenta de esos pequeños cuadernos»: los «Moleskines» de nuestros días. Si fue de esa manera... ¡sí que tenía Whitman una biografía!

Lo habíamos dejado en Washington, donde tras la guerra se convierte en un burócrata del gobierno. En el Departamento de Interior se ocupa de los asuntos relativos a los indios. Pero lo echan cuando se le acaba identificando como el autor de aquellas Hojas de hierba, esa libertina obra. Consigue seguir trabajando sin embargo en la oficina del Fiscal General. Esa etapa washingtoniana termina no obstante cuando con cincuenta y cuatro años le ataca una parálisis y también muere su madre. Se marcha para New Jersey y, a pesar de la enfermedad que lo avejenta, viaja, da conferencias y escribe.
Su vida, su hazaña y su obra terminará a los setenta y dos, ya establecido desde los sesenta y tres en Camden, New Jersey, donde vive una hermana. Y decimos que termina allí «su obra» porque hará imprimir entonces, ese año, la décima edición de su Leaves of grass que se será conocida como la «del lecho de muerte». Se encontraba inválido y era cuidado por una viuda en una pequeña vivienda a la que acudían infinidad de admiradores visitantes de todo el orbe.

    Sin querer —o un poco queriendo— hemos bosquejado una biografía. ¿Nos falta apuntar algo más? Sí, la «comidilla» sobre sus inclinaciones sexuales. Se ha hablado de «cruel desgarrón en sus apetencias sexuales», de «sublimación de sus inclinaciones homoeróticas en un ideal de camaradería universal», de «un homoerotismo puro y expansivo». Es fácil y comprensible entender que algo de eso hubo en su vida. La sensualidad y carnalidad que trepidan en su gran poema señalan pistas para pensar así. Nunca se casó y a menudo se refiere a esa gran camaradería con jóvenes amigos.
Únicamente me resta decir que acerca de todo ello se le puede preguntar a García Lorca leyendo su poema Oda a Walt Whitman.
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(1) Sam Abrams, Lecciones de Literatura Universal

 

 

 

martes, 15 de enero de 2013

Día Ochenta y siete: "La náusea" y "La peste"; Sartre y Camus


Si «Vivir es siempre haber caído prisionero de un contorno inexorable» según lo entendía y había escrito Ortega y Gasset, con la invasión nazi sobre Europa y su incierto futuro la vida resultó ser una prisión aún más implacable y asfixiante. «El mundo, ajeno a los interrogantes humanos, se vuelve de una densidad irrespirable, se nos ofrece extraño y sin sentido...»(1). Durante aquellos años de lóbrego cambio se comenzaba a gestar una nueva manera de enfocar la existencia. No podía ser de otra manera: Europa, que había leído a Husserl, a Heidegger y a Kierkegaard estaba madura y a punto de dar a luz al existencialismo. Y se encargaron especialmente de hacerlo dos mentes privilegiadas que destacaron vigorosamente del resto de la intelectualidad europea. Los dos eran escritores además de pensadores, y de esta suerte pudieron llegar a todas los estamentos de la sociedad.
La historia en este caso es más que apasionante, porque con Jean-Paul Sartre y Albert Camus se inicia una época que no sólo se reflejará en el mayo francés del 68 sino que durará, así lo entendemos hoy, hasta después de la caída del muro de Berlín y es posible que todavía esté incidiendo en nuestras vidas.
Mas, aunque no tenemos otro remedio que comenzar hablando de existencialismo, que nadie se moleste: líbreme Dios de hablar de filosofía alguna en un blog literario. Y, en este sentido, únicamente me atreveré a desgranar rudos conceptos de aquel sentir existencialista: el asalto a las mentes de lo absurdo de la existencia, el sentimiento de angustia ante la rutina y la vulgaridad, el colapso de los principios y la falta de esperanza, la idea de que vivir no vale la pena, la desesperación, la finitud. Puede que hubiera más pero en estos planteamientos, más o menos, —sin entrar en el ethos y en el pathos— radicaba el vacío de certezas que la guerra trajo y la paz subsiguiente agudizó.
Hemos de rectificar —¡tan temprano!— y matizar que uno de ellos era más filósofo que escritor, y el segundo a la inversa. Y ya que hemos entrado en matizaciones ¿qué mejor que retratarlos en principio atendiendo a sus concordancias y a sus divergencias? Sartre y Camus eran franceses y ambos huérfanos de padre; estudiaron filosofía y vivieron los mismos acontecimientos históricos; participaron de la misma cultura y militaron en la izquierda; los dos colaboraron con la resistencia frente a los nazis y fundaron dos plataformas de difusión: Les Temps Modernes y Combat; sin reserva alguna se atrevieron a apoyar al frente de liberación argelino frente a sus país y denunciaron los crímenes de Stalin. Pero sobre todo utilizaron la literatura para difundir su pensamiento, y su fama les nace con la publicación de sus dos primeras novelas: La náusea, 1938 y El extranjero, 1942 consideradas ambas novelas de tesis. ¿Hay que decirlo?: a los dos les fue otorgado el Nobel de Literatura.
Sus desemejanzas fueron muy pocas: el primero era hijo de familia burguesa y el segundo hijo de familia humilde; aquel un parisino cosmopolita y este un pied noir nacido en una colonia francesa; uno, además de miope y con gafas era algo pequeño, achaparrado y estrábico, y tuvo que soportar a su lado a un apuesto galán al estilo de los de Hollywood de los años cuarenta.
Helos ahí. Se llevaban ocho años —los que median entre 1905 y 1913— y fueron las voces principales de la vida intelectual francesa de la posguerra europea. Terminaremos diciendo que compartieron diez años de amistad los cuales, desafortunadamente, acabaron tirando por la borda tras una intensa discusión en materia filosófica y política y hasta en cuestiones muy personales.
Casi siempre que el mundo ha escrito de Sartre ha escrito también de Camus, y además, cada vez que se los ha citado juntos, salvo raras excepciones ha sido por ese orden; al parecer al argelino Albert Camus ello llegó a molestarle —aunque no debiera.
Trataré de explicarme: me parece entendible y aceptable que aquel descollante intelectual parisino fuera casi siempre por delante, en primer lugar porque ya era admirado desde 1939 por un desconocido Camus que justamente dos años antes —contaba sólo veinticuatro— había viajado a Francia por primera vez desde su Argelia en la que había nacido. Sartre había publicado aquel año La náusea en la editorial francesa de más prestigio, la cual lo había dado a conocer súbita y brillantemente. Al entonces desconocido profesor de filosofía en Le Havre le había llevado cerca de cinco años escribir aquella novela que llevaba el título de Melancolía, y que con él le fue rechazada en 1937 por la editorial Gallimard la cual le aconsejó cambiarla al título definitivo. El rechazo le abatió, pero la publicación anterior de El muro —aunque no en formato de libro— le había compensado de alguna manera. Aun así necesitó recomendaciones para que La náusea viera la luz.
Es cierto que cinco años más tarde, sorprendentemente, ese muchacho «extranjero», tuberculoso e hijo de una limpiadora analfabeta, llegado de África con un título de filosofía de la universidad de Orán y con el carné del partido comunista en el bolsillo, el cual durante su estancia en la metrópoli ha estado trabajando en el París-Soir, dejará también boquiabiertos a todos los públicos con una novela, El extranjero, que junto a la anterior de Sartre transmitirán en forma literaria al mundo de entonces la angustia de aquellos años: la inutilidad de la existencia. Un año más tarde ambos autores se llegarán a conocer personalmente: «Hola, soy Camus», o algo muy similar le dijo a Sartre presentándose a sí mismo en el vestíbulo del teatro en el que se estrenaba Las moscas, del mismo Sartre.
Si en 1939 Camus admiraba a Sartre, en 1943 Sartre comenzó a admirar a Camus. Tras la Liberación de los nazis el genio bizco, feo y rechoncho elogiaba y destacaba a aquel norteafricano con aires de Bogart —a menudo también con el pitillo entre los labios— y lo mostraba como el más notable de los escritores franceses comprometidos. El «Castor» —Simone de Beauvoir— reconocía su magia, su encanto y su ingenio y llegó a temer que a pesar de la prensa de Sartre y de su público, llegase un día a elevarse por encima de él. Pero Camus respetaba todavía entonces aquella «mente de una virtuosidad, poder, profundidad y creatividad asombrosa»(2). Y, por otra parte, los temas compartidos por ambos en un principio eran los mismos: «el absurdo, el humanismo enérgico, la necesidad de lucha, la voluntad de enfrentarse a situaciones extremas y el rechazo a la evasión y a posturas heroicas»(2).
Pero la guerra ha terminado y los tiempos son otros; y en esa paz sobrevenida Camus publica tres años después su definitiva y gran novela que superará a la anterior. La peste no es ya una historia engendrada exclusivamente en el absurdo como la primera; para él esa época ha transcurrido y se abre una nueva etapa, la de la rebeldía, la lucha contra el absurdo como un compromiso de enfrentarse a él. «El extranjero describe la desnudez del hombre frente al absurdo. La peste, la equivalencia profunda de los puntos de vista individuales frente al mismo absurdo». Puntos de vista individuales fundidos en una responsabilidad colectiva que exige aunar esfuerzos y trabajar en equipo. Ante una amenaza total a la seguridad de los habitantes de una ciudad en cuarentena por una peste, sin escatimar esfuerzos junto con la voluntad de someterse a las exigencias del momento, aceptando los riesgos que sean necesarios, todos sus ciudadanos se comprometen en la lucha sin «atribuir demasiada importancia a las acciones dignas de elogio».
   Y el público recibió bien esta novela porque apareció en el momento preciso: el público esperaba un libro sobre los años de adversidad pero sin alusión directa a aquellos, ni a la derrota ni a la ocupación ni a las atrocidades. En La peste está alegóricamente representada la ocupación nazi, esta es la plaga que sufren aquellos habitantes, eso además de interpretarla como una respuesta cargada de humanidad durante aquella ocupación. Lo que venía a proponer Camus era alcanzar la solidaridad con nuestros semejantes; de lo que se trataba en aquel asedio era de alimentar un ideal. Posiblemente fue ese el motivo de proponer a Camus para el premio Nobel desde el momento en que se publicó. Camus renacía como un escritor comprometido pero no idealista o ideólogo y, al tiempo, como un trovador de la libertad. Fue reconocida como la novela más personal de Camus y posiblemente su preferida. Lo mismo que a Sartre La náusea, le había llevado cinco años y mucho desasosiego, dudas e incertidumbres: «La peste es un panfleto» escribió en su diario cuando la hubo terminado. Y no obstante le valió el Nobel y The New York Times dijo de él que era «una de las raras voces literarias que ha emergido del caos de la posguerra con el tono armonioso y medido del humanismo». «Aceptar lo absurdo de todo lo que nos rodea es una etapa, una experiencia necesaria: no debe convertirse en un callejón sin salida».
La náusea y La peste fueron escritas por sus autores —y también publicadas— cuando tenían la misma edad, pero como hemos dicho en épocas diferentes, justamente en las precisas.
Al protagonista de La náusea le salva del suicidio y del absurdo la música, concretamente el jazz. Le salva la música que tocan en los cafés, y en especial aquel «Some of these days you'll miss me honey» que canta una negra. A su autor, que era capaz de escribir prólogos de 350 páginas y admiraba la literatura norteamericana (sobre todo Dos Passos y Faulkner), le encantaba Italia, el cine —llegó a ser guionista— y el jazz. Sartre se propuso escribir con ese monólogo de Antoine Roquentin una novela que relatara una existencia vulgar, y la forzó con esa arcada que dice sentir el protagonista. Pero lo que verdaderamente subyace en la magistral narración no es sólo un sentimiento sino un argumento, unos personajes, un ambiente. El diálogo —de los pocos de la novela— sostenido con el Autodidacta en el restaurante es soberbio; este personaje está excepcionalmente bien retratado. Se envidia la oportuna y minuciosa narración de detalles que hace el autor y cómo plasma los pensamientos de Roquentin a lo largo de la conversación mantenida con el tal Autodidacta; diálogo que resulta antológico. No parece acertado aquel juicio sobre sus carencias estilísticas: «Es verdad que no tengo talento para escribir. Me lo han dicho tantas veces...». En La náusea se aprecia la calidad literaria de su autor describiendo, o más bien retratando personajes y escenas. Hay en la novela, además, flujos de conciencia extraordinarios.
   Los amores de Sartre con el totalitarismo, su posicionamiento ante el comunismo en la segunda etapa de su vida en sentido inverso a la actitud que con el tiempo adoptó Camus, definitivamente los dividió.
   En el caso de Camus parecía que el éxito se le había subido a la cabeza, pero no. Su general distanciamiento era debido a un bloqueo que hasta le hizo temer por su falta de memoria; un típico bloqueo de escritor debido a su enfermedad —y la de su mujer— que le exigía especiales tratamientos y curas de reposo; un bloqueo también originado por otros problemas familiares y el de su origen y por su relación extramatrimonial... Al parecer llegó a sentir la amenaza de una muerte temprana.
Albert Camus murió en un accidente de automóvil en enero de 1960; contaba cuarenta y seis años. Jean-Paul Sartre le sobrevivió veinte años más; tuvo tiempo de participar con Russell en el Tribunal Internacional organizado por aquel, y en el mayo francés del 68 nacido en la Sorbona. Murió en París en 1980 y, por ello, como se ha dicho, «suya fue la última palabra». Aunque, sin duda, Camus es hoy recordado como el más fascinante de los dos.
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(1) María Zárate, Albert Camus
(2) Ronald Aronson, Camus y Sartre


domingo, 6 de enero de 2013

Día Ochenta y seis: Acerca del "oficio u hosco arte" del ignorado traductor


Cuando lei por primera vez en aquella edición en español los «Trópicos» de Miller, el traductor le hacía saber al lector que había revisado y corregido el texto después de los diez años transcurridos y que había aprendido mucho sobre su «oficio u hosco arte»; y acababa diciendo: «...sólo en su estado actual merece este texto las críticas elogiosas que recibió diez años atrás». Verdaderamente, además de refrendarme la sospecha de que hasta era posible que el texto original hubiera ganado al ser traducido —tan bueno lo había yo encontrado— quedaba patente que este traductor era, además de modesto, un verdadero profesional.

Supongo que a todos nos preocupa llegar a leer a un clásico en una buena traducción cuando no hay más remedio que leer en nuestra lengua nativa para disfrutar plenamente de la lectura sin ayuda exterior alguna —como nos ocurre cuando leemos algún libro técnico o un manual. Desgraciadamente no todos podemos leer a los rusos en ruso, a los franceses en francés y a los alemanes en alemán, ¡quién pudiera!, y tenemos que recurrir a esa imprescindible figura, la del traductor.
Pero no siempre es posible encontrar esa buena traducción. Si para Borges «cualquier traducción es necesariamente una "malatraducción", una deformación del original» a mí me gusta pensar, como en algún sitio y momento he leído, que traducir es una forma de reponer algo que faltaba en el texto original. No se trata solamente de que el deber y el trabajo de un escritor es el deber y el trabajo de un traductor, que decía Proust, sino que el traductor se ponga en la piel del lector y trate de completar de cualquier forma posible lo que el autor quiso transmitir.
Recuerdo que leyendo a Flaubert, concretamente su Madame Bobary, me encontré con un traductor que realizaba muchísimas aclaraciones a pie de página. Eran notas de varios tipos: unas sobre la fuente de la cual extrajo Flaubert algunos hechos, panfletos, discursos, textos de cualquier índole, etc.; otras eran aclaraciones acerca de sucesos auténticos, citas de lugares o personajes reales que se iban cruzando por la novela y que pueden carecer de sentido para el lector de otra época. ¡Cómo se agradece todo eso!
En el lado contrario no he olvidado la insufrible lectura que hice de El tío Goriot. En la introducción decía la traductora de la obra: «...conservo lo más posible la puntuación de Balzac (nada menos que de una edición corregida "de puño y letra'' por el autor). Por anárquica que parezca o que sea, con ella Balzac es quien es, y modificarla sería modificar, sin derecho, la obra de Balzac». Precisamente por esa «anarquía» la obra era difícil de leer; el abuso de la coma (a menudo indebida según las más elementales normas de la gramática) llegaba al paroxismo y hacía embarazosa su lectura. Lo siento, no puedo estar de acuerdo con ese «Balzac es quien es», y creo que para eso también existe el traductor. Escuchemos esta declaración de Dostoievski: «Pongo comas donde las juzgo necesarias y, donde las juzgo innecesarias, otros no deben agregarlas». Aquella traductora desde luego se había pasado quizás porque había leído recientemente esta afirmación de Dostoievski. Guardo por otro lado un imborrable recuerdo de la lectura de el libro II de los Ensayos de Montaigne, y especialmente de su Capítulo XVIII «De la presunsión», en el que se explaya hablando magistralmente sobre sí mismo. Es tan buena su prosa que, o bien miente cuando habla de sus imperfecciones, torpeza, falta de virtudes, limitaciones y defectos, o el traductor realizó un trabajo que superó lo que aquel escribió. Posiblemente, a diferencia de la traductora de Balzac, puso y quitó comas de donde le vino en gana teniendo en cuenta lo que decía Montaigne: «Yo no me ocupo ni de la ortografía, ni de la puntuación: soy poco experto tanto en una como en otra».
En cualquier caso, aquella máxima sobre la traducción del humanista Leonardo Bruni: «conservar de la mejor manera la estructura de la frase original, sin que las palabras traicionen el sentido, ni el esplendor, ni la belleza de las propias palabras», debe ser muy difícil de conseguir. ¡Y no digamos si se trata de traducir poesía! Precisamente ahí puede ser que no sea conveniente ajustarse a lo que Bruni predicaba.
Walter Benjamin estaba convencido de que la poesía no podía ser traducida; no desde luego en los términos que él aceptaba la traducción: «La verdadera traducción es transparente, no cubre el original, no le hace sombra...», lo que más o menos, con otras palabras, viene a ser aquello que Goethe razonaba: que en nuestras traducciones pretendemos convertir a nuestro idioma lo que fue escrito en una lengua extranjera, en vez de darle aquella forma extranjera a nuestra lengua.
T. S. Eliot dejó escrito que: «Genuine poetry can communicate before it is understood»(1). O sea, cualquiera que sea la traducción, debemos entender que no será ya poesía pura, natural, auténtica, y es posible que no nos diga nada ni siquiera si entendemos lo que se quiere expresar. Y esto, lamentablemente, puede ser muy cierto.
A mí se me ha ocurrido traer a estas páginas dos ejemplos de poesía traducida. En primer lugar he tomado los tres primeros versos de la Elegía a Ramón Sijé del poemario El rayo que no cesa de Miguel Hernández junto con una traducción realizada al inglés de la misma. A continuación he realizado la prueba inversa: de la obra de Yeats The Land of Heart's Desire he tomado también tres versos muy conocidos y una traducción al español de los mismos. Veámoslos:

  «Yo quiero ser llorando el hortelano              «I want to be, crying, the peasant   
  de la tierra que ocupas y estercolas,               that works the earth you occupy and fertilise               
  compañero del alma, tan temprano»              companion of my sould, so soon»
 
  «The wind blows out of the gates of the day,    «Por las puertas del día salió el soplo del céfiro
  The wind blows over the lonely of heart,           La soledad del alma oreó con su aliento.     
  And the lonely of heart is withered away»         La soledad del alma va desapareciendo»

No voy desde luego a realizar un análisis ni comentario alguno sobre los dos ejemplos; tan sólo los dejo ahí para que el lector saque consecuencias de dos modos o maneras muy diferentes de traducir poesía.

* * *
Goethe tradujo a Voltaire, Dostoievski tradujo a Balzac, Tolstói tradujo a Lao-Tse, Turguéniev tradujo a Montaigne, Galdós tradujo a Dickens, Camus tradujo a Calderón, Proust tradujo a Ruskin, Miguel Hernández tradujo a Rilke, Rilke tradujo a Valéry, Valéry tradujo a san Juan de la Cruz, Baudelaire tradujo a Poe, Cortázar tradujo a Gide, Gide tradujo a Conrad, y Borges tradujo a Woolf, a Wilde, a Poe, a Faulkner, a Kafka, a Carlyle, a Chesterton, a Kipling..., y a otros muchos más; al parecer trabajó también en la traducción de una parte de Ulises y le significó un gran desvelo. Dice Sergio Waisman que «...en los textos borgeanos traducir y escribir se vuelven prácticas casi inseparables de creación»(2). Y yo me pregunto: ¿es necesario traducir para llegar a escribir? —se supone que para llegar a escribir bien.
   Finalizo esta «entrada» ochenta y seis con una bella prosa poética de Umbral, la cual dejo aquí para que el lector cuya lengua nativa o materna no sea el español se ejercite en traducir a su idioma, si es que le place.

                          «Han venido a mi casa dos palomas de barro.
                          Tienen el color gris de los viajes.
                          Están tomando posesión del mundo.
                          Se acercan a la fuente como a una pagoda.
                          Y mi jardín se ensancha cuando vuelan»

Traducir, traducir bien, es un noble arte. No es un oficio ni es un arte hosco. Cuando se ha traducido un texto literario no se ha plagiado, tal como alguien se ha atrevido a decir. Entonces hemos creado.
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(1) Tal como ha venido ocurriendo a lo largo de estas Notas, no he traducido esta sentencia que he encontrado en otra lengua, pues no me atrevo a hacerlo. Sólo me atrevo a traducir cartas, manuales y documentos de trabajo. No soy traductor literario.
(2) Sergio Waisman, Borges y la traducción